El síndrome de Casandra
En las últimas semanas mi Musa (o mi Genio, o mi Daimon, elíjase la fórmula que se prefiera) ha venido insistiendo en que debo añadir un nuevo artículo en mi blog, atendiendo a una preocupación, o sentimiento, que ronda mi mente (o mi espíritu). Dicho artículo ha de versar sobre una idea que hace años que revolotea en mi conciencia: ¿acaso no debo sentirme como Casandra, aquella adivina que -siendo certera en sus predicciones- padeció la maldición de no ser creída por sus conciudadanos?
Sí, es cierto, el que albergue dichos pensamientos me convierte, aparentemente, en un “visionario”, en un engreído, en un vanidoso, y en un narcisista. Al menos a los ojos del común de las personas. Pero sería muy hipócrita si afirmara que no lo siento realmente así. Porque si hay algo que tengo muy claro es que, como se suele decir, “no doy puntada sin hilo”, o “no yerro el tiro”. Reto a cualquiera que lea estas líneas a que desautorice alguna de mis investigaciones, tanto por lo que se refiere al Conocimiento Secreto (la Historia Oculta), a los Orígenes de la Civilización, a Leonardo y Colón, o a mis estudios sobre Mitología Comparada (a los que pronto se añadirá un tratado sobre Religiones Comparadas). Es cierto que me puedo haber equivocado en algún detalle concreto, fruto de la falta de información accesible a mí en un determinado momento, pero no tengo la menor duda de que el grueso de mis ideas es exacto y correcto. La evolución de los estudios acerca de los orígenes de la Civilización, o el interés que mi teoría sobre Leonardo ha despertado en países como Francia e Italia, es una prueba de ello. No tengo la menor duda de que a no mucho tardar mis postulados sobre ambos temas se impondrán, y desbancarán una serie de posicionamientos de “sabiduría convencional” (a mis detractores sobre la cuestión de Leonardo les ruego un poco de paciencia: un nuevo libro está por llegar; y éste callará no pocas bocas). Pero no es éste el asunto que quería tratar.
Como decía, tengo plena confianza en la solidez de lo que escribo. Desgraciadamente el Altísimo no ha acompañado mi fluidez escrita con una mejor expresión oral. Este hecho es muy frecuente: Demóstenes, el mejor orador de la Historia -por sus razonamientos- era tartamudo; Moisés empleaba como portavoz a su hermano Aarón; y Marsilio Ficino, el fundador de la Academia de Careggi (en Florencia), además de tartamudear era “vacilante en el habla”, según uno de sus contemporáneos. Con ello no pretendo equipararme a ninguno de ellos -¡válgame Dios!-, sino expresar que la elocuencia escrita no tiene por qué ir acompañada de un “verbo arrebatador”.
Mi experiencia me ha enseñado que ambas cosas raramente van juntas: los grandes comunicadores no suelen ser personas creativas; y las personas creativas suelen ser pésimos comunicadores. Digo ésto porque en no pocas ocasiones a las personas que somos “vacilantes en el habla” se nos tilda de incompetentes, necios o pretenciosos. A los que esto afirman les digo que se tendrían que preguntar si una cosa no lleva a la otra: una persona es tal vez más creativa porque la conformación de su mente es tal que antepone la interconexión de ideas (las sinapsis) a la elaboración de sutiles discursos, que son en su mayor parte una traslación de la “sabiduría convencional”.
En definitiva, la mente del “creador” no tiene por qué ser idéntica a la del “divulgador” o “comunicador”. Ambos perfiles son necesarios, e incluso complementarios, pero no suelen ir juntos. Cuántas veces me he encontrado con personas que me menoscaban por mi forma de hablar, que no “luce” como debiera, incluso reconociendo los méritos de mi forma de pensar. La experiencia me ha demostrado que, habiendo tenido la oportunidad de exponer mi obra y mis ideas en público (en radio, en televisión, en prensa), los resultados han sido malos, a consecuencia de dicha disfuncionalidad comunicativa. Porque está claro que en el mundo en que vivimos se prima más la expresión directa, concisa y simplificadora de las ideas, que la profundidad de los razonamientos. Ahí estoy y estaré en desventaja. Ningún curso de oratoria o retórica lo va a cambiar. De ahí que mi obra sea minoritaria entre las grandes masas (aunque estoy seguro que es valorada entre las mentes sutiles, que tampoco faltan). Desgraciadamente, son las grandes masas las que agotan las ediciones.
Hay otra cuestión interesante que me interesa resaltar. No son pocas las personas que me han reprochado que me haya otorgado el derecho de opinar acerca de temas en los que no estoy personalmente implicado. Por ejemplo, una de ellas me preguntó: ¿cómo te atreves a hablar sobre religión si no profesas ninguna? Es cierto, no soy particularmente creyente; aunque eso no quiere decir que no tenga mis propias ideas en la cuestión de la trascendencia.
En mi reciente libro sobre Colón , así como en mis libros sobre Leonardo, se me ha reprochado una cosa y la contraria: que ambos personajes son demasiado italianos, o demasiado catalanes. En un caso se me acusa de convertirlos en iconos de la “universalidad” (Leonardo se veía a sí mismo como “hombre universal”; Colón se autocalifica como “mundanal”), desdeñando una supuesta catalanidad que, o no fue, o no fue como algunos pretenden. En otras ocasiones se me acusa de catalanizar unos personajes que, según la sabiduría convencional, son italianos de pura cepa, cosa que ni en un caso (Leonardo) ni en otro (Colón) es verdad, pues los dos individuos tuvieron antepasados catalanes. El hecho de que hayan nacido en Italia no impide que uno (Leonardo) fuera a Cataluña a buscar sus raíces, y a protegerse de la furia de sus compatriotas cuando los tiempos le fueron adversos, y el otro (Colón) forjara su carrera, como eclesiástico (primero) y como navegante (después) en Cataluña, Francia, Portugal y Castilla, siendo sus orígenes, y su cultura, catalanísimos.
Ello no obstante Colón compartió la idea de España que le inculcó su familiar Joan Margarit i Pau... En definitiva, Colón fue el primer “español” sincero, entendiendo dicho sentimiento como la voluntad de adscribirse a una forma de Estado, conocida como Unión de Reinos, que se habría de interpretar hoy día como una Confederación de Reinos soberanos e independientes. Nada que ver con lo que entendemos hoy día como España (el dominio de una cultura y una nación, la castellana, sobre el resto de las que integran la geografía española).
Algunos se preguntarán, ¿qué importancia tiene que Leonardo tuviera antepasados catalanes, y hubiese visitado Cataluña en tres o cuatro ocasiones? Objetivamente ninguna, pues ambas circunstancias no lo convierten en menos italiano, menos renacentista o menos humanista de lo que fue. Lo mismo podemos decir de Colón (o Colom, como se apellida realmente). Permítaseme decir algo que es tan obvio que fácilmente lo podría dejar de lado, si no fuera porque muchos lo verían como una “cesión al enemigo” (y no pretendo halagar ni a “amigos” ni a “enemigos”). Si he dedicado un cierto tiempo a estudiar los aspectos poco conocidos de ambos personajes, es porque han jugado un juego de ocultación (sí, tanto Leonardo como Colón ocultaron sus raíces catalanas, aunque por diferentes motivos, que explico en mis libros), y por otro lado ambos han sido objeto de censura por parte de determinadas instituciones (en el caso de Leonardo, por parte de algún archivero de Montserrat, así como de algún personaje influyente de la Corte de Madrid, a finales del siglo XVIII; por lo que se refiere a Colón, por parte de la Corte de Castilla, a finales del siglo XV).
Estoy en mi derecho a desvelar y sacar a la luz dichas ocultaciones y censuras, que estoy seguro que mucha gente en España e Italia no aprobarán, aunque exista un sector reduccionista que pretenda “contraatacar” con argumentos que las más de las veces, además de insuficientes, son ridículos, cuando no contraproducentes. También he de decir que en Cataluña me he encontrado con una similar ocultación, que en determinados ambientes censura mi obra, por dos razones: 1) por no ser suficientemente obsequioso con algún “gurú” de la historiografía local (en definitiva, por no haberlo citado); y 2) porque el Colón (o el Leonardo) que yo retrato no es lo suficientemente “catalán”; es decir, porque no es únicamente catalán, alejado del perfil “universal” que yo le doy. Como se suele decir, soy amigo de Cataluña (es mi tierra, aunque mi lengua y cultura maternas sean castellanas), pero soy más amigo de la verdad histórica. Y como dije en una “carta abierta”: estoy mal visto entre unos (determinados patriotas catalanes) y entre otros (algunos patriotas castellanos; decir “patriotas españoles” sería incorrecto, por lo dicho más arriba). La verdad, me siento cómodo en esta posición.
Por último, quisiera aclarar otra cuestión. Y espero que las personas interesadas se den por fin por aludidas. Desde hace un buen número de años, una serie de personajes han venido revoloteando alrededor mío, porque pretendían conocer la fuente de mis “revelaciones”, o el origen de mis “secretos”, que por lo visto parecían “fiables” entre ciertos círculos cerrados. En estos casos, como se suele decir, “se les ve el plumero”, y por supuesto, mantuve una cierta distancia, no por pretenciosidad, sino porque no tenía nada sustancial que decirles. Pues la verdad es que, como cualquier persona que me conozca sabe, mis libros beben de fuentes escritas, exclusivamente. Nunca he sido portavoz de nada ni de nadie. En definitiva, ningún organismo o persona me ha filtrado información confidencial o relevante; a no ser en temas específicos, de carácter histórico, y en ese caso la fuente siempre ha sido citada. Muy en concreto, son dos las organizacioes que me han estado rondando; una más oficial que la otra. ¿Tengo pruebas de lo que digo? Sí, las tengo. Pero ésta no es la cuestión. Pretendo que quede claro, de una vez para siempre, que mis fuentes son dos: 1) Las Musas, o el Genio, o el Daimon (llámeselo como se quiera), y 2) la bibliografía pura y dura.
Hace algo más de nueve años un individuo empezó a rondarme, con el propósito de “tirarme de la lengua”. Era tan poco discreto como para venir a visitarme en hasta cuatro coches diferentes, todos de gran cilindrada (por lo que vi, no era una persona que pudiera permitirse tal derroche). Al ver que “no soltaba prenda”, me obsequió con esta nota el día antes de desaparecer. Aprovecho la ocasión para reiterar lo siguiente: los “merodeadores” no son bienvenidos, ni en el presente ni en el futuro.
Entiendo que la “sabiduría convencional”, en el paradigma actual, no puede aceptar que exista algo así como el Daimon. Pero sí, existe, y a él soy fiel. Cuando éste me inspira una idea, la sigo con denuedo, con el convencimiento de que es correcta y le debo dar total credibilidad. Son este tipo de inspiraciones las que han dado forma a mis diversas teorías. Nuevamente me llamarán iluminado -cosa que no me importa-, pero me precio de hacer lo mismo que antes hicieron muchos otros creadores y anticipadores, los cuales hicieron caso a su Daimon a la hora de elaborar sus aportaciones. Yo sé que no son completamente mías: esas ideas que me asaltan, que me atosigan hasta que las saco a la luz, no me pertenecen. Me son cedidas, me son prestadas. Yo sólo soy su canal de acceso a esta realidad (y digo “esta realidad” porque la verdadera realidad es otra). ¿Estoy loco? Tal vez sí, pero al menos soy un “loco inspirado”. La fuente que me inspira me da energía y me empuja para continuar esta labor y alcanzar mi objetivo, que no es otro que “cambiar el mundo”.
¿Soy pretencioso por querer “cambiar el mundo”? En absoluto. Más bien lo considero una motivación realista, pues el mundo, tal como está (con sus injusticias y sus mentiras), no tiene ningún futuro.
Sobre qué hay detrás de mi “fuente de inspiración”, de mi Daimon, hablaré otro día. No es el momento. Aún no lo es.