Dios existe. Te explico por qué
Hace tres años, en 2022, salió a la luz El árbol de los mitos, libro en el que mi colega Diego Méndez y yo mismo tratamos de exponer lo esencial de los mitos universales, es decir, aquellos que se repiten a lo largo y a lo ancho del mundo. En la contraportada de dicha obra escribimos: “Aquí se despliega un mapa mundial, que toca lo más profundo de la mente humana, nuestras creencias originales, la concepción de lo sagrado en sus orígenes”. Este mapa mundial de los “mitemas” (temas míticos universales), si bien importante, dejaba al margen una parcela no menos fundamental de la idiosincrasia humana: la generalización del culto a un creador, a un Dios único; el desarrollo del monoteísmo como religión fundamental, expresado como un canon y un dogma preservado por un sacerdocio organizado e institucionalizado, el cual ejerce de instigador y ejecutor del ideario espiritual compartido por buena parte de la sociedad (o por toda ella, si dicha doctrina es impuesta por la presión social).
Como ya expresé en El árbol de los mitos (página 370), “al contrario de lo que se piensa, el politeísmo suele ser una fase religiosa avanzada, posterior al culto de un Ser Supremo solar o de carácter uranio-celeste. Éste es la causa primera de todas las cosas, siendo señor del Cielo y la Tierra. Nunca se lo representa en imágenes, y no tiene ni santuario ni sacerdotes asociados. Suele tener características muy arcaicas (se encuentra, por ejemplo, entre los pigmeos, los australianos y los fueguinos)”. A este respecto, Mircea Eliade, en Lo sagrado y lo profano, habla de un “monoteísmo primordial”, el cual antecede a la elaboración politeísta de un panteón de dioses con cometidos claramente diferenciados. Dicho “monoteísmo primordial” tiene carácter periférico, pues sólo se acude al dios creador en casos extremos, ya que éste suele estar al margen de la vida cotidiana de los pueblos. Las sociedades cazadoras-recolectoras que aún mantienen la creencia en dicho deus absconditus (dios escondido) conservan rasgos sociales y culturales claramente tradicionales: además de su creencia en un Ser Supremo creador del mundo, la inexistencia de propiedad privada, así como la ausencia de aristocracia, esclavitud o sociedad tribal.
En definitiva, al contrario de lo que se suele afirmar, el monoteísmo no es un culto tardío, sino extremadamente antiguo; tanto, que probablemente fue profesado por nuestros antepasados de las cavernas (y aún lo sigue siendo por algunos pueblos tradicionales situados en distintas partes del mundo).
El monoteísmo no nació en Judá-Israel
También es un error pensar que el monoteísmo es un “regalo” del pueblo hebreo. Muy al contrario, el culto a un dios único, en Judea, es tardío, y como veremos más adelante, deriva de influencias foráneas. En Temas de Historia Oculta. Nuestro pasado robado (página 399) escribo lo siguiente: “[En Judea] el politeísmo, la monolatría, el henoteísmo, o el polidemonismo (llámese como se desee), que habría perdurado hasta los tiempos patriarcales, por obra y gracia de la casta sacerdotal (apoyada por el poder: en concreto, por la reforma religiosa del rey Josías), deriva en un culto jerárquico y centralizado. Los terafim de los tiempos antiguos (unas estatuillas de devoción doméstica, de origen sumerio) desaparecen de la circulación; la religión popular, ligada a los ‘lugares altos’ y al culto familiar, es abolida. Jerusalén es el único lugar legítimo donde adorar a Yahvé, el Dios nacional de Israel. La religión hebrea se institucionaliza”. Más adelante, en la página 413 de la misma obra, entro más a fondo en la significación del término “henoteísmo”, aplicable al contexto religioso de Judá hasta la época del rey Josías: “El primer mandamiento hebraico expresa que los hebreos reconocían la existencia de otros dioses, pero afirmaban la superioridad indiscutible de su propio Dios, al que rendían culto de forma exclusiva. De acuerdo con Walther Zimmerli (Manual de Teología del Antiguo Testamento): ‘Esta fe no lucha por purificar la concepción del mundo y de los dioses, sino que inicialmente tolera el fenómeno de los dioses extranjeros, pero les niega cualquier poder, y rechaza categóricamente que tengan algún derecho sobre Israel’. A este tipo de religión, a medio camino entre el politeísmo y el monoteísmo, se le llama ‘henoteísmo’”.
En la página 393 de Temas de Historia Oculta. Nuestro pasado robado, explico que estas “disfunciones” del monoteísmo, por lo que se refiere al culto al dios hebreo Yahvé, continuaron al menos hasta el rey Josías (648-609 a.C.). En 2 Reyes (23: 5-8) se dice de éste: “Expulsó a los sacerdotes de los ídolos, puestos por los reyes de Judá para quemar perfumes en los lugares altos, en las ciudades de Judá y en los alrededores de Jerusalén; a los que ofrecían perfumes a Baal, a la Luna, al Zodíaco, y a toda la milicia de los cielos. Sacó la asherá fuera de la casa de Yahvé, fuera de Jerusalén, al valle de Cedrón, y la quemó allí. Derribó los lugares de prostitución idolátrica del templo de Yahvé, donde las mujeres tejían tiendas para la asherá”. Debemos entender la asherá como un símbolo de la divinidad femenina, fabricado en madera. Ella constituiría la consorte de Yahvé, tal como es observable en una inscripción de la monarquía judaica tardía, localizada en la Shefelah (tierras bajas) de Judá. Allí encontramos la siguiente frase: “Yahvé y su asherá”.
Así pues, ¿cuándo nace el monoteísmo hebraico? Es un hecho aceptado que antes de Moisés los hebreos adoraban a muchos dioses, lo que es lógico teniendo en cuenta el poblado panteón de sus vecinos egipcios, cananeos o asirio-babilonios. Como veremos más adelante, todo indica que el origen de dicha doctrina es egipcio, y por tanto la figura (mítica o no) de Moisés tiene una especial relevancia. Algunos expertos afirman que la mención, en el Decálogo, de Yahvé, ya denota una tendencia monoteísta, puesto que Dios se le revela de modo particular. Recordemos (Éxodo 20): “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí. No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian”.
Pero el hecho es que el mismo Moisés (que construye una “imagen”, una serpiente de bronce), y su hermano Aarón (que fabrica un becerro de oro), incumplen el segundo mandamiento divino: “No te harás esculturas ni imagen alguna… No te postrarás ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso…” (Éxodo 20). O bien: “No fabricarás imágenes... No las adorarás ni les darás culto, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso” (Deuteronomio 5: 8).
Otros piensan que son los profetas (y en especial Isaías) los que dan sentido al culto del dios único Yahvé: “Antes de mí no fue formado dios alguno, ninguno habrá después de mí” (Isaías 43: 10). Este “segundo Isaías” (también llamado “Deuteroisaías”) está datado hacia el siglo VI a.C. De ahí que podamos pensar que dicho “monoteísmo” es algo tardío. Ya Elías, casi tres siglos antes (1 Reyes 18: 27), negó la mera existencia de dioses (como Baal) que pudieran compararse a Yahvé. Sea como fuere, parece que no fue sino hasta el siglo VII, en la Judea posterior a la caída de Samaria en manos de Asiria (año 722 a.C.), que la doctrina monoteísta hebrea tomó carta de naturaleza.
Como hemos visto más arriba, fue Josías, alrededor del año 622 a.C., quien impulsó de forma más decidida la reforma religiosa y la institución de un nuevo código de Leyes (el Deuteronomio), inspirados en los antiguos textos del Decálogo, del Éxodo y del Levítico. El Deuteronomio, según los expertos, expone los principios fundamentales del monoteísmo hebreo a partir del culto centralizado en el Templo de Jerusalén. Al mismo tiempo Josías, como hemos visto, extirpó de forma cruel los cultos cananeos que aún en sus días florecían en la tierra de Judá.
El monoteísmo hebreo nació en Egipto
Cada día es más aceptado que el monoteísmo nació a fines del II milenio a.C. en Egipto. De esta tierra los hebreos entresacaron una parte importante de su sabiduría: los Proverbios, el Eclesiastés, el Eclesiástico y la Sabiduría de Salomón. Por ejemplo, en Proverbios 22: 17 (titulado “Sentencias de los Sabios”) se incorpora un fragmento de la enseñanza egipcia de Amenemope (Walter Zimmerli: Manual de teología del Antiguo Testamento). Y en Proverbios 30: 18 y 30: 25 encontramos “observaciones naturales” que podrían tener origen en el Himno al Sol del faraón egipcio Akenatón (siglo XIV a.C.). Éste es considerado inspirador, asimismo, del Salmo 104; baste con convertir en disco solar (Atón) al dios hebreo Yahvé. Compárese: “Apareces henchido de belleza en el horizonte del cielo, Disco viviente, que das comienzo a la Vida. Al alzarte sobre el horizonte de Levante llenas los países con tu perfección. Eres hermoso, grande, brillante, alto por sobre tu Universo…” (Himno a Atón), con “Yahvé, Dios mío, tú eres grande, tú estás rodeado de esplendor y majestad. Revestido de luz como de un manto, como una tienda tendiste los cielos… ” (Salmo 104).
El Decálogo (los famosos “Diez Mandamientos”, compilación de las principales normas de conducta hebreas) podría estar inspirado en la llamada “confesión negativa” del Libro de los Muertos egipcio. Recordemos que en este último el muerto debe responder negativamente cuarenta y dos preguntas, contestando que no ha quebrantado ese número preestablecido de pecados.
El listado de “préstamos” de la cultura egipcia, mesopotámica y universal no acaba ahí. La forma Adonai (literalmente “mis señores”, pues Adón es “Señor”), una de las expresiones del Yahvé hebreo, podría derivar del acadio Adannu y del Atón egipcio (ya he hablado, más arriba, del “Himno a Atón”). El origen legendario de Moisés (abandonado en el río a bordo de una canasta) derivaría del de Sargón de Akkad, que vivió más de un milenio antes (ésta es una tradición universal, pues fueron rescatados de modo semejante otros héroes míticos, como Rómulo y Remo en Roma, Paris o Perseo en Grecia, Anubis u Horus en Egipto, Lugh entre los celtas, Krishna entre los hindúes, Mwindo en Zaire, Shen Nong en China, Muni en Tonga, etc.). Pero es el propio nombre del fundador del judaísmo, Moisés, el que ofrece una evidencia más clara de la influencia egipcia. Nótese que Moisés derivaría del egipcio moses, literalmente “hijo de” (empleado en Tutmoses, o Ramoses, hijo de Tot e hijo de Ra, respectivamente).
Según Wallis Budge (The Gods of the Egyptians), si bien el culto a Atón, en Egipto, tal como fue establecido por el célebre faraón Akenatón, es manifiestamente “monoteísta”, constituye más bien una forma de “materialismo glorificado” (pues el Sol no deja de ser un objeto material) que la devoción a un concepto abstracto, como se supone que representa Yahvé (si bien éste es descrito, en la Biblia, de manera antropomórfica). Siguiendo con esta argumentación, el monoteísmo heterodoxo de Akenatón podría haber inspirado a un grupo de hebreos, los cuales exportarían dicha idea revolucionaria a la tierra de Canaán. Aquí habría fructificado, y habría inspirado la nueva religión en ciernes, transmitida por el “egipcio” Moisés (recordemos que su nombre es netamente egipcio). Es posible que este personaje, sea ficticio o real, fuera el responsable de esta aportación monoteísta al grupo de ganaderos nómadas conocidos como khabiru o apiru (los modernos hebreos).
Las evidencias no son escasas. Además de las coincidencias de algunas ideas del Génesis y del Éxodo hebreos, y de los llamados “libros de sabiduría”, con la cultura egipcia, la propia Biblia se encarga de recordar que buena parte de sus postulados emanan de fuentes egipcias. No sólo el Salmo 104 (véase más arriba), el cual se inspira en el culto egipcio a Atón, deriva de fuentes egipcias. Oseas (13: 4) establece con claridad el vínculo entre Yahvé y Egipto: “Yo soy Yahvé, Dios tuyo desde el país de Egipto. No conoces a otro Dios que a mí, ningún salvador fuera de mí”. También la concepción egipcia de maat (justicia), a través de la “confesión negativa”, puede ser una aportación de las tierras del Nilo (en el Decálogo hebreo, como apunté más arriba).
Del mismo modo, restricciones alimenticias, como la circuncisión o la prohibición del consumo de la carne de cerdo, tendrían origen egipcio. Herodoto lo señala en su Historia (libro II, párrafo 104): “Colcos, egipcios y etíopes son los únicos pueblos del mundo que practican la circuncisión desde sus orígenes. Pues los fenicios y los sirios de Palestina, según sus propios testimonios, reconocen que lo han aprendido de los egipcios”. Por lo que se refiere a la prohibición de consumir carne de cerdo, Herodoto (libro II, párrafo 46) la atribuye a los egipcios: “Al cerdo los egipcios lo consideran un animal impuro”. Y añade que únicamente sacrifican cerdos a Selene y Dionisio en una ocasión determinada (justo el día del plenilunio), y luego se comen la carne. Ello es así porque Seth, el asesino de Osiris, es la personificación mítica del cerdo, que devora periódicamente a la Luna (Selene), uno de los ojos de Osiris (el Dionisio de los griegos).
Como señalo en Temas de Historia Oculta. Nuestro pasado robado (página 391), “el hecho de que los egipcios hayan podido determinar tanto la doctrina religiosa de los hebreos (monoteísmo, sabiduría), como su código de conducta (instauración de una moral civil y de un código de leyes, circuncisión, prohibiciones alimenticias), hace pensar que su influencia sobre las tribus hebreas (apiru, khabiru, Ysiráal) debió ser profunda y prolongada”.
Los Upanishads, otra fuente del monoteísmo occidental
Pero el judaísmo (e indirectamente la doctrina pionera de Akenatón, con su culto a Atón) no es la única fuente de la doctrina monoteísta vigente hoy día en Occidente. Un segundo foco de “monoteísmo primario” lo hallamos en la India. Allí se desarrollaron los Upanishads, las doctrinas secretas de la tradición oral hindú.
En el Brihadâranyaka Upanishad, de hacia el 800 a.C., se dice lo siguiente: “[El Atman] es así: como de un fuego, encendido con leña mojada, se escapa el humo hacia todos los lados, así también el Rig Veda, el Yajur Veda, el Sâma Veda, el libro de los Atharvans y de los Angiras; las Historias, las Narraciones, las Ciencias; las Doctrinas Secretas [Upanishad]; los Versos, los Aforismos; las Explicaciones y los Comentarios han sido exhalados por este Gran Ser”. El origen de los Upanishads (del sánscrito Upa ni sad, “sentarse más bajo que otro”, se presume que para escuchar sus enseñanzas) se remonta a la tradición oral, transmitida de generación en generación entre familiares y discípulos de los maestros (gurús) de manera fiel y exacta. De esta manera han llegado hasta nosotros, como un hálito del pasado plasmado en palabras escritas en fechas más recientes.
No es éste el momento para adentrarnos en las profundidades de la sabiduría de estos libros hindúes. Lo haremos al final de la primera parte, que llamo Dios y el mundo. En la segunda parte (con título Dios, Fe y Religión) me encargaré de destacar el profundo influjo que esta doctrina tuvo en la tradición occidental, a través de pensadores como Pitágoras, Platón o Plotino. Téngase en cuenta, además, que dicha influencia podría haber tenido como intermediaria, de nuevo, Egipto. A este respecto nótese el nombre del filósofo Pitágoras: de origen egipcio, pues incorpora las partículas Ptah y Ra, que aluden a estos dos importantes dioses egipcios.
Sea como sea, existen importantes concomitancias entre los Upanishads y el judaísmo. Véase por ejemplo el siguiente párrafo: “Conozco a esa persona, el principio de todo ser, de la cual tú hablas. Es la persona que oye y responde, es ‘Él es Él”. Pero dime, Sakalya, ¿quién es esa deidad?” (Brihadâranyaka Upanishad). En otro pasaje de este mismo Upanishad encontramos esta afirmación: “En el principio esto era el Atman bajo la forma de un hombre [Purusha]. Mirando a su alrededor no vio nada distinto de sí mismo. Dijo primeramente ‘Soy yo’. Por tal razón ‘Yo’ fue su nombre”. Compárese con el siguiente versículo bíblico (Éxodo 3: 14): “Y dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros’”. Así pues, el “Él es Él” o el “Soy Yo” hindú equivale al “Yo soy” hebreo. ¿Cuál de estas dos autoidentificaciones de la deidad es la originaria? Téngase en cuenta que no está demostrado que fuese el mismo Moisés quien escribió el Pentateuco. Y el Brihadâranyaka Upanishad se remonta al siglo IX antes de Cristo. ¿Podría ser ésta la fuente primaria, que tiene a Egipto como otro eslabón subsidiario?
Los Upanishads también anticipan doctrinas como la de las Ideas platónicas: “Aquel, el conocedor del Ser, conoce esa suprema morada de Brahma donde todas las formas están contenidas y todo brilla en su máxima plenitud” (Mundaka Upanishad); o bien concepciones como la Trinidad: “Pero lo que es alabado es el Brahma Supremo, y en él se encuentra la Tríada” (Svetasvatara Upanishad). Nótese que tanto la tradición egipcia como la cristiana tienen en gran aprecio a la Tríada, o la Trinidad, como se la quiera llamar; si bien ésta es una noción generalizada en el mundo.
Pero centrémonos en el culto subyacente en los Upanishads. A diferencia del hinduismo, netamente politeísta (aunque –se sostiene- sus principales dioses, la tríada Brahma, Vishnú y Shiva, no son más que manifestaciones de un principio único), adopta una postura abiertamente monoteísta. Veamos algunos ejemplos: “Cuando dicen: ‘Honra con un sacrificio a este dios, honra con un sacrificio a aquel dios’, en relación a cada uno de los dioses, es su creación, pues él [Atman] es todos los dioses” (Brihadâranyaka Upanishad). En este mismo libro se dice: “¿Cuál es aquel dios uno? El aliento [Prahna, Atman]. Lo llaman Brahman, lo trascendente”. O bien: “En verdad el Atman es el soberano de todos los seres, el rey de todos los seres… Todos los dioses, todos los mundos, todos los alientos, todos los atmans [las almas individuales] están fijados en el Atman”.
En la segunda parte (Dios, Fe y Religión) comprobaremos que el brahmanismo, y en concreto los Upanishads, podría ser la fuente no sólo del monoteísmo, sino de otras doctrinas desarrolladas e implantadas en Occidente. Es decir: cuando hablamos de la “cultura judeocristiana” tal vez habríamos de remontarnos a sus raíces egipcio-brahmánicas. Pero de ello tendré ocasión de hablar en otro lugar. Es el momento de plantearse el gran interrogante: ¿Existe Dios?
Las cuatro preguntas existenciales
En este artículo me voy a arriesgar a responder el gran interrogante: ¿existe Dios? Y no va a ser una respuesta ambigua. Voy a contestar con un claro sí o no… ¿Es ello presuntuoso en extremo? No, en absoluto. Y el lector tendrá ocasión de comprobarlo. No voy a engañar a nadie. Mi afirmación será precisa y ajustada. No podrá ser objetada, ni replicada, puesto que se sostiene sobre pilares sólidos.
Pero antes de ello, quiero exponer cuatro grandes preguntas existenciales que, de un modo u otro, todos nos hacemos:
¿De dónde venimos? Este interrogante tiene dos vertientes: ¿cuál es el origen del Universo?, y asimismo, ¿cuál es nuestro propio origen como individuos y como especie humana? En definitiva, ¿qué o quién creó el mundo? Es más, ¿qué o quién creó al creador del mundo? Y así sucesivamente. Y por lo que respecta a nuestra propia existencia, ¿existe el alma?, y si es así, ¿de dónde procede?, y especialmente, ¿qué sucede con nuestra alma –en caso de que exista- cuando dejamos de morar en este plano de existencia; es decir, en la Tierra?
¿A dónde vamos? Esta pregunta está en parte implícita en la anterior. Pero cabe cuestionarse, una vez más, ¿cuál es la naturaleza del alma?, ¿es acaso consciencia?, y si lo es, ¿está conectada con el Todo (con el mundo), con Dios, o con ambos? También nos hemos de preguntar, ¿qué relación o interdependencia tiene la consciencia con la mente y el cerebro? ¿Es que la consciencia cesa de existir cuando nuestro cerebro se apaga, como resultado de la muerte física? Y si no es así, si el alma es equiparable a la consciencia, y ésta es inmortal, ¿dónde va tras nuestro deceso? ¿Acaso a un mundo superior o inferior, a otro plano de existencia? ¿O se reencarna en otro cuerpo?
¿Estamos solos en el Universo? Sí, esto va de extraterrestres, no sólo de vida sensible. ¿Existen otras consciencias racionales, además de la nuestra, en el resto del Universo? En aplicación del “principio antrópico fuerte” planteado por Stephen W. Hawking, del que tendré ocasión de hablar largo y tendido en la primera parte de este libro, las condiciones para el desarrollo no sólo de la vida, sino especialmente de la consciencia, son tan restrictivas y tan específicas que parece increíble que la vida inteligente se haya desarrollado en más de un punto del espacio y del tiempo. Dicho de otro modo: a partir de dicha concepción restrictiva (principio antrópico fuerte) nosotros estaríamos aquí porque una fuerza creadora lo ha querido, y lo ha planeado con precisión. Siempre, claro está, que no se haya producido un fenómeno conocido como “panspermia”, según el cual las condiciones favorables para la vida se pueden adquirir del espacio con la llegada de meteoritos o –quién sabe- con la aportación de culturas interestelares más antiguas y más desarrolladas. Por otro lado, cabe pensar en otros modelos del Universo: el llamado “multiverso”, o el “Universo holográfico”, que explicarían la existencia de otras formas de vida y de inteligencia a la par (o en paralelo) de la nuestra. Es decir, la pregunta acerca de si existe Dios tiene mucho que decir acerca de si estamos solos en el Universo, o no.
¿Qué es el mal? Nos hemos de preguntar, a partir de lo dicho, si existe un principio del mal, independiente del principio del bien. O bien si el mundo es amoral (de ahí el mal que deriva de la Naturaleza desatada), y por tanto también lo es el ser humano (de ahí sus actos abyectos). Pero hemos de cuestionarnos asimismo, ¿qué es el bien, y qué es el mal? Por poner dos ejemplos, los inquisidores quemaban a los herejes para salvarlos, y al hacerlo creían hacer el bien; y ¿cómo negar que hay muchísimas personas que creyendo hacer el bien hacen el mal? Ello es plenamente aplicable a los imbéciles, es decir, a los necios que no saben que lo son. ¿Cuántos de ellos se hacen daño a sí mismos, y a los demás, en sus actuaciones cotidianas, personales o sociales, y son catalogados por las personas “simples” como “buena gente”? Maldad es un término confuso, y ello es así porque es más fácil salvaguardarse de ella cuando proviene de una persona malvada (que la ves venir) que de una persona aparentemente virtuosa (de quien no te la esperas). Y sí, a fin de cuentas los imbéciles acaban haciendo más daño que los malvados. ¿Tiene ello una lectura religiosa, por lo que se refiere a la noción de Dios o de la creación divina? Sí, y no sólo en la concepción de la “retribución de los actos”, a través del premio o castigo eternos o del karma (por poner dos ejemplos), sino también de la dualidad: entre el espíritu y la materia; entre Dios y el Demiurgo; entre la libertad (libre albedrío) y la gracia o la predestinación, etc. Y especialmente, en la interpretación de conceptos como “ética” y “moral”. Además, en aplicación del llamado “principio antrópico”, ¿hemos de entender que el mundo es bueno o malo, o bien no es ni una cosa ni la otra? A lo largo de esta obra lo intentaremos averiguar.
Ciertamente, he asegurado –al principio de este punto- que el lector obtendrá de mí una respuesta convincente acerca de la existencia de Dios. ¿Quiere ello decir que el Creador (Dios) existe necesariamente? Desde un punto de vista filosófico sí, afirmo que existe. Desde un punto de vista teológico, ese es otro cantar. Aquí me referiré a lo primero. Lo segundo (su existencia desde una perspectiva teológica) lo dejaré para más adelante. Pero sea cual sea el resultado conseguido en esta búsqueda apasionante, puedo garantizar que cuanto menos me propongo abordar los principales interrogantes sobre esta difícil materia.
Quisiera dejar claras una serie de cuestiones. Primero, este libro ha sido elaborado desde el distanciamiento a cualquier doctrina religiosa (para no incurrir en subjetivismo) y el desapego personal hacia cualquier carga o compromiso que pueda poner en riesgo mi objetividad. Segundo, este libro no es fruto de la intuición, de la revelación o de una especial “visión” interior, sino de la meditación y de una metódica reflexión. Tercero, no pretendo sentar cátedra sobre ningún tema en particular. No soy filósofo, y aún menos científico, por lo cual cualquier afirmación que haga al respecto de materias que pertenecen a estos dos ámbitos (filosofía y ciencia) será fruto de una serena ponderación, a partir de la información adquirida en obras de divulgación, debidamente acreditadas y contrastadas. Pero no soy especialista en ninguna de ellas. Si cometo algún error de interpretación pido disculpas de antemano, y si es posible intentaré subsanarlo. Cuarto, no he pretendido hacer el seguimiento de la labor filosófica o científica de los autores que cito, por lo cual, las citas se ajustan a la fecha de publicación; no he tenido la oportunidad de entrar a fondo en la evolución del pensamiento de los autores citados. Es por ello que las materias que expongo aquí no tienen por qué estar necesariamente actualizadas, en relación a los últimos desarrollos o descubrimientos intelectuales o científicos, o a los cambios de postura u opinión de científicos o filósofos.
Todo sea dicho, los argumentos planteados en esta obra son simples hipótesis de trabajo. En absoluto han de ser considerados como hechos probados, excepto que se afirme lo contrario.
Esencia, existencia y contingencia
Antes de entrar en el fondo de la cuestión, quiero establecer las bases y los fundamentos de mi teoría. Comencemos por la idea de Dios. Según el Dictionary of Beliefs and Religions (Chambers, 1992), en su edición española a cargo de Enrique Miret Magdalena, Dios es un Ser o Poder sobrenatural, objeto de culto. En algunas religiones mundiales existe un solo Dios (monoteísmo) que es trascendente, todopoderoso y relacionado con el Cosmos como Creador. No me extenderé sobre ello, pues ya he aludido a los orígenes del monoteísmo al comienzo de este ensayo. Sin embargo, quisiera ir más allá, y acceder a este concepto desde un nuevo enfoque: el filosófico. Así, podemos interpretar a Dios como “trascendente” (distinto al mundo y superior a él) o bien como “inmanente” (idéntico al mundo). De tal modo, tendríamos una concepción teísta o deísta en el primer caso, y panteísta en el segundo (véase más abajo). Sea como sea, en un caso como en otro, Dios es Uno. Pero caben otras interpretaciones: entre los estoicos Dios constituye el Alma del Mundo, que lo anima y dirige; para Platón Dios es la Suprema Inteligencia, lo Inteligible (las Ideas); y Kant lo caracteriza como Noúmeno o Cosa en Sí. De acuerdo con el Vocabulario Filosófico de Edmond Goblot, en la referencia “Inteligible”: “… para los cartesianos [las realidades inteligibles] son las substancias que el espíritu concibe, pero que se escapan a los sentidos: el alma y Dios”. De ello voy a hablar ahora. Véase la siguiente tabla:
Siguiendo con el esquema cartesiano, que al final de la primera parte tendremos ocasión de analizar más en detalle, el ser humano (que Descartes denomina como “substancia”) es tanto “pensamiento” (res cogitans) como extensión (res extensa): “Yo no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento, o una razón” (Meditaciones metafísicas, Meditación Segunda; página 100); y al mismo tiempo, “por lo que toca a las otras cualidades de que están compuestas las ideas de las cosas corporales, a saber: extensión, figura, situación y movimiento, es cierto que no están formalmente en mí, puesto que yo no soy sino algo que piensa; pero como son sólo unos modos de la sustancia y yo soy una sustancia, paréceme que pueden estar contenidas en mí eminentemente” (Meditaciones metafísicas, Meditación Tercera; página 113). Ahondando en dicho razonamiento Descartes afirma lo siguiente: “’Yo soy, yo existo’ es necesariamente [una proposición] verdadera, mientras la estoy pensando o concibiendo en mi espíritu” (Meditaciones metafísicas, Meditación Segunda; página 99).
Resumiendo la terminología cartesiana, en su cogito ergo sum (pienso, luego soy-existo), “yo soy” pues pienso en ello (soy autoconsciente), y “existo” tanto en espíritu (res cogitans) como en substancia material (res extensa). De este modo, hemos de interpretar la tabla que presento arriba de la siguiente manera: cualquier ser (material o inmaterial) autoconsciente se define por dos cualidades: “es”, puesto que en aplicación del principio cartesiano antes reseñado es consciente de su existencia, y “existe” (es decir, es una sustancia “extensa”, presente en el plano material o, en el caso de Dios y del alma humana, en el inmaterial). En definitiva, el “ser” está ligado a la “consciencia” (a la autoconsciencia) y el “existir” a la extensión (a su realidad material o inmaterial). Espero que esta explicación sea suficiente para entender la idea más básica –e importante- de este razonamiento.
La tabla se divide en dos columnas: la del “Ser”, que representa la consciencia (tanto en sustancias “corpóreas” como “incorpóreas”), y la del “Existir” (en el mundo, en el Cosmos), que representa la “extensión”, según la terminología cartesiana. Ello determina dos categorías, o reinos: el Reino de lo Necesario, y el Reino de lo Contingente. Si nos abstraemos de teorías idealistas (las Ideas de Platón), hemos de entender que el Reino de lo Necesario tiene un solo habitante, y éste es Dios. ¿Por qué? Muy simple, puesto que es la única entidad de la que podemos decir que su esencia supone su existencia. Éste es el “argumento ontológico” esgrimido por Descartes, cuando escribe: “La idea de Dios, que está en nosotros, tiene por fuerza que ser efecto de Dios mismo” (Meditaciones metafísicas, Resumen; página 91), y asimismo: “Tan cierto es por lo menos que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría” (Discurso del método, Cuarta Parte; página 52). Así pues, Dios existe “necesariamente”, y no es un ser contingente (que puede existir o no), como lo son el resto de los seres de la creación. De ahí que hayamos puesto un 1 en ambas columnas, dígito que representa la idea de “válido” o “cierto”.
Cuando descendemos a la segunda fila, nos topamos con el ser humano. Éste habita el Reino de lo Contingente, pues puede existir o no en el mundo; pero es un Ser sin lugar a dudas, ya que es consciente de sí mismo (lo mismo podríamos decir, tal vez, de otros animales autoconscientes, aunque situados en un rango más bajo de la escala de la evolución; de ello hablaré en su momento). De ahí que, como en la primera fila, encontramos dos dígitos 1, indicando que ambas afirmaciones son válidas (el ser humano “es”, y “existe” en nuestro plano de existencia, aunque de forma contingente).
En la tercera fila hallamos el alma, que introduzco aquí como una “hipótesis de trabajo”, no como un “hecho establecido” (hago esta puntualización para no defraudar a mis lectores ateos, agnósticos y/o materialistas). Como podemos ver, ésta –cuando no está unida a un cuerpo- adquiere categoría de “ser incorpóreo”, sin existencia en nuestro plano material. Como el ser humano, el alma desencarnada forma parte del Reino de lo Contingente. Validamos su esencia, pero no su existencia (en el mundo material). (Podemos preguntarnos si el alma, al ser inmortal, formaría parte del Reino de lo Necesario. Nos plantearemos esta cuestión en otro lugar. Pero puesto que aquí identifico el alma con la consciencia individual, lo situaré en el Reino de la Contingencia.)
Continuamos con los animales inferiores. Éstos sin duda pueden existir (o no), y por lo tanto son contingentes; pero no son conscientes de sí mismos, y por ello carecen de alma (otra cosa es que puedan desarrollar comportamientos instintivos, fijados en su código genético). Por ello consideramos que no son “seres pensantes”, y no validamos su asociación a la categoría “Ser” (autoconsciente), si bien pueden existir o dejar de existir, dada su contingencia, que comparten con todas las “substancias” de nuestro plano de existencia. En la quinta y última fila exponemos la concepción más característica de los ateos, agnósticos y materialistas irredentos, que no conciben la existencia del alma, ya sea en el plano material como en el inmaterial. La Nada está constituida por las entidades muertas que han dejado nuestro plano de existencia. Dichos seres, conscientes o inconscientes, dejan como residuo en el mundo que los acogió en vida su propia substancia vital, que es descompuesta y absorbida por otras entidades conscientes o inconscientes. Pero ciertamente su esencia se ha desintegrado, y su existencia es cosa del pasado. De ellas no queda sino el recuerdo. E incluso esto último es efímero. Más allá no existe nada, salvo la misma Nada.
Spinoza comparte los mismos conceptos que Descartes (esencia, existencia y contingencia; cosa pensante y cosa extensa, etc.), como vemos en el primer axioma de la segunda parte de su Ética (página 91): “La esencia del hombre no envuelve la existencia necesaria, es decir, puede suceder asimismo que, según el orden de la Naturaleza, este o aquel hombre exista, o que no exista”. Pero a diferencia de Descartes, Spinoza considera que Dios, el Ser que habita el Reino de lo Necesario, según el esquema anterior, no sólo es y existe necesariamente, sino que además piensa y constituye una “cosa extensa” (Ética, Primera Parte, Proposición XV; página 49): “Todo, digo, es en Dios, y todo lo que sucede, sucede únicamente por las leyes de la naturaleza infinita de Dios, y de ahí se sigue la necesidad de su esencia; no se puede, pues, decir por ningún respecto que Dios padece a causa de otro ser o que la sustancia extensa es indigna de la naturaleza divina, aun cuando se la supusiera divisible, siempre que se conceda que es eterna e infinita”.
Spinoza acepta el parecer de Descartes de que el alma es pensamiento y el cuerpo es extensión (ya hemos visto, más arriba, que Dios comparte asimismo estas características), pero va aún más allá, y añade que el pensamiento de Dios es, como el del ser humano, autoconsciente (Ética, Segunda Parte, Proposición XXI; página 127): “La existencia de la idea del Alma y la del Alma misma se siguen en Dios con idéntica necesidad de la misma potencia de pensar… Cualquiera que sabe alguna cosa sabe por eso mismo que lo sabe, y sabe al mismo tiempo que sabe que lo sabe, y así hasta el infinito”. Así pues, Dios piensa y a la vez sabe que piensa. De este modo, Dios es autoconsciente, y al serlo –podemos especular- ha de tener voluntad.
Se suele decir que Spinoza es panteísta porque atribuye a Dios la naturaleza de cosa pensante y al mismo tiempo de cosa extensa; es decir, Dios es a la vez su esencia y su obra; o dicho de otro modo: el mundo es obra de Dios, y participa de Él. Pero al afirmar que Dios “sabe que sabe” (es decir, piensa) parece decir que Dios tiene voluntad. De este modo, su doctrina no es estrictamente panteísta (creencia de que Dios y el Universo son en esencia idénticos) sino panenteísta (Dios y el Universo son uno, pero Dios es más grande que el Universo).
La tabla que he presentado más arriba es aplicable a las doctrinas teístas (que afirman la existencia de un ser divino único, trascendente y personal, implicado en la creación pero distinto de ella) y deístas (creencia en la existencia de un ser supremo, fundamento y fuente de la realidad, pero que no interviene en el orden natural), pero también a las panteístas y panenteístas, representadas por el pensamiento hindú (Upanishads) y por el del filósofo Baruch Spinoza.
El mundo es real, pero la realidad no lo es
Hasta este momento he estado hablando de tres conceptos que parecen intercambiables, pero que no lo son: el de “planos de existencia”, el de “mundo” y el de “realidad”. No son equivalentes, y por eso se hace necesario aclarar sus respectivos significados. Con este fin voy a desarrollar un planteamiento que supera el racionalismo y el materialismo imperantes, y que se integra en el terreno de la metafísica.
Ante todo “mundo” no significa “realidad visible”. El mundo puede contener entidades (Dios, el alma humana) que son incorpóreas (no observables en la realidad visible). Los panteístas creen que Dios y “mundo” son términos equiparables, si bien –como hemos visto- algunos de ellos consideran que Dios es más grande que el “mundo”; que lo supera e incorpora en su seno. Si hablamos del “alma”, ésta puede no existir en este mundo, pero sí en el “mundo”. Dicho con otras palabras, el alma puede habitar en otro “plano de realidad” (o existencia), que ciertamente pertenece al “mundo”, pero no al mundo visible, sino al mundo de las realidades incorpóreas. Así pues, entendemos como “realidad” un “plano de realidad” perteneciente al “mundo”, pero no necesariamente al mundo sensible y visible. Según la doctrina metafísica, ateniéndonos al epígrafe “el mundo es real, pero la realidad (visible) no lo es”, el “mundo” (visible e invisible) es una realidad completa; por el contrario el mundo visible es una realidad parcial, incompleta, e imperfecta. De este modo, la verdadera realidad sería el mundo superior (donde se alojan las cosas incorpóreas), constituyendo el mundo de las cosas corpóreas el mundo “aparente”.
Dicho de otro modo: según los metafísicos, el alma inmortal puede no existir en este mundo (material), pero sí en el “mundo”, por lo cual el mundo visible no es real (pues es material y contingente), y el mundo real es otro mundo (inmaterial y eterno). Me explicaré. El “mundo”, tal como lo entienden los idealistas, tiene diversos “planos de realidad”. Cada uno de ellos es una “realidad” diferente. Tenemos la realidad visible (corpórea, o material) y la realidad invisible (incorpórea, o inmaterial). Desde un punto de vista meramente filosófico podemos afirmar que nuestro plano de la realidad (corpórea, sensible, material) es sólo una parcela visible de la realidad total, constituida por el “mundo”. Desde un punto de vista científico, podríamos decir que nuestro plano espacial es una dimensión (la tercera dimensión), a un nivel inferior a otra dimensión superior (¿la cuarta dimensión?). Nos hallaríamos en un “holograma”, o bien en un “Universo paralelo” (si empleamos el modelo físico del “multiverso”), en relación a otro Universo diferente al nuestro, que constituiría tal vez el hogar de las almas. Resumiendo, la “realidad visible” no es real; lo real sería el “mundo”, que incorpora aquellas entidades y aquellos seres que habitan en una dimensión superior. Nosotros seríamos, por decirlo así, una sombra del “mundo real”, que es tal vez el mundo inteligible de Platón. Su “mito de la caverna” sería un perfecto ejemplo de lo que acabo de explicar.
Erwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica, y además un gran pensador y filósofo, opina de la siguiente manera acerca de la visión materialista de la realidad (Mi concepción del mundo, página 152): “… Aunque haya mucha gente [materialista] que se convenza a sí misma de que la concepción astronómica de miríadas de estrellas acompañadas de planetas posiblemente habitados… les ofrecen una especie de visión ética y religiosa consoladora, que transmite a la visión sensorial la indescriptible observación del cielo estrellado en una noche clara. Para mí todo esto es un espejismo, aunque legítimo e interesante. Tiene poco que ver con mi parte eterna… Sin embargo, esto es cuestión de opiniones”. El mundo visible sería, así, el reflejo aparente del mundo real en un prisma de mil caras; o como diría Platón, la copia imperfecta en un plano inferior de las realidades perfectas del mundo de las Ideas, ubicadas en un plano superior. De este modo podemos entender el razonamiento de Schrödinger: la realidad aparente sería un espejismo del mundo real.
Según los físicos, el Universo sería como un globo, que se va expandiendo desde su centro (la “gran singularidad inicial”) a una velocidad creciente; y nosotros habitaríamos en su superficie. Por este motivo, a medida que se expande, las galaxias “aparentan” alejarse más y más. Si la superficie de ese globo en expansión estuviera constituida por un número indeterminado de caras, y cada una de ellas fuera un plano diferente de la realidad, y por tanto el Universo fuera un multiverso, este último constituiría el “mundo”, y cada una de sus caras una de sus “realidades”. Lo describo así por no acudir a la conocida metáfora de las “capas de una cebolla”. Dios sería el desencadenante último de dicha expansión, y de la creación de sus distintas caras; él habría generado la “gran inflación” que dio origen a diversas realidades, materiales e inmateriales. Así pues, dichas realidades, al surgir de él, formarían parte de él, con distintos grados de perfección (se supone que a mayor proximidad a la fuente, mayor perfección). No en vano, los físicos consideran que el inicio del Universo, es decir, la “gran explosión”, habría tenido lugar en un punto de densidad infinita y de máximo orden (o mínimo nivel de entropía). Dicho punto, según los metafísicos, sería Dios.
Si el mundo hubiera sido creado en una sola ocasión, el “principio antrópico fuerte” (del que hablaré más adelante) explicaría que existamos como seres conscientes. Ello supone un proceso “teleológico”, o “necesario”, impulsado por un Creador (Dios). En definitiva, el mundo habría seguido un diseño preestablecido, en el que la consciencia humana sería el “culmen” de su evolución. Si en cambio el mundo hubiese sido creado un número infinito de veces, tal vez de forma espontánea (nótese el llamado Bosón de Higgs, llamado popularmente la “partícula de Dios”), es muy probable que una de ellas, por puro azar, hubiese generado vida consciente. En ese caso no habría necesidad de una voluntad omnisciente, de un Creador (Dios). La vida consciente sería producto del azar, y sería una más entre muchísimas posibilidades existentes en un multiverso con infinitas opciones.
Aunque, se objetará, la aplicación del “principio del azar” es también posible cuando disponemos de un lapso temporal muy amplio: 13.800 millones de años en el caso del Universo conocido. Mi objeción a dicha objeción es la siguiente: como veremos cuando hablemos del “principio antrópico fuerte”, si la creación del Universo (del mundo sensible) ha tenido lugar en una sola ocasión, por mucho que el lapso de tiempo desde “la gran explosión” sea tan largo, si la primera de las condiciones para el éxito de la vida consciente no se hubiera cumplido, digamos la formación de las primeras partículas elementales, se habría roto la “cadena del azar” que permitió la creación de la vida inteligente, y con ello no seríamos conscientes de nuestra existencia (que sería como decir que el Universo no existiría).
Según algunos pensadores, la noción de “necesidad” o la de “azar”, por lo que se refiere a la creación del Universo, tiene implicaciones en la noción de “consciencia” y de “identidad”. En un mundo que se hubiera creado en una sola ocasión, de una vez por todas, las consciencias se identificarían con las identidades: cada identidad dispondría de una sola consciencia, y sólo una. En un multiverso producto de diferentes creaciones (o recreaciones), cada identidad tal vez podría disponer de diferentes consciencias, o cada consciencia de diferentes identidades. Quizás existirían copias de nosotros, alternativas a las de nuestro plano de realidad. Pero eso es algo que supera mis posibilidades de comprensión, por lo que simplemente lo apunto aquí.
Circula por la infoesfera otra visión de la realidad, ciertamente paradójica pero excitante. ¿Acaso el mundo es una especie de “tablero de juego virtual”, en el que nosotros somos meras fichas? En dicho tablero (el mundo) jugamos partidas una y otra vez, como en los juegos de ordenador, en las que pasamos de nivel o resultamos eliminados, para volver a renacer en una nueva partida. Es el gran Jumanji existencial, el “gran juego de la vida”. En siglos pasados el símil del juego se expresaba de forma diferente: el mundo sería un gran escenario, y nosotros seríamos los actores del “gran teatro del mundo”. Sea como sea, el mundo no sería real, pues se trataría de una gran pantomima. En el actual paradigma digital, o cuántico, podríamos expresar el mundo como una pantalla conectada a una unidad central de proceso (CPU). Nosotros nos movemos en la pantalla (somos meros iconos, o avatares), pero los procesos se desarrollan en la CPU. Todos estos ejemplos se añaden a las diferentes interpretaciones del mundo holográfico, o multidimensional, que he desarrollado en este epígrafe, pero podemos contemplar otras: mundo computacional (o digital), al estilo de Matrix; mundo soñado (al estilo de Calderón o de Shakespeare), etc.
Pero si bajamos al mundo corpóreo, al mundo material, éste se caracteriza por una serie de principios. De ello voy a hablar a continuación.
La gran cadena del ser
Éste es el título de la obra magna de Arthur O. Lovejoy (1873-1962). En ella se detalla el desarrollo de los tres principios que, según este autor, sustentan la llamada “teoría de la emanación”, la cual fundamenta la continuidad existente entre el Creador y la más vil de sus creaciones. En la página 428 escribe: “El mundo de la existencia concreta, pues, no es una transcripción imparcial del reino de la esencia… Ninguna base racional predeterminaba desde la eternidad de qué clase debía ser ni qué parte del mundo de la posibilidad debía incluir. En suma, es un mundo contingente… Pero si no fuera tal el caso, sería un mundo sin carácter, sin poder para preferir o elegir entre el infinito de posibles. Si podemos utilizar el tradicional lenguaje antropológico de los teólogos, podríamos decir que en él la Voluntad es anterior al Intelecto”. Aquí, como vemos, encontramos algunos de los razonamientos que he empleado: esencia y existencia, “mundo” versus realidad contingente, voluntad versus ciego azar…
Lovejoy fundamenta su “escala del ser” en una serie de principios, que resume en el siguiente párrafo (página 423): “El primero de estos principios… presuponía que, no sólo para la existencia de este mundo, sino para cualquiera de sus características, para todas las clases de seres que contiene… debe haber una última razón autoexplicativa y ‘suficiente’ [principio de razón suficiente]. Y el segundo principio se deducía del primero y estaba como incluido en él: no hay ‘saltos’ súbitos en la naturaleza; infinitamente variadas como son las cosas, forma una secuencia absolutamente uniforme en la que no aparecen grietas para asombro del vehemente deseo de continuidad que tiene nuestra razón en todas partes [principio de continuidad]”.
Por el principio de razón suficiente Leibniz (en 1710) considera que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, afirmación que fue ridiculizada –como es bien sabido- por Voltaire en su Cándido o el Optimismo. La explicación de ello es que teniendo Dios la voluntad de crear , elegirá entre la infinitud de los mundos posibles, y según el “principio de razón suficiente” su elección estará necesariamente determinada por la obtención del máximo bien (Lovejoy, página 218): “Al mantener que la divina voluntad debe estar necesariamente determinada por la razón más idónea y, por tanto debe elegir infaliblemente el mejor de los muchos mundos posibles, no está, explica él [Leibniz], afirmando la ‘brutal necesidad metafísica’ de Spinoza, sino una ‘necesidad moral’… De este modo, se supone que queda en el Universo un residuo de contingencia, y de ahí que se encuentre un espacio para la libertad de la voluntad de la Causa Primera [Dios]”.
El llamado “principio de plenitud” deriva de los otros dos (razón suficiente y continuidad). Lovejoy lo plantea así (página 155): “El presupuesto a partir del cual debemos razonar, cuando no se dispone de otros datos, es el de que, por lo que nosotros podemos juzgar, todo lo que es capaz de existir existe. La producción de infinidad de mundos era posible para el Creador; y el principio que nosotros siempre debemos aceptar en tales cuestiones es que la posibilidad se ha realizado”. Añado yo: puesto que no existen límites en la naturaleza de Dios que menoscaben su grandeza y poder. Dicho con otras palabras: “La existencia de todos los seres posibles en todos momentos va, por tanto, implícita en la naturaleza divina” (página 194).
La gran cadena del ser, según Lovejoy (página 75) se define así como “un infinito número de eslabones que ascendían en orden jerárquico desde la clase más ínfima de lo existente… pasando por ‘todos los posibles’ grados, hasta el ens perfectissimum [Dios]… ; y todos ellos se distinguían del inmediatamente superior y del inmediatamente inferior en el ‘mínimo posible’ grado de diferencia”. El “principio de continuidad” explicaría, por ejemplo, la existencia de los ángeles, para salvar el abismo que separa el ser humano de Dios (página 102): “El argumento considerado ‘filosófico’, en cuanto distinto del dogmático, a favor de la existencia de los ángeles se basaba en estos supuestos de la necesaria plenitud y continuidad en la cadena de los seres; es manifiesta la posibilidad de existencias finitas por encima del grado que representa el hombre y, consiguientemente, faltarían eslabones en la cadena si esos seres no existieran realmente”. Todo sea dicho, los filósofos discrepan en el lugar que ocupa el ser humano en dicha cadena del ser (página 243): “El hombre, pues, no se encontraba en mitad de la serie, sino bastante hundido en el extremo inferior. Era el ‘eslabón central’ en el sentido de que suponía el punto de transición de las formas del ser meramente sensitivas a las formas inteligentes”. Pero hay posiciones discrepantes, pues para los materialistas, que no creen en realidades trascendentes, la “autoconsciencia”, atributo humano, sería el último eslabón de la cadena del ser.
En este apartado he desarrollado la “teoría de la emanación” desde la perspectiva de Arthur O. Lovejoy. Recordemos que aquélla se fundamenta en la idea de que Dios es la fuente, y de Él mana la materia y la energía que fluye por todos los niveles de la existencia, hasta alcanzar el nivel más bajo. Tal como acabamos de ver, a un nivel intermedio de dicha “emanación divina” encontraríamos al ser humano, que a diferencia de los seres meramente sensitivos se caracteriza por poseer un precioso regalo otorgado por el Creador: el atributo de la consciencia; y aún más, de la “autoconsciencia”. De ello voy a hablar a continuación.
Yo, alma, consciencia
El divulgador y aventurero Anthony Smith escribió un libro titulado La mente, editado en España por Salvat. En el primer volumen (páginas 187-191) ofrece una imagen convencional de la consciencia. Citando a Chris Evans, en su Dictionary of the Mind, Brain and Behaviour, define a ésta como: “Darse cuenta de uno mismo como entidad diferenciada, separada de otras personas o cosas existentes en el ambiente propio. Esta percepción está probablemente presente en diverso grado en los animales superiores, así como en el hombre, y probablemente sea una función de la complejidad del cerebro viviente y su poder integrador”. Añade que, si bien podemos asimilar este concepto al de alma y de espíritu, científicamente hablando representa la noción de vigilia, alerta y respuesta a un estímulo. Así pues, la consciencia está vinculada al estado de vigilia, de “estar despierto”, de “percibir”. Dicho autor asegura asimismo que “la gran complejidad biológica de [la] mente se debe a la evolución que sufrió, que aún resulta difícil de explicar”, y asimismo que “[la mente] es una parte y sede del conocimiento, y el conocimiento parece ser una parte y sede de la percepción, y la percepción proviene de un sistema sensitivo que puede registrar el mundo exterior, un sistema detectado en los animales más inferiores”. De este modo, la consciencia se relaciona con el mundo exterior a través de dicho “sistema sensitivo”.
Anthony Smith revela un caso, el del accidente acaecido a su propio hijo, para mostrar que la consciencia está ligada a la percepción, y ésta al “sistema sensitivo” del cerebro: “Había estado inconsciente durante seis horas, y nunca ha recordado los hechos de aquel día antes del accidente, o las horas transcurridas en el hospital”. El filósofo Henri Bergson, en su artículo L’âme et le corps, publicado en 1912, escribió lo siguiente: “Vuestra consciencia desaparece si respiráis cloroformo” (página 34). En definitiva, la consciencia es una extraña función del cerebro, que está indisolublemente relacionada con este órgano tan especial de nuestro cuerpo. Por ello dicho autor se plantea que la consciencia es un ente único que en su caso podría incorporar la “percepción del propio yo”, es decir, la “autoconsciencia”. Y este yo sería equiparable al alma, y al espíritu. En la página 59 afirma: “El espíritu humano es la consciencia misma”; y en la página 33 dice lo siguiente: “Esta cosa que desborda el cuerpo por todos los lados, y que crea los actos al crearse de nuevo a sí misma, es el Yo, es el Alma, es el Espíritu”. En definitiva, Yo-Alma-Espíritu, idénticos a la Consciencia, es una entidad autoconsciente que conforma una unidad, una integridad.
Erwin Schrödinger, en Mi concepción del mundo, establece que el mundo se manifiesta a través de la consciencia, no del cerebro, puesto que considera que no hay forma de probar la ligazón de los procesos materiales con la consciencia, y por tanto, la consciencia con el cerebro (página 75 y siguientes). A este respecto, pone dos ejemplos: en primer lugar, no todos los procesos cerebrales están acompañados por la consciencia, pues están automatizados; en segundo lugar, la consciencia reacciona a problemas nuevos, no repetitivos, y por ello está vinculada con el proceso de aprendizaje (puesto que el proceso orgánico es inconsciente).
Aunque, todo sea dicho, según Schrödinger la consciencia no sería asimilable al Yo, que equipara simplemente a la sensación y a la percepción (página 39). Ello es sumamente importante, porque sin la consciencia el mundo sería una representación sin espectadores. Es más, sin la consciencia el mundo no existiría (páginas 69-70): “Mantenemos que la consciencia es aquello gracias a lo cual este mundo se manifiesta en primer lugar, si podemos afirmar tranquilamente que el mundo está formado por elementos de consciencia; este mundo, en el que acabamos de encontrar que la aparición de cerebros es un fenómeno muy especial, que efectivamente ha aparecido, pero que igualmente hubiera podido no generarse y que no es más que sui generis. ¿Debemos pues disponernos a creer que todo este especialísimo giro de la evolución de los mamíferos superiores tenía que suceder para que el mundo se iluminase con la luz de la consciencia, mientras que si esto no hubiese sucedido habría sido una presentación sin espectadores, habría existido para nadie y por lo tanto no hubiera continuado existiendo en realidad? Si éste fuera en efecto el último conocimiento al que podemos llegar en esta cuestión, entonces lo consideraría la bancarrota de la concepción del mundo. Deberíamos admitir esto al menos y no aparentar que no nos concierne ni mofarnos con un saber racional de los que buscan la salvación”.
Más adelante (en la primera parte de este libro) analizaré más en detalle la complejidad de las interrelaciones entre los conceptos mente, cerebro y consciencia. De hecho, le dedicaré dos capítulos. Pero he de decir que, a partir de mi propia experiencia, considero que los tres testimonios antes referidos (de Anthony Smith, de Henri Bergson y de Erwin Schrödinger) no son -desde mi punto de vista- del todo satisfactorios. Y para ello, referiré -como asimismo hizo Anthony Smith- un hecho que me sucedió en el pasado.
Era el año 1971. Tenía seis años. Por alguna razón desconocida (mi madre habló de una dosis incorrecta de medicamentos, a resultas de una gripe o neumonía) tuve un ataque cataléptico que duró unas cuantas horas. Pero lo curioso del caso es que me acuerdo perfectamente de dicho episodio, siendo el segundo recuerdo más temprano que he podido retener en la memoria (el primero, del año 1969, fue el nacimiento de mi hermana). Recuerdo perfectamente cómo me trasladaban en camilla por el pasillo del hospital (mis ojos, abiertos, miraban hacia los fluorescentes del techo) y cómo me colocaban los sensores en la cabeza para realizarme un encefalograma. Muchos años después, cuando era adulto, pregunté a mi madre si cuando tuve el ataque tenía los ojos abiertos, para descartar que dichos recuerdos no fueran los de otros encefalogramas que me realizaron en años posteriores. Ciertamente los tenía, me dijo, con lo cual me convencí de que no era un “falso recuerdo”. Pero a lo que iba. Tanto cuando me trasladaban en la camilla, como cuando me hicieron el encefalograma, era consciente de las conversaciones de los enfermeros y médicos. Veía mi entorno (y era consciente de que lo veía), oía las conversaciones (era consciente de que las oía), y notaba en mi cabeza la substancia fría y granulosa con la que me estaban untando, quizás para colocarme los electrodos. Todavía tengo un recuerdo vivo de esos momentos. Lo tengo grabado en la memoria.
No sé nada sobre los procesos comatosos. Es seguro que la ciencia tiene una explicación para dicha experiencia. Pero sea como sea, siempre ha despertado en mí un pensamiento que va más allá de la “racionalización” de un evento especial. Lo explicaré con la siguiente pregunta: siendo yo consciente del entorno, ¿dónde estaba yo? En otras palabras: mi yo orgánico registró y memorizó el suceso, pero el yo autoconsciente estuvo ausente de mí por unas horas. En definitiva, durante este lapso de tiempo mi yo autoconsciente abandonó mi yo sensitivo. Independientemente de las explicaciones que pueda dar la ciencia sobre este hecho, siempre he pensado que el yo no es único, sino que desdobla en dos: el yo vegetativo (ligado a la percepción y a las sensaciones) y el yo superior (la autoconsciencia).
Tal vez este “yo autoconsciente”, este “yo oculto”, es aquel que interrumpe un sueño mientras duermo y me advierte de que “es hora de despertarse” (¿ciclo circadiano, reloj interior?); o que me advierte, cuando caigo en una deriva circular de pensamiento negativo, que debo “cambiar de onda” y ser más positivo (¿conciencia, sin la “s”?); o que me recuerda que debo hacer algo, cuando lo había olvidado (¿consciencia, con la “s”?); o que me hace confiar o desconfiar instintivamente de una persona o de una cosa, sin causas objetivas (¿intuición?); o que me ilumina con una nueva idea (¿inspiración de los poetas, o simple “regalo de las musas”?). Desde luego, desde mi punto de vista, este “yo” no tiene nada que ver con el “yo” freudiano (en relación dialéctica con el “ello” y el “superyó”) que –se dice- se enfrenta cotidianamente al trauma y a las pulsiones vitales del eros y del tanatos (el amor y la muerte).
Los filósofos occidentales, por alguna razón, equiparan el yo a la consciencia, al alma y al espíritu, y consideran que éstos forman una unidad indivisible. Eso sí, existen discrepancias sobre si el alma es individual o es derivada de Dios. Más arriba hemos señalado que Henri Bergson escribió “el espíritu humano es la consciencia misma”, y asimismo “esta cosa que desborda el cuerpo por todos los lados, y que crea los actos al crearse de nuevo a sí misma, es el Yo, es el Alma, es el Espíritu”. Descartes, en sus Meditaciones metafísicas (página 90) afirma lo siguiente: “No concebimos cuerpo alguno que no sea divisible, mientras que el espíritu o el alma del hombre no puede concebirse sino indivisible”. Y Spinoza, en su Ética (parte 2: “De la naturaleza y el origen del alma”) escribe: “El hombre consta de alma y cuerpo” (página 108); y “El alma es una parte del entendimiento infinito de Dios” (página 105).
Mi experiencia particular siempre me ha hecho pensar que hemos de desdoblar el yo en dos partes: el yo sensitivo y el yo autoconsciente, siendo el primero equiparable al alma vegetativa y el segundo al alma racional (o al alma superior). Es ésta la noción que tenían las más antiguas culturas, que lo dividían en dos partes (al menos), siendo una stricto sensu el alma (vegetativa) y la otra el espíritu (inmortal). Sería el Ka (doble o cuerpo astral) y el Ba (el alma propiamente dicha) de los egipcios; y el alma Po (corporal, sustancial) y alma Hun (espiritual, etérea) de los chinos. ¿Estaré equivocado –será esta reflexión una extrapolación infundada-, o realmente lo que me sucedió –el ataque cataléptico- podría ilustrar de forma convincente la naturaleza dual de nuestro “yo”, de nuestra “consciencia”, o de nuestra “alma”, llámese como se quiera?
Consciencia y divinidad
Como hemos visto en la tabla (más arriba), en una concepción transcendente del mundo el alma sigue existiendo en otra parcela de la realidad cuando el ser humano muere. Pero la escatología del alma (su destino tras la muerte) varía dependiendo de la visión que tengamos de ésta. Erwin Schrödinger de nuevo realiza unas reflexiones muy atinadas por lo que se refiere a su naturaleza (¿Qué es la vida?, página 135 y siguientes). Básicamente dice lo siguiente: para un individuo dado, la consciencia no es experimentada en plural, sino en singular; por ello hasta en los casos patológicos (consciencia desdoblada o doble personalidad) las personalidades se alternan. Como dije más arriba, en una dimensión dada cada consciencia posee una identidad (o viceversa). Por otro lado, la mayor parte de los filósofos occidentales consideran que existe una pluralidad de almas, tantas como individuos. Como afirma dicho filósofo y físico alemán (página 136): “La pluralización de consciencias o mentes parece ser una hipótesis muy sugestiva. Es probable que la hayan aceptado todos los pueblos simples, al igual que la gran mayoría de los filósofos occidentales”. Ambos conceptos (individualidad de las almas, y al mismo su pluralidad) están íntimamente relacionados. Pero ésta es una concepción sumamente problemática, por no decir absurda.
Veamos por qué. Si aceptáramos que las almas individuales son propias de cada individuo, y al mismo tiempo son plurales (si hubiera una para cada individuo), habríamos de considerar la existencia, en algún plano de la realidad, de una “fábrica de almas”, que estaría sincronizada y coordinada con la aparición de nuevos embriones humanos. Estaríamos hablando de una “factoría de identidades”. A este respecto Schrödinder escribe lo siguiente: “Esto conduce casi inmediatamente a la invención de almas, tantas como cuerpos, y al problema de si ellas son mortales como el cuerpo, o bien inmortales y capaces de existir por sí mismas” (página 136). La primera alternativa es desagradable –afirma- y la segunda ciertamente improbable –asegura-. No es difícil entender por qué: la visión de la “pluralidad de almas”, siempre que éstas se equiparen a sus respectivas identidades (al haber sido creadas ad hoc para cada una de ellas), supone que a lo largo de los tiempos se va acumulando un stock monstruoso de ellas; a no ser, claro, que aquéllas desaparezcan tras la muerte de los individuos, o que sean recicladas o reimplantadas en otros cuerpos por algún tipo de “administración celestial”, existente en otra dimensión o plano de existencia.
La interpretación de Schrödinger es la siguiente: como se hace difícil concebir que exista una dimensión en la que se coordine la producción de cuerpos (el hardware de nuestra existencia) con la de las almas que les otorgan consciencia (el software, o su “sistema operativo), hemos de pensar que la posibilidad más lógica es concebir una consciencia única: el Atman, en su versión hindú (que tendremos ocasión de estudiar en su momento; en concreto, en el último capítulo de la primera parte). Lo explica de la siguiente manera (página 136): “La única alternativa posible es sencillamente la de atenerse a la experiencia inmediata de que la consciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (la palabra hindú Maya)”.
Spinoza explica algo similar en su Ética. En la primera parte (“De Dios”, página 67 y siguientes) define su famoso concepto dual: Natura Naturante versus Natura Naturada. Así, escribe: “Antes de seguir adelante quiero explicar lo que debe entenderse por Naturaleza Naturante y Naturaleza Naturada, o más bien hacerlo observar. Porque por lo que precede, creo que está ya establecido que debe entenderse por Naturaleza Naturante lo que es en sí, y es concebido por sí [de este concepto ya he hablado, al referirme al Noúmeno de Kant], o dicho de otro modo, los atributos de la sustancia que expresan una esencia eterna e infinita, o sea Dios, en cuanto se considera como causa libre. Por Naturaleza Naturada entiendo todo lo que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o dicho de otro modo, de la de cada uno de sus atributos, o también todos los modos de los atributos de Dios, en cuanto se les considera como cosas que son en Dios y no pueden sin Dios ser ni ser concebidas”.
Antes de continuar con este razonamiento, he de decir que Spìnoza equipara al alma al “pensamiento”. De éste dice (Ética, parte 2: “De la naturaleza y del origen del alma”, página 127): “La idea del Cuerpo y el Cuerpo, es decir, el Alma y el Cuerpo, son uno solo y mismo Individuo que se concibe tan pronto bajo el atributo del Pensamiento [Alma] como bajo el de la Extensión [Cuerpo]; por esto, la idea del Alma y el Alma son una sola y misma cosa que se concibe bajo un solo y mismo atributo, a saber: el Pensamiento”. Así pues, el Pensamiento [el Alma] no es sino un atributo de Dios (Ética, parte 1: “De Dios”, página 68): “Comprendemos por entendimiento… no el pensamiento absoluto, sino solamente cierto modo de pensar, que difiere de otros, tales como el deseo, el amor, etc., y debe, por consiguiente, concebirse por medio de un atributo de Dios que exprese la esencia eterna e infinita del pensamiento… , y por esta razón debe referirse a la Naturaleza Naturada, y no a la Naturante…”.
Con este enrevesado razonamiento, Spinoza resuelve el enigma del alma singular y plural simultáneamente, al que hace referencia Schrödinger (véase más arriba). Me explicaré. El alma individual (el pensamiento), que participa de la divinidad, es asimismo un “atributo” de la divinidad. Siendo tal “atributo”, no es creado “ex profeso” para animar un cuerpo, sino que dicho cuerpo, al ser concebido, adquiere de forma inmediata, de la divinidad, el “entendimiento”, o el “pensamiento”. Podríamos resumirlo con las siguientes palabras: el ser humano, al nacer, obtiene un “trocito” de divinidad, no sólo en el plano material, sino también en el espiritual. Qué le sucede al alma tras la muerte es algo que desconocemos. ¿Acaso regresa a la fuente, donde es purificada, premiada o castigada por sus actos? ¿O se reencarna en un nuevo cuerpo? ¿O simplemente deja de existir? Sea como sea, desde un punto de vista trascendente, esta alma (que no es meramente un alma vegetativa) no se extingue, sino que es inmortal, porque como hemos visto es un “atributo de Dios”.
Desde el punto de vista de Schrödinger y de Spinoza, el alma “participa” del Alma Universal, que constituiría el Atman-Brahman de los hindúes. El mundo sería “Maya” (ilusión) para Schrödinger, y el “atributo de la Extensión” para Spinoza. En ambos casos emplean una concepción panteísta, próxima a la noción brahmánica de los Upanishads, que tendremos ocasión de estudiar en la primera parte de la obra (en la segunda parte comprobaremos que dicha concepción influyó en no poca manera en la filosofía griega).
El concepto de “alma” de la concepción judeocristiana deriva del Génesis. Es bien sabido que Yahvé insufló al ser humano “aliento de vida” (rouah) para “animarlo”. Sin dicho soplo, habría sido un mero monigote exangüe. Un mito similar lo podemos encontrar en casi todas las culturas del mundo, como explico en El árbol de los mitos. Sin embargo, entre los judíos el concepto de espíritu inmortal, como sucede con el de Dios único (monoteísmo), es relativamente tardío; y entre algunas sectas hebreas, como la de los saduceos, ni siquiera se aceptaba la inmortalidad del alma. Por otro lado, no se distinguía entre la “personalidad” del individuo y su “alma inmortal”. De este modo, el concepto de “alma” (vegetativa) incluía el de espíritu (inmortal). A este respecto, en el Dictionnaire Encyclopédique du Judaïsme, publicado por Robert Laffont en 1996, se dice del “alma”, en la referencia âme(immortalité de l’): “Généralement, la Bible parle de l’homme comme d’une unité psychosomatique, une ‘haleine de vie’ [Gn 2: 7; “formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre animado”], contrairement à son corps, décrit comme émanant directement de Dieu et qui apparenment chez l’homme est l’élement que représente l’’image d’Élohim’ [Gn 1: 27; “y creó Dios al hombre a semejanza suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra”]. Des mots tels que néfech, rouah, et nechamah, traduits habituellement par ‘âme’ ou ‘esprit’ sont rarament employés dans la Bible en référence à une partie désincarnée ou ‘spirituelle’ disctinte de l’homme. De façon générale ces termes designent la vie ou la personnalité de l’individu”.
La íntima unión de “alma” y de “espíritu” en la cultura occidental, hasta el punto de no hacer diferencia entre ambos, en contraste con otras otras culturas de la Antigüedad (como egipcios y chinos, por poner dos ejemplos), podría derivar de la cultura hebraica, que hasta fechas relativamente tardías no concibió el concepto de “alma inmortal” (e incluso así, de forma no generalizada).
Sea como sea, a partir de lo dicho, podemos interpretar el “alma” como una “interface” que nos conecta con Dios (o con el mundo, si tenemos una visión materialista de la existencia). El “alma” es “entendimiento”, “pensamiento”, “consciencia”, “espíritu”, “lucidez”, “yo”, y mucho más. Según los “panteístas”, como Spìnoza y Schrödinger, el alma participa del Gran Alma Universal (Dios, o Atman, respectivamente) haciendo uso del “libre albedrío”, pues no está determinada por aquél. Erwin Schrödinger (Mi concepción del mundo, página 138) lo refiere así: “Nosotros, los seres vivos, estamos juntos porque todos en realidad somos los lados o aspectos de un ser único, que en la terminología universal se ha dado en llamar Dios, mientras en los Upanishads se llama Brahma”.
A este respecto, James Lovelock, en su obra La hipótesis Gaia, parece dar a entender que no sólo el ser humano, sino también el sistema natural en el que se asienta (Gaia, la Naturaleza), tienen carácter consciente (página 20): “La relación entre la biosfera y Gaia se parece a la que existe entre tu cuerpo y tú. La biosfera es la región geográfica tridimensional en la que habitan organismos vivos. En contraste, Gaia es el superorganismo compuesto por todas las formas de vida que guardan una estrecha relación con el aire, los océanos y las rocas de la superficie”. A riesgo de que el “archiracionalista” Lovelock (azote de espiritualistas y especulativos) me tache de charlatán, esta imagen hace pensar en Gaia como en una superconsciencia en íntima relación con el entorno natural en el que habitamos. Dicho de otro modo, Gaia sería al mundo sensible lo que el “alma” (o el “yo”) sería al individuo humano.
Para acabar este apartado, me limitaré a realizar unas cuantas preguntas retóricas, que trataré de contestar a lo largo de la obra: ¿Si el mundo se creó espontáneamente, de la nada, la consciencia –sea ésta universal, al estilo de Gaia, o individual- también lo hizo? O expresado de otra manera, si 0 es lo no existente, y 1 es lo existente, ¿cómo nuestra consciencia, al igual que la materia o la vida, pasó de 0 a 1? Y por lo demás, ¿ello sucedió de forma paulatina o repentina? Más preguntas: ¿La consciencia tiene causas naturales; es decir, apareció del vacío como sucedió con la materia, en los momentos previos al Big Bang? Y por lo que se refiere a la consciencia individual: ¿Cuando mi mente me dice “haz esto o lo otro”, es ella, o “mi propio yo” quien lo decide? En definitiva, ¿yo controlo a mi mente, o ella me controla a mí?
Estas preguntas nos hacen reflexionar acerca de los dos grandes misterios de la existencia: el origen del mundo y de la vida, y el origen de la consciencia. De todo ello hablaremos en su momento. Seguidamente plantearé otro gran interrogante: ¿Puede existir un mundo sin habitantes conscientes que lo perciban?
Antropocentrismo versus egocentrismo
Existe una visión ciertamente llamativa, que extrapola la noción de consciencia no sólo al ser humano (o a los animales superiores) sino también al “cosmos”. El experimento mental conocido como “gato de Schrödinger” (del que hablaré en la primera parte de la obra, en relación al “mundo cuántico”) es un buen ejemplo de ello. El físico Michio Kaku, en su libro La ecuación de Dios (página 69), resume lo esencial de sus implicaciones: “Para Heisenberg [en un comentario a dicho experimento mental], antes de abrir la caja el animal existe como mezcla de diferentes estados cuánticos; esto es, el gato es la suma de dos ondas: una describe un gato muerto y la otra uno vivo. El gato no está ni muerto ni vivo, sino que es una mezcla de los dos. La única forma de determinar si el gato está muerto o vivo es abrir la caja y hacer una observación; la función de onda cae entonces hacia un gato muerto o hacia un gato vivo. En otras palabras, la observación (que requiere consciencia) determina la existencia”.
Otro gran físico y cosmólogo, Roger Penrose, tiene mucho que decir sobre ello. En su obra fundamental, La nueva mente del emperador (página 372 y siguientes), extrapola los resultados del experimento del “gato cuántico de Schrödinger” a una escala cosmológica: “Hay un punto de vista, relacionado en parte con el anterior, llamado el Universo participatorio, que lleva el papel de la consciencia a un extremo. Notamos, por ejemplo, que la evolución de la vida consciente en nuestro planeta se debe a mutaciones apropiadas que han tenido lugar en distintos momentos. Éstas, presumiblemente, son sucesos cuánticos, de modo que sólo existirían en forma linealmente superpuesta hasta que finalmente conduzcan a la evolución de un ser consciente, ¡cuya misma existencia depende de todas las mutaciones correctas que han tenido lugar ‘realmente’! Es nuestra propia presencia la que, en esta concepción, conjura a nuestro pasado a la existencia. La circularidad y paradoja que implica esta idea tiene atractivo para algunos, pero por mi parte la encuentro bastante preocupante; y, en realidad, escasamente creíble”.
Creíble o no, es un hecho cierto que esta visión “participativa” de la percepción en el Universo, a raíz de la cual éste ha sido creado –no sabemos de qué forma- para que una consciencia lo observe, recibe el nombre de “principio antrópico”, el cual ha sido objeto de la atención de la mayor parte de los físicos contemporáneos (si no de todos). Uno de los físicos que más se ha interesado por él es Stephen W. Hawking, quien en su Historia del tiempo distingue entre un “principio antrópico débil” y un “principio antrópico fuerte”. Centrémonos en este último. Respecto a él dice lo siguiente (página 166): “La mayor parte de los conjuntos de valores [de posibilidades] darían lugar a Universos que, aunque podrían ser muy hermosos, no podrían contener a nadie capaz de maravillarse de esa belleza. Esto puede tomarse o bien como prueba de un propósito divino en la Creación y en la elección de las leyes de la Ciencia, o bien como sostén del principio antrópico fuerte”.
Roger Penrose, en la obra antes referida (página 440) lo define de forma magistral: “Otro argumento que se invoca a veces en este contexto es el llamado principio antrópico. Según este razonamiento, el Universo particular en que nosotros mismos nos observamos habitar está seleccionado de entre todos los Universos posibles por el hecho de que ¡es necesario que nosotros (o al menos alguna especie de criatura sintiente) estemos presentes para observarlo!”.
Ya vimos, con anterioridad, que sólo podemos justificar un tal principio con dos argumentos: existe un Dios que ha realizado un diseño previo del Universo, en el que nuestra presencia (y la de nuestra consciencia) estaba prevista con eones de antelación, incluso antes del “gran estallido” que supuso el origen del Universo; o bien nuestro Universo es uno entre infinitos Universos (multiverso) en el que se da la circunstancia de que nosotros existimos, y con ello también nuestra consciencia, que nos permite observarlo y reflexionar sobre él (y sobre nosotros mismos).
Más adelante veremos que el llamado “principio antrópico” es en la actualidad el argumento más repetido en favor de la existencia de un Creador, llamado Dios en la tradición occidental. Por dos razones.
La primera de ellas es que el número de condiciones necesarias para que nosotros, seres conscientes, estemos aquí y observemos el mundo, es tal que es muy difícil, si empleamos el análisis probabilístico, que puedan haberse realizado exitosamente por azar, una detrás de la otra, dando como resultado la existencia de la vida inteligente. En definitiva, para que existamos el mundo ha tenido que superar un enorme número de “etapas”, y deben haberse sucedido determinadas circunstancias o coincidencias, sin las cuales no estaríamos aquí. En la primera parte de la obra enumero 30 condiciones fundamentales para que el Universo, tal como lo conocemos, exista. Las he dividido en:
1. “Leyes físicas”: entre ellas, la existencia del llamado “bosón de Higgs”, el “principio de exclusión de Pauli”, o la adecuada carga eléctrica de los electrones, entre otras.
2. “Estructura del Universo”: la formación de galaxias y estrellas a partir de pequeñas irregularidades del Universo primitivo, a una velocidad de expansión suficiente para evitar su contracción, etc.
3. “Conformación de nuestro sistema solar y de nuestro planeta”: el sistema solar ha de situarse en la periferia de la galaxia, el Sol ha de tener un tamaño adecuado, la Tierra ha de situarse a una distancia adecuada, su órbita ha de ser más circular que elíptica, su tamaño ha de ser el adecuado para tener un campo magnético que nos proteja de la radiación, la Luna ha de estabilizar el eje de rotación con una inclinación adecuada para favorecer la vida, los grandes reptiles debían desaparecer para favorecer la proliferación de los mamíferos, etc.
4. “Composición química del Universo”: las cianobacterias crearon el oxígeno que respiramos, el carbono es un elemento esencial para la vida, etc.
La segunda razón por la que el “principio antrópico” ha de estar ligado a un diseño inteligente, a un Creador, es –como vimos con anterioridad- la siguiente: si ya es difícil crear un Universo una vez, con seres conscientes en él, piénsese en lo complicado que sería que dicha creación se hubiera producido no en uno, sino en múltiples planetas, como –parece- sucede realmente. Si la probabilidad estadística de una sola creación (en nuestra Tierra) es problemática, ¿cuál ha de ser la de un Universo rebosante de vida inteligente, previsiblemente bajo diferentes formas, al margen de que éste sea vasto, y de que el lapso de tiempo desde la creación (13.800 millones de años) sea casi infinito? Recordemos: sólo que en una sola ocasión haya fallado un eslabón de esta “cadena del azar”, la vida consciente no existiría.
(Insisto, a no ser que se haya producido un fenómeno cósmico conocido como “panspermia”, según el cual las “semillas de vida” están diseminadas por todo el Universo, y llegan a la Tierra o a otros planetas a través de la materia cósmica proveniente del espacio, o bien de su “sembrado” por parte de seres inteligentes.)
Si el “principio antropocéntrico” nos permite interpretar, desde un punto de vista trascendente, la Creación como el acto voluntario de un Creador, con la intención de “insuflar vida inteligente” en el Cosmos (ello es un argumento fundamental de los teístas y deístas, partidarios de la existencia de un Dios creador), el llamado “principio egocéntrico” nos permitirá reflexionar sobre la existencia, y especialmente sobre la naturaleza, del “alma”; cuestión tan disputada como la de la existencia y la naturaleza de Dios.
Erwin Scrödinger plantea magistralmente el principio egocéntrico cuando en su obra Mi concepción del mundo (página 35) se hace las siguientes preguntas: 1) ¿Existe un yo? 2) ¿Existe el Mundo junto a mí? 3) ¿Deja de existir el Yo con la muerte corporal? 4) ¿Deja de existir el Mundo con mi muerte corporal? El mismo autor responde dichas preguntas con los siguientes argumentos: 1) y 3) El yo existe ciertamente, y dado que está imbricado con las modificaciones naturales de nuestro cuerpo, no podemos dudar de la disolución de dicho yo con la destrucción de nuestro cuerpo; 2) no podemos aceptar la existencia de un Mundo junto a mí, puesto que el yo está constituido con los mismos elementos que conforman el Mundo, por lo que lo que llamamos Mundo es sólo un complejo parcial del yo, y el cuerpo un complejo parcial del Mundo. Dicha paradoja es aceptable sólo si aceptamos que el yo (alma, percepción), mi cuerpo y el mundo forman una unidad (página 47): “Tú –e igualmente cada ser consciente tomado por separado- eres todo en todo. Por ello tu vida, la que tú vives, no es un fragmento del acontecer mundial, sino en cierto sentido la totalidad. Sin embargo, esta totalidad está compuesta de tal forma que no se puede abarcar con una mirada. Como se sabe, esto es lo que los brahmanes expresan con la sagrada, mística y sin embargo sencilla fórmula ‘esto eres tú’. O también con palabras como: yo estoy en el este y en el oeste, estoy abajo y arriba, yo soy la totalidad del mundo”.
Pero aún nos queda contestar la última pregunta: ¿Deja de existir el Mundo con mi muerte corporal? Y por lo que se refiere al “principio egocéntrico”, ¿en qué consiste éste? Intentaré explicarlo de la manera más simple que me sea posible.
En una concepción atea o agnóstica, el ser humano se disuelve en la nada cuando muere. Ello supone que si la vida cesa con la muerte, el Universo deja de ser percibido por nosotros, que como sabemos “somos el centro de nuestro Universo”. Ya hemos adelantado que, según el principio antrópico, aquél existe sólo porque las consciencias existen. Si éstas cesan el Universo cesa asimismo. O dicho de otra forma: es posible percibir el mundo sólo si existimos; en cierto modo, dado que somos el centro de “nuestro Universo”, el mundo deja de existir cuando morimos. Pero eso es ridículo, puesto que efectivamente el Universo sigue existiendo aun si nosotros no estamos en él. Podríamos ir aún más allá y decir que no sólo el Universo, sino incluso Dios, existen gracias a nuestra percepción. Pero como es bien sabido, puesto que somos “contingentes” (existimos, pero podríamos no haber existido nunca), eso es absurdo. En resumen: no tiene sentido que la consciencia se encienda con cada individuo, y se apague con cada individuo, y que la existencia del mundo dependa de ello. Así pues, el “principio egocéntrico” es falso.
La única solución a esta paradoja, que atañe no sólo a la existencia de Dios y del mundo, sino a la de nuestra alma inmortal (desde un punto de vista trascendente) es afirmar, como lo hace Schrödinger, que todos estamos ligados a una consciencia universal a través del espíritu, y con ello a Dios. Así, en la página 65 de Mi concepción del mundo afirma, parafraseando los principios de los Upanishads: “Mundo exterior y consciencia son una y la misma cosa en tanto en cuanto uno y la otra están compuestos por los mismos elementos primitivos. Por lo tanto no hay diferencia si afirmamos la comunidad esencial de dichos elementos en todos los individuos particulares diciendo que existe sólo un mundo exterior o que existe sólo una consciencia”.
Ha llegado el momento de dilucidar, a partir de todo lo dicho, qué podemos entender por la idea de Dios.
¿Existe Dios?
He ideado el título de este artículo (“Dios existe: te explico por qué”) con una clara intención: desenmascarar a los “lectores apresurados”, a los que no tienen paciencia para leerlo entero. Si has acudido directamente aquí, pensando que en este punto encontrarás una respuesta rápida a la rotunda aseveración de que “Dios existe”, te ruego que vayas al principio y que leas el artículo completo. En una época (la de las redes sociales) en que se pretende ser sabio por leer mensajes o noticias de hasta 280 caracteres (en Twiter), o por mirar vídeos del Youtube, es previsible que algunos lectores (espero que sean pocos) pasen directamente a esta sección sin leer el resto del contenido. Y como comenté, no es la ignorancia, sino la falsa pretensión de sabiduría de los “medio instruidos”, la principal causa del mal; pues la arrogancia de los “medios instruidos” es la madre del fanatismo, del dogmatismo y de la intolerancia. Una persona que pasa del título al resumen sin leer el resto, es decir, que no se toma la molestia de seguir el razonamiento argumental que lleva a la comprensión de un mensaje, sino que trata de confirmar sus prejuicios yendo directamente “al grano” (sin tener en cuenta las complejidades), es un intolerante en potencia. Ello es lo que sucede con los llamados haters, trolls, o con buena parte de los profesionales del periodismo (que envilecen su profesión). Así pues, amigo lector, si eres uno de ellos, por favor, haz lo correcto y lee el artículo entero; o si no, abandona la lectura de este artículo.
Y ahora continúo con mi disertación.
Ya al principio de este artículo aseguré que iba a dictaminar de forma indiscutible si Dios existe o no. Y realmente lo voy a hacer, a partir de tres premisas:
1) La argumentación se realiza a partir de postulados ateos o agnósticos, los cuales estiman imposible demostrar la existencia de Dios con pruebas materiales. Es decir, la planteo desde un punto de vista netamente filosófico. Posteriormente veremos por qué.
2) La principal cualidad de Dios es que es un “Ser Único y Creador”. Ambas nociones (“ser”, o “esencia”, y “creador”) ya las conocemos, por lo que considero que no es necesario profundizar en este aspecto. Tampoco considero conveniente ni necesario entrar de nuevo en el debate sobre si dicho acto de creación fue “necesario” o “contingente”.
3) En este análisis se emplea un razonamiento causal, por el cual cada efecto (y cada cosa) ha de tener una causa, y por supuesto, cada causa ha de tener un efecto.
A partir de estos presupuestos (interpretación materialista y causal de un Ser creador) está claro que si la causa de la Naturaleza fuera la propia Naturaleza, entonces la Naturaleza sería Dios. Nótese la siguiente concatenación causal (no me atrevo a llamarlo silogismo):
Dios creó al mundo.
El mundo se creó solo.
Dios es el mundo.
Incluso en esta concepción materialista, Dios es Creador y existe necesariamente, aun si el mundo fue creado espontáneamente (con un proceso natural que intentaré desvelar en la primera parte de la obra). En definitiva, si el mundo es Creador, el mundo es Dios. Ésta es una noción panteísta que, como hemos visto, comparten tanto Baruch Spinoza como Erwin Schrödinger, y que desde mi punto de vista tuvo como origen los Upanishad hindúes. Dicha concepción, elevada a un nivel algo más espiritual, establece que “Tú y el mundo sois lo mismo”, y “Tú eres uno con Dios”. El problema es saber qué es realmente Dios.
Podemos decir que Dios existe, ciertamente. Desde el punto de vista materialista, Dios sería la materia que nos creó, la cual incluye la consciencia que aparece espontáneamente –no se sabe cómo- en la mente, aunque de ello no estamos del todo seguros. Dios no sería un Ser antropomorfo, tal como es reflejado en las antiguas cosmogonías griegas o romanas, e incluso en la Biblia. Tampoco sería un Dios personal, un “genio tutelar” al que se pueda invocar. A este respecto Albert Einstein escribe en su discurso “Ciencia y Religión”, de 1939 (Mis ideas y opiniones, página 56 y siguientes): “La fuente principal de conflicto entre el campo de la religión y el de la ciencia se halla, en realidad, en este concepto de un Dios personal”. Y continúa: “En su lucha por el ideal ético, los profesores de religión deben tener talla suficiente para prescindir de la doctrina de un Dios personal, es decir, abandonar esa fuente de miedo y esperanza que proporcionó en el pasado un poder enorme a los sacerdotes”. En su lugar aboga por una religión que extrae la fuerza del Bien, de la Verdad y de la Belleza; y de ella no deberá estar exenta la Ciencia: “La verdadera religión resulta ennoblecida por el conocimiento científico, que la hará más profunda”. A lo largo de esta obra podremos comprobar que, en efecto, en la edad contemporánea los científicos son –tal vez- los mejores teólogos; o al menos los más fiables. Ello es así porque los científicos ensanchan el campo del conocimiento, y descubren los secretos de la Naturaleza; y con ello nos acercan más al conocimiento de las verdades trascendentes.
La Ciencia puede tal vez responder la siguiente pregunta: si el Creador (Dios) existe, ¿quién creó al Creador? O sea, ¿de qué modo el mundo (Dios) se creó a sí mismo desde la nada? Si vamos más allá de una concepción materialista, podemos preguntarnos: ¿Forma parte de un mismo proceso la creación del Creador (Dios) y la del mundo? Es decir, ¿Dios y el mundo aparecieron simultáneamente, o primero apareció Dios y posteriormente lo hizo el mundo? Si entendemos que Dios es el “vacío creador”, y a partir de éste nació el mundo, la concepción materialista de “creación espontánea” sería razonable. Pero si Dios fuera algo más que un “vacío creador” (del cual, por supuesto, tampoco conocemos su origen), habría que establecer que entre su propia creación (o su eternidad) y la del mundo habría de mediar una decisión, un acto de voluntad. Es decir, lo que distingue la visión materialista de la trascendente, por lo que se refiere a la Creación, es la noción de “voluntad”. Dios creó el mundo porque deseó hacerlo. Este Dios sería, pues, un ente mayor que el mundo. El panteísmo del que he hablado más arriba se convierte en panenteísmo. Más allá, cuando se separa a la creación del creador, pues no son una misma cosa (como postula el panteísmo y el panenteísmo), el pensamiento religioso deriva en deísmo o teísmo, doctrinas según las cuales Dios es eterno y creó al mundo, en un acto de voluntad, desde la Nada. En la segunda parte tendré ocasión de profundizar en ello.
Un segundo aspecto que distingue las concepciones materialistas y trascendentes sobre Dios, más allá de su “voluntad” de crear el mundo, es la aplicación del principio de “azar” versus el de “necesidad”. Debemos preguntarnos si Dios tiene “voluntad” o si “actúa a ciegas”. Es decir, si existe una directriz o guía, o bien si en el mundo reina la aleatoriedad. Los materialistas afirmarán que el mundo se creó por puro azar. Los partidarios de lo trascendente dirán que el mundo, al ser fruto de la “voluntad” de Dios, es producto de una “necesidad”, de un “plan”. Dios diseñó, por un lado, las leyes de la Naturaleza (Isaac Newton era un firme partidario de esta interpretación), y por otro implantó una consciencia observadora del mundo. Ésta maduraría con el tiempo, hasta convertirse en “razón”, con la cual es posible apreciar el plan divino y todos sus frutos. Eso explicaría el nacimiento de la especie humana, la cual se sitúa en una escala intermedia de la “gran cadena del Ser” (véase más arriba). Volvemos a hablar, por supuesto, del “principio antrópico”, al que me he referido de forma reiterada.
Ahora bien, suponiendo que Dios existe, tanto desde un punto de vista materialista como trascendente, toca saber “qué” es Dios (no “quién es Dios”, pues esta pregunta se la dejamos a las religiones personalistas).
Como veremos en la primera parte, estamos muy lejos de saber “qué” es el mundo (es más, ni siquiera sabemos “cómo” es), y por lo tanto –si equiparamos a Dios con el mundo-, tampoco es posible saber “qué” es Dios. Ésta es la única y lógica respuesta a dicho interrogante. Ello es así porque no conocemos los límites de la Naturaleza. Éstos se están ensanchando más y más a medida que la Ciencia avanza. Por ejemplo, ¿cuántas dimensiones existen realmente? ¿Y cuántos planos de realidad (o universos)? Ni siquiera sabemos si lo que hoy consideramos “milagros” lo seguirán siendo en el futuro. Como decía Arthur C. Clarke, “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Así pues, tal vez fenómenos como la telepatía, la visión remota, o la consciencia de otras realidades (el espiritismo) pasarán en el futuro de la categoría de la magia, o del milagro, a la de la Ciencia, e incluso a la de la rutina cotidiana. Lo mismo puede suceder con el conocimiento de lo trascendente. Pero ello no es más que una especulación.
En resumidas cuentas, si a duras penas conocemos el mundo, ¿cómo podemos aspirar a conocer a Dios? Tal vez el mismo Creador, si éste es algo más que materia, nos haya dado algunas pistas. De esto voy a hablar en el siguiente apartado.
¿Dios se da a conocer a través de ciertas constantes matemáticas?
Existe otro paradigma que podría demostrar que los científicos son tal vez los nuevos teólogos, o profetas, de la modernidad. ¿En qué consiste? Dejemos que nos lo revele el astrofísico Carl Sagan, en su novela Contacto (página 430): “Palmer, ésta es la única manera [de hallar la revelación divina en la aritmética], el único modo de convencer a un escéptico. Imagínese que encontramos algo, y no tiene por qué ser algo tremendamente complicado; por ejemplo, un período de cifras dentro de Pi [el número Pi]. No necesitamos más que eso… Todos podrían ser creyentes”. En la última página de su novela, Sagan alude a un hallazgo que podría ser “prueba irrefutable” de la existencia de Dios (página 442): “Oculto en el cambiante esquema de las cifras [dentro de Pi, expresado como números binarios], en lo más recóndito del número irracional, se hallaba un círculo perfecto, trazado mediante unidades dentro de un campo de ceros”.
Según Sagan -y recordemos que Contact no es más que una obra de ficción- éste sería un conocimiento comprensible por cualquier persona, en cualquier parte del Universo. Sería la “marca de Dios” en las leyes de la Creación (página 429): “No se trata sólo de comenzar el Universo con algunas leyes matemáticas precisas que determinan la física y la química. Esto es un mensaje. Quien quiera que haya creado el Universo ocultó mensajes en números irracionales”. El autor finaliza la obra con las siguientes palabras: “Por encima del hombre, de los demonios, de los Guardianes y constructores de Túneles, hay una inteligencia que precede el Universo”. Dicha inteligencia es, por descontado, Dios.
Tal inteligencia ha adquirido diversos nombres a lo largo de la Historia: Idea (platónica), Logos, Verbo, Demiurgo… Pero no ha sido hasta fechas recientes que se ha podido demostrar que posiblemente existen “códigos” ocultos en la aritmética. Por ejemplo, según los hermanos Bogdanov (Au commecement du temps, página 303), en 1998 dos matemáticos japoneses, Kanada y Takabashi, encontraron la serie de números naturales 0123456789, en este orden, en el decimal 17.387.594.889 de Pi. Si bien, arguyen, en Pi se puede encontrar cualquier cosa…
Carl Sagan no es el único científico que da una importancia especial a los números, de cara a desentrañar los secretos ocultos del Universo (en concreto, la existencia de una Inteligencia ordenadora). Roger Penrose, en La nueva mente del emperador (página 157) se declara “platonista matemático”: “No he ocultado mis fuertes simpatías por el punto de vista platónico de que la verdad matemática es absoluta, externa y eterna, y no se basa en criterios hechos por el hombre; y que los objetos matemáticos tienen una existencia intemporal por sí mismos, independientemente de la sociedad humana o de objetos físicos particulares”. En otro lugar dice asimismo (página 135): “No puedo evitar el sentimiento de que, en el caso de las matemáticas, la creencia en algún tipo de existencia etérea y eterna, al menos para los conceptos más profundamente matemáticos, es mucho más fuerte que en los otros casos… El punto de vista de que los conceptos matemáticos podrían existir en ese sentido etéreo e intemporal fue planteado en tiempos antiguos (c. 360 a.C.) por el gran filósofo griego Platón. En consecuencia, este punto de vista es calificado a veces de platonismo matemático”.
Veamos algunos ejemplos de “constantes matemáticas” que ciertamente desafían el intelecto, ya que podemos observar en ellas una regularidad un tanto inquietante.
Comencemos por el número Pi (que, como sabemos, nos permite hallar el perímetro de un círculo). Éste es un número irracional, con infinitos decimales y sin una razón constante (o período).
Pi: 3,14159265358979323846…
Sus infinitos decimales no constantes hacen pensar que dicho número no tiene ningún tipo de regularidad. Hasta que el matemático y astrónomo escocés James Gregory, en 1671, halló la siguiente fórmula:
Pi= 4(1-1/3+1/5-1/7+1/9-1/11…). Véase a este respecto: Penrose, página 115.
El número “e”, base de los logaritmos naturales y del interés compuesto, es de una importancia en matemáticas comparable a la del número Pi:
e: 2,7182818285…
Se puede expresar de la siguiente manera:
e= 1+1/1+1/(1x2)+1/(1x2x3)… Véase: Penrose, página 124.
Y recordemos, por supuesto, el número Fi, la llamada “proporción áurea”, número irracional con infinitos decimales y sin período, que como sabemos está en la base de la conformación geométrica de la Naturaleza, como por ejemplo en las nervaduras de las hojas de algunos árboles, en el caparazón de un caracol, etc.
Fi: 1,618033988749894…
Ahora nótese que su recíproco tiene las mismas infinitas cifras decimales:
1/Fi: 0,618033988749894…
De nuevo, como en el caso del número Pi y del número “e”, el número Fi es resultado de una sucesión sometida a una estricta regularidad. En este caso está determinada por la llamada serie de Fibonacci, una secuencia matemática en la que cada número es la suma de los dos anteriores. Esto es: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144… Como podemos observar, 2 es la suma de 1+1, 3 es la suma de 2+1, 5 es la suma de 3+2, 8 es la suma de 5+3, y así sucesivamente. He aquí la fórmula para obtener Fi:
Fi= lim. n-∞(Fn+1/Fn)= 1,618033…
Antes de terminar este punto, quisiera hacer constar un nuevo hallazgo que ciertamente me ha impresionado. Lo descubrí a partir de un “post” de Youtube, titulado “The mystery of pi and 355/113”, de la página MindYourDecisions. A partir de dicho “post” hallé la siguiente serie numérica, los tres primeros números naturales impares repetidos: 11 33 55. Ahora divídanse los últimos tres números por los tres primeros: 355/113. De esta manera obtenemos 3,1415929203… Compárese con Pi: 3,1415926535… Como se puede observar la secuencia es idéntica hasta el sexto decimal. Y por otro lado, de nuevo, este cálculo de Pi se obtiene a partir de una serie construida con los primeros números naturales. ¿Hay alguna ley que lo explique? Lo ignoro.
Es decir, en cada una de estas constantes (Pi, Fi y “e”), tan importantes en las matemáticas, encontramos una cierta regularidad, que podemos obtener a partir de una determinada sucesión de números naturales. ¿Es acaso producto del azar? ¿O podemos pensar que se trataría de una “marca de Dios” en las leyes de las matemáticas? Dejo esta cuestión a criterio del lector; pero creo posible que dichas regularidades matemáticas, como insinúan Carl Sagan y Roger Penrose, sean el resultado de una “inteligencia” ordenadora. ¿Dios quizás?
Desde mi punto de vista, dicho argumento sería tan sólido para demostrar la existencia de Dios como el “principio antrópico” del que he hablado anteriormente.
Dios y la ciencia
Los principios antrópico y matemático son los más mencionados por los científicos, por lo que se refiere a las formas de concebir la existencia –o no- de un Dios trascendente. Pero no son los únicos. El físico teórico Michio Kaku, en su libro La ecuación de Dios (página 170), menciona tres más, que son: 1) el cosmológico, referido a la “primera causa” (o “primer motor”) que puso el Universo en movimiento; 2) el teleológico, que –como vimos en su momento- se refiere a la necesidad de un “diseñador” del Universo; y 3) el ontológico, que asegura que como Dios es el ser más perfecto imaginable, debe existir necesariamente, porque si no existiera no sería perfecto. A ellos podríamos añadir el principio moral, según el cual Dios debe existir para “impartir justicia” y retribución a nuestras acciones. Como es evidente, las bases de este último argumento no están del todo claras. En la segunda parte de este libro tendré ocasión de aludir a todos ellos con más detalle y extensión.
El lector debe ser consciente de que los científicos no son ajenos al tema que nos ocupa. Todos ellos, de una forma u otra, han expresado una u otra opinión sobre la “existencia de Dios”. En la primera parte de la obra lo comprobaremos. A este respecto, Einstein es un caso peculiar. Sin duda tenía una visión “sui generis” sobre la ciencia y sobre la religión. Así, escribe (“Ciencia y religión”, artículo de 1939; páginas 56 y 57): “La fuente principal de conflicto entre el campo de la religión y el de la ciencia se halla, en realidad, en este concepto de un Dios personal”. Y añade: “Pero la ciencia sólo pueden crearla los que están profundamente imbuidos de un deseo profundo de alcanzar la verdad y de comprender las cosas. Y este sentimiento brota, precisamente, de la esfera de la religión… No puedo imaginar que haya un verdadero científico sin esta fe profunda. La situación puede expresarse con una imagen: la ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia, ciega”.
Aquí Einstein menciona tres tópicos de la trascendencia (Dios, Fe y Religión) que abordaré en detalle en la segunda parte de la obra. Pero nótese el siguiente aspecto: es la ciencia la que habla literalmente del “origen del tiempo”, de la creación del mundo desde la nada a partir de un estallido inicial, de un punto de infinita energía y densidad (singularidad inicial), increíblemente pequeño, pero que se ha expandido hasta crear lo infinitamente grande (el Universo). Por supuesto, todo esto es del agrado de la Iglesia (de hecho el concepto de “átomo primordial” fue acuñado por el sacerdote belga Georges Lamaître, el primer científico que investigó el fenómeno hoy conocido como Big Bang). La religión cristiana no puede menos que compartir esta idea de un principio más allá del espacio y del tiempo (que al manifestarse creó el espacio y el tiempo), y que además es la expresión del máximo orden (o de la mínima entropía). Dicho principio sería Dios, por supuesto.
En la primera parte de esta obra (Dios y el mundo) me ocuparé de éstas y de otras muchas cuestiones que afectan a la concepción de Dios en relación al mundo. En la segunda parte (Dios, Fe y Religión) reflexionaré sobre los aspectos más humanos, individuales y sociales, de la fe monoteísta.
Pero antes de acabar este artículo, me gustaría reflexionar sobre la importancia de la idea de Dios.
Todos hemos oído hablar de la concepción del ser humano como “homo religiosus”. Y hemos comprobado que los científicos no son ajenos a ello, pues no dudan en opinar sobre el “problema de Dios”, en relación al mundo que nos rodea. Es lícito, pues, hacerse la siguiente pregunta: ¿Es Dios importante? Un pastor de una iglesia protestante me dijo una vez: “Dios es como la vidriera de una catedral: vista desde fuera es anodina y polvorienta, pero cuando entras dentro brilla y resplandece con una luz pura”. Un filósofo, cuyo nombre no recuerdo, partidario de una religión digamos sincrética, escribió algo parecido a lo siguiente: “La fe en Dios es algo así como la ascensión a una montaña; no importa qué ladera elijas, lo importante es llegar a la cima”. Esta concepción de Dios es hermosa; en Él hallamos lo más bello que es posible concebir, porque Dios es la imagen de la perfección.
Según la Biblia, Dios insufló en nosotros su aliento y nos creó a su imagen y semejanza (Génesis 1). Dado que los humanos no somos lo que se dice muy “perfectos” (sino más bien todo lo contrario), es muy probable que sea el hombre quien haya creado a Dios a su imagen, y no al revés.
De acuerdo con la religión doctrinal, Dios es justicia y retribución (de ello hablaré al analizar el llamado “argumento moral” de la existencia de Dios). Sin embargo, la idea de un Dios bueno es un prejuicio. Por un lado, la Naturaleza (la expresión de Dios en la Tierra, según los panteístas) no es ni buena ni mala. Como Dios, simplemente “es”. La idea de maldad en Dios y en el mundo es un prejuicio; según el principio del “humanismo ético” la hemos de aplicar estrictamente a los hechos humanos. Eso no significa que el hombre sea malo “por naturaleza”, sino que actúa de forma “buena o mala” de acuerdo con los estándares humanos y sociales. Pero ese es un debate que nos puede llevar muy lejos.
El Dios personal (haciendo uso de la denominación que le da Einstein), desde mi punto de vista, nos aleja de lo más esencial: que tal vez no haya que ir muy lejos para encontrar a Dios. Según el panteísmo, los árboles no nos dejan ver el bosque, pues nuestra ceguera nos impide comprender que el bosque es, de hecho, Dios. Según los panteístas, nuestra consciencia (nuestro Yo) es tan inexplicable como la propia existencia de Dios, y por ello al ser conscientes de nosotros mismos conocemos a Dios (recuérdese el aforismo délfico: “Conócete a ti mismo”). Desde este punto de vista, no es concebible Dios sin el mundo, ni el mundo sin Dios. No llegaremos a Él a través de la Fe o de la razón, sino a través de la experiencia: nuestra existencia es experiencia, evolución y cambio.
Pensar en Dios nos hace ser mejores personas, siempre que no nos convirtamos en individuos engreídos o intolerantes (el culto a un Dios personal puede llegar ser fuente de dogmatismo, y con ello de intolerancia). Ello es así porque nos hace conscientes de un mundo ubicuo y holístico, en el que no estamos solos. Nos hace más empáticos y responsables. Creer en Dios nos da fuerza, esperanza y consuelo. De ahí el papel –ideal- de la Fe y de la Religión.
Fe y religión en un mundo cambiante
El ser humano está hecho a imagen de Dios (según la Biblia); la Religión está hecha a imagen del hombre, y la Fe es la cadena de unión entre el hombre y Dios. Éstos son principios programáticos de la segunda parte de la obra.
La Fe no es un concepto unívoco. Puede sustentarse en el libre albedrío, en la Gracia o en la Predestinación divina, hasta el punto de que los cristianos distinguen entre la “justificación por las obras” y la “justificación por la Fe”. Ésta adquiere diferentes significados, que van desde el misticismo al materialismo. De ahí que en la segunda parte de la obra me ocupe de lo que llamo “escalas de la Fe”: deísmo, teísmo, positivismo, panteísmo, gnosticismo, etc. Investigaré asimismo los nuevos movimientos religiosos, o las corrientes esquivas al sentimiento religioso: ateísmo, agnosticismo, existencialismo, nihilismo, etc.
La Religión es, y ha sido siempre, un “condensador de energía creadora”. Sus funciones básicas son cohesionar la sociedad, consolar a los afligidos, preservar la moral según los cánones vigentes, y prevenir disputas (aunque en demasiadas ocasiones ella misma es la causa del conflicto). Pero a un nivel más general su principal propósito es motivar a la acción, otorgando energía o fuerza motivadora a individuos y colectivos para emprender grandes obras; salvo que, en un determinado estadio de anquilosamiento ideológico o social, coarte la libertad creativa, el pensamiento filosófico o el conocimiento científico.
La Religión puede inspirar al cambio, pero asimismo puede ser un freno al avance y a la evolución de la sociedad. Del mismo modo que puede salvaguardar la cultura, e incluso impulsarla, también puede ser un agente regresivo cuando impone criterios restrictivos a creyentes y no creyentes, en ámbitos tan dispares como la moral sexual, las normas de conducta, la creatividad artística o científica, o las creencias de individuos y colectivos particulares. Recordemos: los inquisidores quemaban a los herejes para “salvarlos”.
El ser humano siempre ha sido religioso, tal vez porque desde que tiene uso de razón (como especie, no sólo como individuo) ha experimentado las mismas necesidades de consuelo y ha tenido las mismas ansias de trascendencia. Es por ello que la Religión ha cumplido una función social, por intermedio de la casta sacerdotal que monopoliza el conocimiento de lo trascendente. Ésta siempre ha ejercido como columna vertebradora del poder civil (de los reyes y los emperadores). Ella ha retenido para sí el control de lo divino y de lo humano, ha establecido las normas (y en ocasiones también las leyes), y ha dado legitimidad a las estructuras políticas y sociales.
Pero su función social está en crisis. En parte porque su responsabilidad, en las sociedades modernas, es ahora ejercida por el Estado. A través de los parlamentos, es el pueblo quien decide qué es ético, moral, conveniente o pernicioso. Ahora es la política, la democracia, el pueblo soberano, quien cohesiona a la sociedad. Es al pueblo, a través del Estado, a quien le corresponde hallar soluciones a los nuevos problemas. El papel de la Religión ha de quedar relegado a dar respuestas a los grandes interrogantes del espíritu humano. Como siempre ha sucedido, y como siempre sucederá.
Éste es básicamente el plan a seguir en esta obra, que ahora comienza. Ya me he referido a la “necesaria existencia de Dios” desde un punto de vista –diríamos- filosófico. Queda por saber, ¿qué lugar ocupa Dios en una sociedad científica y tecnológica, como es la nuestra?
La primera parte, que he venido a llamar “Dios y el mundo”, pretende responder esta pregunta. Por ello el próximo capítulo comienza con una gran explosión: el llamado Big Bang.
Fuentes citadas
Bergson, Henri. L’énergie spirituelle. Félix Alcan, 1929.
Bogdanov, Igor et Grichka. Au comencement du temps. J’ai Lu, 2009.
Chambers. Dictionary of Beliefs and Religions. 1992.
Descartes. Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Espasa-Calpe, 1970.
Einstein, Albert. Mis ideas y opiniones. Antoni Bosch, 2011.
Goblot. El vocabulario filosófico. Editorial Apolo, 1933.
Hawking, Stephen W. Historia del tiempo. Planeta-Agostini, 1992.
Hawking, Stephen W. El Universo en una cáscara de nuez. Crítica-Planeta, 2006.
Kaku, Michio. La ecuación de Dios. Debate, 2022.
La Biblia. Biblioteca de Autores Cristianos, 1978.
Lovejoy, Arthur O. La gran cadena del Ser. Icaria, 1983.
Lovelock, James. La hipótesis Gaia. Gaia, 2024.
Penrose, Roger. La nueva mente del emperador. Mondadori, 1991.
Sagan, Carl. Contacto. Plaza Janes, 1997.
Schrödinger, Erwin. ¿Qué es la vida? Tusquets, 2015.
Schrödinger, Erwin. Mi concepción del mundo. Tusquets, 2015.
Smith, Anthony. La mente. Salvat, 1985.
Spinoza. Ética. Aguilar, 1969.
Upanishads (version de Max Müller). Visión libros, 1980.
Upanishads (version de Fernando Tola). Barral, 1973.
Wigoder, Geoffrey. Dictionnaire Encyclopédique du Judaïsme. Robert Laffont, 1996.
Plan de la obra
Introducción: Dios existe, te explico por qué
Primera parte: Dios y el mundo
1.1. El Big Bang
1.2. La ciencia y los científicos
1.3. Dios y la ciencia
1.4. El Cosmos
1.5. Creación desde la nada
1.6. Dios era un matemático
1.7. El Universo cuántico
1.8. El mundo es un holograma
1.9. El mundo es información
1.10. Hay otros mundos, pero están en éste
1.11. La flecha del tiempo
1.12. Entropía y homeostasis, Gaia, teoría del caos
1.13. La vida
1.14. Principio antrópico
1.15. Principio egocéntrico
1.15. Mente y cerebro
1.16. La consciencia
1.17. Los científicos y la religión
1.18. Filosofía básica
1.19. Descartes
1.20. Spinoza
1.21. Upanishads
Segunda parte: Dios, Fe y Religión
2.1. Dios
2.1.1. Dios
2.1.2. Dios y el ser
2.1.3. Dios y la complejidad
2.1.4. Dios y el mundo
2.1.5. Dios y el hombre
2.1.6. El Dios de la Biblia
2.1.7. Argumentos sobre la existencia de Dios
2.1.8. Argumentos contra la existencia de Dios
2.1.9. El problema del mal
2.1.10. Espíritu versus alma
2.1.11. Manifestaciones de lo sagrado
2.2. Fe
2.2.1. Significado de la Fe
2.2.2. Las escalas de la Fe
2.2.3. Nuevos movimientos religiosos
2.3. Religión
2.3.1. Religión
2.3.2. La religión de los hombres primitivos
2.3.3. La vida religiosa
2.3.4. La experiencia religiosa
2.3.5. El mínimo común denominador: la Regla de Oro
2.3.6. El papel de la religión en la sociedad
2.3.7. Religión y poder
Tercera parte: Mi propia postura sobre el tema