Reflexiones en torno a la plaga
Recuerdo perfectamente cómo comenzó todo. A finales de diciembre del 2019 leí en un diario digital que un nuevo virus había aparecido en una región de China. Entonces la situación parecía estar controlada (había pocos contagiados), pero yo sentí un escalofrío, y tuve la sensación de que este asunto iba a tener graves consecuencias. Más tarde, la situación se descontroló, y el virus se extendió por todo el planeta. Sus primeros embates fueron feroces; la tasa de mortalidad era inquietantemente alta. Muchas personas –especialmente de edad avanzada, o con problemas de salud- fallecieron por la virulencia de la plaga. A mediados de marzo se decretó –en mi país- el “estado de alarma”. Tuve que abandonar mis actividades habituales, y recluirme –durante más de dos meses- en mi domicilio. La situación era grave. Algunos decían que todo esto es una estrategia de las élites para “arrebatarnos las libertades”. Sin embargo, los hechos hablan por sí mismos. Cuando acabó el confinamiento supe que personas a las que apreciaba –amigos, clientes- se habían quedado por el camino. El virus no respetó ni siquiera a los políticos o a los jefes de Estado.
Los medios de comunicación, durante el confinamiento, informaban de la horrible realidad en los hospitales y en las residencias de ancianos. Y especialmente del denodado esfuerzo de los profesionales de la salud, o de muchos otros trabajadores (tanto en el sector privado como en el público), para conseguir que las cosas siguieran funcionando. Durante más de dos meses, en decenas de balcones –alrededor de mi domicilio- familias enteras se reunían para aplaudir la esforzada –y peligrosa- labor de todos ellos (y ellas). Yo me sentía inútil; no veía de qué modo podía echar una mano en una situación tan extrema. Y pensé en el triste espectáculo que algunos líderes de Estados poderosos han venido dando en relación a esta emergencia sanitaria y social. Su comportamiento, y sus discursos, con un tono de superioridad moral e intelectual frente a los países más afectados entre los meses de marzo y mayo (Italia y España), me parecieron intolerables (posteriormente, la realidad de los hechos los han puesto en su lugar). Su arrogancia, su vanidad, y su orgullo –que tal vez sea el reflejo de una corriente de fondo entre quienes los han votado- me hirió especialmente. Y me hizo pensar en un antiguo cómic francés: Les Shadoks. Éste (de Jacques Rouxel) estuvo de moda en los años setenta. Básicamente, la historia consiste en dos pueblos (los Shadoks y los Gibis) que habitan en planetas diferentes. Los primeros son unos inútiles redomados; los segundos son competentes, pero también muy arrogantes (son unos seres con forma de salchicha con un bombín como sombrero). Ante una situación que afecta a los dos –la ruina de sus respectivos planetas-, y ante un objetivo común –habitar la Tierra- su ineptitud y su orgullo –respectivamente- se vuelve en su contra; en contra de los dos pueblos. Todos salen perdiendo.
Así veo la realidad en el día de hoy. Algunos líderes, en lugar de colaborar con los demás, no hacen más que denostarlos (y en algún caso, requisar las existencias de productos esenciales, sin atender a las necesidades de otros). La actitud arrogante y el comportamiento egoísta de éstos contrasta con el sacrificio y la generosidad de muchos, que de forma altruista se han puesto al servicio de sus semejantes para subvenir, en la medida de lo posible, sus necesidades. Estoy hablando de los trabajadores (y trabajadoras) de los servicios sanitarios, que han puesto en riesgo su salud, y la de sus familias, para cumplir con su deber; o de otros servidores (y servidoras) públicos. Pero también de los miles de voluntarios (y voluntarias) que han ayudado a distribuir la comida en los domicilios de las personas mayores que no podían adquirirla por sí mismos, por ser un colectivo de especial riesgo. A todos ellos (y ellas), y a las víctimas del Covid-19, dedico la sección Historia y Mito.
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