La Transformación Social - 15

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


Conclusiones finales

         La Historia escrita, como toda construcción intelectual que mana de la realidad, tiene consistencia propia, pero no autonomía al margen de la vida real. Aquella, como toda discipli­na científica, se halla sujeta a leyes y reglas que determinan sus límites y constriñen el ámbito de su proyección. Según el principio de causalidad (una de dichas leyes), a semejanza de las emisiones de luz o de sonido, que se anticipan a nuestra percepción, los hechos históricos siempre se anteponen a su registro por parte del historiador. Y éste, a diferen­cia del alfarero, que, con sus manos, es capaz de moldear —a voluntad— la arcilla de mil formas distin­tas, si bien puede deformar o tergiversar la «Historia escrita» también de mil formas distin­tas, de ninguna manera podrá revertir el estricto devenir histórico; ante todo, por el irremediable lapso de tiempo entre éste y su registro, y en segundo lugar porque la Historia vivida tiene sus propias leyes, que a duras penas la Historia escrita podrá pervertir (ni aun haciendo uso de la manipulación, creadora de falsa conciencia).

         Partiendo de tal premisa, obvia decir que sería en extremo fútil pretender que este libro —por cuanto de información, de inferencia y de análisis social supone— tuviera carácter «actual», ni que pueda subvertir la realidad, pues, como toda obra humana que abarca aspectos de naturaleza antrópica, ya desde el momento de su gestación nace viejo, y sólo por ello anula su capacidad de incidir en su momento histórico. Todo análisis social, dado su inherente carácter histórico (diacrónico), por definición tiene fecha de caducidad, pues la Historia es un flujo continuo, y el esfuerzo humano por exponerla tiene carácter puntual. Y, una vez que se transcribe, es posible que, a causa de una nueva secuencia de hechos, su significación haya pasado a ser obsoleta. La Historia, y en general por toda ciencia social, a duras penas puede sincronizarse con el acontecer de la realidad (es de sobras conocido que los hechos políticos y sociales pierden su carácter «noticiable» a las pocas horas de suceder).

         En aplicación del principio de economicidad de medios, esta obra, sin dejar de lado el análisis pormenorizado de la realidad, pretende superar, en alguno de sus aspectos, los límites de la dinámica natural del fenómeno histórico, descri­biendo y descu­briendo ciertas corrien­tes subterráneas —el substrato freático— del acontecer económico y social.

         A diferencia de la Historia escrita, que tiene carácter de flujo, ciertas materias tienen carácter de stock (estructural y estable). El lector quizá compruebe que ciertos útiles estadísti­cos, históri­cos o vivencia­les, en el momento de su lectura se hayan hecho ya viejos, pero las constantes sobre las que ellos se asientan pueden permanecer inalteradas durante largos períodos. En estas conclusiones nos ocuparemos, pues, de resaltar algunas de las constantes estructurales —que, como se ha tenido ocasión de observar, sobresalen entre el caudal de información recopilada en esta obra— sobre las que se afirman los aconteceres coyunturales; y sobre estos cimientos, a modo de síntesis, superpondremos aquello que de hecho justifica y da sentido a nuestra labor: nuestras propias propuestas de transfor­mación económica y social.

1. La conciencia de los límites

         Pretendemos dar inicio a nuestra exposición, una vez más, resaltando el valor intrínseco que posee la Naturaleza, como marco de toda vida, de todo bien y de toda belleza. Nuestra cosmovisión de los fenómenos económicos y sociales no subordina la Naturaleza a la generación de la riqueza económica, sino que reconoce a la primera su carácter de fuente de toda riqueza, ya sea económica como de otro tipo. Así pues, a diferencia de la mayor parte de los análisis clásicos, pretendemos rescatar el factor Naturaleza de las habituales notas a pie de página de los manuales económicos, para otorgarle un papel protagonista. Este primer capítulo de las conclusiones finales expresaría, por tanto, las preocupaciones que arropan a un renovado concepto de «economía sostenible».

1.1. Del crecimiento ilimitado a la sostenibilidad

         A partir del marco doctrinario al uso se da por supuesto, implícito al hecho económico, el objetivo del crecimiento ilimitado, que tiene como fundamento teórico el principio de la acumulación capitalista. Ello tiene como principales resultados un progresivo agotamiento de los recursos, la creación de externalidades negativas y una incorrecta asignación de recursos. El talante irresponsable (y materialista a ultranza) que da pie a esta estrategia de desarrollo se sustenta en un fetichismo irracional del beneficio (su maximiza­ción), en una visión a corto plazo, y en la indivisibilidad de las responsabilidades (el mal causado por un particular es pagado por la colectividad; sin embargo, el beneficio, que fue excusa y motivo de dicho mal, se apropia privadamente).

         Esta fuga hacia adelante del sistema económico actual está abocada —irremediable­mente— al caos: la carencia de una visión de los límites naturales, la apropiación y derroche por algunos particulares del sustrato natural, y la expoliación por cuenta de las generaciones futuras, son trasunto tanto de un desprecio de las auténticas necesidades humanas como de una escasa penalización de las deseconomías negativas.

         Frente a ello, es preciso un aumento de la conciencia ecológica, que se traduciría en las siguientes medidas positivas: 1) el establecimiento de límites sociales a la titularidad de la propiedad de los recursos naturales; 2) el desarrollo de una conciencia de austeridad en los países ricos; 3) una diversifica­ción y reasignación productiva de las variantes tecnológicas, en base a criterios de pleno empleo, viabilidad ecológica y desarrollo autosostenido (es el caso de las tecnologías interme­dias, o adecuadas, como diría un pensador español), que hagan compatibles los principios de eficiencia productiva y sostenibi­lidad ecológica y social; y 4) una normativización legislativa que controle el uso que se hace de los bienes raíces. Únicamente la implantación de tales medidas puede garantizar un crecimiento sostenible que compatibilice la calidad de vida en los países ricos con un crecimiento cuantitativo sustancial de los países pobres (manteniendo estándares de suficiencia, sostenibilidad y desarrollo autosostenido).

         En la figura 1 reflejamos los flujos e interrelaciones de los factores productivos en un mercado no regulado. Como podemos observar, los tres factores primigenios (Naturaleza, capital y trabajo) están ligados por relaciones de carácter bidireccional, con dinámicas de mercado más o menos competitivas (la excepción viene dada por el factor Naturaleza, que como cualquier bien raíz tiene una curva de oferta totalmente inelástica). En ella observamos dos tipos de mercado: el de los bienes de consumo y el de los bienes de producción (dejando aparte el de los bienes raíces). El factor que moviliza los distintos recursos es el capital, que «participa» y hace uso tanto del factor trabajo como del factor Naturaleza (recursos naturales). El capital pone en marcha una serie de procesos productivos que satisfacen las necesidades de los consumidores y expele al medio los desechos. Como vemos, hemos singularizado, entre los mercados de factores productivos, el mercado de trabajo, que, a causa de las regula­ciones y restricciones a la competencia perfecta, tiene una curva de oferta relativamente inelástica.

         En la figura 2 este esquema es bastante más complejo, pues añadimos dos actores económicos más: el Estado y el cambio tecnológico. El cambio tecnológico, como podemos observar, por un lado acrecienta la productividad del capital, y por otro aumenta la eficiencia en el uso de los recursos naturales, sin que a priori sea fácil discernir con certeza el signo del saldo que supondrá para el balance de los recursos naturales (¿permiti­rá el ahorro en el uso de recursos compensar el aumento de la productividad —y consumo— de productos finales?). Pero sí se puede afirmar, con pocas dudas, que el aumento de la eficiencia productiva tiene unas indudables repercusiones sobre el mercado de trabajo (desarrollo de un desempleo estructural y de una precarización permanente), lo que a su vez repercute sobre el consumo, las posibilidades de inversión, y los beneficios a largo plazo.

         La mejora de la eficiencia tecnológica posiblemente no invierte la tendencia de la curva de consumo de recursos naturales, pero sí que permite moderar sus ritmos de crecimiento, lo que sin duda influye sobre la evolución de la creación de entropía. Por su parte, el Estado puede hacer mucho, como vemos, para influir sobre el mercado de trabajo (también de manera activa, o positiva) y sobre el de los recursos (moderando su ritmo de explotación, a través de medidas reguladoras, impositi­vas, de actuación sobre el medio, estimuladoras, de investiga­ción, restrictivas, etc.)

         En un plano de mayor concreción diríamos que son precisas políticas de demanda (de consumo) y de oferta (control de recursos). Entre las primeras se requiere un cambio en la conciencia personal y social, que se traduzca en una transforma­ción sustancial del actual concepto de «bienestar», que permita que el crecimiento cuantitativo pase a tener un carácter cualitativo (promoción del valor añadido de la «calidad de vida» sobre el de los llamados bienes tangibles). Entre las segundas (políticas de oferta) se precisa una serie de intervencio­nes activas (restrictivas, reguladoras y estimuladoras).

         Entre las medidas restrictivas contaríamos una política impositiva que incidiese sobre el uso del capital sólido* (impuestos ecológicos) y sobre las rentas no ganadas (especulati­vas). Entre las medidas reguladoras situaríamos la normativiza­ción del uso de los recursos, a partir de un concepto sostenible de la propiedad del capital sólido, y de una administración internacional de los recursos mediante un Banco Mundial de la Naturaleza. Y, entre las estimuladoras inscribiríamos la incentivación del uso sostenible de los recursos a través de estímulos positivos (bonificación del uso eficiente de los recursos) y negativos (penalización impositiva o penal).

1.2. De la política a corto plazo a la intergeneracio­nalidad

         Uno de los sostenes doctrinarios del marco económico actual es la política a corto plazo, colateral a una visión utilitarista heredada de ciertos economistas clásicos y liberales. Sus consecuencias inevitables son, en la esfera privada, el producti­vismo depredador, y en la de lo público, el endeudamiento de los Estados y la crisis de los sistemas de protección social. Se precisa, así pues, un marco teórico más próximo a los objetivos de la intergeneracionali­dad, que preserve los medios de vida de nuestros descendientes.

         La suficiencia y la viabilidad, así como la preservación de los recursos, no son fruto —como afirman los economistas neoclásicos— del libre juego de la oferta y de la demanda (más bien éste tiende a polarizar y realimentar los desequilibrios de partida, y en cualquier caso siempre existe un retardo que hace inviable la corrección del proceso), sino de una encendida voluntad de la sociedad por regular y controlar conscientemente su propio destino. Ello se traduciría, en los países desarrolla­dos, en un fomento del consumo de bienes intangibles (que desplazara buena parte del consumo irracional de bienes tangibles superfluos, con mayor requerimien­to de energía y materias primas), del ahorro y de la previsión social (por ejemplo, a través de un nuevo esquema del sistema de Seguridad Social, tal como lo hemos descrito en la tercera sección). Expresado con mayor rigor terminológico, ello se traduciría en una potenciación del efecto renta sobre el efecto sustitución (en una priorización de los bienes y servicios indivisibles sobre las rentas en metálico, si bien las rentas en metálico tienen un neto carácter progresivo cuando se destinan a estratos inferiores de renta).

         El estímulo del ahorro y la penalización del consumo vicario y compulsivo no sólo mejoraría los estándares (objetivos y subjetivos) de calidad de vida, sino que ayudaría a preservar los recursos escasos. Para ello, además del desarrollo preseñalado del Banco Mundial de la Naturaleza, se debería promover la creación de un Comité Internacional de Defensa de los Derechos de las Generaciones Futuras, que regulara y normativizara los derechos de las personas aún por nacer.

1.3. Del antroprocentismo a la globalización

         El antropocentismo de la cultura occidental ha convertido al ser humano —como especie— en una peligrosa plaga que amenaza la preservación de la vida y de los ecosistemas tal como los conocemos hoy día. La Naturaleza se instrumentaliza en beneficio exclusivo del «señor de la creación». Por extensión: raza, color de piel, sexo, ideología, religión, clase o categoría social, parentesco o nacionalidad, obran como distintivos proclives a ser motivo de falta de respeto, de desprecio, de marginación, de exclusión, de explotación, o de exterminio de los seres humanos entre sí. Los demás componentes de la Naturaleza y del ecosistema (y los elementos excluidos de la cultura humana) llevan la parte peor de dicha consideración: sin respeto al famoso imperativo kantiano, son vistos como un medio, no como un fin en sí mismo (como una riqueza a preservar).

         Esta cosmovisión, traducida en egoísmo de cortas miras, conlleva la globalización de los problemas que dichos fenómenos acarrean (pues el mundo, como vimos en la introduc­ción, es uno y redondo: es decir, finito), con todas sus excrecencias. Con el agravante de que en demasiadas ocasiones pagan justos por pecadores, pues —aun entre los más favorecidos— los ricos externalizan sus desechos, pero no sus conquistas tecnológicas, y aun éstas las venden a muy alto precio, inaccesible para los más pobres. Todo ello tiende a convertir este planeta en un medio despiadado, inhabitable y hostil.

         La conciencia global de carácter universalista y el respeto solidario entre las personas y los pueblos, así como del ser humano —como especie— hacia los demás seres vivos y hacia su medio circundante, conduciría a un nuevo equilibrio más favorable a la preservación de los recursos, al humanismo y a la paz entre los pueblos. Una manera de conseguirlo sería internalizar las externalidades negativas —que de un modo u otro salpican a todo el planeta— dentro de los ámbitos causantes de las mismas, preservando de sus efectos negativos a los no responsables de ellas, para que de este modo se ponga en marcha mecanismos internos de autorregulación que las corrija espontáneamente (recordemos que estos no actúan si los efectos negativos se disipan en el medio, sino cuando adquieren una concentración crítica que desencadene el disparador del cambio).

         Nuevamente, un Banco Mundial de la Naturaleza y un Comité Internacional de Defensa de las Generaciones Futuras pueden desarrollar un importante papel para: 1) circunscribir los daños del desarrollo en sus fuentes de origen; o 2) compensar las externalidades que estos daños producen en los receptores «pasivos» de los mismos, de tal modo que dejen de tener un coste cero. En una economía de mercado, cuando la presión normativa no funciona, tal vez el mecanismo de los precios (y los costes concomitantes) pueda hacer algo para corregir los «círculos viciosos» del crecimiento depredador y desequilibrado.

1.4. De los errores doctrinales a la autoconsciencia humana

         Forma parte de la mística ideológica que perdura hoy día (tanto en los ámbitos de raíz liberal como marxista) el presu­puesto doctrinario de que la ciencia y la técnica tienen posibilidades ilimitadas de desarrollo, constituyendo una fuente inagotable de remedios y posibilidades frente a los abusos humanos sobre la Naturaleza. También suele ser objeto de consenso la idea de que las relaciones productivas suelen ser por lo general conflictivas, pues los agentes productivos luchan por una misma renta sin distinguir claramente qué porción corresponde a cada parte (relaciones productivas por fusión).

         Ambas concepciones generan los siguientes resultados: 1) se tiene una visión incorrecta de las capacidades humanas (el hombre como demiurgo, como hacedor, como Dios); 2) la tecnología y la información es una nueva herramienta de dominio y de explotación; 3) como consecuencia, se generan nuevas formas de dependencia humana (alienación y dualización social); y 4) lo cual acentúa los procesos de explotación intensiva del trabajo (incremento de la plusvalía, en un esquema de relaciones productivas por fusión).

         Superar esta fase de soberbia humana requeriría el estable­cimiento de perspectivas morales y sociales más realistas: la autoconsciencia y madurez humana no debe eludir el hecho de que el ser humano es un ente limitado, temporal y falible, y que está sometido al imperativo categórico de los límites naturales y de sus propias capacidades objetivas. Esta concepción —ciertamente más modesta y humilde— del espíritu humano se opone al concepto dieciochesco de «progreso», a las alienaciones y fetichismos contemporáneos, al modo de organizar las relaciones productivas y a las nuevas estrategias de control y dominación.

         Esta aspiración tiene dos planos: en el primero, se pretende modificar los hábitos de pensamiento y el sistema educativo para resituar al ser humano en su auténtico puesto en el mundo (que no es ciertamente el centro, tal como lo entendían los humanistas renacentistas), y para convertirlo en un ser integral, que no subordine unas aspiraciones (espirituales) a otras (depredado­ras); en segundo lugar, se aboga por normativizar y controlar el uso de los recursos, y por democratizar el acceso al capital productivo, mediante unas nuevas relaciones productivas por asociación (de naturaleza no conflictivista), y el acceso social a los bienes de capital (que permitiría el reparto de capital como bien social de titularidad pública y atribución privada, tal como explicamos en los puntos 3.2.4. y 9.7. de la primera sección).

         La paz social, el equilibrio natural y la sostenibilidad han de ser objetivos a preservar, y estos serán posibles si se regula eficientemente el uso de los recursos naturales (y su apropia­ción), si se estimulan los valores éticos en el sistema educati­vo, si se desconflictivizan las relaciones productivas, si se reconoce el carácter social de la Naturaleza y del capital, y si se estable­cen mecanismos que normativicen y controlen el uso de los recursos escasos (con aplicación de la planificación indicativa y de la coordinación internacional, tal como hemos propuesto en los puntos anteriores).

2. Mecánica del hecho económico

         Partiendo de las premisas y conocimientos que hemos afianzado en el desarrollo de nuestra investigación, nos es posible aproximarnos con mayor seguridad al meollo del hecho económico: sus fundamentos doctrinales. Estos, como vimos en la introducción general, son el pivote intelectual sobre el que descansa la justificación y la implantación de una u otra política económica. Si partimos de la base de que, siendo ciego el mecanismo autorregulador del mercado, se necesita un cerebro que guíe al cuerpo económico por el camino del equilibrio y del progreso social, aquel órgano vendría dado —aunque con ciertos atributos y funciones distintos a los actuales— por la actividad reguladora del Estado, que a su vez estaría dirigido y controlado por la voluntad general expresada por el voto popular. Si es verdad que la función hace al órgano, el objetivo de asegurar el equilibrio y el progreso fundamentan la necesidad de la regula­ción pública, no al revés: la regulación pública en ningún caso es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar los objetivos superiores antes expuestos.

2.1. De la libertad de mercado a la preservación de los recursos

         La llamada «mano invisible» smithiana ha sido una metáfora que ha hecho fortuna en el panteón de las ideas económicas y políticas. Pero como tal abstracción, su concreción es harto problemática. Veamos este punto con más detalle: en tiempos de Adam Smith aún estaban en pleno apogeo los conceptos newtonianos de orden y perfección celestial; se consideraba que efectivamente existía un orden universal que explicaba, regulaba y dirigía el mundo, que en su acepción más corriente se identificaba con Dios (84). Por ello, el concepto «mano invisible» es heredero de esta noción (mecanicista por un lado, metafísica por otro) de orden y equilibrio absolutos (85).

         Son concepciones de este tenor (mecanicismo, organicismo, ambientalismo, difusionismo, vitalismo, darwinismo, etc.) los que recurrentemente han llevado a las ciencias sociales a callejones sin salida. Pero, inexplicablemente, uno de los más burdos (la «mano invisible») sigue incólume. ¿Por qué? Nos atrevemos a pensar que ello es así porque, junto con la Fábula de las abejas de Bernard de Mandeville (86), forma la médula ideológica del entramado legitimizador del modelo económico y social vigente. (En efecto, si un orden universal y eterno ordena y regula la realidad, aquel es perfecto, y por tanto no debe ser alterado.)

         Más adelante, durante la primera mitad del siglo XIX, la llamada Ley de Say (la oferta crea su propia demanda) contribuyó a afirmar la concepción de equilibrio y perfección de los mercados autorregulados, y a extraer de esta idea toda mácula de falibilidad.

         Pero tal como la Historia (y la evidencia) demuestra, la realidad apunta hacia otro lado: hacia unos recurrentes desajus­tes entre oferta y demanda global, el establecimiento de monopolios y economías de escala, el recurso al proteccionismo, el abuso de la especulación improductiva, el derroche y mal uso de los recursos agotables...

         ¿Desdicen estas evidencias la necesidad de un libre juego de los factores, de una libertad de mercado? No, pero nos hacen recordar que el mercado no regulado tiene una marcada tendencia a polarizarse y realimentarse hasta llegar a niveles críticos de congestión y crisis, provocando fenómenos cíclicos y grandes escaseces, así como una ineficiente gestión del medio. Por lo tanto nosotros abogamos por un nuevo enfoque (holístico) de la realidad económica, que supere y se proponga corregir las ineficiencias del mercado no regulado, y que aspire a la preservación y protección de los factores económicos.

         En la figura 3 observamos un diagrama que representa la visión conservadora del circuito económico. A partir de él son reseñables las siguientes conclusiones: 1) el ahorro es el elemento central; 2) las relaciones entre elementos son siempre a dos bandas (consumo/ren­ta; impuestos/gasto público, etc.); 3) el papel del Estado se limita a atender las necesidades de las economías domésticas y del sector exterior; 4) por tanto, el Estado se desentiende del mundo de la empresa y de la producción; y 5) se entiende que el ahorro productivo es el ahorro privado (el Estado no ahorra, sino que desahorra, es decir, detrae coactivamente recursos productivos que, en caso de no interven­ción, irían a parar directamente a la inversión productiva).

         Ésta es la visión que se ajusta al concepto smithiano de «libertad de mercado», donde el Estado tiene un papel subsidia­rio, de defensa y preservación del medio ambiente económico (que «favorece los negocios»), con una intervención muy escasa. Como vemos, la empresa, las economías domésticas y el ahorro son los tres principales protagonistas de este esquema económico.

         En la figura 4, manteniendo los mismos elementos, las interrelaciones son más complejas y el equilibrio es más difícil: 1) cualquiera de estos elementos es central; 2) las relaciones son multibanda; 3) el Estado es un elemento mediador y regulador, pero que también interviene en el hecho económico (no restricti­vamente, sino de forma reguladora y estimuladora, también en el ámbito de la producción); 4) el Estado estimula por vías indirectas el ahorro productivo, y desestimula el consumo depredador y vicario, a través de su actividad reguladora, incentivadora y de aplicación de estabilizadores automáticos (retroalimentación negativa).

         La figura 4 representa nuestra propia posición en relación al hecho económico, como una representación de una realidad compleja y sometida a la voluntad humana, que trata de superar anacronismos tales como las supuestas visiones «absolutas» de talante esotérico (como cabe llamar al concepto smithiano de la «mano invisible»).

         ¿Dónde ha conducido la implantación ciega del modelo smithiano?: 1) a un horizonte imprevisible y siempre incierto; 2) a un cuadro de derroche de recursos y expoliación de la Naturaleza; 3) a una sociedad polarizada, precarizada y segmenta­da con escasa equidad vertical; 4) a un sistema con un juego excesivo de especulación y de economía financiera (recordemos: donde el dinero no produce riqueza, sino más dinero); 5) a la instauración y favorecimiento de elites ociosas e impoductivas; 6) a la creación de zonas tácitamente vedadas a la competencia (el mismo Adam Smith advertía de este peligro); y 7) a continuos desajustes del sistema, originadores de fenómenos cíclicos.

         Nosotros consideramos que las recetas estrictamente liberales poco pueden hacer para romper los encadenamientos de fenómenos que producen disfunciones económicas y sociales como las anteriormente descritas. Los objetivos instrumentales (intermedios) que pueden colaborar en la corrección de tales desequilibrios parten de los siguientes supuestos: 1) estableci­miento de prioridades, que permita optimizar unos objetivos económicos y sociales viables y sostenibles; 2) gravamen y penalización del dinero caliente y especulativo; 3) promoción y creación de las condiciones que garanticen la estabilidad contractual, dentro de un marco favorable a la libre empresa, con una flexibilidad con bases reales y objetivas; y 4) legislación antimonopolista y liberalizadora de sectores productivos no expuestos a la competencia. Esta serie de objetivos intermedios deben ir acompañados por una universaliza­ción de la red de protección social (como explicaremos un poco más adelante), por una política de protección de los factores productivos y los recursos escasos, por una planificación indicativa y por una estabilidad y previsibilidad normativa, sin rigideces artificia­les.

         La implantación de una política económica liberalizada, pero no ciega, con objetivos claros (en base a fines), puede romper el encadenamiento de sucesos que tradicionalmente desemboca en procesos catastró­ficos de alcance universal (guerras, luchas de clases intestinas, disputa por el reparto de los recursos agotables, etc.)

2.2. Del fatalismo cíclico al crecimiento sostenible

         La respuesta oficial —en la segunda mitad del siglo XX— a las perturbaciones cíclicas ha sido la llamada «síntesis neoclásica del keynesianismo», sin tener en cuenta el carácter puramente coyuntural de las circunstancias sociales que la legitimó (la depresión de los años treinta). La implantación arbitraria de una serie de medidas procíclicas y anticíclicas (de stop and go, como dirían los economistas) provocó una desorienta­ción general del mundo de los negocios, salvada in extremis, a partir de los años cincuenta, por el dinamismo generado por la reconstrucción postbélica.

         Sin embargo, ya en los años setenta, se vislumbró un nuevo escenario, que a diferencia de lo que establecen muchos embauca­dores intelectuales, no vino dado por la llamada «crisis de la energía», sino por la revolución de la microelectrónica, la telemática y la informática. Esta revolución supuso un shock de oferta, que multiplicó las capacidades de generación, procesa­miento y gestión de información, y que quebrantó irremisiblemente el entramado económico y social vigente hasta ese momento.

         En los años del «milagro económico» europeo y japonés el consumo era el motor del crecimiento; aquel estaba garantizado por la certidumbre de los horizontes vitales de los ciudadanos, y por una serie de acuerdos sociales apuntalados por la negocia­ción colectiva y el consenso entre los llamados agentes sociales (sindicatos y empresarios, fundamentalmente en las grandes empresas). La revolución tecnológica minó las bases de aquella sociedad de consumo, y el escenario comenzó la senda de la desregulación y la incertidumbre. Ello socavó la confianza del consumidor y disparó los canales de inversión especulativa del ahorro, que no iba a parar a la inversión, sino a su simple capitalización financiera. Éste fue también el crisol de las diferentes variantes de ingeniería financiera puestas en marcha durante los años ochenta.

         Así pues, la llamada «revolución tecnológica», junto con la globalización del escenario económico, socavó el optimismo y la seguridad de los ciudadanos, dio un duro golpe a la sociedad de consumo, creó paro estructural (sobre todo entre los jóvenes), desreguló y precarizó el mundo del trabajo y, a la postre, generó mecanismos de productividad aparente con resultados favorables para los beneficios a corto plazo, pero con consecuencias devastadoras para los beneficios a largo plazo, visto desde una óptica agregada (del marco económico global).

         El modelo económico vigente en las postrimerías del siglo XX poco tiene que ver con el de principios de los setenta, y esta transformación económica estructural tiene su corolario en el cambio de las conciencias. Lo que en los años sesenta parecían progresos sociales consolidados pasaron a ser percibidos con escepticismo: nuevas corrientes privatistas dominan el panorama político e intelectual. La seguridad, el optimismo y la certidum­bre pasan a ser lejanos recuerdos. El cinismo y las visiones egoístas y particularistas se imponen a la solidaridad y a la acción coordinada. La visión a corto plazo ha desbancado la preocupación por el mundo que heredarán nuestros hijos.

         Pero la certidumbre de estos cambios no retira de su posición de honor a la teoría cíclica keynesiana, que aboca a la economía a un fatalismo ciego de vaivenes coyunturales. Este fatalismo cíclico, junto con el tecnológico y el tecnocrático, son algunos de los puntales intelectuales que legitiman y tratan de apuntalar políticamente las regresiones sociales puestas en marcha durante los últimos lustros. La convicción de que la estabilidad y el equilibrio son objetivos vanos es tan irracional como el anterior convencimiento del equilibrio con pleno empleo, que Keynes tan eficazmente pretendió destruir. Tal convicción es la máscara intelectual que oculta el fraude, la irresponsabilidad y la insolvencia del Estado. Nosotros estamos convencidos de que el crecimiento a toda costa no resuelve los desequilibrios sino que los agrava y los acentúa.

         El crecimiento con paro estructural (como es el caso en estos momentos) crea más productividad aparente (a través del uso intensivo del cambio tecnológico), lo que a su vez crea más incertidumbre, más paro y más recesión: los procesos cíclicos son cada vez más numerosos y más acentuados (su periodicidad aumenta). Ello, a la larga, afecta a los beneficios, lo que acentúa la transformación tecnológica (ahorradora de trabajo y maximizado­ra de producto), la productividad aparente, el paro tecnológico, la crisis de subconsumo, etc... y vuelta a empezar. Se produce un bucle de retroalimentación positiva que puede tener repercusiones catastróficas. En el plano político ello empieza a dar sus primeros (y siniestros) frutos: xenofobia, retorno a actitudes excluyentes, fascistas y antidemocráticas, egoísmo, irracionalidad, violencia gratuita, insolidaridad...

         Es necesario acabar con esta rueda de la desesperación, y la única vía, al contrario de lo que se postula en los conciliá­bulos oficiales, viene dada por la moderación del crecimiento, a un ritmo firme pero equilibrado: si los procesos cíclicos los descomponemos en su crecimiento tendencial, podremos observar que podemos obtener este mismo crecimiento, a tasas moderadas pero constantes, sin perturbaciones catastróficas o sin euforias pasajeras. Y este crecimiento puede tener un mayor componente cualitativo: es posible un crecimiento absoluto conducido por un nuevo paradigma de calidad de vida, que se puede desagregar en una reducción del valor añadido de los bienes tangibles y un incremento del de los bienes intangibles, con un saldo neto positivo en materia de crecimiento.

         Así pues, este nuevo paradigma se opone al actual escenario de bienestar hedonístico, inmediato y a corto plazo, con altos costes económicos, sociales, psicológicos y ecológicos. El crecimiento explosivo es la madre de todos los mecanismos cíclicos; el crecimiento moderado, equilibrado, sostenible y decantado a la calidad de vida ha de ser su alternativa.

         Instrumentalmente proponemos impulsar políticas de oferta que pongan en marcha los recursos productivos actualmente ociosos, que generalicen entre los sectores laboral-intensivos un nuevo tipo de tecnologías intermedias, y que moderen el crecimiento desmedido de las rentas especulativas y los benefi­cios provenientes de la implantación de la tecnología. Considera­mos que el capital ha de ser gravado de tal modo que se respete el principio de neutralidad (recordemos que el capital laboral-intensivo es castigado con altos costes indirectos —contribucio­nes sociales— en relación al capital intensivo en tecnología). También proponemos replantear las actuales relaciones corporati­vas entre los agentes sociales, de tal modo que se acabe con la marginalización y la segregación de amplios sectores sociales no cubiertos por el Welfare Compromise entre las principales organizaciones económicas reconocidas oficialmente.

         Consideramos que a estos efectos serían positivas las siguientes políticas instrumenta­les: 1) la instauración de una política de trabajo social a precario para los sectores desocupa­dos contra su voluntad; 2) el establecimiento de unas medidas de reparto de capital como bien social; 3) la implantación de un nuevo modelo de tecnologías intermedias apto para los sectores de baja cualificación profesional; 4) medidas de reasignación de recursos mediante una política fiscal que castigue la producción y el consumo irracionales; 5) una política activa de oferta que penalice actividades monopolistas y estimule actividades intangibles con alto valor añadido; 6) un gravamen del capital altamente tecnológico más acorde con la realidad económica; y 7) una exacción desincentivadora de los mecanismos especulativos y de dinero caliente, que beneficie al capital productivo en perjuicio de la ingeniería financiera. Estas medidas pueden hacer mucho para encauzar el actual modelo económico hacia un creci­miento más equilibrado, moderado y sostenible.

2.3. De la concentración a la descentralización

         Desde finales del siglo XIX es referencia obligada de una buena parte de los economistas «críticos» hablar de los procesos de concentración empresarial y de competencia imperfecta: de la instauración de un capitalismo monopolístico (P. Baran y P. Sweezy), del capital financiero (R. Hilferding), de la competen­cia imperfecta (J. Robinson y E. Chamberlin), del capitalismo imperialista (Lenin)... El paradigma de la concentración, el centralismo y la especialización, el capitalismo de Estado, así como el productivismo y el estatalismo (a la manera del Gosplan soviético) han pasado a formar, sin embargo, parte del pasado remoto. Y ello es así no porque el objetivo de la maximización de los resultados haya pasado a ser una cuestión secundaria, sino porque se han encontrado nuevas vías de optimización de los medios y de los recursos disponibles.

         Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que el nuevo paradigma de la descentralización (que ha acompañado al de la tecnificación creciente de la economía) ya está en marcha. El productivismo grosero provoca graves secuelas en el medio: rigidez, derroche de recursos, contaminación ambiental, simplificación y estandari­zación de las tareas, destrucción de la pequeña y mediana empresa (a través de los efectos de las economías de escala), concentra­ción y polarización espacial, creación de monopolios, etc. Los nuevos procesos técnicos, los avances de la telemática y la gestión de la información, la automatización, etc., han generado nuevas posibilidades para la gestión coordinada, los acuerdos interempresariales, la actividad de la pequeña y la mediana empresa, la significación del trabajo y... también para la subcontratación de las empresas, en un nuevo esquema de fábrica difusa, con amplio uso de la economía sumergida e informal.

         La globalización ha emergido como el nuevo gran mito (como un fenómeno irreversible y legitimador de una determinada concepción política), como el Moloch ante el que se sacrifica todo tipo de derechos y prerrogativas sociales. La gran empresa sigue siendo hegemónica, y alrededor de ella se está creando un entramado subsidiario, que crea tejido empresarial, pero que al mismo tiempo dualiza las relaciones laborales entre unos sectores periféricos y otros centrales. Frente a ello, la pequeña y mediana empresa busca nuevas ventajas comparativas, nuevas vías de integración que generen sinergias positivas, que le permita sobrevivir frente a la presión de los grandes monopolios y de la competencia de los Nuevos Países Industrializados (NPI). La empresa reticular (entre las pequeñas y medianas empresas: PYME) es la alternativa al gigantismo. Las diferentes estrategias de industrializa­ción difusa implementadas por el Estado tratan de salvar (nos atrevemos a decir que infructuosamente) los fenómenos de economías de escala y de aglomeración.

         La PYME, a través de su coordinación y coalescencia (manteniendo la autonomía y personalidad de cada empresa) trata de generar masas críticas que le posibilite acceder a economías de escala, que le permita sobrevivir y perpetuarse. Frente a ello, emergen nuevas amenazas: dumping social, deslocalización empresarial y cartelización ilegal. Ante este nuevo panorama internacional, cada día más competitivo, no caben medidas restrictivas, sino incentivadoras: no cabe castigar a las economías emergentes del llamado Tercer Mundo, sino que se han de incentivar las políticas diferenciadoras en el propio país (sin merma de la vigilancia de los derechos del trabajador en los NPIs).

         El Estado poco puede hacer a este respecto; si acaso, se puede reservar algunas medidas —de acuerdo con organismos internacionales— encaminadas a luchar contra la explotación ilegítima del trabajo en los países del llamado Tercer Mundo, contra la competencia fiscal y contra la deslocalización abusiva. Puede crear suelo industrial, fomentar la formación, el reciclaje y la cualificación del capital humano, e implantar políticas de industrialización difusa siempre que éstas generen resultados positivos tangibles. También puede efectuar estudios de planifi­cación territorial para evitar desequilibrios locales. En último término, éste es un proceso en marcha, y tal vez no reversible.

2.4. De la dimensión nuclear a la dimensión reticular

         En el mundo de hoy se produce una curiosa paradoja: por un lado se ensanchan los horizontes (fruto de la globalización) y por otro lado se acortan las distancias (fruto de los avances en la tecnología de los medios de transporte y de comunicación). El tiempo y el espacio son dos dimensiones devaluadas a raíz del culto acrítico a la tecnología, lo que comporta derroche y contaminación medioambiental.

         El ciudadano de las «felices» sociedades opulentas ya no tiene límites a sus caprichos, a su codicia o, incluso, a sus extravagancias: compra fruta fuera de temporada que es transpor­tada desde el otro extremo del planeta; si vive en Europa, en invierno toma el sol en el Caribe, y en verano esquía en la Patagonia; sacrifica lo poco que le queda de privacidad por el dudoso placer de estar «enganchado» a un teléfono móvil...

         En la época preindustrial la ciudad era el núcleo rector del entorno circundante, el centro comercial por excelencia, el centro administrativo y el foco del pensamiento y de la creativi­dad; el resto era un páramo en el que la brutalidad y la rapiña campaban por doquier. En la época «postindustrial», en la que, según los sociólogos, nos encontraríamos, la ciudad pierde protagonismo, tanto en el ámbito productivo, como recreativo, como residencial, en beneficio de la inmediata periferia. Los parques tecnológicos, las universidades, las zonas residenciales, los complejos comerciales, las zonas de esparcimiento, se trasladan al entorno periurbano. El centro se convierte en un reducto de artistas trasnochados, de inmigrantes indocumentados o de ancianos desvalidos.

         La estructura nodal adquiere un carácter reticular: grandes redes (telemáticas o viales), centros direccionales, corredores, zonas emergentes, polarizan la atención de los planificado­res, políticos y economistas. El mundo se hace más extenso, las distancias se agrandan y, al mismo tiempo, los vehículos y los medios de transporte son más eficientes y rápidos: los tiempos se acortan. Grandes distancias, altas velocidades y amplia descentralización es una ecuación insoluble, pues conlleva saturación, derroche, polución y caos.

         El culto a la masificación, a la magnificencia, la exalta­ción de un falso concepto de libertad (de movimiento), y la sesgada interpretación de las economías de escala y de la descentralización territorial, así como del poder de la tecnolo­gía, han propiciado, durante la segunda mitad del siglo XX, una eclosión de necesidades sociales insatisfechas y, a la vista de los hechos, irresolubles, que en nada satisfacen las aspiraciones más propiamente sostenibles: la suficiencia, la simplicidad, la calidad de vida. Los desplazamientos a largas distancias, la constante movilidad, el stress, los embotellamientos de tráfico, la agresividad latente, los riesgos —asumidos— cotidianos, minan la paciencia de hasta el más pacífico de los individuos; asimismo, roban horas preciosas de relajación, de esparcimiento o de sueño.

         Si es cierto que todo cambio del modo de vida entraña un cambio concomitante del modelo social, productivo, y de la superestructura ideológica, consiguientemente los fenómenos relacionados con la urbanización, la dispersión territorial y la masificación de la producción y de los servicios, que han caracterizado a esta segunda mitad del siglo XX, y sus respecti­vas externalidades sociales y medioambientales, únicamente podrán ser neutralizados a partir de un cambio de los estilos de vida, que a su vez comporte un cambio en la orientación de las pautas de consumo, y de las estructuras productivas.

3. Sujeto y objeto económicos

         En este capítulo nos aproximaremos al sujeto económico (el ciudadano) desde una óptica individual, y al objeto económico (la satisfacción de necesidades a partir de unas posibilidades reales) desde una óptica sostenible. Ello es casi como hacer una radiografía de la estructuración social, que, como hemos adelantado, puede descomponerse entre unos sectores económicamen­te activos y otros sectores económicamente dependientes. En este epígrafe nos aproximaremos también a una preocupación que inspira todo este libro: cómo partir de una igualación de oportunidades para aproximar los horizontes vitales de los individuos desde el momento mismo de su nacimiento.

3.1. Del darwinismo social a la igualdad de derechos y oportunidades

         Hasta el momento, en estas conclusiones, nos hemos ocupado de dos de las tres grandes disfunciones del sistema de libre mercado no regulado: la expoliación de recursos no renovables y las inestabilidades cíclicas. En este punto nos centraremos en efectuar propuestas destinadas a equiparar las condiciones de partida de los individuos, es decir, a conseguir una igualdad de oportunidades efectiva.

         El paradigma doctrinario actual parte de la base de que el individuo trata de obtener su felicidad y la maximización de sus resultados a partir de una justificación y una promoción por el mérito. Ello es en sí mismo subscribible cuando se parte de una situación de igualdad de oportunidades; pero cuando no es así se cae fácilmente en actitudes de darwinismo social, del tipo «prosperan los más aptos», «las cualidades positivas se heredan», «los pobres lo son por demérito propio», etc. En el transfondo doctrinal de tales posturas supura el convenci­miento de que los pobres lo son porque lo tienen merecido, o porque no hacen méritos para salir de la pobreza, pero no existe un planteamiento paralelo que cuestione si en todos los casos los ricos lo son por méritos propios o por la existencia de una serie de bucles de retroalimentación de la riqueza —a menudo no ganada— que permite que el dinero se multiplique, y que los obstáculos al desarrollo personal se superen sin especiales esfuerzos.

         La situación actual es la siguiente: 1) los orígenes (las condiciones de partida) determinan el ciclo vital, generando horizontes vitales diferenciados (que, en casos de necesidad, generan paro, pobreza y marginación) y dualización económica y social (sectores periféricos y centrales); 2) en cambio, ciertas clases opulentas, ociosas e improductivas (rentistas), desvían sus recursos a la especulación, que multiplica sus capitales sin producir beneficios aparentes para la situación de las clases subordinadas; 3) ello provoca un tácito secuestro de capitales, que no se invierten en actividades productivas, y que hacen que el capital productivo sea caro y esté mal repartido; 4) a ello hay que añadir que estos capitales, en buena parte, son objeto de fraude, abuso y ocultación fiscal (con su contrapartida en la economía productiva: la sumersión); y 5) además, el Estado de ascendente gregario poco hace para acabar con esta situación injusta y desigual, pues lejos de ejercer sus prerrogativas constitucionales en beneficio de los colectivos sociales más desfavorecidos, rompe el principio de neutralidad fiscal mediante políticas de bonificaciones y subsidios (beneficios fiscales) estériles y erróneas, que a la postre acaban beneficiando nuevamente a las rentas improducti­vas.

         En la figura 5 hemos representado una alternativa de actuación y reforma sobre el sistema fiscal, que pretende corregir tales disfunciones mediante una efectiva coordinación fiscal, la eliminación de bonificaciones indiscriminadas, la persecución del fraude, la exacción de las deseconomías ecológi­cas y de salud pública, la penalización de los patrimonios improductivos y de los bienes suntuarios, y los gravámenes sobre las transmisiones de patrimonio (especialmente las lucrativas). Como estos puntos ya los hemos explicado en la segunda sección, pasaremos a comentar los principales objetivos instrumentales que proponen tales medidas: 1) desarrollar el principio básico del impuesto negativo sobre la renta, con carácter progresivo (no lineal); 2) desincentivar los grandes patrimonios y la acumula­ción ilegítima de rentas improductivas y no ganadas; 3) la distribución de capital productivo mediante la creación de la figura del «capital como bien social», tal como lo definimos en la primera sección; 4) la emersión no punitiva de la economía sumergida; y 5) la racionaliza­ción de la actuación pública en política fiscal.

         Estos objetivos habrían de ir acompañados de ciertas políticas colaterales, tales como el gravamen razonable y justo de las herencias, sucesiones y donaciones (transmisiones lucrativas de patrimonio), evitando las brechas impositivas mediante una mayor coordinación de estos impuestos con los impuestos directos; tal tenor debería tener asimismo la actuali­zación de catastros, balances y tablas de amortización, la promoción de la competencia en el sector financiero, la elimina­ción de bonificaciones fiscales injustificadas y la progresiva desgravación de las rentas productivas, a cambio de una mayor presión sobre los patrimonions improductivos (tal como, de una forma aún imperfecta, expresaba Henry George al pretender gravar los predios y las rentas de la tierra en favor de los beneficios y los salarios de la industria). Ha de ser expropiado cualquier tipo de rentas no ganadas (tal como las entiende Maurice Allais), es decir, las que no son fruto de un esfuerzo o de un trabajo comprobado, sino de ventajas locacionales (especulación inmobi­liaria), expectación especulativa (más allá de límites razona­bles), información privilegiada, recalificaciones urbanísticas, o cualquier otro tipo de manejos improductivos de los bienes raíces y del dinero.

         Estas medidas permitirían acompasar la democracia política formal con una democracia económica real, así como una simplifi­cación del sistema fiscal, una optimización de las estructuras productivas (liberándolas de excrecencias rentistas), e impulsar una mejor gestión y reparto de la riqueza en beneficio de los más necesitados (como veremos, no sin condiciones para los beneficia­rios).

3.2. De la renta como atributo de clase a la universa­lidad

         Actualmente, entre la población que tiene la fortuna de disponer de rentas propias (por estar ocupada o por poseer patrimonios heredados) la renta es un atributo de clase: en función de dónde se nazca, el horizonte vital y las posibilidades objetivas de promoción social serán unas u otras. A esta constatación (que explicábamos en el punto inmediatamente anterior) le hemos de añadir la de la desocupación o derroche de factores productivos (capital y trabajo), la del extrañamiento y subordinación de la población no activa (especialmente la mujer que realiza labores domésticas) y la fragilidad de la conciencia de ciudadanía, de universalidad (lo que el cristianismo denomina «hermandad»).

         En el plano económico la sociedad se divide entre los poseedores y los no poseedores de renta, y por tanto entre los estamentos sociales centrales y los subordinados. En este escenario (económico) se observa una serie de disfunciones que coartan y limitan la libertad de las partes: institucionalización de los poderes gregarios (agentes sociales) con independen­cia de sus bases sociales naturales, paro estructural de origen tecnológico, y rigideces normativas que perturban la asignación óptima de recursos productivos. A consecuencia de todo ello se ha enquistado una situación de tácita desigualdad y dualización, con capas importantes de población ociosas (contra su voluntad) o improductivas, y con dolorosas consecuencias sociales (a este respecto, consúltese la segunda sección).

         En la figura 6 hemos representado, en la parte superior, la actual desigualdad factorial de las rentas, y en la parte inferior las diferentes políticas redistributivas y compensadoras de rentas que nosotros proponemos en orden a mitigar las actuales disfunciones por lo que se refiere al reparto de oportunidades vitales. También hemos representado los flujos positivos y negativos entre los diferentes estratos sociales en función de su nivel de renta. Y asimismo hemos desglosado las diferentes partidas en cuatro categorías: las prestaciones en metálico actuales, las prestaciones en especie actuales, las que forman parte de la categoría «renta individualizada universal» y las compensaciones (transitorias) para las rentas más bajas. En el cuadro 1 hemos descrito sus principales características funciona­les (contributivas o no contributivas, en metálico o en especie, complementarias o no complementarias, condicionadas o no condicionadas, universales o no universales, apropiables o no apropiables).

         Por lo que se refiere a este cuadro, hemos de hacer varias puntualizaciones: 1) muchas de estas prestaciones son añadidas, no suplementarias de las prestaciones actuales; 2) su objetivo es generar un proceso paulatino de nivelación de las oportunida­des vitales, no tanto de las rentas factoriales; 3) las presta­ciones complementarias (generalmente de compensación de rentas bajas) tienen carácter no universal (están reducidas a ciertos estratos sociales) y transitorio (están ligadas a las situaciones inmediatas de necesidad, sin garantizar derechos adquiridos); 4) la renta individualizada universal (explicada con detalle en la segunda sección) tiene una proyección global, pero en su vertiente más significativa está destinada a los sectores sin rentas propias; 5) las prestaciones en especie tienen carácter no apropiable (el uso por una persona no excluye el del resto de la gente, excepto cuando se producen saturaciones o aglomeracio­nes), con la tácita exclusión de la vivienda social, que al igual que las ayudas complementarias tiene carácter no universal (nosotros considera­mos, como hemos expresado repetidamente, que el derecho a la vivienda y al trabajo —así como la posesión de un espacio para realizar una actividad productiva— son básicos e inexcusables, y que por lo tanto ambos han de ser especialmente protegidos por el Estado; de ahí su carácter complementario y no universal, como compensación a sectores sociales con escasos recursos); y 6) varias de estas prestaciones exigen contrapresta­ción por parte del beneficiario (tienen carácter condicionado).

         Una última matización la efectuamos en la figura 7. Nosotros consideramos la renta individualizada universal (RIU) como un dividendo social (no rígido) que variará en función de la coyuntura existente. Si otorgamos un papel importante al trabajo social retribuido a precario (TSR) como respuesta al paro involuntario, ha de existir un mecanismo que regule el flujo de estos recursos en relación a los que van a parar a la RIU. Ello lo representamos en la figura 7, en forma de «caldera de agua»: si las tasas de paro expuestas al trabajo social a precario (TSR) llegan a un cierto límite (expresado por un «nivel crítico»), ello indica que el sistema económico está descompensado y en crisis, por lo cual el dividendo social (RIU) se contrae y el trabajo social a precario (TSR) ha de incrementarse detrayendo fondos de la RIU, por lo que se produce un transvase de renta del primero al segundo.

         El nivel crítico de desempleo actúa en forma de termostato, lo que tiene las siguientes consecuencias: disminuyen los impuestos (de forma automática e inducida por el Estado) de las rentas activas y disminuye el dividendo social (RIU), lo que a su vez desestimula el parasitismo e induce a la búsqueda de empleo. (Recuérdese que el trabajo social a precario requiere contraprestación en forma de trabajo social, mientras que el dividendo social en general no la supone; como el dividendo social se añade al presupuesto familiar, si aumenta el paro y aquel disminuye se reduce el alto efecto sustitución del trabajo en relación a la RIU.)

         Este esquema vincula el sistema de protección social a las posibilidades reales (coyunturales) del sistema económico. El mecanismo autorregulador que pone en marcha el nivel crítico de paro impide que la caldera económica se pare o se acelere: impide que se pare inyectando renta automáticamente (mediante la disminución de los impuestos y la desincentivación del parasitis­mo) en los momentos de alto desempleo; impide que se acelere porque detrae renta de los sectores activos (que va a parar a sectores pasivos) cuando el sistema se sobrecalienta.

         Nosotros pensamos que este mecanismo colabora en el objetivo del pleno empleo, a modo de estabilizador automático anticíclico. Para ello hemos de asumir el carácter de dividendo social de la RIU, y el carácter «a precario» del trabajo social retribuido (TSR), que absorberá en parte las rentas retraídas de la RIU cuando el nivel de paro sea crítico (recordemos que el resto irá a parar a las rentas activas por la disminución de sus impues­tos).

         Así pues, este esquema contempla tres objetivos instrumenta­les básicos: 1) el trabajo social retribuido y a precario para los ciudadanos no ocupados contra su voluntad; 2) una nueva política individualizada y universal de rentas, con carácter de dividendo social, para los individuos sin medios propios de vida (en ocasiones con carácter condicionado); y 3), colateralmente, una progresiva liberalización de los mercados para falicitar una óptima autorregulación del sistema económico. Esta liberaliza­ción, al contrario de lo que sucede hoy día, no tendría por qué suponer una amenaza para los sectores más desfavorecidos, puesto que iría acompañada de medidas de promoción, integración y equidad social, así como de una serie de medidas de apoyo y mejora del capital humano (políticas de formación, políticas de oferta, trabajo de utilidad social, etc.). La solidaridad y universalidad de este modelo podría reforzarse a través de la imposición generalizada —testimonial para los más pobres— extendida a toda la población. Por supuesto, esta propuesta se implantaría progresivamente, en función de las posibilidades reales y de los medios disponibles, así como de su aceptación por la población. Su implementación iría necesariamente acompañada de una política fiscal tal como la reseñada en el punto anterior.

4. Los pilares ocultos del capitalismo

         Detrás de toda apropiación de renta, de riqueza o de ventajas económicas y sociales, se esconden variadas situaciones de monopolio de poder. Éstas pueden estar legitimadas en orden a la tradición, la costumbre, la posesión de factores productivos o, pura y simplemente, por la fuerza bruta. Es así como los monopolios instituidos por el Estado para favorecer sus cliente­las, el reparto de privilegios y prebendas, la institucionaliza­ción de la soberanía —en el orden económico— del pater familias, la confiscación y apropiación de recursos naturales comunales o libres, la institución de los gremios y las corporaciones de toda laya, la estructuración corporativa de la sociedad (reflejada en las Cortes tradicionales), la segregación, exclusión y explota­ción de ciertas categorías sociales (intocables en la India, ilotas en Esparta, esclavos en el mundo antiguo en general, «pecheros» en la España preindustrial, indígenas en los países que son objeto de explotación imperialista), y otra larga serie de fenómenos sociales, han persistido durante toda la historia de la Humanidad.

         En estos tiempos de «pensamiento políticamente correcto» se tiende a considerar que tales ejemplos de explotación humana son sólo un recuerdo del pasado. De hecho, fuera de los ámbitos marxistas y radicales es difícil encontrar —en estos momentos— alguna mención de este tipo de privilegios precapitalistas. Y, si existen, se reconocen como residuos del pasado, no como instituciones plenamente asentadas y vigentes.

         En este capítulo trataremos de demostrar que, bien al contrario, perviven con renovado impulso dos tipos de monopolio de poder que en parte son una continuación del pasado y en parte tienen una fisonomía nueva: el gregarismo, que, con la sanción institucional, usurpa determinadas funciones de la sociedad civil autónoma; y el patriarcalismo, que perpetúa, en el orden económi­co, una trasnochada tradición de familia nuclear, en determinados aspectos ajena a las necesidades y problemas individuales. Ambas pervivencias del pasado son factores que socavan tanto el principio de eficiencia como el de solidaridad económica y social. Si bien es maximalista -en lo que tiene de vertebradora de la sociedad— pretender la sustitución de la familia nuclear como tal figura económica, no lo es tanto su reforma.

4.1. Del patriarcalismo a la individualización

         El patriarcalismo (considerado por nosotros como el primer gran pilar oculto del capitalismo) se fundamenta, en lo económi­co, en la estructura social «uno más cero»: es decir, el pater familias es el depositario de la personalidad jurídica de la familia, al ser la principal fuente de rentas; la familia depende —de facto, si bien no de iure— de la buena voluntad o de los recursos del patriarca por lo que se refiere a su bienestar. E independientemente de la calidad moral de los padres o tutores, la familia —sea cual sea su tamaño y sus necesidades objetivas— se sostiene, por lo general, gracias a una sola fuente de rentas (caja común), que ha de proveer los recursos que han de atender las necesidades y contingencias que se producen en el núcleo familiar.

         Así pues, en función de cuál sea el nivel de renta y riqueza que administra el cabeza de familia, se producen bucles de retroalimentación de la riqueza y de la pobreza (pues la riqueza engendra riqueza, y la pobreza perpetúa la pobreza). Si no se atienden a las necesidades individuales, las nuevas generaciones están condenadas a repetir los errores o sufrir las dificultades de sus progenitores. En definitiva, el patriarcalismo tiene los siguientes costes: 1) anula los derechos inalienables de la población pasiva por naturaleza y derecho; 2) discrimina a la mujer (trabajadora y no trabajadora); 3) aporta rentas individua­les para necesidades colectivas (familiares); 4) otorga una atención insatisfactoria para necesidades específicas (infancia desasistida, ciertas discapacidades, ancianos con necesidades especia­les...); y 5) permite situaciones de abuso o irresponsabi­lidad de los padres o tutores sobre los hijos.

         Nosotros no abogamos por la eliminación social del papel, en lo económico, de la familia, sino por su redefinición legal frente al Estado. Nos oponemos a la concepción patriarcal de la familia, a la insersión subordinada del individuo en una institución despótica, anacróni­ca e irracional, a la legitimación de las situaciones de abuso y dominio de unas personas sobre otras, a la contractuali­zación y patrimonialización de relaciones afectivas, a las condiciones objetivas que alimentan y multipli­can la desigualdad y el extrañamiento entre las personas.

         La familia ha de continuar desempeñando un importante papel social. Pero la responsabilidad ha de ser individual (no se puede diluir en un colectivo). El individuo ha de ser tanto productor como perceptor de rentas y responsabilidades. La renta individua­lizada universal es garantía de que aquel pueda disponer de un mínimo de posibilidades vitales. Pero en todo caso su percepción es individual; su administración sería, en su caso, delegada a los responsables o tutores si el beneficiario no fuese mayor de edad o no estuviera en uso de razón, siempre bajo un estricto control del correcto uso de tales recursos. (Su gestión delegada implicaría su agregación a la renta de los progenitores, en su caso efectuando cálculos de promediación, para ser integrados en su base imponible a efectos de la liquidación del impuesto sobre la renta; en caso de ausencia de rentas familiares o de exención tácita de imposición, tales recursos serían gravados a un tipo testimonial.)

         Estas medidas permitirían consolidar la responsabilidad individual, facilitar las condiciones de partida más iguales para todos, e integrar socialmente a colectivos hoy día marginados y postrados (como las «amas de casa», ancianos sin prestaciones contributivas, discapacitados y menores de edad). Supondrían un cambio importante en la consideración social del individuo no perceptor de rentas productivas. A nivel administrativo, la individualización puede otorgar carta de ciudadanía al hoy «súbdito» del Estado. A estos efectos, sería necesario diseñar una Carta de Derechos del Ciudadano que expusiera detalladamente sus derechos y obligaciones más allá de las declaraciones de intenciones programáticas de la Constitución del Estado.

4.2. Del gregarismo a la sociedad civil

         El segundo gran pilar oculto del capitalismo es el gregaris­mo, trasunto de la concepción clasista y estamental heredada del pasado. Se fundamenta en la posesión, el manejo o el control de los medios de poder o de coerción, y se instrumenta en forma de grupos de presión (a nivel microsocial, o familiar, se confunde con el monopolio patriarcalista del poder y de la renta). Su institucionalización degenera en clientelismo y caciquismo, y en ocasiones en políticas conspirativas y extorsionadoras (grupos de presión, o lobbies), por parte de los sectores fuertes (con monopolio de parcelas de poder); o bien en una cultura subordina­da y servil (entre los más desfavorecidos). Esta estructuración social explica que la actual democracia formal poco tenga de democracia real.

         A nivel político, el dominio social se vehicula de la siguiente manera: 1) hegemonía de los poderes fácticos; 2) mercadeo del voto (compra y venta de «voto cautivo», así como de favores políticos); 3) caciquismo y clientelismo bajo la sombra del poder; 4) parasitismo y corrupción desde intereses económicos poderosos; 5) subordinación política y social de los sectores dependientes. Frente a ello, cabe apelar a un mayor protagonismo de la sociedad civil autónoma (87), sin la tutela de «papá Estado», que en el modelo actual da legitimidad a un largo reguero de prebendas y privilegios en muchas ocasiones indefendi­bles (o hace permanentes relaciones o acuerdos que en puridad habrían de ser transitorios).

         La autonomía de la sociedad civil se debe garantizar integrando las reglas del juego limpio (normas de derecho privado) en la esfera política, económica y social que no tenga carácter indivisible: 1) fin de la cultura del subsidio y de los monopolios de hecho; 2) instauración del «contrato político» por el cual los partidos políticos se comprometen a respetar sus promesas programáticas; 3) fin de la política de «taller cerrado» sindical, por la cual se sacrifica empleo o calidad del empleo (por ejemplo, de los jóvenes) para preservar privilegios de los trabajadores de mayor antigüedad o rango en la empresa; 4) control y eliminación de los favores y comisiones en las concesiones administrativas, comerciales, contratas de obras y servicios, etc.

         En definitiva, han de separarse las esferas del poder y de la asignación-reasignación de la renta y de la riqueza, y se han de crear mecanismos de defensa de los derechos y libertades del ciudadano frente a las arbitrariedades del Estado o de los agentes gregarios constituidos; mecanismos que han de verse refleja­dos en una Carta de Derechos del Ciudadano. Se ha de despertar la conciencia de ciudadanía (sin brillantes operaciones de imagen y de lustre impulsadas artificialmente desde el poder) a través de la articulación espontánea del entramado asociativo civil. Ello fortalecería la cultura social y supondría un cambio radical de la función pública, que dejaría de entrometerse en el área de protagonismo de la sociedad civil autónoma.

4.3. De la estructuración clasista a la democracia social

         El gregarismo y el patriarcalismo participan de una misma estructuración clasista, sostenida y apoyada en parte por el protagonismo del Estado beneficiente. Es decir, el Estado, la empresa y la familia son las tres piezas básicas del tejido estructural de la economía y la sociedad actuales. En la práctica, ello se traduce en un conflicto permanente y generali­zado de intereses contrapuestos, en desigualdades e interferen­cias, en intervencionismo e injerencias del Estado, y en una disminución y subordinación del papel del individuo. Por ello, frente a la actual estructura, nosotros apelamos a una cultura de la democracia económica y de la responsabilidad individual.

         El sistema actual otorga una sanción jurídica a una larga serie de interrelaciones, en parte conflictivas y en parte pacíficas, de intereses gregarios y patriarcales de la sociedad. Por ello, la liberalización de las energías espontáneas y autónomas de la sociedad civil requiere el desmantelamiento progresivo del entramado normativo legitimador de tal estado de cosas, a fin de liberar al individuo del corsé del aparato gregario y patriarcal que lo constriñe. Libertad, responsabilidad e igualdad de oportunidades son las garantías principales de un nuevo estado de cosas más cercano a una auténtica democracia social y económica. La redefinición (social) del tejido estructu­ral y la paulatina introducción del capital como bien social pueden hacer mucho para que este objetivo sea algo más que una quimera.

4.4. Del trabajo servil al trabajo doméstico

         En la Introducción General de la presente obra destacamos el —hasta ahora tácito— olvido de la dimensión económica de la vida doméstica, que nosotros subsumimos en el ámbito de la economía real, como contrapunto a la noción tradicional de la economía oficial. Evidentemente el protagonismo máximo de la vida doméstica lo asume la que en términos coloquiales se llama «ama de casa», es decir, aquella sufrida persona —por lo general mujer— doctorada en economía, organización y dirección de empresas, salud pública, artes culinarias, psicología, pedago­gía... por la Universidad de la vida.

         ¿Cómo es posible reflexionar sobre aspectos tan vidriosos como el patriarcalismo, el gregarismo y la pervivencia del espíritu clasista, sin entrar a fondo en la parcela que engloba a una buena parte de la estructura social y económica, en concreto, aquella que se ocupa de las tareas domésticas? No es posible soslayar, en el ámbito de esta reflexión, una figura con un peso tan decisivo en el complejo entramado del «pláncton social», que sirve de base y fundamento a la economía oficialmen­te reconocida, y que es la célula básica de la estructuración social: el núcleo familiar.

         Nuestro interés se centra, no tanto en la naturaleza del hecho social en sí mismo, sino en la significación económica y laboral del «ama de casa» dentro del núcleo familiar. No olvidemos que aquella asume implícitamente la importante carga de las labores domésticas, sin contrapartidas que se correspondan con la naturaleza de las relaciones que rigen en su entorno.

         La vergonzante respuesta que institucionalmente, en el transcurso de la Historia, ha tenido esta figura social, en cuanto se refiere a sus derechos y oportunidades, ofrece claros paralelismos con aspectos —hoy ya remotos— de tiempos pasados, que, en mayor o menor grado, se asimilan a las épocas de explotación y servidumbre más atroz entre los seres humanos.

         Con la voluntad de centrarnos en la componente económica de esta reflexión, no entraremos en polémicas de carácter filosófi­co, moral, cultural, biológico o religioso. Ante todo, para nosotros, la figura del «ama de casa» es un ser humano que merece ser equiparado en derechos, deberes y oportunidades vitales al resto de la sociedad. Es por ello que planteamos la necesidad de desarrollar fórmulas que contemplen la aplicación del principio de universalidad en materia de rentas, en materia fiscal, en materia de oportunidades, en el marco de la célula base de la economía social, que es la familia. ¿Qué es la familia sino una pequeña empresa, por rígidas u obsoletas que, en determinados casos, sean sus relaciones internas?

         Independientemente del peso de los vínculos morales, solidarios y afectivos que lo presiden, el núcleo familiar debe tener un estatuto propio que impida la subordinación arbitraria o la servidumbre de cualquiera de sus miembros. El poder de dichos vínculos, en lo humano, no debe confundirse con ningún régimen de dependencia que vaya más allá de lo razonable. No pretendemos cuestionar esta institución social, ni aspiramos a cambiar el rumbo de la Historia en este aspecto. Sólo proponemos que el «ama de casa» pueda disponer, por derecho inalienable, propio (reconocido por la Ley), de una renta, en el ámbito de las relaciones internas de la familia nuclear, que le otorgue una cierta independencia económica dentro del núcleo familiar (ello sería extrapolable a posteriores derechos en materia de Seguridad Social, invalidez y jubilación, que se derivarían de tal retribución intrafamiliar). Soluciones de tal naturaleza harían innecesarias y espurias otra serie de fórmulas, como la viudedad, altamente arbitrarias y denigratorias para el beneficiario.

         Estamos convencidos de que el debido tratamiento de este tema disiparía en buena parte la polémica creciente (desarrollada en los países desarrolladas durante las últimas décadas) sobre la estructuración familiar, los derechos intrínsecos de los cónyuges (en las relaciones formales e informales), y los derechos y obligaciones de los miembros de las unidades fami­liares.

5. Los motores económicos

         Un cierto economicismo materialista «vulgar» reduce la concepción «riqueza» a su significación tangible: al depósito de bienes durables que hacen posible la producción, que se revalori­zan o de los que se puede extraer un valor. Se dice incluso que nuestras manos y, apurando mucho, nuestra capacitación y nuestra inteligencia son bienes de capital (humano). Pero, ¿y nuestra predisposición al trabajo, al estudio o al ahorro?, ¿y nuestra motivación?, ¿y nuestra ambición?, ¿y nuestra creatividad? Estos factores han sido integrados en una función de producción hipotética en la que se suponen incorporados en el elemento humano, en un grado que se considera «normal», o medio. En este capítulo trataremos de demostrar que tales factores son tan o más importantes que el stock de capital disponible: con un mismo capital, la productividad será diferente en función de la cultura del trabajo o de la motivación que impulse al trabajador.

         Lo mismo cabe decir sobre la llamada «cultura empresarial». La orientación estratégica de una empresa variará significativa­mente (a veces radicalmente) dependiendo de qué objetivos se prioricen: supervivencia en la actividad, productivismo o innovación. La visión que desvincula la operación de producir del entorno empresarial y del mercado al cual se destina la produc­ción es, en la práctica, tan irrazonable como la que asume el concepto «maldición bíblica del trabajo».

         Por último, cabe distinguir entre lo que se denomina «fermento empresarial», que nutre la llamada economía productiva, y el simple y puro espíritu de lucro, o la ambición de enriqueci­miento a corto plazo. La economía productiva nada tiene que ver con la economía de casino, con el riesgo y el azar que asume el jugador osado, con la expectación especulativa. La economía productiva hace uso de la prudencia, del cálculo racional, de la previsión a largo plazo, y de la gestión de cartera para los saldos líquidos, pero sin invertir los términos: no gana lo que se juega, sino que se juega lo que gana.

5.1. Del economicismo a la innovación

         Según la concepción económica tradicional (hoy algo devaluada) el fundamento del dinamismo empresarial lo da el llamado «espíritu de iniciativa». Pero, en la práctica, se percibe una serie de fallas que evidencian la crisis de tal concepto: 1) un constreñimiento (en los países más avanzados) del ahorro productivo; 2) una devaluación del espíritu empresarial (inversor); 3) la cultura a corto plazo del «todo vale», como forma de lucrarse; 4) la exacerbación de la especulación y de la «ingeniería financiera»; y 5) la práctica continuada —en los sectores poco expuestos a la competencia— de trasladar al cliente los costos de la ineficiencia, disfrazándolos de supuestas «excelencias diferenciadoras» (la llamada inflación de costes).

         Por lo que se refiere a la cultura empresarial, poco queda por inventar; si acaso, al tradicional espíritu de iniciativa y al deseo de superación, les hemos de añadir una mentalidad más humanística, más social y más global (que tenga en cuenta, en cualquier función de producción, no sólo factores internos a la empresa sino también los externos: ambientales, éticos, cívicos, etc.). Es cierto que no se puede pedir a la empresa más esfuerzos y más responsabilidades de los que pueda asumir (si no son de su incumbencia), pero sí cabe marcar los límites que no debe traspasar: la regulación de su actividad, por lo que afecta a terceros (efectos externos), ha de ser clara y taxativa.

         El Estado poco puede (ni debe) intervenir en el mundo de la empresa privada, pero puede colaborar con la pequeña y mediana empresa en el plano logístico, a fin de fomentar masas críticas (asociaciones temporales o permanentes de empresas con fines diversos, acuerdos interempresariales o universidad-empresa para la innovación, fomento del capital-riesgo, difusión de capital como bien social y de tecnologías intermedias, etc.), y por supuesto debe ejercer su papel natural, que es el de sentar las bases mínimas para el desarrollo de una actividad empresarial eficiente (normas, regulaciones, infraestructuras, formación de capital humano, salud, equipamientos, etc.)

         La existencia de un clima social favorable, positivo, puede hacer mucho para mejorar las expectativas de progreso y desarro­llo. Para ello, el espíritu empresarial ha de predominar sobre el mero lucro, de tal modo que el ahorro no se canalice (con efectos perversos) hacia su mera multiplicación capitalizadora, sin uso productivo aparente. El sistema financiero es un elemento clave de estabilidad económica del sistema, pero siempre que conserve su función tradicional de intermediación entre oferentes y demandantes de dinero, de canalización del crédito; si, en su lugar, se convierte en una caja negra donde el dinero se multiplica como por arte de magia, las perspectivas de sostenibi­lidad económica son sombrías.

         El fomento del espíritu inversor debe priorizar el empleo al incremento de las rentas de los sectores sociales centrales y privilegiados. Los trabajadores en mejor posición no deben ser un obstáculo para el pleno empleo. Unas exigencias poco razona­bles, en esta nueva coyuntura tecnológica, tienen unos costos en empleo indudables. El papel social del empresario se ha de desligar del del magnate o del cazafortunas —en la versión engominada de la década de los noventa— que no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Sus conocimien­tos técnicos especializados y su predisposición profesional tiene como único objetivo la producción de bienes y la satisfacción de necesida­des, no la producción de dinero. Ha de volverse al concepto tradicional de satisfacción del consumi­dor (principal objeto de la economía), y ha de abandonarse el de mera maximización del beneficio como elemento central (si no único) de la empresa. Si no se incorpora a la empresa una dimensión social, ésta no es un órgano del sistema, sino contra el sistema.

         Cabe buscar nuevas fórmulas (imaginativas) de socialización del papel de la empresa: por ejemplo, cabe reivindicar la idea de la empresa reticular (coordinación interempresarial), de cierto tipo de capitalismo popular (planes de ahorro popular), de un espíritu positivo de concordia o consenso social. En todo caso, deben desconflictivizarse y desdramatizarse las relaciones productivas, por medio de un cambio en el talante negociador de las partes que integran la empresa. La negociación colectiva se ha de hacer más autónoma, en función de la situación interna de cada empresa, y se ha de desmarcar de consignas o políticas dictadas desde centros externos al mundo de la producción.

         Otros acuerdos positivos, a este respecto, serían: 1) políticas activas de formación, reciclaje y cualificación profesional, como alternativas al paro de larga duración; 2) políticas sectoriales de apoyo (investigación, diseño, coordina­ción y creación de sinergias); 3) política de rentas preventiva (acuerdos sociales, acompañados de políticas de apoyo, como construcción de viviendas sociales, guarderías, centros de día y residencias de ancianos, etc.); 4) apoyo preferente a la pequeña y mediana empresa; 5) fomento del ahorro popular; y 6) difusión de rentas sociales (en el marco de la renta individuali­zada universal) a través de cupones semilíquidos, con bajo efecto sustitución, para satisfacer con preferencia las necesidades más perentorias de los ciudadanos más desfavorecidos y favorecer el tejido empresarial propio. En todo caso, todo ello ha de venir acompañado de un renovado clima social, que revalorice el esfuerzo y el ingenio y desincentive el lucro inmediato y a toda costa.

5.2. Del interés egoísta a la humanización

         El concepto homo economicus parte de una visión individua­lista, que considera al ser humano como a un ser egoísta, racional, calculador y bien informado (si bien es verdad que los economistas tradicionales reconocen la irrealidad de este concepto, no por ello han dejado de aplicarlo recurrentemente). Pero el ser humano que puede permitirse el lujo de disfrutar de la condición de «homo economicus» es bien difícil de encontrar. En su lugar, contempla­mos un ejército de individuos bien poco «maximizadores», y sí en cambio poco motivados por su trabajo, marginados (si no pobres) y desorientados ante el sistema económico (incapaces de distinguir la información del ruido ambiental).

         El espíritu del economicismo simplón mantiene una serie de disfunciones del sistema que no redundan en su beneficio, sino en su ruina: 1) estructuras tayloristas; 2) valores insolidarios y particularistas; y 3) retribución meramente monetaria, conductista, sin atención a los valores humanos del trabajador. Como alternativa, cabe potenciar un nuevo concepto de producción ligera humanística, que otorgue una mayor responsabilidad, significación e iniciativa al trabajador, así como revalorizar y legitimar el trabajo social voluntario (siempre que no suponga interferencias con el trabajo formal o reglado, y que no conlleve externalida­des negativas, ineficiencias, duplicidades o riesgos innecesarios). La satisfacción en el trabajo y la integración social y laboral son, pues, dos objetivos a incorporar en el mundo de la empresa.

         El balance social —no obstante su carácter «internalista» del ámbito empresarial, ajeno al contexto social y ecológico en el que se inserta— es, más que un documento, una práctica saludable para pulsar la buena marcha y la correcta motivación dentro de la empresa. El Estado debe intervenir en el sistema económico para atender a las necesidades de los excluidos (temporales o permanentes) y de los marginados, mediante políticas de compensa­ción de rentas bajas y de inserción social, eliminando aquellas subvenciones, bonificaciones o ayudas públicas a actividades sociales que puedan ser ejercidas eficientemente por el sector social autónomo (tercer sector, formado por las Organizaciones No Gubernamentales y las entidades privadas sin ánimo de lucro), siempre que éste conserve escrupu­losamente los rasgos de la sociedad civil autónoma (es decir, se autofinancie, y no encubra el intervencionis­mo del Estado).

         Un nuevo paradigma de bienestar podría ser el instituido por las siguientes políticas, tanto dentro como fuera del mundo de la empresa: 1) balance social empresarial (con una proyección abierta a la sociedad y al medio); 2) renta individualizada universal; 3) democracia social (instituida a través de la sociedad civil autónoma); y 4) libertad económica con las solas restricciones que impone la igualdad de derechos y oportunidades y la equidad social (vertical y horizontal). La discriminación positiva de rentas y la plena insersión de las víctimas de la sociedad dual en el mundo del trabajo (o, en su caso, del trabajo social a precario), no debe desmerecer la saludable autorregula­ción del sistema económico, a través de los mecanismos naturales de ajuste de precios, salarios y beneficios. Pero para ello, se ha de resituar y recuperar la moral económica, devolviendo un sello de credibi­lidad al papel del Estado, una significación a la labor del trabajador, y un crédito de confianza al protagonis­mo del empresario.

6. La dimensión social

         Hasta ahora hemos planteado la dimensión económica de la empresa; en este capítulo nos ocuparemos de su dimensión social. Durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial se ha desarrollado un juego político y social ciertamente peculiar: creador de consenso, por un lado, y dirimidor de conflictos por otro. El balance ha sido positivo, pues, en cierta medida, ha permitido preservar la paz social durante largas décadas, y, en cierto modo, ha desactivado la llamada «lucha de clases». Pero también esta dimensión «sostenible» del conflicto ha de ser renovada y corregida, pues —entre otras razones— se apoya en un marco conceptual viciado en origen (de carácter conflictivista), y porque la motivación que sostuvo el entramado conflictivista, en los países desarrollados, se fue diluyendo hasta dejar de existir, por la sencilla razón de que sociológicamente (no económicamente) las clases sociales se han desdibujado en estratos sociales, y de que la fuente de poder no es ya tanto la propiedad o el dinero, como el posicionamiento social del individuo en origen (que activa o desactiva el bucle de retroali­mentación de la riqueza o de la pobreza), así como la ventaja posicional que otorga el dominio de la información.

         La visión maniquea y conflictivista que opone unas clases a las otras puede sustentarse en supuestos o reales agravios económicos y sociales, pero cada día responde menos a la realidad mediática y social, que de facto ha producido una tácita integración y homogeneiza­ción de gustos, ideas y mentalidades. La alienación en el trabajo se ha extendido al consumo y a la vida cotidiana: ahora todos los seres humanos (consumidores) son hermanos ante el mercado.

         Los agentes sociales gregarios, en una estrategia de consolidación de sus estructuras orgánicas, han transformado la cultura del conflicto en cultura del consenso, pues todos ellos tienen sólidos intereses materiales y estratégicos que preservar. Por ejemplo, los sindicatos han hecho suyas porciones significa­tivas del pastel económico: subvenciones públicas, convenios con el sector público, promociones inmobiliarias, seguros, planes de pensiones, agencias de viajes, etc. En tanto que las organizacio­nes patronales aprovechan las rendijas del sistema para sacar tajada del Estado manirroto (bonificaciones, subvenciones o fraude legal), viéndose las empresas, a cambio, constreñidas por el lastre de las tareas administrativas que el Estado delega en ellas («paquete social» superpuesto sobre sus obligaciones regulares). En definitiva, ambas organizaciones se han convertido en apéndices útiles del Estado, con intereses íntimamente ligados a los de este último, de tal modo que —una vez más— el órgano ha pasado a ser un fin en sí mismo.

6.1. Del conflicto a la autorregulación

         La segunda mitad del siglo XX, en el plano laboral, ha sido, para los países desarrollados, un período —simultáneamente— de paz y de conflicto social. La paz ha estado garantizada por el pacto social keynesiano, por el modo de producción fordista (creador de consenso y reglamentación en la empresa, no exento de presión sindical) y por un cierto equilibrio de fuerzas reconocido e impulsado por el entramado normativo (derecho a la sindicación, ciertas facilidades a la acción sindical..., que posteriormente fueron socavadas por las reacciones de R. Reagan y M. Thatcher).

         Los aspectos negativos de este impulso social fueron tolerables mientras que el paradigma de la mecanización (estanda­rizada y poco flexible) estuvo funcionando, pero cuando la creciente tecnificación y los nuevos métodos de organización del trabajo introdujeron el paradigma de la automatización (produc­ción flexible y reprogramable) tal diseño empezó a hacer agua. En la actualidad cada vez son menos necesarias las legiones disciplinadas de obreros semiespecializados, que realizan funciones estandarizadas, monótonas y, en ocasiones, mezquinas (One Best Way taylorista), y en cambio se precisan trabajadores altamente cualificados y polivalentes.

         El trabajador de bata (o cuello blanco) ha empezado a predominar sobre el trabajador de mono (o cuello azul). Y con ello el papel del sindicalismo forzosamente ha de transformarse, pues su base social se comprime y las relaciones trabajador-empresa se hacen cada vez más directas y fluidas, más personales, sin intermediación de la negociación colectiva.

         La revolución tecnológica ha reducido el alcance de la negociación colectiva porque ha disminuido el sustrato económico y social afecto a las regulaciones y los acuerdos estandarizados. La autonomía y la ampliación de tareas del trabajador tiene como consecuen­cia la ruptura de los vínculos de clase y de la acción concertada y solidaria; sólo caben dos respuestas: aceptar las nuevas reglas del juego o entrar en la esfera de la economía periférica. Desgraciadamente para los sindicatos, la antigua «aristocracia obrera» pasó a ser una «infantería asalariada», lo que resalta aún más si tenemos en cuenta que la posesión de un título universitario dejó de ser garantía de excelencia laboral. De ahí que, como consecuencia de su debilidad, hayan tenido que cambiar su discurso y su estrategia.

         Comencemos por las consecuencias prácticas del llamado Welfare Compromise: 1) rigidez del mercado de trabajo; 2) gregarismo y corporativismo; 3) institucionalización e internali­zación del conflicto social; 4) carga sobre las empresas de una serie de responsabili­dades y gestiones burocráticas (que nosotros denominamos «paquete social»). Estas consecuencias tienen, colateralmente, los siguientes efectos: para el trabajador menos especializado, más joven o más maduro, la dificultad creciente para entrar en el mercado de trabajo «formal», por lo que ha de recurrir con frecuencia al mercado de trabajo «informal», o sumergido; la empresa se ve en la tesitura de cumplir una larga serie de requisitos y formalidades legales que están muy lejos de su objetivo empresarial, y se ve constreñida en el trato y en el acuerdo con sus propios trabajadores por una serie de ligaduras (convenios colectivos de alcance estatal o confederal) que son ajenas a su control.

         La automatización, de forma espontánea, está destruyendo las bases del conflicto y del modelo social keynesiano. Y a su vez, está acentuando las situaciones de dualización y exclusión social. El Estado podría hacer mucho para corregir esta segmenta­ción social, aunque no por la vía de la imposición y del decreto; sin embargo, está asfixiando a la empresa con su imposición de una burocracia que habría de ser de su responsabilidad (o, si acaso, debería ser más llevadera). La vía de la flexibilidad no pasa por intervenciones paternalistas sobre la empresa (pues el sistema se autorregula espontáneamente), sino por la del pragmatismo en la eliminación de rigideces innecesarias (normati­vas, «paquete social», etc.), y por la de la desconflictivización de la negociación colectiva (apelando a la razón y al acuerdo social).

         Las consecuencias indeseables de la flexibilidad y de la desregulación de las excrecencias intervencionistas del pasado pueden ser paliadas con el entramado de protección social que hemos propuesto (renta individualizada universal, trabajo social remunerado a precario, reparto de capital como bien social y red de protección social), mediante la flexibilización —con garan­tías— de las elecciones individuales (en la edad de jubilación, por ejemplo), mediante la simplificación de la burocracia empresarial y la autonomización de las relaciones sociales dentro de las empresas.

         La estructura social que proponemos, por sí sola, dispone de una serie de contrapesos que equilibran el sistema, de tal modo que el abuso, el fraude y la corrupción son corregidos y penalizados espontáneamente. Consideramos que el voluntarismo intervencionista, lejos de crear garantías reales a los trabaja­dores, la mayor parte de las veces tiene repercusiones indesea­bles (paro estructural, dualización del mercado de trabajo, corporativismo...); y que, como hemos repetido con asiduidad, la función hace al órgano, y no al revés, por lo que una vez que las circunstancias económicas y sociales cambian, las instituciones sociales han de adaptarse a ellas, pues si no lo hacen están condenadas a perecer o a esclerotizarse.

6.2. De la «maldición bíblica» a la cultura del trabajo

         La concepción calvinista del trabajo contempla a éste como una obligación moral fruto de la «maldición bíblica» impuesta sobre el ser humano: «ganarás el pan con el sudor de tu frente». A ello le hemos de añadir otra maldición, esta vez bastante más profana: «el trabajo es un bien escaso». Nosotros consideramos que: 1) el trabajo no tiene por qué ser una maldición, y sí en cambio una satisfacción; 2) el trabajo no es ni un bien ni es escaso. Ambas concepciones ocultan las siguientes premisas: 1) hemos de resignarnos ante el paro estructural; 2) la cultura hedonista y venial nos impide reconocer la significación social y la creatividad del trabajo; 3) hemos de aceptar la insignifi­cancia de nuestro rol laboral.

         Nosotros, en cambio, abogamos por los valores «creatividad» y «universalidad» en el mundo del trabajo: el ser humano es un depositario de derechos y obligaciones, no sólo una mercancía; por ello, las relaciones laborales han de seguir la estela de la evolución técnica. Si ésta se optimiza, ¿por qué no las relacio­nes sociales y laborales? Consideramos que la implantación de tecnologías intermedias, del capital como bien social, del principio socio-técnico y de una nueva política de rentas puede hacer mucho para cambiar el modelo de relaciones laborales y la significación del trabajo, tal como son entendidos hoy día.

         Una dimensión humanística del trabajo humano comienza por la plena ocupación de los factores productivos (por ejemplo, mediante políticas activas de empleo), continúa por una autonomi­zación de las relaciones productivas (relaciones laborales por asociación), se consolida con una mayor responsabilidad del trabajador (implantación del criterio sociotécnico en la llamada producción ligera), y se expresa en el llamado balance social de la empresa. Para ello son necesarias políticas de oferta, políticas normativas, una mejora en la intermediación entre la demanda y la oferta de trabajo, y la creación de «masas críticas» para el desarrollo de ciertas iniciativas empresariales (de capital como bien social, de formación continua, de capital-riesgo, de colaboración universidad-empresa, etc.)

6.3. De la creación de necesidades al bienestar sostenible

         El paradigma económico actual identifica «bienestar» y «consumo», por lo cual el bienestar social se equipara a la maximización del consumo: según esta concepción, una eficiente asignación de recursos maximiza el bienestar. El llamado «Estado del Bienestar», a su vez, ha instituido una cultura de la subvención, del subsidio, del déficit y del endeudamiento. La cultura tradicional del bienestar evidencia grandes fallas: 1) confundir lo que el ser humano «desea» con lo que «necesita»; 2) la senilización de las energías sociales; 3) un consumismo compulsivo; y 4) la carencia del sentido de la responsabilidad colectiva. Frente a ello, nosotros abogamos por un bienestar sostenible y por la satisfacción de las necesidades reales.

         Las consecuencias del actual estado de cosas no son espurias: 1) estamos creando una sociedad de seres irresponsables y ansiosos; 2) estamos dilapidando los recursos escasos y la energía no renovable; 3) estamos despertando subliminalmente las pasiones más irracionales del ser humano (droga, anomias, neurosis, obsesiones, etc.); y 4) estamos viviendo «al límite» sin reparar en el futuro que les espera a nuestros hijos («después de mí el diluvio»).

         El fomento de la cultura del trabajo (haciendo al trabajador consciente de la importancia de su labor), así como el desarrollo de la responsabilidad colectiva y del ocio creativo y participa­tivo, son las respuestas más lógicas a esta sociedad que hace culto a lo evanescente, huero y grosero. Pero como es bien sabido, para bien o para mal, el asno responde sólo a dos estímulos: al palo o a la zanahoria. A lo segundo (bienestar y seguridad) hemos de acompañarle el palo (en forma de prestaciones sociales condicionadas, o de penalización del lujo), tal como hemos contemplado en un punto anterior.

         El Estado no debe decidir qué es «bueno» o «malo» para el ciudadano. Pero tiene una responsabilidad pública en la preserva­ción de los recursos escasos, en el fomento y la estimulación de actitudes constructivas y positivas, en la difusión de la cultura y de los valores socialmente considerados como «buenos». Por lo demás, será el palo del correctivo social y económico (la autorregulación) el que colocará a cada uno en su sitio.

7. El Estado y la política económica

         El Estado no fue un invento de Maquiavelo. Éste existe desde que existe la civilización. Pero el Estado social, democrático y de derecho es un fenómeno muy reciente. Cuando nos referimos al concepto «Estado», en su sentido más lato (el que comprende las Administraciones públicas centrales y territoriales, los organismos autónomos administrativos y las empresas públicas), nos estamos preocupando de aquella acepción avanzada, no de aquella otra que lo ve como el gran Leviatán que no se somete al Derecho, sino a su propia voluntad y capricho.

7.1. Del Estado gregario al Estado eficiente

         El modelo de gestión pública que funciona en los países desarrollados, a finales de siglo, es de naturaleza gregaria e ineficiente. Es gregario porque responde a los principales intereses de los poderes fácticos y de los agentes gregarios. Es beneficiente porque trata de salvar con migajas los profundos desniveles sociales, sin haberlo conseguido en absoluto. Sus virtudes se fundamentan en las directrices weberiana y napoleóni­ca de jerarquía, impersonali­dad, legalidad y procedimiento. Pero sus fallas no son menos ostensibles: 1) intrusismo en la vida económica y social; 2) derroche de recursos escasos; 3) irrespon­sabilidad en la gestión; 4) gestión rígida y burocrática; y 5) deficiente control en el uso de los recursos. Algunos de sus vicios son: 1) la disolución de la responsabilidad individual en el magma burocrático (responsabilidad compartida); 2) gestión procedimental de los recursos públicos (no en base a objetivos verificables); 3) arbitrariedad en la aplicación de decisiones (discrecionalidad política); y 4) utilización abusiva e inefi­ciente de sus servicios por parte de los particulares (principio de azar moral). El recurso a «papá Estado» no evita, sin embargo, la escasez de posibilidades de elección del usuario dado el carácter rígido y normativizado de los recursos públicos.

         El Estado tiene una importante responsabilidad en la creación de un marco favorable para las estructuras productivas y para la calidad de vida y de trabajo de las personas. Ello supone la necesaria aplicación de los principios de independencia orgánica y jurídica, de jerarquía y de soberanía en la adopción de sus decisiones, pero no por ello puede estar exento de la obligación de rendir cuentas de su gestión ante órganos competen­tes e independientes. Su método de gestión ha de aproximarse al objetivo de maximización de resultados con una minimización de recursos (eficiencia, y optimización de recursos). Lo cual supone: 1) variar las pautas procedimientales basadas en el protocolo, y sustituirlas por la presupuestación por objetivos; 2) establecer el principio de equilibrio presupuestario, haciendo vinculante e intangible (sin ampliación de créditos) el presu­puesto inicial; 3) introducir el principio de riesgo y quiebra en la gestión de los recursos escasos, así como el de la responsabilidad civil o penal del gestor ante sus errores o la malversación; 4) descentralizar el gasto y el servicio, aplicando el principio de autonomía financiera, o de subsidiariedad (en su caso); 5) acabar con la responsabilidad compartida mediante la implantación del principio de la responsabili­dad individual; y 6) aplicar la normativa civil a la esfera de lo público, sin privilegios ni agravios comparativos.

         La equiparación de la función pública a la normativa privada (en su vertiente más positiva, que combina estabilidad en el empleo con eficiencia), así como la aplicación del principio de responsabilidad individual y de riesgo y quiebra, permitirán abolir ciertos derechos adquiridos de carácter corporativo (gregario), así como optimizar el uso de los recursos escasos.

         En su trato con el contribuyente, debería existir una Carta del Usuario de servicios públicos que salvaguardara los derechos del ciudadano (que financia tales servicios con sus impuestos), pues no olvidemos que éste es un «consumidor» de los bienes y servicios públicos. Asimismo, se deberían proteger los derechos del contribuyente mediante la redacción de una Carta de Derechos del Ciudadano, que velara por sus intereses en su trato con la Administración (véase el punto 4.2 de estas conclusiones).

         El Estado, en el plano económico, tiene la responsabilidad de regular el mercado, así como de tutelar la efectiva libertad económica. Ello implica: 1) garantizar la libre y efectiva competencia, acabando con todo vestigio monopolista o corporati­vo; 2) introducir la competencia exterior en los sectores económicos protegidos o con monopolios locacionales (o, en su caso, regular los precios o las tarifas de los monopolios naturales); 3) limitar los privilegios innecesarios que fomenten el gremialismo de determinadas instituciones con trascendencia económica.

         En su relación con el sector privado, tiene el derecho y la obligación de acceder en las mejores condiciones a la licitación de contratos o convenios, o a la compra o alquiler de bienes y servicios privados; pero tiene la obligación de corresponder con equidad ante el sector privado (por ejemplo, en las condiciones de pago, en los períodos de carencia, etc.). Su relación con el sector privado (como consumidor, como licitador, como proveedor, como subcontratador, etc.) ha de ser transparente y atender al principio de racionalidad económica, evitando cualquier atisbo de favoritismo.

         En su relación con la ciudadanía, se debe a la obligación de remover obstáculos que impidan la igualdad efectiva de oportunidades. De ahí el uso que hace de ciertos instrumentos de política fiscal, financiera y de rentas, que detallábamos en otro punto.

         En definitiva, el Estado, como cualquier otro agente económico, ha de atender a los principios de eficiencia en la asignación de recursos, y de racionalidad económica en el establecimiento de objetivos; pero a diferencia de las organiza­ciones lucrativas, ha de responder a los principios de equidad y de solidaridad. Ambas dimensiones (eficiencia versus equidad) son siempre complementarias, no excluyentes. El segundo principio (equidad) atiende a las necesidades básicas de la población, pero está limitado por el primero (por las posibilidades reales y por la economía de medios). Todo balance de costos y beneficios ha de contemplar ambos aspectos: no ha de subordinar los objetivos de equidad y solidaridad a los de eficiencia y racionalidad económica, pero ha de obtener estos resultados predetermina­dos minimizando los costes.

7.2. De la economía mixta a la subsidiariedad

         El paradigma postkeynesiano de la economía mixta divide el pastel económico en dos grandes porciones: el sector privado y el sector público. El sector privado se define de forma negativa: «es todo aquello que no es sector público». ¿Y qué es el sector público? Aquí está el verdadero quid de la cuestión. Para distinguir el sector público del sector privado hemos de aplicar el principio de subsidiariedad.

         En la figura 8 hemos representado la tenue frontera que hay entre uno y otro sector. Como vemos, hemos dividido el pastel económico en seis porciones, con mayor o menor aplicación de los principios de eficiencia, equidad, racionalidad económica o solidaridad. Comenzando con los órganos que aúnan eficiencia y racionalidad económica tenemos: 1) empresas privadas con ánimo de lucro; 2) empresas públicas de carácter estratégico; 3) bienes y servicios públicos indivisibles; 4) actuación pública de carácter redistributivo; 5) entidades privadas sin ánimo de lucro; y 6) entidades privadas de atención al individuo. En este esquema clasificamos estos organismos a partir de las siguientes características funcionales: 1) tipo de bienes (económicos o sociales); 2) principio de actuación (eficiencia o equidad); 3) ámbito de conducta (racionalidad económica o solidaridad); y 4) gestión (privada o pública). Esta figura permite entender la dificultad de marcar claramente los confines de las esferas de lo público y de lo privado.

         No obstante, a título de orientación, trataremos de establecer unas pautas. El principio de subsidiariedad deja bajo la tutela del Estado aquellas actividades y la satisfacción de aquellas necesidades que cumplan los siguientes requisitos: 1) en el caso de los bienes económicos, aquellos que por falta de masa crítica, por la inapropiabilidad de las externalida­des positivas (investigación básica), por escasa rentabilidad económica y comprobada necesidad social (ciertas líneas de transporte en áreas poco pobladas o deprimidas), por ser monopolios naturales con carácter estratégico (recursos agota­bles, energía, agua, etc.), o constituir bienes estratégicos (para la defensa, la seguridad o el desarrollo del país, etc.), pueden estar más o menos controlados por el capital público, siempre que se apliquen los condicionantes —respecto a la gestión— que hemos detallado en el punto anterior; 2) en el caso de bienes sociales de carácter indivisible (inapropiable por los particulares), estos han de ser indudablemente de competencia del sector público; y 3) en el caso de ciertos bienes económicos de carácter divisible (educación básica, sanidad, asistencia social, vivienda social) estos pertenecerían a la competencia pública siempre que tengan carácter de mínimo vital, o les sea aplicable el principio de selección adversa (promediación del riesgo). El resto de bienes sociales y económicos, de carácter mayormente divisible, han de tener una gestión indiscutiblemente privada.

         El Estado, de tal modo, se reserva las siguientes funciones sociales y económicas: 1) gestión, control y ordenación de sus propios recursos; 2) prestación de bienes sociales indivisibles; 3) prestación de bienes económicos divisibles con carácter estratégico o con externalidades positivas inapropiables por los particulares; 4) prestación de bienes económicos y sociales divisibles con carácter de mínimo vital; y 5) distribución y redistribución de la renta en base a fines.

         El Estado también puede asumir un papel indirecto en la gestión de los recursos económicos: 1) mediante políticas industriales (o sectoriales) de fomento y estímulo; 2) mediante políticas de ordenación territorial; 3) mediante la financiación directa del empleo (trabajo social retribuido a precario) o del capital (capital como bien social); 4) mediante la creación de un cierto clima social o económico (estímulo del consenso y de acuerdos sociales, creación de un marco económico estable); 5) mediante políticas de regulación o control de las externalidades del sector privado (urbanismo, derechos del consumidor, seguridad e higiene, protección del medio ambiente); 6) mediante su actividad normativa; y 7) mediante la protección y tutela del capital humano (educación y salud).

         El reconocimiento del papel del sector público no justifica sin más su actividad: como todo agente económico ha de devolver al sistema en forma de bienes o servicios más de lo que detrae de él en forma de impuestos. Ello, como vimos en el punto anterior, presupone la aplicación de una serie de pautas y principios inspirados en la actividad del sector privado, tales como los criterios de economicidad (economía de medios) y de racionalidad económica, pero sin atender al lucro, sino a la maximización de resultados sociales. Lo que no impide diferenciar entre la gestión y la ordenación de los recursos públicos, así como entre la provisión y la prestación de bienes y servicios: un bien o servicio público puede ser de provisión pública (estar garantizado por el Estado) pero de prestación privada (a través de empresas concertadas).

         El Estado ha de redefinir su papel, limitando sus áreas de actuación a aquellos ámbitos donde sea más eficiente en relación al sector privado, y abandonando aquellas donde sea más eficiente la sociedad civil organizada autónomamente (tercer sector). Se ha de acabar con el discurso infantilista que equipara «Estado» y «servicio público», pues en demasiadas ocasiones se comprueba que el primero atiende a los intereses gregarios de unos pocos particulares o corporaciones, a costa del esfuerzo de todos. Por último, se ha de coordinar en mayor medida el área de la gestión de los recursos con el de prestación de servicios, para evitar disfunciones, duplicidades y deseconomías innecesarias.

7.3. De la neutralidad a la equidad fiscal

         La teoría de la Hacienda Pública tiene un principio de oro: la neutralidad fiscal. Éste, supuestamente, garantiza, en el plano fiscal, que no se favorecerá ni se perjudicará a nadie en relación a cualquier otro, es decir, que se establecerán las mismas reglas de juego para todos. Pero si se pretenden objetivos redistributivos, no sólo recaudatorios, es necesario aplicar tres principios más: progresividad, equidad y capacidad de pago.

         Actualmente los hechos plantean una serie de fallas en el sistema fiscal: 1) un tratamiento desigual para diferentes figuras de renta (que perjudica a las rentas productivas en beneficio de las rentas improductivas); 2) una progresividad meramente formal, no real; 3) un enorme fraude fiscal, que perjudica a los contribuyentes con retenciones en origen; 4) la inexistencia de una equidad vertical efectiva (a causa de fenómenos como la traslación impositiva); y 5) la complejidad del actual entramado impositivo (que posibilita fenómenos como el de la doble imposición del ahorro).

         Nosotros proponemos aplicar una serie de correctivos que acerquen la progresividad formal a la progresividad real, que eliminen la complejidad del sistema fiscal, que desincentiven el fraude, y que universalicen e individualicen el deber de contribuir. Estos son: 1) discriminar fiscalmente las rentas y los patrimonios según el uso que se haga de ellos, orientando la progresividad hacia las rentas especulativas y no ganadas, y hacia los patrimonios inactivos y el consumo de bienes de lujo; 2) hacer corresponder las exacciones a las capacidades de pago (por ejemplo, en las contribuciones sociales que financian la Seguridad Social, eliminando topes máximos y mínimos); 3) simplificando el sistema (disminuyendo tramos impositivos y coordinando impuestos, distinguiendo claramente entre beneficios repartidos y no repartidos —para eliminar la doble imposición de los capitales productivos—, unificando los regímenes de cotiza­ción de la Seguridad Social); 4) clarificar los beneficios fiscales (así como la valoración de balances, patrimonios y tablas de amortización), etc.

         En el cuadro 2 y en la figura 9 (b) hemos representado una propuesta de disminución de tramos impositivos, recortando los bordes entre tramo y tramo para desestimular las tentaciones de fraude fiscal y para disminuir el impacto de los cambios de escalón en la tarifa impositiva. Como vemos, este sistema suaviza la escala impositiva, acercándola a una escala lineal, pero sin compartir su principal inconveniente: su alto coste psicológico. Consideramos que una perfecta equidad fiscal habría de acentuar la imposición en los tramos altos de renta y disminuirla en los tramos medios (figura 9, a). Ello se conseguiría racionalizando la política de bonificaciones fiscales, lo que redundaría (en los tramos altos) en una mayor proximidad de los tipos medios y los tipos marginales.

         Por último, como es lógico, de nada sirve diseñar un sistema fiscal perfecto si no se ponen los medios para que éste sea efectivo y no existan brechas o coladeros de fraude fiscal. Al tradicional combate contra el fraude y la evasión fiscal hemos de añadir un problema añadido: la competencia fiscal a consecuen­cia de la globalización, la deslocalización y la libre circula­ción de capitales. Esta nueva realidad vacía de contenido el principio de equidad y el de capacidad de pago, por lo que se han de arbitrar medidas de control, identificación y exacción del dinero caliente (por ejemplo, retenciones en origen de todos los activos que coticen en bolsa, y penalizaciones a los títulos que cotizan en bolsas extranjeras). Estas exacciones sobre el dinero caliente responderían al fenómeno de la especulación financiera de las rentas no ganadas. A nivel internacional, se habrían de arbitrar medidas de transparen­cia fiscal que impidan la existen­cia de paraísos fiscales, lo cual requeriría una coordinación internacional para la persecución de la fuga de capitales (o su blanqueo en paraísos fiscales).

8. Reflexión final

         Este libro lo abríamos con la metáfora de un viajero. ¿Tenía éste un objetivo claro? ¿Y si lo tenía, disponía de los medios necesarios para alcanzarlo? En este final de trayecto no podíamos acabar sin hacer referencia, nuevamente, a nuestro aguerrido viajero. Supongamos que éste, en posesión de las raras virtudes de perspicacia y prudencia del Ulises homérico, se embarcara en una nave argiva, a la vuelta de Troya, y se encontrara con los escollos de Escila y Caribdis. La pregunta sería: ¿con cuál de ellos preferiría estrellarse?

         El lector perplejo dirá: ¡pues con ninguno!

         Supongamos ahora que se trata de un filósofo en búsqueda de la verdad. ¿En qué escollo preferiría estrellarse: en el del voluntarismo, o en el del conformismo?

         Sin duda diremos: ¡pues en ninguno!

         En ciencias puras y naturales no es tan difícil como en ciencias sociales verificar un postulado o una teoría: o funciona o no funciona. En ciencias sociales, en cambio, cuando experimen­tamos nuevas ideas, jugamos con imponderables extraordi­nariamente aleatorios que pueden condicionar la vida y el bienestar de millones de personas.

         La Historia ha demostrado que las grandes construcciones ideológicas (aun siendo racionales, pulcras, lógicas) no se han avenido fácilmente con la tozuda imprevisibilidad de las reacciones humanas: cuando se trata de implantarlas sin miramien­tos la Historia, tarde o temprano, recupera su cauce anterior (tal vez en un nuevo estadio, pero, aun así, el pasado recupera terreno). La Historia es como un muelle que se estira, se suelta, y, posteriormente, retorna a su posición inicial. En la Historia, las cosas que perduran son las que van lentas; en cambio, las que se aceleran desencadenan fenómenos reactivos que, con altos costes humanos, dejan las cosas más o menos como estaban.

         Para el estudioso de los fenómenos sociales —tanto en el plano subjetivo como en el objetivo— la traslación práctica de las ideas entraña dos grandes escollos: el voluntarismo y el conformismo. Desgraciadamente, tras un período de efervescencia del primero (durante la segunda mitad del siglo XX) el péndulo de la Historia se proyecta hacia el segundo. Como en todo, «la virtud quizá esté en el justo punto medio». Pero sea cual sea el marco de contingencias (sociales o económicas) en que se apoye un postulado teórico (tal como el nuestro), lo cierto es que, al igual que nuestro aguerrido viajero, antes de llegar a buen puerto habrá de hacer frente a obstáculos de todo tipo (sibilinos cantos de sirena, remolinos en aguas profundas, escollos costeros, súbitas metamorfosis de los tripulantes, etc.), que pueden apartarlo de su objetivo. Sólo el sano inconformismo mantendrá el rumbo inalterado, al igual que sólo los vientos favorables impulsarán con brío el bajel de nuestro esclarecido navegante (88).

         Estamos tentados a pensar que el primer obstáculo de la sana rebeldía intelectual es el empantanamiento intelectual. Un pensador contemporáneo (Francis Fukuyama) afirma que «la Historia ha acabado» porque, siguiendo su razonamiento, «se han alcanzado las más altas cotas de progreso humano» (¿y cuál es el fin de la Historia sino alcanzar tales cotas de desarrollo?) (89). Así pues, según él, ya sólo queda apagar la luz y dormir. ¿Fueron necesa­rios dos milenios para que un nuevo «profeta» nos mostrara esta «buena nueva»? Una vez más se evidencia que los celosos de la fe, los apóstoles de la pureza, nos advierten contra la abomina­ción. En este contexto, el mundo tiene un sentido apocalíptico: allí los infieles, aquí los elegidos. Por suerte, la realidad tiene plazos, que se encargarán de dar indigna sepultura a esta clase de predicciones.

         Los poseedores de la verdad absoluta no consienten reconocer que, en este mundo, todo, absolutamente todo, es pasajero. Una realidad de hoy puede que sea una simple curiosidad en el mañana. Una verdad de hoy, que es un avance en relación al ayer, quizá mañana sea un obstáculo, más aun considerando que toda verdad tiene su casta sacerdotal que la cuida, que la preserva, que la engrandece, que la difunde y que —al final de su vigencia— la corrompe. Cuando el tiempo pasa, la verdad (la más firme de las verdades) pierde lustre, y el rito y la ceremonia, por un inexorable fenómeno de erosión, quedan como único legado del pasado (90). Al final del trayecto, se demuestra que muchas de las verdades son como el caparazón de un gorgojo muerto: sólido en su carcasa, vacío en su interior.

         Pese a todo, nada ha de impedir que la nave de nuestro viajero, contrariamente a lo postulado por Fukuyama, siga hollando en su camino y marcando nuevos hitos. En nuestra modesta opinión, es evidente que hay mucho camino por andar hasta alcanzar el más noble objetivo de los hombres de bien: lograr una eficiente asignación de los recursos escasos (con una dimensión universal e intergeneracional), con una justa distribución de oportunidades. Este objetivo preserva a las mentes esclarecidas de los obstáculos doctrinales del conformis­mo, del inmovilismo o del desaliento.

         Las lecciones de la Historia han demostrado que lo que un día se creía sólido (la Ecclesia) hoy yace polvoriento en el rincón de los recuerdos (como nuestro gorgojo). Una nueva criatura ocupa su rendija: ahora se pavonea, lustrosa, con movimientos enérgicos. Su interior está salvaguardado por un sólido caparazón; pero el tiempo, el gran sepulturero, no tardará en recordarle su naturaleza mortal. Esperemos que su ocaso sea dulce, y que esté preparada para la ocasión. A su muerte abonará la semilla de posteriores criaturas.

         La endeblez y las graves contradicciones que afectan al pensamiento económico actual perfilan la necesidad de un cambio paradigmático. El modelo actual se está agotando, pero no se resiste a morir por miedo al abismo. Aun así, no debe haber lugar para el desaliento. La razón, las ideas, es de esperar que acaben por emerger, para llenar el vacío conceptual vigente en el fin del milenio. El bienestar de la Humanidad (de hoy y del futuro) depende del grado de compromiso que asumamos para enderezar las carencias y los fallos del modelo actual, con respuestas —ajustadas a la realidad que nos conmueve— capaces de llevar a cabo una auténtica transformación social que nos permita acudir sin inquietud al museo de la Historia, donde se exhiben, en atractivas vitrinas, los caparazones de los fósiles del pasado. Alcanzarlas, hoy día, supondría superar el «pensamiento único» neoclásico y postkeynesiano, así como todo amago de conservadu­rismo esterilizador.

 

VOLVER