Un cuento hindú (Markandeya Purana)
Hace mucho tiempo, vivió un rey llamado Harishchandra. Era muy conocido por su virtud y piedad. En cierta ocasión, mientras cazaba en el bosque Mahabaahu, con su jauría de perros, molestó a un yogui que estaba realizando una penitencia severa. Lo cual no es poca cosa, pues es el peor perjuicio que se le puede hacer a un penitente durante sus ejercicios de concentración. El yogui, llamado Vishwamitra, le reprendió su comportamiento. Harishmandra, aún a sabiendas de que tal hecho tuvo lugar por mero accidente, sin malicia, le pidió disculpas, que al sabio yogui no le parecieron suficientes.
Entonces el rey le preguntó: “¿Qué puedo hacer para expiar mi culpa?”. El yogui le exigió que para perdonarle, y así evitar una maldición que sin duda le llevaría al infierno (el sabio era un reputado brahmin con grandes poderes taumatúrgicos y mágicos), tendría que concederle un deseo. “¿Qué deseo es ese?”, le preguntó el rey. El sabio le dijo: “¡Oh rey! Si eres realmente seguidor de la religión, sabes que me debes una donación, pues has alterado profundamente mis ejercicios”. El rey concedió: “Oh gran penitente, las donaciones deben ser hechas ciertamente a aquellos que se distinguen por su piedad y por su virtud. Así pues, ¿qué puedo hacer por ti?”.
El sabio le contestó: “¡Oh rey! Dame el Dakshina por el Yoga Rajsuya!” Y como mi penitencia es grande, el Dakshina (la donación) también lo será. Y añadió: “Dame todo lo que tengas, excepto tu cuerpo, y el de tu mujer y tu hijo”. El rey se lo concedió, pues estaba obligado a ello, por su juramento; además, sabía que ese yogui sabio le condenaría al infierno en caso contrario. Entonces el penitente le espetó: “Ahora yo soy el dueño de este reino. ¿Qué haces aquí? Coge a tu mujer y a tu hijo y marcha ya. Pero antes de hacerlo, dame tus vestimentas reales, tu corona y tus joyas. Todo es mío a partir de este momento”.
El rey hizo lo que le pedía el sabio. Fue a su palacio, y apresuradamente salió de él, llevando a rastras a su mujer y a su hijo (de nombre Rohit). Cuando estaba a punto de atravesar la puerta de salida, volvió a encontrar al brahmin (el sabio penitente), que dijo: “Espera, aún no hemos acabado. Me has concedido mi deseo, pero aún no me has pagado el Dakshina (la donación) por el Yoga Rajsuya”. Quien fuera rey, incapaz de replicar al brujo, le prometió que no lo olvidaría. El brujo (el nuevo rey, con todos los poderes, concedidos “pro-forma” por Harishmandra) le dio un mes de plazo para pagarle la donación exigida por las leyes que él mismo había dictado.
Una vez en el bosque, Harishchandra, su mujer y su hijo Rohit, pasaban hambre y necesidades. Quien fuera rey cazaba con arco, sin ayuda de los perros ni de su caballo; y por eso a duras penas podía comer conejo, pues los venados se le escapaban. Construyó una choza y allí, mal que bien, vivía con su familia. Pero en el plazo estipulado (un mes), se presentó el brahmin en su cabaña, para exigirle el precio convenido: el Dakshina (la donación) por el Yoga Rajsuya.
Sin embargo, aún faltaba unas horas para que cumpliera el plazo, y Harishchandra le rogó al brujo que esperara. Se citó con el nuevo rey tres horas después. Aquél estaba desesperado. “¿Qué voy a hacer? Si no le pago lo convenido estaré maldito e iré al infierno”, dijo a su mujer. Ésta (de nombre Shaivya), virtuosa y piadosa como él, aceptó para sí el máximo sacrificio: ser vendida como esclava y así saldar la deuda. Más adelante, cuando Harishchandra hubiese ganado suficiente dinero, la vendría a rescatar de su amo. Así lo acordaron, y fueron a la ciudad.
Una vez en el mercado de esclavos, con lágrimas en los ojos por parte de todos, Shaivya fue vendida a un comerciante, que la trató de la peor forma posible delante de quien fuera su esposo, para humillarla y someterla. Visto esto, Rohit, el hijo, se abrazó a su madre. Ésta pidió a su comprador que lo adquiriera también, para no apartarse de él. Si no lo hacía, se dejaría morir y no le sería útil.
Harishchandra llegó a su cabaña solo y desconsolado, y con muy pocas monedas (pues había vendido a su familia con tanta precipitación que no pudo obtener un buen precio). Una vez llegado el brahmin (quien fuera el nuevo rey), éste le exigió la donación. Al ver esas pocas monedas, se las echó a la cara, y le dijo que aquella miseria no servía para saldar su deuda. Así pues, le exigió que se vendiese él mismo como esclavo, pues como hombre fuerte y buen cazador, podría obtener aún más de su venta. El antiguo rey, consciente de la enormidad de sus errores, se negó en redondo. Si ello hiciera, se cumpliría en la tierra aquello que temía para después de su muerte (el infierno). El brahmin, entonces, le dio una solución. Él mismo le daría el dinero con el que podría pagar la donación debida. Él sería su señor, y a cambio ganaría su absolución.
Quien fuera un rey poderoso, aceptó su oferta. Pero entonces el brahmin le obligó a ir al mercado de esclavos. Harishchandra no era consciente de lo que le esperaba allí. El yogui le vendió por muy poco dinero a un “intocable” que se encargaba de quemar los cadáveres de los muertos. Así pues, quien fuera rey pasó a ser intocable.
Estuvo trabajando en esa ruda y desagradable ocupación hasta que perdió la noción del tiempo, hasta que llegó a olvidar que una vez fue rey y que estuvo casado, y que tuvo un hijo precioso llamado Rohit. Su voluntad había desaparecido. Se había convertido en una sombra de lo que fue. Su virtud y su piedad eran cosa del pasado. Adquirió mala fama, y era evitado por todos. Sucio y descuidado, la gente se apartaba a su paso, pues apestaba. Las greñas grasientas tapaban su cara. Ninguno de los que fueron sus súbditos, en otros tiempos, podrían llegar a reconocerle.
Un día una desafortunada mujer, tan sucia y macilenta como él, llegó a los dominios del crematorio, portando a un niño muerto. A pesar de su aspecto miserable y consumido por el hambre, Harishchandra llegó a reconocerlo. Era su propio hijo, Rohit. La mujer que lo transportaba encima de la carretilla era su esposa querida. Así que, tras el fin de sus miserias, el padre, la esposa y el hijo habían vuelto a encontrarse. Harishchandra y Shaivya se abrazaron y lloraron amargamente.
Después de largos años de separación, habían conseguido, por fin, recuperar el control de sus vidas. Hacía tiempo que habían abdicado de su libertad, que habían prescindido de su soberanía en aras a la obediencia a la ley (divina, primero; y humana, después). Ahora, ante el cuerpo de su hijo muerto, el esposo y la esposa tomaron una decisión.
Copio textualmente: del original hindú: El rey dijo: “Qué infortunado que soy, que incluso mis deseos están fuera de mi control. Sin el permiso de mi jefe (Chandaal, el dueño del crematorio), no puedo cometer auto-inmolación. Pero ahora no diferenciaré entre el pecado y la virtud, destruiré mi cuerpo en la pira de mi hijo”. La reina dijo: “¿Oh rey! Yo también soy incapaz de soportar el peso de mis desdichas. Yo también cometeré inmolación contigo. Los tres estaremos unidos en el cielo. Y no me importa siquiera si sufrimos torturas en el infierno, mientras sigamos juntos”.
La pira en la que habían de quemar el cuerpo del hijo de ambos, Rohit, estaba encendida…
Cada cual es libre de acabar el cuento como le parezca conveniente. Lo dejo a tu propio criterio….