Consideraciones sobre la Economía Factorial
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CONSIDERACIONES SOBRE LA ECONOMÍA FACTORIAL
Prefacio
En numerosas ocasiones, el genio humano hace un mal uso de su innata capacidad de razonar. Si la “razón” (es decir, el pensamiento, el entendimento, o como quiera llamársela) ejerce su soberanía a costa de los hechos empíricos, la ciencia sigue un rumbo que puede llevarle a la parálisis o a la esterilidad. Pondré un ejemplo: cuando Ptolomeo formuló un Universo en el que la Tierra se situaba en el centro, y en el que las órbitas eran circulares, tuvo que usar un sofisticado sistema de epiciclos (órbitas dentro de una órbita) para explicar el movimiento aparente de los planetas (especialmente Marte). Incluso Copérnico mantuvo este esquema, aunque el Sol pasó a ser el centro. Finalmente, Kepler pudo deshacerse de esta innecesaria ficción suponiendo que las órbitas eran elípticas, no circulares.
Es decir, la ciencia no avanza a saltos, sino a pequeños pasos. Y a veces el científico ha de emplear artificios para ajustar la realidad a su propia teoría (no al revés). Estos artificios pueden ser una solución provisional satisfactoria. Pero a la larga la ciencia necesita encontrar soluciones sencillas para problemas aparentemente complejos. La ciencia requiere cinco condiciones para su desarrollo: 1) tiene que estar asentada sobre unos axiomas aceptados universalmente (sobre los que no quepa ningún género de dudas); 2) los teoremas han de ser simples; 3) ha de poder establecer leyes verificables (en ciencias naturales, a través de la contrastación empírica; en ciencias sociales, mediante el método comparativo); 4) ha de ser general, sin que quepan excepciones a la regla (dadas unas determinadas condiciones); 5) ha de permitir efectuar prognosis (formular predicciones sobre el acontecer de los fenómenos que estudia).
La ciencia trabaja mediante dos métodos: el inductivo y el deductivo. El primero, grosso modo, consiste en una simple recopilación de datos y hechos, y en la formulación de leyes generales, verificables con la realidad. Sin embargo, este método es incompleto: para su desarrollo se precisa una hipótesis de trabajo, accesible únicamente a través de la aplicación del método deductivo. El problema es cómo formular esta hipótesis: ¿mediante la recopilación de información; mediante la intuición? Como vemos, éste es un círculo vicioso de difícil salida. De momento, ningún epistemólogo ha dado con la solución del enigma de la creatividad (o el genio creador) en la ciencia: ¿existen musas, que inspiran a los científicos sus hipótesis; existe un mecanismo relacional que se oculta a la parte consciente de nuestro cerebro; o finalmente, las hipótesis son producto del afortunado procesamiento de información, a resultas del bagaje previo del científico?
Esta última posibilidad da idea de dos enfoques científicos (no excluyentes, sino complementarios): el analítico y el sintético. El primero se limita a estudiar sobre la marcha la información acumulada merced al llamado “enfoque descriptivo” (que consiste en una mera compilación o enumeración de hechos empíricos). El segundo recopila los resultados de ese análisis previo y pretende formular leyes generales causales. Aun así el científico no las tiene todas consigo: ¿Hay suficiente con una mera inducción enumerativa (es decir, establecer relaciones causales entre la repetición de los fenómenos y un efecto dado, a través de la simple observación); hay que acudir al experimento científico (con lo cual varían las condiciones del entorno donde éste tiene lugar); hay que acudir a modelos simplificados (donde se establece arbitrariamente qué variables son las más importantes, dejando de lado las demás); hay que establecer un “caeteris paribus” (viendo qué sucede cuando cambian las distintas variables, excepto las consideradas “constantes”)?
Como vemos, el método científico no está exento de limitaciones y de controversias. De todos modos, no es por falta de criterios para evaluar los modelos científicos; básicamente dos: su verificabilidad (por la comunidad científica), o su falsación (por la práctica).
Aún queda otra reflexión por hacer. Dilthey separó las ramas del saber entre las que entran en el reino de lo humano y las que se encuadran dentro del reino de lo natural (ciencias físicas, biológicas, geológicas, etc.) Las segundas, como se sabe, son de más fácil verificabilidad, pues a no mediar intromisiones teológicas (como las que, hace unos siglos, ejercieron los eclesiásticos, que pretendieron acomodar los descubrimientos científicos a las constricciones de las Escrituras), en principio sus conclusiones no tienen por qué estar viciadas de parcialidad respecto a tal o cual visión del hombre y de la sociedad (los intentos de construir teorías organicistas, vitalistas, darwinistas, o mecanicistas, no fueron más que intrusiones de las ciencias sociales en un campo que ha de estar rígidamente al margen de cualquier controversia ideológica). Me refiero, evidentemente, a la ciencia básica, no a la ciencia aplicada (o tecnología).
Sin embargo, en las ciencias sociales, es lícito (y casi saludable) colocarse unas anteojeras, que permiten al científico ver la realidad según el color más conveniente para su ideario. Digo que es saludable porque al menos así el estudioso proclama que su actividad entra más dentro del campo de la ideología que de la ciencia, y no engaña a nadie con supuestos postulados de “objetividad” o “positivismo”. En Economía (como disciplina) ello es todavía más evidente, si tenemos en cuenta la enorme variedad de corrientes que la componen. Sin duda, todas ellas pretenden ver los aspectos de la realidad que se aproximan más a su ideario particular. Todas ellas analizan aspectos parciales. Sin embargo, es difícil encontrar respuestas globales a una realidad global.
Pondré un ejemplo: supongamos que nuestro fin primordial sea preservar la viabilidad ecológica del planeta. Nuestras respuestas, lógicamente, estarán enfocadas de cara a restringir el crecimiento. Pero, ¿qué repercusión tendrá todo ello para los países pobres, o para los sectores sociales más precarios? En su lugar, la Economía ortodoxa hipostiza el crecimiento, pero ¿no socava ello la viabilidad del desarrollo y la calidad de vida en el futuro? En definitiva, una corriente mira al largo plazo, y la otra al corto plazo. Ambas recogen aspectos esenciales que hay que tener en cuenta; sin embargo, las dos (no sólo una de ellas) son esenciales, por lo que se hace necesario establecer una teoría global. Las anteojeras de unos y de otros impiden ver esa realidad global. La verdad, en ocasiones, es un compromiso entre posturas opuestas. Mientras que la Economía siga siendo una disciplina en la que prima más la ideología que la visión holística, continuará constituyendo una rama de la Política (por tanto, será una arma arrojadiza en la arena de la Política). Ese tipo de Economía es el que habitualmente se convino en llamar (cuando aún existía un sano escepticismo en el mundo del pensamiento) Economía Política. La Economía Positiva, plenamente científica, entra en otra dimensión: la del compromiso, la de la globalidad. Y por supuesto, este ideal no deja de ser una entelequia en un mundo dominado por las disputas sectoriales entre intereses particulares.
Acabaré este prefacio con una reflexión: ¿no es hora ya de intentar conciliar todo lo que de útil y viable tienen las distintas corrientes económicas, en una síntesis superadora? Estoy convencido de que ésta habría de ser la auténtica Economía científica (positiva). Mientras que veamos la realidad con el color de nuestras particulares anteojeras, continuaremos viendo lo que queramos ver, que no es en absoluto la realidad global: en lugar de órbitas elípticas, tendremos epiciclos; la esfera celeste, superando la velocidad de la luz, dará vueltas en torno a nosotros, a nuestra entera satisfacción.
Objetivos
Esta obra pretende demostrar:
a) Que para entender los principales mecanismos del crecimiento económico basta con estudiar los factores de oferta. Por ello este enfoque se denomina “economía factorial”.
b) Que el beneficio capitalista es algo más que un residuo entre lo que se gana y lo que se gasta. Según mi teoría, el beneficio total es la adición de los beneficios medios (cuya expresión aritmética, como veremos más adelante, equivale a la mitad de la tasa de crecimiento corriente) y de la eficiencia global (el residuo, en un momento dado, entre la tasa de crecimiento del producto global y la de la inversión global).
c) Que el “cambio técnico” (que yo equiparo a la “eficiencia global”) puede ser incorporado en este esquema global como un ítem residual (véase el epígrafe “b”) o agregado (es la adición ponderada de la tasa de incremento de las productividades del capital y del trabajo), y es tan tangible y consistente como otros factores que son estimables de forma agregada (como el producto y la inversión, básicamente).
d) Que con estos elementos es posible explicar las causas y el desarrollo del ciclo.
e) Que con estos elementos es posible anticipar la evolución a corto plazo del ciclo.
f) Que con estos elementos es posible conocer la tendencia a largo plazo del crecimiento, aunque varíe la aplicación relativa de factores de producción (por ejemplo, si el aumento del capital fijo, o la incorporación de cambio técnico, producen “paro tecnológico”).
g) Que el crecimiento óptimo es el que yo denomino “neutral”: aquél en el cual la inversión global crece al ritmo de la productividad global. Este ritmo de crecimiento corresponde al nivel de beneficios medios referido en el epígrafe “b”.
h) Que el ciclo es un subproducto del crecimiento espasmódico, causado por desequilibrios iniciales.
i) Que estos desequilibrios están causados por la existencia de una reserva previa de capital y de trabajo en desuso.
j) Que la aplicación de “productividad aparente” (aumento de producto con disminución neta del empleo) a largo plazo disminuye la tasa de rendimiento del capital.
k) Que es posible incorporar elementos de las principales corrientes económicas en un tronco común: el de la “economía factorial”.
Nota: por razones de comodidad, cuando hablo de “incremento” quiero decir “tasa de incremento”.
Estructura de la obra
Este libro está divido en cuatro partes. En la primera se analizan a fondo cuatro conceptos esenciales del modelo: el beneficio, la productividad, el cambio técnico y la economía factorial. Estos cuatro conceptos marcan las pautas que seguiré a lo largo de toda la obra (al final de la primera parte hay una somera terminología del vocabulario que emplearé a lo largo de todo este libro). En la segunda parte realizo un estudio estático del ciclo económico. En la tercera parte analizo el crecimiento económico tendencial (a largo plazo). En la cuarta parte, por último, planteo la aplicación instrumental que esta teoría puede tener en el mundo moderno (desde el punto de vista político, empresarial y macroeconómico, fundamentalmente).
¿Qué es el beneficio?
Existe un vicio muy extendido entre algunos estudiosos de los fenómenos sociales: considerar que la dinámica de los grandes agregados tiene un funcionamiento idéntico al de sus órganos constituyentes. Por ejemplo: ¿no se ha dicho que un país funciona como una gran empresa, o como un cuartel, o como una casa? (Recordemos que, etimológicamente, el término “Economía” significa “administración de la casa”.)
Sería por mi parte ridículo caer en esa dañina costumbre. El resultado de una tal concepción está lejos de ser inocuo: en la práctica, supone implementar medidas inadecuadas, pues el todo (en cibernética) es algo más que la suma de las partes. Existen una serie de coalescencias y sinergias que producen unos resultados cualitativa y cuantitativamente muy diferentes a la simple suma de las partes: las “economías de escala”, por ejemplo, multiplican por un factor “x” (ciertamente elevado) la simple aplicación de nuevos inputs productivos; de la misma manera, el trabajo coordinado dentro de una empresa no equivale a la simple yuxtaposición de los esfuerzos de sus trabajadores. En definitiva, lo que hace que un país sea mucho más que la suma de sus componentes (unidades familiares, empresas, regiones) es este factor “x”, de cálculo intuitivo (después comprobaremos que únicamente se puede hallar de manera residual), pero de significación ciertamente real.
Sin embargo, a veces se incurre en el vicio opuesto: considerar que no hay ningún vínculo entre el micromundo y el macromundo. (¿No sucede ésto incluso en ciencias físicas, en las cuales no se ha encontrado la ligazón entre la teoría cuántica, probabilística, y la teoría cosmológica newtoniana, rigurosamente determinística?) En el ámbito de la Economía, se suele considerar que la esfera de las unidades de producción (las familias y las empresas) actúa de forma independiente, con reglas diferentes a las aplicables en la esfera de los grandes macroagregados (la macroeconomía). Creo que esta concepción tampoco es correcta.
A mi entender, la verdad (como casi siempre) está en un justo medio: ni las partes funcionan como el todo, ni las partes funcionan al margen del todo. El todo y las partes están íntimamente imbricados, de tal modo que no puede entenderse el funcionamiento del todo sin el de las partes. Las partes y el todo funcionan según unas mismas reglas. La labor del científico social consistiría en encontrar la teoría unificadora que relaciona el micromundo (las unidades económicas) con el macromundo (los grandes agregados). Éso sí, sin perder de vista que el todo y las partes actúan de forma autónoma, si bien no ajena entre sí. Es decir: cabe establecer relaciones de causalidad entre ambas esferas, que están íntimamente ligadas; pero no cabe extrapolar la dinámica propia de una de estas esferas a la otra (por ejemplo, considerando que lo que es bueno para una esfera lo es necesariamente para la otra).
(Quisiera hacer un inciso sobre esto último. Se dice que lo que es bueno para una casa –ahorrar de cara al futuro- lo es también para un país. Pero un país no es únicamente una unidad de producción: también es una unidad de consumo; y el fin último de la economía –creo que en éso sí hay acuerdo entre los economistas- es satisfacer las necesidades -de consumo- de los ciudadanos. Ahorrar en un país significa no consumir, y si no se consume no se adquire lo que ese país produce. Por otro lado, si ese país valora en algo el bienestar de sus habitantes, sacrificará en parte el ahorro –y el desarrollo futuro- para dedicar un remanente a aumentar la calidad de vida de sus ciudadanos. Incluso dedicará parte de esos fondos no a aumentar la capacidad productiva, sino a preservar el entorno. Por lo tanto, no son aplicables en la misma medida idénticas estrategias de actuación en uno y otro ámbito.)
Así pues, creo haber demostrado que se podrían aplicar similares pautas de actuación en el ámbito de lo microsocial y de lo macrosocial, siempre que no se extrapolen de forma indebida. Por ejemplo, si bien no cabe pensar que una empresa y un país han de funcionar de forma idéntica (pues cada una de estas esferas tiene sus respectivas peculiaridades, ya que forman sistemas abiertos diferenciados), sí les son aplicables las mismas reglas de comportamiento ante situaciones dadas: la capacidad productiva de un país es la suma de la capacidad productiva de sus empresas, por lo que cabe hablar de una capacidad productiva global, como en el caso de una empresa; el desgaste de esta capacidad productiva es la suma del de sus empresas, por lo que cabe hablar de unos gastos de reemplazamiento globales; el grado de uso de la capacidad productiva global es el promedio del de las empresas; sin embargo, el nivel de beneficio global, ¿es el promedio del de sus empresas? Aquí entramos en un tema delicado, que es básicamente el hilo conductor de todo este trabajo.
Si es fácil calcular la capacidad productiva global, su desgaste, y su uso, e incluso si cabe hablar de un “producto neto” (en un período dado), no lo es tanto calcular el nivel de beneficio global de un país; y me atrevo a afirmar que tampoco el de una empresa, puesto que todavía no se ha definido de forma convincente el concepto “beneficio”. Mi hipótesis de trabajo, que subyace en toda esta obra, es que se ha dejado de lado, hasta el momento, un importante componente del “beneficio total”: la productividad. Actualmente, grosso modo, se entiende por beneficio el residuo entre lo invertido y el producto obtenido de esta inversión. Pero este cálculo sería correcto sólo en el caso de que este beneficio fuese “normal”: es decir, sólo cuando es la remuneración “promedio” de este esfuerzo inversor.
Veamos por qué. El beneficio que una empresa puede ganar es siempre indeterminado. En parte depende de los criterios contables de la empresa, en parte de la voluntad del empresario (qué margen de producto retiene para sí), y en parte de las circunstancias coyunturales. Pero hecha esta observación, cabe hablar de dos tipos de beneficio: el llamado “normal” (que está en sintonía con el considerado “promedio” en el sector productivo en cuestión, que por supuesto habria de remunerar convenientemente el esfuerzo inversor) y el “superbeneficio”. Generalmente, se ha establecido que el primero es “competitivo”, y el segundo tiene carácter “monopolista”. Es decir, el primero está limitado por la existencia de numerosos competidores, y por el juego de la oferta y la demanda; en cambio, el segundo no tiene límite fijo (aunque cabe distinguir entre situaciones de monopolio perfecto, y de competencia monopolista).
Para simplificar, supongamos que el ámbito económico es perfectamente competitivo. En ese caso todas las empresas obtienen, si las circunstancias son favorables, y su funcionamiento (que viene dado por su balance de costes y beneficios) es competitivo, unos beneficios “promedio”. Pero no basta con que exista un ámbito perfectamente competitivo para que los beneficios sean “normales”. Pues no podemos olvidar otro ítem importante: la productividad.
Ahora imaginemos que todas las empresas, en un ámbito perfectamente competitivo, tienen unos beneficios “promedio” iguales, y por lo tanto sus beneficios son “normales” desde este punto de vista. Pero si el mercado de trabajo es tal que los empresarios están en una posición de fuerza respecto a los trabajadores, aquéllos están ganando de hecho “superbeneficios”, porque se encuentran en una situación de monopolio respecto a los trabajadores (toda situación de monopolio es una situación de fuerza).
¿Cómo es posible adquirir esta posición de fuerza, o monopolio, en el mercado de trabajo? Existen básicamente dos vías: la primera tiene carácter preindustrial, y consiste en una superabundancia de oferta de trabajo en relación a su demanda (es característica de los períodos de superpoblación, con una capacidad de consumo escasa); la segunda tiene carácter moderno, y consiste en una superabundancia de capacidad técnica, en relación a la demanda de trabajo (en este caso, sin embargo, la capacidad de consumo está desarrollada). En ambos casos, el empresario está en una posición de fuerza respecto al trabajador; en ambos casos el precio de la fuerza de trabajo se reduce; en ambos casos el empresario está en disposición de obtener superbeneficios.
Ahora consideremos, más de cerca, su remuneración. Si el empresario, a cuenta de los perfeccionamientos técnicos, ahorra tanto capital como trabajo (pues el capital técnico está en condiciones de ofrecer más producción a menor coste), sin merma (e incluso aumento) del producto, es evidente que se produce una situación en la cual el incremento de la productividad del trabajo supera con creces el de la remuneración de los trabajadores (por disminución de sus efectivos, de sus salarios, o por ambos motivos a la vez). ¿Y cuál es, para la economía “ortodoxa”, la remuneración “adecuada” para la fuerza de trabajo? Por supuesto, la que se ajusta a su productividad marginal.
(Si la productividad del trabajo crece por encima de la remuneración de los trabajadores, cabe la posibilidad de que los precios de los productos se reduzcan en la misma medida, sin que se produzcan los “superbeneficios” a los que nos hemos referido antes. Si éste no es el caso, se producirán situaciones de superproducción, excepto si el producto excedentario se exporta al extranjero. Pero aun en este último caso, se sobreacumulará un capital que, en buena parte, estará ocioso, y que en momentos expansivos puede financiar nuevas inversiones en capital técnico ahorrador de mano de obra. Así, se crea una cadena causal que, como veremos más adelante, a largo plazo puede producir una disminución tendencial de los rendimientos empresariales.)
A saber: si el incremento de la productividad del trabajo, a causa de las mejoras técnicas, supera con mucho el incremento de la remuneración de los trabajadores (siempre que el aumento de la productividad no vaya acompañado por una disminución colateral de los precios de los productos), es evidente que el empresario está recibiendo un excedente, más allá del beneficio que, como veremos, se puede considerar “normal”, que en puridad habría de remunerar su personal contribución a la producción. Este excedente es un “superbeneficio”, que (repitamos) es extraído de la remuneración de los trabajadores. Y lo es a pesar de que el conjunto de las empresas competitivas obtiene beneficios “promedio”, o normales. En definitiva, se demuestra que, cuando introducimos el cambio tecnológico, (que incrementa la productividad y disminuye la demanda de trabajo), lo que para el mercado son beneficios “promedio”, para la empresa en cuestión son “superbeneficios”.
(Puede aducirse a lo dicho aquí que no hay límite superior razonable para la remuneración del capital, que todo beneficio más allá del “normal” es un premium al buen hacer del empresario. Ello es cierto. Pero aquí no pretendo hipostizar el “beneficio” en sí, sino hacer resaltar que hay que distinguir entre el beneficio “promedio”, tal como se entiende a un nivel macroeconómico, y el beneficio “normal” en su dimensión empresarial, que consiste en parte en una requisa -posibilitada por la introducción del cambio tecnológico- de renta que habría de revertir en los trabajadores.)
Nótese que, según el principio marginalista, la remuneración adecuada (sin mediar relaciones de fuerza entre los factores productivos) para los trabajadores vendría dada por su productividad marginal: si la productividad marginal del trabajo crece un 4% en un período dado, su remuneración (real, no monetaria) habría de crecer también un 4%; si, en cambio, crece un 1%, la diferencia va a parar a las manos del empresario, que la puede usar para su disfrute personal o para la inversión. Y viceversa, cuando la clase trabajadora está en situación de fuerza, todo el incremento de su remuneración que supere su productividad marginal es extraído de la remuneración que habría de revertir en el empresario.
Por lo tanto, y aquí es donde quería llegar, el beneficio no es algo tan simple como el residuo entre lo que el empresario gasta y lo que gana. Al beneficio “promedio” en su sector, hay que oponer el beneficio “normal” de la empresa. Notemos que el beneficio “normal” de una empresa individual puede estar en parte constituido (o no) por los “superbeneficios” a los que nos hemos referido antes, por lo cual puede superar (o no) el beneficio “promedio” del sector. En cambio, según mi interpretación, el beneficio “medio” global deriva, no del promedio del sector en que se inserta la empresa, sino del nivel de crecimiento de la productividad global que iguala el nivel de crecimiento de la inversión global, con una tasa de incremento del producto dado. Esta cifra equivale, como veremos más adelante, a la mitad de la tasa de incremento del producto.
Pero aún teniendo el beneficio “medio” global no tenemos el beneficio “total”. Éste viene dado por la adición del beneficio medio y de la productividad global, con un nivel de inversión dado. Para poder comprender esta asunción pondré un ejemplo. Puede suceder que un empresario obtenga unos beneficios “medios” (de acuerdo con nuestra definición) satisfactorios y unos resultados totales insatisfactorios. Lo cual no es descabellado: los beneficios medios son “absolutos”, en el sentido de que son calculados en función del aumento de la cifra total de negocios. Supongamos que ésta crece un 10% en un período dado; ello puede parecer satisfactorio (la eficacia es alta); pero si tenemos en cuenta los medios empleados para este incremento la sensación puede ser muy otra. Por ejemplo, si la inversión ha crecido ese mismo año un 15%, los resultados (su eficiencia) son descorazonadores. El aumento absoluto (un 10%) es significativo, pero su incremento relativo respecto al de la inversión (un 15%) no es remunerador. (En términos aritméticos, el beneficio medio, según mi interpretación, tendría un incremento “absoluto” de un 5%; pero como el incremento de la productividad es de un –5%, resultado de restar el incremento de la inversión del incremento del producto, el beneficio total sería cero.)
Este ejemplo demuestra la importancia de considerar el incremento de la productividad en el cálculo total del incremento del beneficio, del mismo modo que se suele distinguir entre la eficacia de un esfuerzo (sus resultados absolutos) y la eficiencia de ese mismo esfuerzo (sus resulados relativos, en función de los medios empleados). Los beneficios totales no serían más, pues, que la suma aritmética de los beneficios medios (según mi terminología) y de la productividad global (producción global menos inversión global) de un país o de una empresa.
Hasta aquí hemos puesto las bases de lo que yo considero una interpretación innovadora del beneficio. Pero volvamos a la reflexión que abrió este capítulo. ¿Cabe establecer un puente entre el mundo de la empresa y el de los macroagregados? Mi respuesta es, abiertamente, positiva. A lo largo de este trabajo pretendo demostrar que, dentro del macroagregado económico, son aplicables las mismas reglas, por lo que se refiere al comportamiento económico, que las empleadas en el microcosmos de la empresa. O, en otras palabras, que en la macroeconomía existe un comportamiento racional, pues es la agregación de los comportamientos individuales de los diferentes agentes económicos (por supuesto, con el debido desfase). Y es más, este comportamiento es previsible, anticipable, y funciona con unas leyes, que son básicamente las mismas que predominan en el mundo de la empresa (especialmente una: cuando el empresario/el sistema económico pierde/gana incentivo para invertir, se revierte la fase recesiva/expansiva del ciclo en el que se encuentra en un momento coyuntural dado).
Por último, me atrevo a afirmar que este mecanismo funciona con muy pocas variables: renta, trabajo y capital (y estas dos últimas, debidamente ponderadas, conforman una sola: la inversión). Con estos solos elementos cabe extraer toda la riqueza y complejidad de la vida económica. Lo que equivale a decir que la esfera de la producción (o de la oferta), por sí sola, explica la mayor parte de fenómenos económicos, sin que se haga necesario emplear otro tipo de variables (monetarias básicamente, pues las variables de demanda están implícitas en la evolución de la renta agregada).
¿Qué es la productividad?
En un país es necesario utilizar determinados recursos productivos (inputs) para obtener un producto (output). Este producto es “neto” si le deducimos el reemplazamiento del capital dado de baja (por obsolescencia técnica o por desgaste). Este producto, por último, es “a coste de los factores” cuando deducimos los impuestos indirectos y las tasas a la importación. Con ello tenemos la “renta nacional” a coste de los factores. Podemos conocer la evolución de la producción en el tiempo (su incremento o decremento) si homogeneizamos los datos, calculando las magnitudes con cifras constantes (en relación a un año base).
La evolución del producto dice mucho sobre la salud económica de un país (o de una empresa). Sin embargo, este dato es insuficiente. Como en el caso del beneficio, hemos de contrastarlo con otras magnitudes para conocer su entera significación. ¿Cuáles son éstas?. Básicamente la tasa de crecimiento de la población y la tasa de crecimiento de la inversión.
Si relacionamos la evolución del producto con la tasa de crecimiento de la población sabremos si el sistema económico satisface las necesidades de una población en crecimiento. Si el crecimiento del producto es inferior al de la población, la dotación de bienes por cada habitante disminuirá, y el bienestar económico (producto per capita) se contraerá; si el crecimiento del producto es superior al de la población, la dotación de bienes por cada habitante aumentará, y asimismo lo hará el bienestar (referido en estrictos términos económicos, por supuesto).
Por su parte, si relacionamos la evolución del producto global con la tasa de crecimiento de la inversión global, tenemos la evolución de la productividad global. La productividad, strictu senso, es la razón entre el producto (en términos absolutos) y la inversión (en términos absolutos). La inversión, por su parte, cabe dividirla entre inversión en trabajo y en capital técnico. La productividad del trabajo tiene una evolución más moderada que la del capital técnico, puesto que la variación de las cifras de empleo no es tan volátil como la del capital técnico. Por otro lado, la productividad del trabajo tiene, usualmente, mayor significación estadística, puesto que el empleo es un factor más “sensible”, y puesto que, en un país con libertad de despido, la desocupación es un aliviadero de la presión sobre los negocios.
Hemos de considerar que el mercado de trabajo es un mercado como cualquier otro. Es decir, si hay abundancia de oferta de fuerza de trabajo, y escasez de demanda, el precio de la fuerza de trabajo disminuirá; en cambio, si hay escasez de oferta de fuerza de trabajo, y abundancia de demanda, el precio de la fuerza de trabajo aumentará. Por ello, el desempleo es un aliviadero de la presión hacia el capital: un fondo permanente de desempleados disminuye a largo plazo el precio de la fuerza de trabajo (el mismo efecto produce la importación de mano de obra barata, la deslocalización de ciertas actividades productivas hacia los países con trabajo barato, o la introducción del cambio tecnológico).
La productividad del trabajo es un índice “sensible” porque es un buen indicador del estado real de la productividad: mientras la productividad del capital tiene carácter volátil (pues el capital tiene un comportamiento muy elástico en relación al ciclo económico), la productividad del trabajo, aun con un comportamiento anticíclico (crece cuando el ciclo es recesivo y disminuye cuando el ciclo es expansivo), se ajusta más estrechamente a la tendencia del ciclo. La reserva de fuerza de trabajo es como un lastre que se mantiene a bordo (del globo) cuando la tendencia es ascendente y que se arroja por la borda (del globo) cuando la tendencia es descendente . Es, por ello, un regulador necesario para el sistema capitalista de crecimiento espasmódico: 1) regula y controla el precio de la fuerza de trabajo; y 2) regula y controla los efectivos del mercado de trabajo en función del momento del ciclo.
Ya he avanzado que la productividad del trabajo tiene carácter anticíclico. ¿Por qué? Para responder esta pregunta, primero hemos de explicar un concepto casi metafísico: el de las “economías de escala” en la economía actual (con carácter altamente concentrado). Este concepto hace referencia a un hecho constatado en la realidad: generalmente, a medida que aumenta la dimensión de una unidad productiva, su rentabilidad (y su eficiencia técnica) aumenta más que proporcionalmente. Ello puede ser debido a varias causas: 1) disminuyen los costes de aprovisionamiento (de proveedores, de energía, de materias primas, de capitales, etc.); 2) a medida que aumenta el número de unidades producidas, disminuyen los costes fijos imputables a cada una de ellas; 3) disminuye el contingente de reservas necesarias, tanto en el aprovisionamiento de materias primas y de productos semiacabados, como en el almacenamiento de productos acabados; y 4) aumenta la experiencia y la capacitación del personal (idea expresada por el concepto “curva de aprendizaje”).
Sigamos con este razonamiento. Si es verdad que se producen “economías de escala” cuando aumenta la dimensión de las unidades productivas (es el caso de la moderna economía capitalista), ¿por qué aumenta la productividad del trabajo en los momentos de crisis; y por qué disminuye en los momentos de expansión, cuando las ventajas de las “economías de escala” habrían de ser mayores? Pongámonos en el lugar de un empresario que ante todo trata de maximizar la rentabilidad de su empresa (o asegurar su viabilidad futura). En los momentos expansivos, para mantener su posición en el mercado, ha de emplear la mayor parte posible de su reserva de capacidad técnica de producción (básicamente maquinaria), y ocupar el mayor número posible de trabajadores, para satisfacer los picos de la demanda y evitar “rupturas de stock” (es decir, momentos en los que la producción no da abasto para satisfacer la demanda). Ello, si por un lado disminuye los costes fijos imputables a cada unidad producida, por otro lado aumenta los costes variables imputables a la necesidad de emplear más trabajadores, para satisfacer la demanda de un período floreciente. Lo cual, sin duda, tiene su coste en términos de “productividad”.
Veamos por qué. A medida que se emplea un mayor porcentaje de la capacidad productiva acumulada, y un mayor número de trabajadores, y de que aumenta el ritmo de empleo del capital fijo (e incluso del variable: horas extras), se producen varias causas de ineficiencia: 1) un mayor desgaste del capital fijo (y también del humano); 2) una redundancia en el uso del capital humano (a medida que éste aumenta, se incrementan los solapamientos, las ineficiencias organizativas, etc.); y 3) una disminución de la productividad marginal del trabajo.
La reducción de la productividad marginal del trabajo tiene una causa muy sencilla. La capacidad productiva acumulada es un stock, y por lo tanto tiene el mismo carácter que puede tener la capacidad productiva de un área de tierra fértil. Ciertamente, el rendimiento de ésta puede mejorar si se optimiza su explotación (si aumenta el uso de fertilizantes, o si se mejora el habituallamiento técnico); pero, a corto plazo, hay un límite infranqueable, en términos de productividad, que no puede ser rebasado. En una fábrica, con un stock de capacidad productiva (en forma de maquinaria y de un determinado nivel técnico incorporado en las máquinas), existe también un límite infranqueable de productividad. Para aumentarlo podemos hacer varias cosas: 1) incrementar el número de máquinas; 2) aumentar la eficiencia técnica; 3) mejorar la organización productiva o laboral, etc. Pero a corto plazo, la capacidad productiva es inelástica. Se necesitan largos plazos de tiempo para mejorar la eficiencia técnica de una unidad productiva. A corto plazo, podemos considerar que la capacidad productiva es limitada.
Ahora consideremos qué pasa cuando incorporamos, en un corto período de tiempo (por ejemplo, para aprovechar una punta favorable de la demanda), más y más trabajadores. Al principio, la productividad (es decir, la producción por unidad laboral) puede aumentar; pero, pasado un cierto momento, comenzarán a producirse redundancias e ineficiencias, que disminuirán la productividad de los trabajadores suplementarios. Según la teoría neoclásica, el empresario continuará contratando nuevos empleados hasta el punto en que los costes marginales (debidos a la incorporción de nuevos trabajadores) se igualen a los ingresos marginales (debidos a los ingresos suplementarios producto de la incorporación de nuevos trabajadores). Por su parte, la remuneración salarial del último trabajador empleado de ningún modo puede superar su producto marginal; es decir, el producto del último trabajador ha de ser suficiente para pagar su salario (y, por supuesto, dejar algún excedente). Pero en ese momento el incentivo para contratar nuevos trabajadores desaparece.
En resumidas cuentas, a corto plazo, hemos de considerar la capacidad productiva como inelástica (se necesitan años para aumentar significamente la capacidad productiva, o mejorar la organización, de una empresa o de un país). El empleo de trabajo es, por ello, el lastre que se recupera o se arroja por la borda. La inversión en nuevo capital técnico incrementa sólo de manera fraccional la capacidad productiva a corto plazo. Es por ello que la productividad del trabajo es “sensible” y la productividad del capital “volátil”.
Explicaré con más detalle esto último. ¿Por qué es volátil la inversión en capital técnico? Porque éste se financia con reservas de ahorro acumuladas en plazos largos de tiempo, que sólo emergen en momentos muy determinados (generalmente expansivos), y que se retraen en otros momentos (generalmente recesivos). El capital que financia el equipo productivo tiene el mismo comportamiento que cualquier otro tipo de capital volátil (especulativo).
Para acabar con estos preliminares, trataré de explicar, por último, por qué en momentos recesivos la productividad del trabajo tiene tendencia a aumentar. Antes dije que en picos expansivos de demanda, el empresario (y el sistema económico, en general), se ve obligado a incorporar nueva fuerza de trabajo para no perder su posición en el mercado. Se produce, pues, una situación con preponderancia de la demanda sobre la oferta (la demanda arrastra a la oferta). En esas circunstancias, por lo general, se producen fenómenos inflacionarios: la demanda aumenta, y los precios de los productos aumentan por dos causas básicas: 1) por el influjo del aumento de la demanda (inflación de demanda); y 2) por el aumento de los costes unitarios de producción (inflación de oferta). Estos dos efectos combinados explican los llamados “calentamientos” inflacionarios de los períodos expansivos.
En cambio, en períodos recesivos, el empresario no sólo se ve impelido a disminuir mano de otra, sino que también debe disminuir parte de su capacidad productiva acumulada, para reducir costes fijos (en caso contrario, esa capacidad productiva acumulada no en uso entrará en un estado de desvalorización por obsolescencia, o bien por disminución de su valor contable). Hemos de tener en cuenta que los costes fijos se reparten por cada unidad de producto; son, por decirlo así, un coste operativo del que el empresario no se puede desprender, si no es reduciendo el stock de capacidad productiva. (Recordemos que, en cambio, los costes variables varían en relación directa con el empleo; si éste disminuye, los costes variables disminuyen.)
Así pues, en fases recesivas, nos encontramos con el siguiente cuadro: 1) disminuye la demanda (y por tanto, si no se exporta, también la producción interior); 2) aumentan los costes operativos (resultante de repartir los costes fijos en un número menor de unidades producidas); 3) disminuyen los precios (como respuesta a la disminución de la demanda y a la competencia); 4) disminuyen los costes variables (como consecuencia de la disminución de la mano de obra); y 5) aumentan los costes de inmovilizados (como consecuencia del aumento del stock de productos invendidos).
Un empresario razonable responderá, ante esta situación, de la siguiente manera (lo que se reflejará en el sistema económico a nivel global): 1) disminuirá la mano de obra empleada; 2) disminuirá los precios (si es necesario); 3) se deshará de parte de la maquinaria obsoleta o en desuso (para disminuir costes operativos); 4) mejorará la organización (para aumentar la eficiencia productiva y disminuir los costes de inmovilizados). En general, las expansiones se fraguan en las recesiones. Las empresas con futuro se gestan en los malos momentos. Ello es así porque es en las recesiones cuando se optimizan los recursos y se ajustan los resortes que hará a una empresa viable en el largo plazo. Las empresas que se reestructuran en las recesiones, están en una posición fortalecida en las expansiones.
Ahora bien, ¿por qué aumenta la productividad? En primer lugar, porque la disminución del consumo afecta únicamente a unos sectores muy concretos de la producción: los denominados “sectores elásticos”. Hay que tener en cuenta que el consumo, básicamente, tiene unos límites fisiológicos (de subsistencia) en los bienes “primarios”, y que éstos no experimentan de manera dramática la evolución del ciclo; en cambio, hay otros bienes (“secundarios”, o de lujo), que evolucionan a la par del estado del ciclo (existe, por último, un tercer tipo de bienes, llamados por ello “terciarios”, que se han convertido prácticamente en bienes de primera necesidad: básicamente educación, salud y esparcimiento). Por lo tanto, los estados de crisis económica repercuten especialmente sobre sectores muy determinados de la economía: automovilístico, construcción, etc. Otros sectores sufren en menor medida los efectos de la crisis.
Es decir, a nivel global, el impacto de la crisis sobre la producción tiene, en general, carácter limitado (en los países avanzados, la producción, si acaso, disminuye un 3 o un 4%; excepto en reestructuraciones brutales, como la sucedida en los países del Este o, más recientemente, en ciertos países asiáticos). Por lo tanto, tenemos, en primer lugar, que en términos generales el impacto de la crisis sobre la producción global es pequeño. En segundo lugar, a causa del llamado “multiplicador keynesiano”, el impacto sobre el empleo es generalmente superior. Finalmente, en un país (o una empresa) hay que contar con una capacidad productiva acumulada, con un determinado nivel técnico incorporado en ella (recordemos que éste amplifica la productividad de los inputs productivos, por una razón que depende del nivel de cualificación técnica, organizativa, y laboral).
Todo ello (disminución poco acusada de la producción global, disminución significativa del empleo, y eficiencia de la tecnología incorporada en el stock de capital fijo), a nivel agregado, explica que en momentos de crisis la productividad del trabajo aumente (y lo hace aún más la productividad del capital). Hasta el momento hemos comprobado que para analizar la productividad hemos de contemplar numerosas variables; y ante todo, que las hemos de contemplar con la perspectiva de los hombres prácticos (en definitiva, de los capitanes de empresa). Este análisis no pretende bendecir el estado de cosas actual; únicamente pretende describir lo que creo que sucede en realidad en el sistema económico actual; y demostrar que lo que acontece a nivel de empresa se difunde a todo el circuito económico. En definitiva: las reglas que incumben al mundo de la producción son siempre las mismas, ya estemos en un nivel microeconómico (de la empresa), o en un nivel macroeconómico (del sector de producción y, por ende, del sistema económico en su globalidad).
Ahora me pondré al nivel de un economista (y dejaré de lado el razonamiento propio de los capitanes de empresa). Éste analiza, habitualmente, el concepto “productividad marginal” desde una óptica abstracta: generalmente, según los economistas, la productividad marginal significa que, a corto plazo, cuando se incrementa la aplicación de nuevos factores productivos (capital o trabajo, o ambos), el producto se incrementa menos que proporcionalmente, a causa del principio ricardiano de los “rendimientos decrecientes”, con un stock preexistente de capital fijo.
Lo cual implica que, con un factor variable (por ejemplo, trabajo), y con otro dado (por ejemplo, capital), con un nivel técnico determinado, la aplicación de la sencilla fórmula de la productividad marginal del trabajo (es decir, el cociente entre el producto marginal y el empleo marginal), dibuja una función con infinitos valores. Si a su vez tenemos el capital fijo como un factor variable, tendremos una superficie bidimensional con infinitos valores. La evolución de la productividad marginal viene dada por el análisis empírico de la realidad, pues de otro modo es imposible conocer cuál será la evolución de la producción ante una variación dada de la inversión.
No hay manera de profundizar en el concepto “productividad marginal” si no se emplean las siguientes estrategias: 1) seleccionamos discrecionalmente valores que nos parecen significativos; o 2) realizamos un análisis empírico de la realidad. De hecho, el concepto “productividad marginal” es uno de los más polémicos de la teoría económica.
Por ello, he optado por una estrategia de trabajo ciertamente arriesgada pero –creo- fecunda: tener la tasa de incremento del producto, así como la del capital fijo, como valores dados, y la del empleo como un valor variable. De este modo tenemos una función lineal decreciente, con infinitos valores, pero donde es más fácil seleccionar un punto representativo (que yo llamo “punto de beneficios medios”).
Recordemos que este desarrollo tiene carácter estático, pues un incremento de producto dado implica necesariamente el corto plazo. El desarrollo dinámico se consigue moviendo esta función a derecha y a izquierda de la gráfica, de acuerdo con la evolución del tiempo, de modo que es construida, nuevamente, una superficie bidimensional, con diferentes niveles de renta (cada función a izquierda o derecha de la gráfica implica un nivel diferente de renta). Si unimos los diferentes “puntos de beneficios medios” de las diferentes funciones, obtenemos la tendencia de la productividad (absoluta) a largo plazo, evitando cualquier tipo de discrecionalidad en la selección de valores. Únicamente nos quedará saber cuál es el punto en que, en una evolución cíclica, la tendencia se invierte, y se inicia una fase diferente del ciclo (este aspecto lo dejaré para más adelante).
En el próximo apartado trataremos de comprender un poco más el significado del concepto “cambio tecnológico” que, como hemos visto, subyace en todo este trabajo.
¿Qué es el cambio tecnológico?
Puede parecer al lector que esta pregunta es puramente retórica; pero no lo pretendo en absoluto. Éste es uno de los puntos más oscuros de la teoría de la producción, sino el que más. El cambio tecnológico es algo más que la aplicación de la ciencia al mundo de la empresa, a los transportes, al trabajo doméstico, a la medicina, etc. Es decir, es algo más que la “parte aplicada de la ciencia básica”. La tecnología ha sido considerada la especialidad de una rama aplicada del conocimiento, en manos de los ingenieros (o tecnólogos). Hasta tal punto ha tenido éxito esta idea, que cualquier “especialista” en una área aplicada del conocimiento es considerado “técnico” (es el caso de los especialistas en relaciones humanas; o de los expertos auditores; e incluso el de los “creativos” en publicidad...)
¿Es extrapolable esta visión al mundo de la producción? Para contestar esta pregunta, primero hemos de analizar la “teoría de los tres sectores”: según la moderna sociología, un primer sector productivo viene dado por las actividades primarias (básicas), tales como la agricultura, la explotación forestal, la pesca, la minería (en parte), etc.; un segundo sector estaría constituido por la actividad manufacturera (la transformación física de productos en bruto en productos acabados, lo cual incluye también la energía aprovechable, como la electricidad y el petróleo); un tercer sector, por último, sería una especie de cajón de sastre que comprendería todas las actividades “intangibles”, o que se agotan en el momento de consumirlas (el comercio, el transporte, la burocracia, la restauración, la enseñanza, la sanidad, el esparcimiento). (Hay quien añade un “cuarto sector”, constituido por los depositarios de la “inteligencia” y del conocimiento: ingenieros, maestros, publicitarios, artistas y escritores, científicos, etc.)
Existe una variante de esta interpretación. Desde el punto de vista de los sociólogos habría tres tipos de trabajadores: los de cuello azul (los trabajadores de mono, es decir, los obreros no cualificados); los de cuello blanco (la inteligencia, la “tecnoestructura” pensante, los directivos de empresa); y los de bata (los científicos y técnicos).
Vemos que en una y otra interpretación encontramos un cajón de sastre, un “tercer sector”, que recoge todo lo que no es “tangible”, lo que no es visible: un consumidor ciertamente puede ver y oír un equipo de música que acaba de comprar; pero acaso, ¿puede ver el trabajo en investigación y desarrollo, en tecnología aplicada, que hay detrás?. Lo mismo sucede en contabilidad: supongamos que queremos vender nuestra empresa. Ésta dispone de unos edificios, unas máquinas, y un stock de recursos y de existencias almacenadas. Pero además ocupa un espacio (cerca o lejos de un nudo de comunicaciones o de un mercado), tiene una cartera de clientes, un know-how (una capacitación técnica y humana), una reputación... ¿Cómo se valoran estos aspectos “no tangibles”? En un caso como en otro (es decir, ya sea cuando tratamos de valorar el contenido “técnico” de un producto, o cuando intentamos poner precio a los valores intangibles de una empresa) ese valor “se supone”. ¿Cómo? Habitualmente de una forma grosera, a través del tanteo del mercado y de una estimación intuitiva, pues ¿cómo dar un valor contable a la “reputación” de nuestra empresa?, y ¿qué valor real tiene la tecnología incorporada en el aparato de alta fidelidad que acabamos de comprar?
Ahora pongámonos en el lugar de un productor. Para simplificar, me referiré a un agricultor, no a un industrial. Imaginemos dos campesinos con dos campos idénticos, de idéntica fertilidad, de idéntica forma y tamaño, a la misma distancia del mercado. Supongamos que ambos campesinos aplican la misma cantidad de horas de trabajo, idéntica maquinaria, los mismos abonos (por ejemplo, estiércol natural) y sufren las mismas plagas de insectos y hierbas dañinos. Sin embargo, un campesino tiene una producción que es un treinta por ciento superior a la del otro. ¿A qué es debido? Imaginemos que el primer campesino (el más eficiente) hubiese ido a una escuela técnica y tuviese la titulación de perito agrónomo; y que, en cambio, el segundo, hubiese aprendido el oficio de su padre, y aplicase técnicas tradicionales. El primero, con el mismo empleo de tiempo de trabajo, puede obtener más rendimiento de su trabajo (más productividad). La diferencia de un treinta por ciento de productividad entre ambos campesinos seria una medida más o menos fiel de la cualificación real (del conocimiento técnico) de dicho campesino.
Aquí llegamos a un tema importante: el llamado “capital humano”. ¿Qué es el “capital humano”? Supuestamente, el depósito de conocimientos, pericias y experiencias del trabajador. En el caso anterior está claro que el “capital” humano del primer campesino es más elevado que el del segundo. En una factoría, el “capital humano” de un trabajador cualificado viene dado por su experiencia o pericia. Y en un laboratorio, por sus conocimientos. Así pues, el “capital humano” se puede medir siempre que tengamos un baremo de referencia; por así llamarlo, una “unidad estándard de valor”, que puede ser: ¿una hora estándard de trabajo no cualificado?, ¿una hora estándard de trabajo “medio”?, etc. En definitiva, no podemos medir la cualificación profesional si no es en términos de productividad, en relación a una unidad estándard de valor.
La eficiencia, como ya sabemos, es la maximización de resultados con la minimización de costes. La eficiencia es, pues, una medida de productividad. Una empresa es “competitiva”, no si vende más, o si exporta más, sino si sus ventas y sus exportaciones le reportan los mayores ingresos con los mínimos costes. Por ello existen dos factores básicos de “competitividad”: precio y coste. El primero es extrínseco a la empresa: depende del nivel salarial, del precio de la energía o de las materias primas, de las características del mercado, etc., en el país donde se enclava la empresa. El segundo es intrínseco a la empresa: depende de la cualificación de los trabajadores, de su organización, de su nivel tecnológico, etc. Si una empresa, en un país con un precio del trabajo y de la energía dados, es capaz de minimizar costes por la aplicación de una organización o una técnica más eficiente, esa empresa será más “competitiva” que cualquier otra empresa que no cumpla estas condiciones.
Nuevamente, comprobamos que la “competitividad”, como medida de la “productividad” de una empresa, viene dada por su posición relativa con respecto a las demás. Recordemos que en economía sucede siempre así: un precio no es nunca “absoluto”, sino “relativo”. Es indiferente que la moneda local se cuente por 1, 2, 3 ó 4 dígitos, si su valor relativo respecto a otra moneda es el mismo. Es indiferente que una barra de pan valga 1 ó 1000 unidades monetarias, si siempre tiene una equivalencia de 50 gramos de queso. Las medidas de productividad son, igualmente, relativas. Y por ello son calculadas en términos de costes. La eficiencia, en el modo de producción capitalista, no repara en el gasto de recursos, sino en el coste relativo respecto a los competidores.
Pondré un ejemplo. La moderna empresa se caracteriza por gastar una enorme cantidad de energía. En términos absolutos la empresa derrocha energía. Pero en términos relativos perfectamente puede derrochar “menos” energía que su competidora. En ese sentido es más “eficiente” que la competidora. El ejemplo extremo lo constituyen los Estados Unidos: según las estadísticas es el país más competitivo del mundo; sin embargo, es también el más derrochador, pues, con un 5% de la población mundial, gasta el 25% de la energía del planeta. Ello significa, ni más ni menos, que su derroche es “más eficiente”, por lo cual le es más fácil controlar más mercados y vender más productos. Aquí la cualidad (la mayor eficiencia) es más que compensada por la cantidad (la mayor producción). Por lo tanto, los Estados Unidos, siendo los menos derrochadores en términos relativos (por unidad de producción), son los más derrochadores en términos absolutos (como país en conjunto). En el moderno sistema capitalista, tener menos costes (ser menos derrochador en términos relativos) da mayor opción a vender más (ser más derrochador en términos absolutos). (Si a ello le añadimos la circunstancia de que la disminución de los costes relativos reduce los precios y aumenta el consumo, nuevamente se demuestra que lo cuantitativo cuenta más que lo cualitativo.)
En términos agregados, una nación también puede ser estudiada como unidad productiva, puesto que, con una estadística más o menos fiable, es posible comparar (una vez que homogeneizamos datos con el extranjero) su productividad en relación al resto del mundo. Así podemos saber si es más o menos “competitiva”, o “productiva”, que el resto de países.
Ahora analicemos dos países. Supongamos que tienen la misma población activa, que utilicen una misma moneda, que comercien con el exterior bajo unas mismas condiciones, que gasten lo mismo (en unidades monetarias) en inversión, etc. Si su producción difiere, también ha de diferir ese cajón de sastre que antes hemos llamado de diversas maneras: “cualificación”, “nivel técnico”, “competitividad”... Creo que el lector tiene los suficientes elementos de juicio para comprender que en ese “cajón de sastre”, en ese “residuo” entre lo que se produce y lo que se invierte, está comprendido todo lo que habitualmente se engloba dentro del concepto “cambio técnico”.
Así pues, la definición de “cambio técnico” va mucho más allá de lo que comúnmente se entiende por “técnico”. Generalmente, es “técnico” lo que tiene que ver con la “tecnología”: es decir, con el conocimiento, con la ciencia aplicada, con la ingeniería, con los modernos avances en productos de consumo, telecomunicaciones, computadores, métodos productivos... Pero esta interpretación no agota, como vimos al principio de este apartado, lo que significa el concepto “cambio técnico”: cambio técnico es todo aquello que supone una aplicación consciente de la inteligencia de cara a eliminar costes y aumentar la eficiencia en una actividad productiva, del tipo que sea.
Por tanto, el “cambio técnico” (o “tecnológico”) es un paquete donde caben: los avances técnicos propiamente dichos en la tecnología física (maquinaria, instrumentos de precisión, automatización, informática, telecomunicaciones, productos de consumo, telemática, etc.); los nuevos métodos “físicos” de producción; los nuevos métodos “organizativos” de producción; los avances en calidad de vida y salud que mejoran la productividad del trabajo; la preparación y cualificación profesional de los trabajadores (capital humano), etc. El “cambio técnico” es, pues, una medida de la “eficiencia global” de un país, de su productividad (o su competitividad) en relación al resto del mundo.
El cambio técnico sólo puede ser calculado de modo residual. Es imposible estimarlo mediante un cálculo agregado (como cuando se calcula el “valor añadido”, es decir, la producción, de un país en su conjunto). Pero aquí no se agotan los problemas, en relación al cambio técnico. Para comprenderlo, acudamos de nuevo al nivel de una empresa productiva particular.
Supongamos que a una empresa determinada se le aplica, en el tiempo, una cantidad dada de inversión. Si la producción crece de forma proporcional, diremos que la productividad no varía (es constante a escala: el cociente entre la tasa de crecimiento del producto y la de la inversión es uno). Si la producción crece menos que proporcionalmente, diremos que la productividad disminuye (es decreciente a escala: el cociente entre la tasa de crecimiento del producto y la de la inversión es menor que uno). Finalmente, si la producción crece más que proporcionalmente, diremos que la productividad aumenta (es creciente a escala: el cociente entre la tasa de crecimiento del producto y la de la inversión es mayor que uno).
En el apartado anterior ya he hablado de las economías de escala. Entonces decía que el tamaño de una empresa puede hacer variar su rentabilidad. En este momento estudiaremos este concepto (las economías de escala) desde una nueva perspectiva: se trata de entender que el cambio técnico es un maximizador de la eficiencia, un amplificador de la productividad. Cuando introducimos el cambio técnico en una empresa (o en un país) rompemos, a largo plazo, el principio clásico de la disminución de la productividad marginal (de los rendimientos decrecientes), con un stock dado de capital.
Explicaré este punto con un poco más de detalle. David Ricardo había supuesto que un país tiene una cantidad limitada de tierra, y no más. En un principio se emplea la mejor porción (la más productiva) que, al mantener bajo el precio del grano, en puridad no produce una renta importante a su propietario (supongamos que el cultivador está pagando una renta al propietario). La renta, según el esquema de Ricardo, tiene carácter diferencial. Veamos por qué. Cuando aumenta la población, con un nivel técnico limitado, se requieren nuevas tierras de cultivo para alimentar nuevas bocas; así, se explotan tierras menos fértiles, aumenta el precio del grano, y el rentista de las mejores tierras pasa a cobrar un excedente en forma de renta diferencial (en cambio, en la tierra marginal, que es la última que ha sido puesta en explotación, no cabe aún un margen para pagar una renta importante al propietario de esta tierra). El proceso continuará hasta que se agoten las tierras explotables. El rentista de la tierra más fértil recibirá una alta renta en concepto de “renta diferencial”; el de la segunda una renta algo menor; hasta llegar a la última, que no pagará renta. A medida que se cultiven tierras paulatinamente menos fértiles, el precio del grano aumentará. Corolario: en dicha sociedad, caracterizada por un estado estacionario de la técnica, no cabe aumentar la producción si no es mediante una extensión horizontal de la tierra de cultivo.
Ahora contemplemos ese país como un todo. En un primer momento, la productividad es alta (pues se cultivan las mejores tierras), los precios son bajos y la renta diferencial es inexistente. Al final del proceso, la productividad global es muy baja (pues se cultivan las peores tierras), los precios son muy altos y la renta diferencial es máxima. En el intermedio de ese proceso, se ha producido el siguiente fenómeno: de una forma paulatina, pero constante, se ha experimentado una disminución de la productividad de la tierra. Si contemplamos la tierra como un todo, en un primer momento la fuerza de trabajo empleada en las mejores tierras generaba un producto alto, que fue disminuyendo a medida que se fue empleando nueva fuerza de trabajo en una tierra progresivamente de peor calidad. Y, lo que es más importante, hay un límite natural de la productividad dado por la extensión física de la tierra.
Los críticos de la teoría de los rendimientos decrecientes han aducido una importante objeción: como hemos visto, Ricardo no contempló para nada el cambio técnico. Consideró el nivel técnico como un dato dado; la única manera de aumentar la producción era aumentar físicamente la superficie de la tierra y el número de trabajadores. Sin embargo, el cambio técnico permite multiplicar por un factor importante el rendimiento de la producción con una cantidad limitada de tierra o de capital. Esta objeción es fuerte, pero no decisiva: el cambio técnico sólo se puede entender de manera dinámica. En un momento dado, incluso el cambio técnico tiene un límite, que viene dado por la “reserva de capacidad productiva acumulada en un determinado momento”. El “cambio técnico”, ya sea entendido como residuo o como factor multiplicador que aumenta la productividad de un capital dado, se agota cuando la reserva de capacidad productiva se agota. Para incrementar esta reserva es necesario invertir nuevo capital en años sucesivos. Así pues, en el corto plazo, no sólo el capital (máquinas, tierra, o cualquier otro implemento), sino incluso el cambio técnico, son limitados. El cambio técnico crece a medida que se incrementa la inversión en nuevo capital y, por su propia naturaleza, no en la misma medida.
Existen dos maneras de interpretar el concepto “cambio técnico”: extensiva, o intensiva (o bien, horizontal o vertical). La primera interpretación considera que éste crece cuando se incrementa la inversión en capital (en una medida que dependerá del “factor multiplicador”, en concepto de productividad, consustancial a los nuevos avances técnicos). La segunda interpretación mide el avance técnico con un gasto dado de capital: es decir, mide la “profundización” de la productividad, por unidad física o monetaria de capital, que por supuesto ha de ser la misma para cada año y para cada país (de cara a homogeneizar los datos). La primera interpretación ignora el avance “cualitativo” incorporado en el cambio técnico; la segunda lo incorpora al incremento meramente “cuantitativo” del nuevo capital técnico (o humano).
Es decir, el cambio técnico es ese “factor x” del que hablé en un apartado anterior, que multiplica por una constante (en un momento dado) la productividad bruta dada por la incorporación de nuevo capital. Por ello no son equivalentes, en contabilidad nacional, el producto nacional y la agregación de la inversión global. La diferencia, el “residuo”, entre ambas magnitudes, es el “factor x” que se ha venido a llamar “cambio técnico”.
Ahora bien, el cambio técnico es una medida del incremento de la productividad de la inversión global (que es la suma ponderada del empleo y del capital). Es por ello una medida de la eficiencia global, en un año dado; y, a corto plazo, tiene un límite dado por la reserva de capacidad productiva en un año corriente. Esta reserva se divide en dos ítems: 1) la capacidad productiva acumulada (¿no es ello el “trabajo acumulado” de David Ricardo?), y 2) la incorporación de capacidad productiva corriente (es decir, la invertida en el último período en cuestión).
Volviendo al análisis anterior, en un contexto sin cambio técnico (en una sociedad atrasada) es plenamente aplicable el argumento ricardiano de los rendimientos decrecientes. Sin embargo, el cambio técnico confiere al sistema económico un mayor dinamismo que permite, a largo plazo, romper la “maldición malthusiana” del hambre, a medida que la población crece geométricamente (con un aumento aritmético de la producción). El cambio técnico ha sido la clave que ha convertido el malthusianismo (historicamente) en algo obsoleto. (Qué pasará en el futuro, en vista de la creciente explosión demográfica y de los presentes desastres ecológicos, está aún por ver. No es posible todavía encerrar al fantasma de Malthus en el Sheol de los espíritus errantes.)
En el modelo que más adelante estudiaremos, sin embargo, parto de la base de que el análisis a corto plazo se caracteriza por un crecimiento limitado del capital y del producto; es decir, por un stock inelástico de recursos productivos (el largo plazo está representado por el movimiento horizontal de las funciones de productividad a derecha e izquierda de la gráfica). En el corto plazo, el cambio técnico es calculado como el residuo entre el incremento de la productividad (ya sea del capital o del trabajo) y la relación corriente entre el incremento del capital y del trabajo (coeficiente capital/trabajo, si el trabajo es la variable independiente; o trabajo/capital, si el capital técnico es la variable independiente). (Cuando restamos el incremento de la inversión global –que incluye trabajo y capital técnico, debidamente ponderados- del incremento del producto global, obtenemos, como veremos en su momento, la evolución de la eficiencia global.)
Mi modelo difiere en poco, en el corto plazo, del esquema ricardiano, pues en ambos casos los recursos productivos son limitados (y el incremento del producto, así como el de la inversión en nuevo capital técnico, también lo es). Pero a diferencia de aquél, mi esquema comprende un factor inexistente en el de Ricardo: el cambio técnico. Éste recoge los avances técnicos y organizativos incorporados en el capital técnico (las máquinas) y en el capital humano (los trabajadores). Por ello, a largo plazo, es posible incrementar el producto aun con un aumento limitado (o nulo) del capital técnico. (Sin embargo, volvemos a recordar que a corto plazo hay una capacidad productiva limitada, que la productividad tiene pendiente decreciente, y que a largo plazo únicamente puede crecer con la “profundización” de la productividad incorporada en el nuevo capital técnico.)
Así pues, según mi interpretación, el cambio técnico cumple las siguientes características: 1) es medido en términos de incrementos de productividad (o eficiencia); es por ello una medida de la eficiencia global; 2) representa la evolución de la productividad de la inversión global (es decir, la adición ponderada del incremento de la productividad del trabajo y del capital); 3) se calcula de forma residual (por lo que varía con la variación relativa del capital técnico y del trabajo, con un valor dado de crecimiento del producto); 4) a corto plazo (con el capital técnico y el producto como valores dados), representa la reserva de capacidad de producción acumulada en uso en un determinado momento (que, como sabemos, en el corto plazo es limitada), no el valor contable de tal reserva de capacidad de producción; 5) a largo plazo, (con todos los valores variables), crece al ritmo de la nueva capacidad productiva incorporada en el capital técnico y humano corriente (es decir, invertidos en cada período corriente); 6) lo cual no implica que el cambio técnico crezca a la misma tasa que la inversión global corriente (calculada en términos monetarios), puesto que tiene una expresión cualitativa que amplifica la productividad aportada por el nuevo capital. (Hemos de puntualizar que, según nuestro modelo, la fuerza de trabajo es calculada en número de empleados, no en remuneraciones; si se contabilizase de otra forma, incorporaríamos aspectos políticos y coyunturales a un cálculo que ha de ser meramente técnico.)
Finalmente, aunque este punto no lo podemos desarrollar en este momento, el cambio técnico expresa dos aspectos complementarios: 1) en el corto plazo, el grado de uso de la reserva (o stock) de capacidad de producción acumulada (o del “trabajo acumulado”, en términos ricardianos), al cual hemos de añadir la capacidad productiva incorporada en la nueva inversión corriente; 2) a largo plazo, la tendencia de la “eficiencia global”, expresada como la adición ponderada del incremento de la productividad del capital y del trabajo (o como residuo entre la tasa de crecimento del producto y la de la inversión global). En este segundo caso, nuevamente rompemos la maldición del corto plazo ricardiano para elevarnos a las alturas del largo plazo marxista.
¿Qué es la economía factorial?
Puede afirmarse que John Stuart Mill fue el último economista clásico declarado. Es decir, fue el último que se interesó ante todo por las cuestiones referentes a la producción y a la teoría del valor- trabajo. La perspectiva que da el tiempo permite afirmar que la teoría del valor-trabajo es un retoño abortado del análisis económico, pero no lo es, sin embargo, la teoría de la producción, que yo he convenido en llamar “economía factorial”.
Los clásicos buscaban la “quintaesencia” de la economía en un concepto puramente imaginario: dado que las mercancías son producto del trabajo humano, las mercancías están compuestas de trabajo, y sólo de trabajo. Ésto es completamente falso, puesto que las mercancías están compuestas de trabajo y de productividad. Ciertamente, Ricardo trató de introducir el concepto “productividad” con su particular interpretación de “trabajo acumulado” (es decir, el depósito de capacidad de producción acumulado en el capital fijo, que es producto del trabajo anterior). El autor está convencido de que es más fácil hablar de “productividad”: este concepto agota toda la significación de la entelequia que Ricardo denomina “trabajo acumulado” (y por otro lado incluye tanto la productividad del capital acumulado como la del capital corriente).
Así pues, las mercancías se componen de trabajo físico (o intelectual) y de productividad. Grosso modo podríamos decir que el trabajo físico (o intelectual) es el atributo del trabajo, y la productividad lo es del capital (técnico o humano). Considerar que la mercancía se compone tan sólo de trabajo es como afirmar que es posible engendrar un ser humano con tan sólo el óvulo materno.
Partiendo de estas premisas, es más fácil reorientar el curso de la teoría económica desde el sofisma del “valor” hasta su auténtica dimensión de análisis de lo tangible: es decir, de análisis factorial. La teoría del valor-utilidad es otro callejón sin salida: es como tratar de aplicar el “behaviorismo” de Pavlov al ámbito de la economía. Podíamos caricaturizar el significado de la teoría del valor-utilidad diciendo que el valor de un bocadillo viene dado por el número de salivaciones que nos produce antes de comprarlo: si nos produce pocas, su valor es pequeño; si nos produce muchas, su valor es grande (y así sucesivamente, con las fregonas, las máquinas lavadoras o las alpargatas).
Hablando más en serio, creo que se ha construido un imponente sistema (marginalista, utilitarista, o como quiera llamársele) sobre una escuálida premisa: la de que el valor de los productos viene dado por su “utilidad”, o por el “placer” que nos producen. Pues, ¿es que acaso su valor monetario es consecuencia de su utilidad? Recordemos algo tan trivial como la “paradoja del valor”: ¿es menos útil un vaso de agua que un diamante, dándose el caso de que el valor del agua es una fracción minúscula del valor del diamante? Los marginalistas (o utilitaristas) resuelven esta paradoja diciendo que si los diamantes fuesen muy abundantes, y el agua muy escasa, entonces los valores respectivos se invertirían. Pero entonces, ¿el concepto “escasez” no tiene la misma significación que el concepto “trabajo”?, pues algo es escaso cuando “cuesta trabajo” encontrarlo, o explotarlo. Los utilitaristas tratan de resolver su paradoja usando conceptos que en puridad pertenecen a la teoría del valor-trabajo.
(Es poco convincente tratar de justificar su postura diciendo que ellos se refieren a productos escasos para el consumidor: todo producto escaso para el consumidor lo es también para el productor. Incluso es fútil justificar la “paradoja del valor” apelando a la supuesta “belleza” del diamante. ¿Acaso no es bello también el brillo del cristal de roca? Nuevamente, se ha de acudir al argumento de la “rareza” del diamante, con resultados teóricos desastrosos, como hemos visto.)
Tanto la teoría del valor-trabajo como la del valor-utilidad parten de un sofisma; el inveterado error del monismo: es decir, tratar de explicar la pluralidad a través de una única causa. Tales decía que la causa de las cosas era el agua, por lo que todo, incluyendo el fuego, está compuesto de agua. Ricardo decía que la causa de todo es el trabajo. Menger y los utilitaristas decían que la causa de todo es la utilidad (o el placer). Me atrevo a decir que Tales tenía más razón que los otros dos: ¿acaso el agua no representa más del 50% del peso del cuerpo humano? Sin embargo, si Ricardo estuviese en lo cierto, el ser humano aún viviría en las cavernas: construiría sus lascas y sus flechas en el momento preciso de utilizarlas; si acaso, la hoguera de la caverna sería el “trabajo acumulado” de la tribu (pues nadie sabe quién la había encendido; la tribu se limitaría a conservarla). Si Menger tuviera razón, resultaría que los ricos dispodrían de un paladar más exquisito que los descamisados, y su sentido del placer sería más refinado, pues por algo retienen más utilidad en forma de riqueza. (Elaboraciones más sutiles dicen que la utilidad desciende cuando aumenta la riqueza; pero éstas fueron realizadas por almas sensibles que pretendían demostrar las bondades de la imposición progresiva.)
Ruego al lector que disculpe estas licencias humorísticas. Pero a veces sólo mediante la reductio ad absurdum es posible resaltar las inconsistencias teóricas de construcciones pseudocientíficas que, no lo olvidemos, sustentan un aparato socioeconómico firmemente asentado (y que, pienso yo, fomenta la desigualdad, la crisis, la expoliación y el despilfarro).
Creo que es necesario retornar a la esfera de lo factorial, de lo tangible, de lo material, deshaciéndonos de la “ganga” metafísica que representa cualquier teoría del valor. “Valor”, etimológicamente, es una “relación de equivalencia”, y nada más que éso: es decir, un pan vale lo mismo que 50 gramos de queso. “Precio”, por su parte, es su expresión monetaria: un pan vale 120 unidades monetarias. Y punto. No necesitamos preguntarnos si un pan está compuesto de un 60% de trabajo humano y un 40% de plusvalía; o de un 40% de trabajo directo y un 60% de trabajo acumulado; o de un 80% de utilidad y un 20% de relación de intercambio en el juego de la oferta y la demanda. El valor, como este sustantivo indica claramente, es la relación de equivalencia entre un producto y una unidad de medida, que pueden ser pesetas, queso u onzas de oro.
Ahora bien, como dijimos al comenzar este apartado, una buena parte de la economía clásica ciertamente tiene bases más sólidas: su interés por la esfera de la oferta. Adam Smith decía que el precio de un producto viene dado por la adición de trabajo, capital y renta (en relación al juego de la oferta y la demanda); Ricardo decía que la renta es un elemento distorsionador del precio (pues es una remuneración de monopolio, que perturba la libre competencia en el mercado), aunque a pesar de todo orientaba su enfoque a la esfera de la oferta, subrayando el protagonismo del capital. Marx, como Ricardo, subrayaba el protagonismo de uno de los tres factores: el proletariado; y sin disminuir el del capital, resaltaba que éste también emplea un poder de monopolio (la posesión de los medios de producción), que distorsiona el precio de los productos al extraer una plusvalía del trabajador.
Sea como sea, aun con enfoques diferentes, los tres compartían una convicción común: para estudiar la “riqueza de las naciones”, como decía Smith, o la “renta nacional”, como diríamos nosotros, es más práctico acudir a las “fuentes de la riqueza” (es decir, a los factores de producción), antes que a la infinitamente compleja interacción entre la oferta y la demanda.
La pretensión de Walras de sistematizar el equilibrio general (en un precio de equilibrio) es la más pretenciosa de las quimeras. Pues aunque en una fracción de segundo este equilibrio se consiguiera, en la fracción siguiente se destruiría, para crearse otro equilibrio. El mercado es dinámico, y por lo tanto fugaz e inaprehensible. Es difícil, a partir de la “teoría de los juegos”, conocer las reacciones de dos jugadores en una tabla de decisiones (aunque éstos actúen de manera completamente racional). Cuando los jugadores son tres, es casi imposible. ¿Y cuando son millones? Se aducirá que en ese caso hemos de aplicar la llamada “teoría de los grandes números”, que simplifica en gran medida el cálculo. Sin embargo, éste sigue siendo, cuanto menos, poco de fiar. De ahí que hayamos de introducir otra serie de variables: “animal spirits” (instintos irracionales, o estado de ánimo), factores incontrolables (guerras, descubrimientos), etc. De nuevo volvemos al área de lo metafísico. La ciencia y el culto religioso se confunden en uno. Porque, ¿qué si no la fe nos hace confiar en unas previsiones económicas que si aciertan es por pura casualidad?
Volvamos a la esfera de la producción. Ésta, si no inamovible, es estable, pues estamos hablando de stocks: un país tiene tantos habitantes, tantas empresas, con tal potencia instalada, produce tantas piezas de tela o de vino, tiene tal o cual relación de intercambio con el extranjero, y su moneda vale tanto o cuanto en relación a la de un competidor. Éstos son hechos. (Aunque el valor de la moneda no es un stock, suele fluctuar en torno a una banda, por lo que a corto plazo es más o menos predecible; además, el valor de la moneda fluctúa en función de la relación real de intercambio, que viene dada por la “competitividad”, que a su vez viene dada por la productividad, la cual tiene bases reales).
Aquí no necesitamos encontrar quiméricos estados de equilibrio. Si nos centramos en un país, nos basta con valorar cuánto produce, cuánto invierte, qué productividad tiene, y cuánto crece. En función de todo ello, podemos intuir la relación de intercambio y el valor de su moneda, que depende de su “competitividad” en relación al extranjero. Estoy convencido de que, a no mediar causas políticas (rupturas de equilibrio entre las clases sociales), incluso los fenómenos monetarios se sustentan sobre bases reales (esta idea no es mía: fue anticipada por David Hume, durante el siglo XVIII). Creo que, si es cierta la teoría de la “paridad de poder adquisitivo”, en último término la tasa de cambio de las monedas está determinada por los precios relativos, que a su vez están determinados por las productividades de los países. También el “precio del dinero” (es decir, las tasas de interés) mantiene una estrecha relación con la tasa de beneficio “promedio” de la que hablé antes, tal como demostró Keynes. Y todo ello tiene sólidos fundamentos de economía real. Incluso los fenómenos inflacionarios tienen causas reales: como vimos en un apartado anterior, la inflación puede ser tanto de oferta como de demanda, pero en ambos casos está motivada por el estado real de la economía.
La insistencia en el influjo de la “economía monetaria” (la creencia de que la abundancia de moneda influye significativamente en la economía real) es una verdad a medias: la moneda influye en la economía real si el emisor de moneda quiere que influya (si emite más moneda de la necesaria), del mismo modo que existe superproducción de productos cuando los empresarios deciden producir más de la cuenta (en relación a la demanda), o hay excedente de intérpretes de trombón cuando hay más trombones que orquestas. Todo es relativo porque todo está a sujeto a medida, y una de las cosas que, en teoría, hemos aprendido de pequeñitos es que, cuando hay 6 personas y 5 sillas, una de ellas se va a quedar de pie. Esta trivialidad, sin embargo, ha hecho correr mares de tinta, y ahora más que nunca, genera enconadas polémicas.
Ahora volvamos a la esfera de lo tangible, de lo factorial (donde personalmente me siento más cómodo). Mi tesis, que mantendré a lo largo de este trabajo, es que la economía, en cualquiera de sus facetas, tiene bases reales. Con ello no trato de “descorrer el velo monetario”, que según algunos economistas la ocultaría. Creo que David Hume dio una respuesta atinada (compartida en lo fundamental por Marx): la cantidad de dinero “habria de venir” dada por la renta nacional dividida por la velocidad de circulación del dinero. Se me objetará: ¿cómo se calcula la velocidad de circulación del dinero? Mi respuesta: no lo sé. Pero usemos el sentido común: ¿queremos que la velocidad de circulación del dinero sea constante, para evitar que los desajustes monetarios provoquen inflación o deflación? La solución es muy sencilla: hágase crecer el dinero al mismo ritmo que la renta nacional y asunto solucionado (en ese caso, el cociente entre el incremento de la renta y el del dinero sería siempre uno).
(El lector habrá comprobado que uso indistintamente los términos “moneda” y “dinero”. Sé que el “dinero” es mucho más que la moneda o el billete acuñados; pero el lector me disculpará esta licencia.)
Así pues, recapitulemos: he intentado demostrar que tanto la inflación (o la deflación) como los desajustes monetarios, financieros, cambiarios, o de cualquier otro tipo, están íntimamente ligados a la evolución de la renta nacional (y de la productividad global). Por lo tanto, también estos fenómenos están sólidamente anclados en la esfera de la producción, de lo tangible, de lo real. Pasaré ahora a definir lo que entiendo por economía factorial: es la actividad económica desempeñada de forma inmediata (o directa) por los factores de producción (trabajo y capital), antes de impuestos y de transferencias. He de hacer tres observaciones:
1) Considero que la actividad económica ha de ser realizada de una forma directa, por lo que no caben ficciones como “trabajo acumulado”, o “expectación especulativa” (capitalización financiera). El “trabajo acumulado” está depositado en las máquinas, que generan productividad, en un determinado momento, con el concurso del trabajo humano. Así pues, la producción se compone de trabajo humano “vivo” (directo, actual) y de productividad (depósito de capacidad de producción acumulado en las máquinas o en las personas); pero esta producción se realiza de forma inmediata (y dependerá de la inversión relativa, en un momento dado, en capital y en trabajo).
2) Los factores productivos son básicamente tres: trabajo, capital, y recursos naturales. Sin embargo, sólo los dos primeros tienen voluntad. El tercero es inerme. Por lo tanto, hemos de considerar que los recursos naturales, como afirma Walras, también son capital (pues están en manos del capital). Es cierto que también los trabajadores consumen recursos naturales; pero supondremos que es a modo de subsistencia. Es decir, los trabajadores no acumulan, sólo consumen lo que ganan: como diría Sraffa, “los trabajadores gastan lo que ganan y los capitalistas ganan lo que gastan”.
3) No entraré en análisis “políticamente correctos”. No emplearé razonamientos para juzgar la conveniencia o la inconveniencia de la realidad. Me limitaré a describir la realidad tal como es (o al menos, tal como a mí me parece que es). Sólo al final de este trabajo (aplicación de la teoría) expondré mis propias opiniones sobre algunas cuestiones.
En el próximo apartado, presento la terminología fundamental que emplearé con profusión a lo largo de este trabajo. Estoy convencido de que los lectores considerarán cuanto menos chocante el sentido dado a algunos conceptos, empleados convencionalmente de manera muy diferente. Una reflexión ulterior, creo, les convencerá de que un cambio de teoría exige un cambio de vocabulario. Pienso que mi propia terminología se ajusta mejor a mi propio sistema. Queda por ver, únicamente, si mi sistema se ajusta mejor a la realidad. En último término, el lector habrá de juzgar por sí mismo.
Terminología
Nota: nuevamente recuerdo al lector que, por razones de comodidad, cuando hablamos de “incremento de” nos referimos a “la tasa de incremento de”.
Beneficios medios (productividad absoluta): son resultado del ritmo de incremento de la eficiencia global que iguala el ritmo de incremento de la inversión global, con un incremento del producto dado. Su expresión aritmética equivale a la mitad de la tasa de incremento del producto. (Por ejemplo, habiéndose producido un incremento del producto de un 4%, el valor del beneficio medio es de un 2%, pues, con este nivel de incremento del producto, el incremento de la eficiencia global de un 2% se iguala al incremento de la inversión global de un 2%.)
Beneficios totales: son la suma aritmética de los beneficios medios y de la eficiencia global.
Brecha del tiempo: representa el acortamiento del período de vida útil del capital fijo (a causa de un mayor desgaste) cuando un stock de capital, generalmente empleado a un ritmo de producción efectiva (a un nivel normal de uso de su capacidad) trabaja a un ritmo de producción potencial (es decir, al límite de su capacidad de producción).
Cambio técnico: en puridad, es la adición de capacidad productiva incorporada en el nuevo capital técnico, en el nuevo capital humano, en las mejoras organizativas de la producción, o en los avances de la gestión empresarial, que por lo general amplifica la eficiencia global.. Es decir, gracias al cambio técnico, la eficiencia global se incrementa a un ritmo superior al de la inversión global. Es por ello que, en este modelo, los conceptos cambio técnico y eficiencia global son equivalentes.
Coste marginal: es la incorporación de tasas negativas de productividad (a causa de redundancias en el uso del empleo del trabajo, del desgaste acelerado del capital, o de ineficiencias organizativas o técnicas) en la función de costes de una empresa o de un país. Supongamos que el incremento del empleo es la variable independiente y el incremento del capital y del producto son valores dados (análisis a corto plazo), y que el incremento del capital es inferior al del producto (más adelante se explicará el motivo de esta restricción). En ese caso, cuando el incremento del empleo supera el del capital, comienzan a producirse costes marginales. Cuando el incremento del empleo supera el incremento del producto, la productividad del trabajo es negativa (los costes marginales se igualan a los ingresos marginales en dicho punto). Por último, cuando el incremento del empleo llega al nivel en el cual la eficiencia global es cero, los ingresos marginales desaparecen: todo son costes marginales.
Diferencial del capital: en un contexto estático (con valores dados de incremento del producto y del capital fijo) expresa la capacidad de producción añadida en un año corriente por la incorporación relativa de capital técnico y de trabajo (su expresión aritmética es el residuo entre el incremento de la productividad del trabajo y el de la eficiencia global). (El diferencial del trabajo, con un incremento dado del producto y del trabajo, representa, por su parte, el residuo entre el incremento de la productividad del capital y el de la eficiencia global.)
Economía factorial: es la actividad económica desempeñada de forma inmediata (o directa) por los factores de producción (trabajo y capital), antes de impuestos y de transferencias.
Eficiencia global (o productividad global): A corto plazo (con el trabajo como variable independiente y con el capital y el producto como valores dados), representa la reserva de capacidad de producción acumulada (es decir, no corriente) en uso en un momento dado, en función de la evolución del empleo. A largo plazo (con todos los valores variables), es el residuo entre el incremento del producto global y el incremento de la inversión global (aunque también se puede calcular agregando las productividades ponderadas del capital y del trabajo). Es una medida de la eficiencia de una empresa o un país en relación a sus competidores.
Frontera de posibilidades de producción: es el límite de capacidad de producción resultante de sumar la reserva de capacidad de producción disponible en un momento dado, y la inversión corriente en capital y trabajo.
Ingresos marginales: es la incorporación de tasas positivas de productividad en la función de costes de la empresa. En un análisis a corto plazo (si el empleo es la variable independiente, con capital y producto como valores dados) esta función tiene pendiente decreciente. El límite de los ingresos marginales se encuentra (cuando el capital crece a un ritmo inferior al del producto) en el punto en el que la eficiencia global es cero (en ese punto, se agota la reserva de capacidad productiva acumulada).
Inversión global: es la agregación ponderada del incremento del empleo y del capital técnico en un año corriente.
Nivel de desempleo tecnológico: es el nivel mínimo de empleo, en el punto de reversión de fase (en la fase recesiva del ciclo). A partir de este punto, los niveles de empleo vuelven a aumentar.
Nivel de empleo natural: es el nivel máximo de empleo, en el punto donde la productividad del trabajo es cero (su mínimo razonable), y los costes marginales se igualan a los ingresos marginales (recordemos que, según los neoclásicos, cuando se igualan ingresos y costes marginales los beneficios se maximizan).
Optimum optimorum: es el locus donde el incremento de ambos factores productivos (capital y trabajo) se iguala al incremento de la productividad del trabajo. Es decir, es el punto donde el punto óptimo coincide con el punto de beneficios medios. En este locus: 1) el mercado de bienes de consumo y de inversión crecen a un mismo ritmo; y 2) la productividad del trabajo crece al mismo ritmo que el empleo.
Producción efectiva: representa la reserva de capacidad de producción empleada a un ritmo normal (generalmente inferior al ritmo de máximo uso de la capacidad productiva).
Producción potencial: representa el máximo nivel de producto dado por la reserva de capacidad de producción disponible en un momento dado (es decir, cuando se emplea el 100% de esta capacidad). Esta reserva varía (a largo plazo) en función de la inversión relativa en capital y en trabajo, pues generalmente el capital técnico corriente sustituye el stock de capacidad productiva redundante u obsoleto.
Productividad aparente: incremento positivo de la productividad del trabajo con destrucción neta de empleo.
Productividad estable: incremento de la productividad del trabajo mantenido estable en el tiempo, independientemente de la variación relativa del capital y del trabajo, o del incremento de la inversión y del producto.
Productividad marginal: generalmente este concepto expresa que, a corto plazo (es decir, con una capacidad productiva y un nivel técnico dados), cuando se incrementa el empleo, el producto crece menos que proporcionalmente. Se sobreentiende que a corto plazo el capital técnico no puede crecer significativamente; de ahí que la productividad del trabajo tienda a decrecer cuando el empleo se incrementa a corto plazo. Aritméticamente es el cociente entre el producto marginal y la inversión marginal.
Productividad negativa: incremento negativo de la productividad.
Productividad real: incremento positivo de la productividad con creación neta de empleo.
Productividad relativa: representa el valor absoluto de los beneficios medios (productividad absoluta) con signo negativo. En definitiva, expresa el valor de la eficiencia global que, añadido al de los beneficios medios, da un producto cero. Representa el mecanismo disparador que produce un cambio de fase del ciclo económico (punto de reversión de fase).
Productividad del trabajo: es el producto por trabajador. En este modelo está calculada restando el ritmo de incremento del empleo del ritmo de incremento del producto, con el empleo como variable independiente, y con el producto y el capital como valores constantes.
Punto óptimo: es el locus donde la tasa de incremento del factor variable (por ejemplo, el empleo) se iguala a la del factor constante (por ejemplo, el capital). En este locus el mercado de bienes de consumo (expresado como una función del incremento corriente del empleo) crece al mismo ritmo que el mercado de bienes de producción (expresado como una función del incremento corriente de la inversión en bienes de capital).
Punto de reversión de fase: es el punto donde los beneficios medios se anulan, pues la suma de beneficios medios y de eficiencia global (beneficios totales) da cero. En este punto se produce un cambio de fase del ciclo económico.
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