No cualquier tiempo pasado fue mejor
Los riesgos del cambio histórico
Cuando miramos hacia atrás, contemplamos las cosas con una cierta actitud de indulgencia, cuando no de nostalgia. Hay un dicho inglés que afirma que siempre nos parece que el campo del vecino es más verde que el propio. De igual modo pensamos, con un deje romántico, que “todo tiempo pasado fue mejor”. Por supuesto que la Historia no se atiene a clichés: la realidad es mucho más compleja de lo que la “sabiduría convencional” nos hace creer.
En el presente estudio pretendo demostrar que los hombres y mujeres del pasado hubieron de pagar un precio, al igual que nosotros hoy día, por el progreso. Este coste no fue desdeñable, sino que –bien al contrario- afectó de manera decisiva las vidas de pasadas generaciones.
El paso del Paleolítico al Neolítico supuso hambre y enfermedad para los primeros campesinos; la transición del Neolítico a la Edad de los Metales dio pie a la guerra organizada y a los primeros imperios; la Edad Media fue un perfecto caldo de cultivo de epidemias infecciosas, a raíz del comercio incipiente de esos días; la primera Revolución Industrial no fue precisamente un camino de rosas para los primeros “proletarios”. El cambio histórico nunca ha estado exento de dramas humanos, a pequeña y a gran escala.
Pensemos en los griegos. Éstos creían que hace un tiempo indeterminado el hombre disfrutó de una Edad de Oro, la cual acabó bruscamente cuando Pandora dejó escapar de su célebre caja todos los males de la vida (excepto la esperanza, se dice). Tras la Edad de Oro vino la de Plata, que fue seguida por las edades de Bronce, Heroica, y de Hierro, cada cual (excepto la Heroica) más degradada y abyecta que la anterior. Yo me atrevería a añadir una edad más, de la que seríamos contemporáneos: la Edad de Plástico.
El concepto griego de la Historia hace estremecer. Para ellos, la Historia se repite en ciclos que duran milenios. Cada ciclo se origina con una era de perfección y felicidad (la Edad de Oro), y va decayendo hasta desembocar en un estado de degradación tal, que tras una crisis de proporciones épicas se desencadena un nuevo ciclo; y el proceso vuelve a comenzar. Esta filosofía de la Historia no es exclusiva de los griegos: los hindúes y los aztecas la comparten.
Actualmente nos situamos en una divisoria de la Historia. ¿Tal vez en ese período de crisis que, según los griegos, separa dos procesos cíclicos? De nosotros depende que nuestro futuro se decante hacia una nueva Edad de Oro, o hacia una Edad Oscura; o peor aún, hacia nuestra extinción como especie humana.
Cada una de estas divisorias en el tiempo ha venido acompañada por fenómenos de cambio de una magnitud tal, que han generado auténticas perturbaciones en los modos de vida de la gente. Por lo general, estas “crisis” no se han desarrollado sin buenas dosis de sufrimiento. A continuación comprobaremos cómo en el pasado podemos encontrar importantes paralelismos que nos harán reflexionar acerca de las consecuencias de nuestros propios actos sobre el mundo que nos rodea.
Ciertamente, sin cambio no hay progreso, y sin progreso no hay evolución. Todo cambio comporta un riesgo inevitable, que de un modo u otro hemos de pagar. La cuestión no es si debemos evitar el cambio, sino cómo debemos gestionarlo: de una manera consciente o incosciente; controlada o descontrolada. La Historia puede darnos importantes lecciones sobre cómo en el pasado fue percibido el cambio, en cada momento de crisis, y qué supuso éste para las personas.
Neolítico: ¿fin de la Edad de Oro?
Con la definición de la idea del progreso, fruto de la ideología optimista de la Revolución Científica experimentada durante los siglos XVII y XVIII, la visión del “buen salvaje”, o de la Edad de Oro primigenia, quedó arrinconada en beneficio de una imagen más sombría del hombre primitivo. Thomas Hobbes describe del siguiente modo su existencia: “solitaria, pobre, sucia, cruel y breve”. ¿Quién no suscribiría esta imagen arquetípica del “bruto” primitivo, si no fuera porque tras más de 20.000 años de evolución humana esta descripción sigue siendo aplicable en buena parte del mundo?
Pero es que además esta visión del “primitivo” no se corresponde del todo con la realidad. Vayamos por partes.
La mayoría de las sociedades cazadoras-recolectoras que aún subsisten en el mundo (o subsistían hasta hace bien poco) considerarían inaceptables nuestras “privilegiadas” condiciones de vida. ¿Por qué trabajar cuarenta horas a la semana (por lo bajo), cuando ellos no trabajan más de doce a veinte horas? ¿Por qué esperar con ansiedad unas magras vacaciones de dos o cuatro semanas cuando ellos, durante semanas y meses enteros cada año, se huelgan en la ociosidad? ¿Por qué pasar horas “enganchados” a la televisión cuando ellos pueden disfrutar de actividades sociales como juegos, acontecimientos deportivos, arte, música, danza, ceremonias, festines y visitas de cortesía a los vecinos? ¿Por qué acudir a la medicina moderna, cuando a través de una dieta sana y unos remedios naturales hay sociedades –como los bosquimanos de África Austral- que se encuentran entre los pueblos más sanos del mundo? (su esperanza de vida rebasa con mucho los sesenta años).
Se suele afirmar que con unas condiciones de vida tales, cualquier crisis ambiental puede provocar hambrunas y graves epidemias. Pero en un modo de vida cazador-recolector lo contrario es lo cierto. Cuando la gente está ligada al “terruño”, a sus tierras de cultivo, cuando no le queda más remedio que tener paciencia y esperar mejores tiempos, las “crisis” (las sequías, las inundaciones, las pérdidas de la cosecha, las epidemias) pueden llegar a ser insufribles, cuando no fatales. Pero cuando la gente tiene como casa el bosque, y como techo las estrellas, ¿qué les impide seguir a las manadas de animales, o desplazarse a las altas montañas, cuando les falla la comida y el agua? En un tiempo en que no existían fronteras, ni la enfermedad ni la hambruna eran la principal preocupación de los “primitivos”.
El hombre paleolítico desconocía la caries y el raquitismo, pero sufría de forma particularmente intensa de artrosis y accidentes traumáticos (fruto de su ruda actividad cazadora y recolectora). El cáncer estaba prácticamente ausente, si bien, tal como indicarían las famosas “Venus” paleolíticas, la obesidad no sería un fenómeno desconocido. Y lo que es más curioso: incluso en sociedades en las que la ingesta de carne es la principal fuente de proteínas (como la inuit de América del Norte, que consume un 96% de energía de procedencia animal), su nivel de colesterol en la sangre es inferior al que padecemos los habitantes del mundo “desarrollado” (entre los inuit, 141 miligramos por decilitro, en comparación con 204 entre los norteamericanos).
Hay otro detalle que llama la atención. Los primeros humanos modernos eran gigantes: con una talla media de más de 1,80 metros de altura (superior en diez centímetros a la talla media española actual) los cromañones serían tan altos como los noruegos actuales. Con la llegada de la agricultura la cosa cambió: la talla fue descendiendo paulatinamente, hasta llegar a un mínimo durante la Edad del Bronce (II milenio aC.), en la que encontramos situaciones de claro enanismo. Por ejemplo, en una muestra de enterramientos catalanes de esta época la talla media en el hombre era de 1,6 m., y de 1,5 m. entre las mujeres.
La degeneración fisiológica desde una complexión robusta (propia del Paleolítico) hasta otra raquítica (a partir del Neolítico) fue causada por dos circunstancias: el cambio de la dieta y el auge de nuevas enfermedades. El hombre paleolítico, cazador y recolector, se alimentaba de caza mayor (renos y mamuts, jabalíes, bisontes, cabras monteses, etc.), de caza menor (perdices, urogallos, y otro tipo de aves), de pescado (salmones, lucios), de frutos silvestres, miel, y de todo lo que pudiera recolectar en el bosque o en la tundra helada. En cambio, el habitante neolítico de los primeros poblados agrícolas de Oriente Medio se había de afanar en largas jornadas de trabajo para producir sus propios alimentos: trigo y cebada, carne de cerdo y buey, lentejas, leche de cabra, bebidas fermentadas…
La diferencia entre el cazador-recolector paleolítico y el agricultor neolítico es la existente entre el bosquimano que dedica doce horas en una semana en procurarse el sustento, aparentemente sin demasiado esfuerzo, y el granjero que, tras duras jornadas de esfuerzo, de sol a sol, consigue un fruto escaso de su trabajo, muchas veces arruinado por los caprichos de la meteorología.
Tal como afirma Marisa Ruiz-Gálvez (“La Europa atlántica en la Edad de Bronce”, Crítica, 1988):
“De acuerdo con antropólogos y paleopatólogos, volvernos campesinos no nos sentó nada bien. Nuestros antepasados campesinos no sólo trabajaban más que sus abuelos cazadores-recolectores, sino que encima vivían peor: las infecciones se volvieron más frecuentes; contrajeron enfermedades como la anemia y el paludismo, antes seguramente desconocidas; descendió la calidad de la alimentación y aumentaron los problemas de hambruna y malnutrición endémica, especialmente infantil, debido a la pobreza en nutrientes de la mayor parte de cultivos básicos y a la frecuencia de años seguidos de malas cosechas” (pág. 126).
Como hemos apuntado anteriormente, el cambio entre un modo de vida cazador-recolector y otro neolítico vino acompañado de diferentes patologías. La caries empieza a hacer acto de presencia en los dientes de los primeros campesinos, así como la avitaminosis, el escorbuto y el raquitismo (debido a la destrucción de los principios naturales de los alimentos a través de la cocción). La tuberculosis comienza aquí su mórbido recorrido.
¿A qué podemos atribuir este incremento de las infecciones, del raquitismo y de las malnutriciones? Las causas son variadas, pero todas apuntan en el mismo sentido: los primeros agricultores se encontraron con problemas de higiene desconocidos por los cazadores-recolectores nómadas. La dieta neolítica era asimismo menos equilibrada y nutritiva, y la calidad de los alimentos almacenados se deterioraba rápidamente a consecuencia de las plagas de pequeños roedores, lo que a su vez creaba un caldo de cultivo para nuevas variedades mortíferas de bacterias.
En esa época tienen origen las primeras epidemias. Dos de las plagas del Neolítico serían la lepra y la difteria: la primera sería transmitida al hombre por el búfalo asiático; la segunda estaría asociada al consumo de leche. Los campesinos sufrían deformidades óseas producidas por algunas prácticas agrícolas. Por ejemplo, el deterioro de las articulaciones de los dedos de los pies, los tobillos y las rodillas, el sobredesarrollo de los hombros y de la parte superior de los brazos, y las lesiones en la parte inferior de la columna vertebral son un indicio evidente del uso continuado de las piedras de moler para elaborar harina.
Además, las fluctuaciones cíclicas mermaban en no pocas ocasiones las reservas de grano que se apartaban para la cosecha del año siguiente, creándose las condiciones de períodos de hambruna. Y por último, los esfuerzos en las tareas agrícolas y ganaderas son proporcionalmente superiores a los de la caza y la recolección. Todo ello abonaba la gran catástrofe humana que supuso la adopción de un modo de vida agrícola-pastoril.
Sin embargo, tras la primera fase de “crisis” que supuso la consolidación de un modo de vida neolítico, se produjo un incremento considerable de la población, y una densificación notable de la presencia humana en el territorio: en el área de Oriente Medio, pasamos de una presencia media de tres habitantes por 160 kilómetros cuadrados durante el Paleolítico Superior, a 2.500 personas en ese mismo espacio con la sedentarización neolítica.
En definitiva, la estrategia neolítica de explotación intensiva del territorio permitió acomodar a un mayor número de personas en un espacio dado, sin que ello significara que su “calidad de vida” aumentara, sino todo lo contrario. De ahí que todavía existan en el planeta pueblos que se resistan a adoptar este modo de vida por miedo a perder los beneficios de la “vida salvaje”. Tal como afirma Peter Bellwood (“South East Asia before History”, en The Cambridge History of Southeast Asia, Cambridge, 1999): “Los modernos cazadores-recolectores en el Sudeste de Asia generalmente se resisten a la adopción total de la agricultura, a no ser que la escasez de recursos no les deje otra opción” (pág. 90).
Bien es verdad que el hombre “primitivo” no se podía permitir, en condiciones normales (especialmente durante el período paleolítico) disfrutar de una larga existencia: su expectativa de vida a duras penas rebasaba los treinta años, especialmente a consecuencia de la alta mortalidad infantil y del elevado número de accidentes. Esta situación no cambió hasta muy recientemente: no en vano, todavía en 1900 la esperanza de vida al nacer de la población española era alrededor de 35 años. Pero, ¡eso sí! Entonces ya no éramos salvajes, sino “civilizados”.
Edad de los Metales: primeras ciudades y ardor guerrero
Acabada la Edad de Oro, comienza la Edad de Plata. En ésta, según Hesíodo “[los hombres] no podían apartar de entre ellos una violencia desorbitada”. El Neolítico es conocido como la “edad de la piedra pulimentada” (de ahí “neo-lítico”, es decir: piedra nueva). Como hemos adelantado, esta fase de desarrollo histórico se caracteriza por el inicio de la domesticación de las plantas y los animales, y por la generalización de la vida en sociedad, con lo que todo esto conlleva: desigualdad entre ricos y pobres, especialización profesional, jerarquización política y, especialmente, un marcado sentido guerrero.
La agresión entre seres humanos no es distintiva de esta época, sino que bien pudo haber nacido con el Homo Sapiens. Sin embargo, lo que distingue la mera agresión de la guerra es el recurso a medios de destrucción sistemáticos, indiscriminados y masivos. Pondré un ejemplo: un hombre de la Edad de Piedra podría matar con facilidad a un adversario con un garrote, o lanzándole una piedra. Pero de este modo se expone a que el otro le mate a él primero, puesto que este “arma ofensiva” (el garrote o el proyectil de piedra) es demasiado primitivo para que suponga para él una “ventaja estratégica”. La diferencia entre la vida y la muerte la establece poseer más coraje, sangre fría, velocidad o suerte que el enemigo.
Como dice Robert Ardrey (“La evolución del hombre: la hipótesis del cazador”. Alianza, 1986, pág. 192), la guerra sólo nació cuando las armas ofensivas permitieron el ataque concertado junto con otros miembros de la tribu. Y ello sólo pudo suceder tras la invención del arco y las flechas, en el Norte de África, hace unos 18.000 años. De este modo se hizo posible matar a distancia sin el peligroso combate cuerpo a cuerpo, lo que si por un lado evidencia la bravura propia, por otro lado es enojosamente peligroso. El arco y la flecha, la honda y la jabalina, en cambio, permiten infligir el máximo daño al adversario con el mínimo riesgo para el combatiente.
La guerra no es distintiva del período paleolítico. En las pinturas rupestres del magdaleniense no se han encontrado representaciones de actividades guerreras, como sí en cambio aparecen en abundancia en la época neolítica. Otra cosa es el genocidio. No es descartable que el hombre de Cro-magnon hubiese exterminado hace unos 30.000 años al hombre de Neanderthal para evitar de esta manera una competencia vista como indeseable en sus áreas de caza.
Como decíamos, el Neolítico está cuajado de sentido guerrero. Ya durante el período precerámico, hacia el VIII milenio aC., la ciudad de Jericó estaba rodeada por una muralla, a fin de mantener a la aldea a salvo de peligros y agresiones externas. Hacia el 6500 aC. su tercera serie de murallas estaba precedida por un foso, con nueve metros de ancho y tres de profundidad. ¿Por qué tomarse tantas molestias contra las simples fieras, o contra las bandas de salteadores? La presencia de fortificaciones tan masivas en épocas tan remotas da fe de una actividad guerrera continuada y a gran escala, llevada a cabo tal vez por pueblos “bárbaros” que codiciaban las riquezas acumuladas en el recinto urbano.
La actividad guerrera puede estar detrás del dominio de unas élites, o caudillos, que a la postre acabó generando una clase gobernante. Pero volviendo a la fábula de las eras, con la que nos obsequió Hesíodo, tras la Edad de Plata llegó otra peor, la Edad de Bronce. Aquí la brutalidad aparece instaurada en su máxima expresión, hasta la llegada de la Edad de los Héroes, tan brutales como aquéllos, pero por lo menos un poco más “caballerescos”.
La intrusión del metal supuso para el mundo antiguo un shock que dejó, sin duda, su huella en la mitología universal. Provocó entre la población calcolítica (es decir, la contemporánea de la llamada Edad del Cobre, entre los milenios VI y III aC.) un fuerte impacto social, que se traduce en la acentuación de las diferencias de clase y jerárquicas, y en la consolidación de una casta guerrera. Por otro lado, el trabajo del metal implica el dominio de una serie de conocimientos que otorga al metalúrgico un status de brujo o chamán, dada su capacidad de convertir unos materiales en otros.
El metal fue para el pueblo llano el epítome de todos los peligros del cambio histórico y social propios de su época, al igual que para nosotros las novísimas tecnologías constituyen la tarjeta de visita de unos nuevos tiempos que no dejan a nadie indiferente. Ello tuvo una clara expresión en la imaginería universal: recordemos las “eras” de Hesíodo, así como el episodio bíblico de Caín y Abel. No resulta nada extraño que del primer asesino de la Historia (Caín) emergiese la primera raza de herreros. No en vano, este nombre podría provenir de una raíz hebrea (“qûn”) que significa “forjar el hierro”.
Esta presunción es algo más que una posibilidad: la espada nació en la Edad del Bronce Antigua, es decir, hacia el tercer milenio aC., y como sabemos aquélla simboliza por sí misma la actividad guerrera. La espada, como la rueda y el arado, es un elemento distintivo de una evolución social que nos ha conducido a la forma de vida que conocemos hoy día en el mundo occidental. Es, por ello, un resultado colateral del cambio que supuso pasar de una forma de vida agrícola-pastoril, pero rural, a un modo de vida urbano (y estatal). La espada es coetánea con la consolidación de los primeros imperios: en concreto, el de Sargón de Accad, en el III milenio aC.
Seguramente a manos de la espada sucumbieron las civilizaciones “pacíficas” de la época (según la arqueóloga lituana Marija Gimbutas, con marcado carácter matriarcal), tales como la minoica, la del Indo, etc. Detrás de ella aparecieron pueblos más “varoniles”, es decir, más agresivos y guerreros.
La violencia organizada –entendida como una actividad sistemática, no esporádica- no nació por generación espontánea, sino que se convirtió en parte integrante de un nuevo modo de vida: la sociedad urbana. Su asociación a políticas imperialistas, o bien a luchas intestinas entre ciudades-estado o reinos vecinos, no nos debe engañar: la guerra es otro fruto del progreso, un sarpullido más del “cambio” que supuso pasar de un modo de vida (agrícola-pastoril) a otro (urbano).
De nuevo, el cambio de paradigma social tuvo su precio; difícil de calcular, pero fácil de constatar. El metal, el vil metal, transformó de forma inexorable nuestro modo de vida, y las consecuencias que se derivaron de este hecho fundamental las estamos padeciendo aun hoy día.
Edad Media: ensanchamiento del mundo y dispersión de enfermedades
Según la Biblia, hacia el 1050 aC. los filisteos, tras su victoriosa batalla de Aphec contra los hebreos, se apoderaron del Arca de la Alianza y la llevaron al templo de Dagon (Samuel, 5:6). Entonces “la mano del Eterno se hizo grávida sobre los habitantes de Azoto, y los hirió con ophalim”. Sucesivamente, los habitantes de todas las ciudades a las que fue transportada esta Arca (Azoto, Gar, Akarón) sucumbieron ante el mismo mal, hasta el día en el que decidieron restituirla a los hebreos.
Esta sería una de las primeras descripciones de una epidemia. Los indicios son claros: un mal se extiende por contagio desde un lugar a otro, como suele ocurrir en todos los procesos infecciosos. Que éste se trate de peste bubónica (como señalan algunos) o de cualquier otro agente mórbido es lo de menos. Lo importante es comprobar cómo, ya en la Antigüedad, la movilidad y el contacto entre los pueblos contribuyó a convertir las enfermedades infecciosas en males universales.
En el 430 aC., cuando Atenas estaba en guerra con Esparta, aquella ciudad-estado es golpeada por una epidemia que acaba con la vida de un tercio de sus ciudadanos, entre ellos Pericles. Este brote infeccioso tuvo su origen en Etiopía, y a través de un buque procedente de Egipto, alcanzó el Pireo (el puerto de Atenas). En tiempos del Imperio romano, bajo Nerón y bajo Antonino, se produjeron sendas epidemias que produjeron decenas de miles de víctimas. Sus causas están claras; como afirma Marcel Sendrail (pág. 158):
“Los conquistadores [romanos] abrían a los gérmenes mórbidos imperios nuevos… Bacilos y virus escoltan a los ejércitos, acompañan a las flotas de puerto en puerto e incluso a veces se adelantan a las más salvajes invasiones. La enfermedad disputa a la guerra los poderes de la muerte”.
La enfermedad ha acompañado al ser humano desde que éste existe en la Tierra; pero su naturaleza ha cambiado de forma decisiva a través de los tiempos. En ocasiones a causa de los modos de vida, otras veces por eventos circunstanciales (mutaciones, transmisión de agentes patógenos desde especies animales al hombre, etc.) y, por último, por hechos atribuibles al contacto a larga distancia entre los pueblos.
Pondré un ejemplo: en un ámbito social cerrado, en el que no existe interrelación con otras gentes, las enfermedades son “endémicas”; es decir: se circunscriben al área geográfica ocupada por este pueblo. En cambio, cuando aquél entra en contacto con otras gentes, la enfermedad (si es contagiosa) deja de ser un endemismo para convertirse en una “epidemia” de mayor alcance. A veces estas epidemias se extienden a través de las actividades comerciales; en otras ocasiones a causa de la guerra, de la exploración o de la conquista.
Por eso, aunque con el tiempo los avances en la higiene, en la atención médica y en la dieta han mejorado hasta cierto punto las condiciones de vida de mucha gente, ello no ha impedido que las enfermedades infecciosas sigan causando millones de muertos en todo el mundo.
Pensemos en la famosa “peste negra” de la Alta Edad Media. A comienzos del siglo XIV se había culminado una fase de crecimiento demográfico y productivo en la sociedad medieval. Las urbes eran populosas y dinámicas; las ferias y el comercio daban fe de una era de prosperidad; las catedrales señoreaban sobre el perfil de la ciudad; se estaban experimentando nuevas técnicas agrícolas. Pero la población había crecido tanto, que se empezaban a producir los primeros “estrangulamientos” por lo que se refiere al abastecimiento de la población.
La guerra, las frecuentes carestías, y el hambre que estaba asociado a ellas, habían debilitado de tal modo a la gente, que los agentes microbianos podían campar a sus anchas.
La peste negra proviene del Asia Central, y su agente propagador es la rata, que llegó a nuestras costas en el siglo XII, transportada por los bajeles de los peregrinos de Tierra Santa. Es una pulga, la Xenopsylla chéophis, la que transmite la enfermedad; la rata es únicamente su portadora. Pues bien, hemos visto cómo las peregrinaciones y las Cruzadas desencadenaron la introducción en Europa de un agente mórbido que, desde 1347, en diez años llevó a la muerte a un tercio de la población: veintisiete millones de víctimas en total. A esta plaga le debemos imágenes tan “dantescas” como las procesiones de flagelantes, los progroms contra los judíos (acusados de ser los causantes de este mal), o la llamada “danza de la muerte”.
Esta gran epidemia no es la única que azotó al territorio europeo. Otro momento fatídico (cuajado de guerras y de desgracias), el siglo XVII, tuvo su culminación en la gran peste de Londres, de 1665, que en unos meses mató a 68.000 habitantes de la ciudad. Ni el progreso científico, ni los primeros hospitales, consiguieron aliviar el sufrimiento y el dolor provocado por la “democratización de la muerte” que supuso la generalización de las grandes enfermedades infecciosas (pues las epidemias no respetaban ni a ricos ni a pobres, ni a señores ni a villanos). Como dice Marcel Sendrail (pág. 314):
“La extensión del contagio en el siglo XVI, como consecuencia de una civilización que se mundializa, se explica en primer término por los viajes de exploración de tierras nuevas, más allá de los mares y los océanos”.
A la conquista del Nuevo Mundo (América) le debemos la introducción en Europa de la sífilis, el célebre “mal del viajero”. Éste es el epítome de lo que supuso, para la población mundial, la apertura de otros mercados, el ensanchamiento del mundo conocido. Los exploradores no sólo introdujeron en el Viejo Continente nuevos alimentos y nuevos vicios (el tabaco), sino también otras enfermedades, las cuales –puesto que nuestro sistema inmunitario no estaba preparado para combatirlas- produjeron sufrimientos suplementarios en la población mundial.
Volvemos a comprobar que todo progreso, todo avance, tiene un coste en término de bienestar y vidas humanas. Con la instauración de la vida civilizada, y con la mundialización de la economía, algunos problemas fueron resueltos pero, a cambio, otros nuevos fueron creados. Éste es nuestro sino: trabajar sin desmayo para no llegar a ninguna parte.
Revolución industrial: ¿dónde está el progreso?
Los “fundamentos del mundo moderno” (parafraseando un famoso libro de divulgación histórica) cabe encontrarlos en la Revolución Industrial del siglo XIX. Éstos fueron tiempos duros, o como diría Charles Dickens, “tiempos difíciles”. En esa fase de evolución histórica,se vinieron abajo los más elementales principios de humanidad y decoro. Y al mismo tiempo se establecieron las bases ideológicas de nuestro actual modo de vida: la democracia liberal, el socialismo, el sindicalismo, el nacionalismo, y otros “ismos” que todavía continúan vigentes.
El siglo XIX fue un siglo de libertades formales (donde las hubo) y de contradicciones sociales. Sin un servicio de salud pública, el trabajador se hallaba al albur de su propia buena fortuna. La suerte del empresario, como la del trabajador, también pendía de un hilo: su futuro se jugaba en la ruleta de la “competitividad”; y como ésta se determinaba –en aquella época- por el precio de la mano de obra, era el obrero el que acababa recibiendo la peor parte de toda crisis o recesión económica.
La Revolución Industrial tuvo un fuerte impacto sobre la inmensa mayor parte de la población británica. A mediados del siglo XIX la esperanza de vida entre la clase obrera era de 17 años, frente a 25 años de las clases medias. Más de la mitad de los niños británicos, durante ese mismo período, no llegaba a cumplir su quinto aniversario. Los motivos de todo ello no son difíciles de entender.
Si nos retrotayéramos al paisaje típico de la fase más cruda de la revolución industrial británica, veríamos montaña tras montaña de detritos proveniente de las minas o de las factorías siderúrgicas, a veces cubiertos de yerbajos, aunque el ritmo de crecimiento de esas inmensas pilas era tal, que no daba tiempo para que se formara una cubierta vegetal sobre ellas. También veríamos altas chimeneas que viciaban con su smog el aire circundante.
Las ciudades estaban superpobladas, y las condiciones de vida eran infectas. La presión demográfica a consecuencia del rápido proceso de industrialización llevó a un déficit de la vivienda tal, que mucha gente pasó a vivir en antiguas despensas o en húmedas bodegas, compartiendo el espacio con las ratas y las cucarachas. Numerosos edificios sufrieron transformaciones para doblar, o incluso triplicar, el número de habitaciones, en las que se hacinaban familias enteras. Según Marcel Sendrail (pág. 416):
“Las ciudades del siglo XIX siguieron el nacimiento de la industria. Su crecimiento acelerado se realizó sin tener en cuenta las necesidades elementales del hombre: abarrotamiento de la población, falta de aire, de luz y de sol en innumerables barrios, olvido casi general de las necesidades de espacio y de aire libre para los niños…”
Un informe elaborado en París en 1882 decía: “De una habitación se han hecho dos. Han colocado veinte camas en habitaciones que originalmente tuvieron diez” (y éstas no son pocas, digo yo). Un oficial de Liverpool afirmaba: “He atendido a una familia de 13, 12 de los cuales tienen fiebre tifoidea. Éstos yacen en el suelo; tan amontonados que a duras penas podía pasar a través de ellos”.
Sus condiciones de trabajo eran escalofriantes. En 1842 niños y mujeres estaban trabajando jornadas de hasta 13 horas en las minas inglesas. Su iniciación a la edad laboral comenzaba a los cuatro años.
El trabajo de los niños en las minas no era acorde a su edad. Los más pequeños se encargaban de abrir y cerrar puertas de ventilación; cuando eran un poco más mayores eran encadenados a unas vagonetas cargadas de mineral, que arrastraban (agachados) por pasadizos –completamente a oscuras- de medio metro de altura y doscientos metros de longitud. Cada año las minas se llevaban por delante a centenares de trabajadores, a consecuencia del hundimiento de las galerías, o de explosiones de grisú.
El trabajo en las fábricas no era menos arriesgado. Aquí las jornadas de trabajo promediaban entre 12 y 16 horas al día. Los trabajadores, apretujados, ejecutaban su labor en espacios cerrados o mal ventilados, rodeados de un ruido ensordecedor: para hablar entre ellos (lo que, por supuesto, estaba mal visto) debían aprender a leer sus labios. Muchos sufrían accidentes y enfermedades profesionales; el resto eran víctimas de la pobreza: fiebre tifoidea, cólera, malnutrición, neumonía y tuberculosis eran los principales azotes de la población más necesitada.
Sin embargo, a pesar de las duras condiciones de vida, existía un sentimiento de solidaridad y ayuda mutua entre las clases más desfavorecidas: los huérfanos eran acogidos por otras familias; los tullidos a consecuencia de accidentes eran apoyados por la comunidad. A falta de “protección social pública”, se instituyó una red informal de ayuda mutua, que con el tiempo fructificó en organizaciones más estables, tales como cooperativas de producción y consumo, sindicatos, ateneos culturales y partidos obreros.
La descripción de la clase trabajadora está muy bien ilustrada por Federico Engels (un colaborador de Carlos Marx) en su obra “La condición de la clase obrera en Inglaterra”. En ella dice: “Una gran cantidad de tullidos pueden ser vistos en Manchester: éste ha perdido un brazo o parte de uno; aquél un pie; el tercero la mitad de un pie. Es como vivir en mitad de un ejército justo después de volver de una campaña”. Carlos Marx, en el primer tomo de El Capital (Fondo de Cultura Económica, México, 1982), hace por su parte la siguiente descripción (pág. 190):
“El Dr. J.T. Arledge, médico-director del Hospital de North Staffordshire, declara: ‘Como clase, los alfareros, hombres y mujeres, representan… un sector de población física y moralmente degenerado. Son, por regla general, raquíticos, mal formados y muchas veces estrechos de pecho. Envejecen prematuramente y viven poco; flemáticos y anémicos, su débil constitución se revela en tenaces ataques de dispepsia, perturbaciones del hígado y los riñones y reumatismo. Pero las enfermedades a que se hallan más expustos son las del pecho: pneumonía, tuberculosis, bronquitis y asma’…”
El mismo autor afirma (pág. 199):
“En Marylebone (uno de los barrios más populosos de Londres) muere todos los años un 31 por 100 de herreros, o sea, 11 hombres, cifra que rebasa el grado medio de mortalidad de los hombres adultos en Inglaterra”.
Los castigos por la impuntualidad o el “mal comportamiento” laboral eran ejemplares. Se ha descrito uno que nos haría pensar en los bajeles piratas: en concreto, ser suspendido de los brazos encima de la maquinaria en marcha. Aunque por regla general, el correctivo se limitaba al puro y simple despido, o a multas en dinero; lo que entre gentes al borde de la inanición no era poco castigo. El “rancho” del día para los trabajadores ya lo podemos imaginar: éste, en Inglaterra, podía consistir, para comer, en una ración de nabos hervidos, con pescado podrido en su salsa. Y para cenar, una sopa espesa de vegetales de desecho.
Los problemas sociales y personales eran de los que encogían el corazón. Pensemos en el caso del típico deshollinador. Éste –una categoría laboral por sí misma- comenzaba su carrera profesional a los cuatro años, la cual se desarrollaba hasta que su edad le impedía subirse a una chimenea. Al realizar su servicio, la grasa, el sudor, el hollín de las chimeneas, y la sangre de las rascaduras le resbalaban por su cuerpo entumecido. Cuando se hacía mayor, la mayor parte de las veces estaba demasiado estropeado como para trabajar en una fábrica, y terminaba su vida como ladrón, limosnero o desratizador profesional. Ésta es la Inglaterra del siglo XIX retratada por la cáustica pluma de Charles Dickens.
Una nueva era de cambios
Pensemos por un momento en lo que ha supuesto para las diferentes generaciones de hombres y mujeres vivir estas épocas de cambio económico y social que acabo de describir. Contemplados con perspectiva, el paso del Paleolítico al Neolítico, del Neolítico a la Edad de los Metales, de la Edad Media a la Edad Moderna, y de la Edad Moderna a la Edad Industrial, ha supuesto un inmenso beneficio para el hombre moderno (al menos para aquél que tiene la fortuna de vivir en países desarrollados, con mayor calidad de vida). Pero para el hombre o la mujer que vivió de cerca dichos cambios, la situación debe haber sido difícil de sobrellevar.
Actualmente nos encontramos en una nueva era de cambios: de la Edad Industrial a la Edad Postindustrial (dicen). ¿Mejorará ello nuestra calidad de vida, o serán nuestros hijos los que se beneficiaran de los frutos de nuestros esfuerzos? Me atrevo a aventurar que ni una cosa ni la otra.