Las nuevas plagas
Una nueva amenaza global
Hubo un tiempo en que se llevaba lo “antiguo”. Se era cristiano-hidalgo “viejo” cuando podía demostrarse la “pureza de casta” hasta la enésima generación; se aludía a los “antiguos” como supremo ejemplo de nobleza, sabiduría o ilustración; se añoraba una supuesta Edad Dorada habitada por dioses o héroes; se estimaba a lo “añejo” como mejor que lo “nuevo”, ya sea en el arte, en la guerra, en las costumbres o incluso en el amor.
Posteriormente, cuando con las revoluciones burguesas del siglo XIX se dio fin al período conocido como “Antiguo Régimen”, cambiaron las tornas. Los rótulos de los establecimientos comerciales se poblaron de calificativos como “moderno”, “nuevo”, “de vanguardia”… Claro está, con los años, estos rótulos se han ido descoloriendo, a veces cayendo a pedazos, puesto que lo moderno, hoy día, es enemigo de lo nuevo.
En unos momentos en los que los quince minutos de gloria de cada hijo de vecino (parafraseando a Andy Warhol) saben tan a poco, en los que la noticia de hoy es la crónica olvidada del mañana, en los que las novedades en el campo de la electrónica y de la informática convierten, en pocos meses, en obsoletos a los avances del presente, lo “nuevo” es casi una entelequia. La frase que resume los tiempos que corren podría decir algo así como “lo nuevo no dura, y lo viejo no perdura”.
Vivimos días en los que la novedad es efímera, y en ocasiones incluso intrascendente. Las noticias truculentas (hambres, calamidades, guerras, revoluciones) se codean en los medios de comunicación con las llamadas “noticias de sociedad” (la boda, el partido, o incluso el concierto del “siglo”; el último hit parade, blockbuster o best seller del mercado, etc.), o con las aventuras o desventuras de ciertos personajes del mundo de la “alta sociedad”, que le dan ese toque de “salsa rosa” a nuestras anodinas vidas de “ciudadanos de a pie”.
Sin embargo, algunas noticas pueden llegar a romper el marco de lo “banal” para pasar a convertirse en preocupaciones, e incluso obsesiones de la ciudadanía. Especialmente cuando la barrera que separa el Tercer del Primer mundo cae ante los imperativos de la globalización: no sólo de mercancías, ideas y capitales, sino también de bacilos y de virus.
La llamada “Segunda guerra del Golfo”, que tuvo lugar en la primavera del 2003, es un ejemplo de hasta qué punto se pueden instrumentalizar las conciencias de los ciudadanos para, en base a unos supuestos peligros reales o inexistentes, llevar a cabo actos de intervencionismo político o militar (es la llamada “guerra preventiva”). El gobierno Bush trató de convencer al mundo, en ocasiones con pruebas obsoletas o amañadas, de que el régimen iraquí suponía un peligro para la estabilidad planetaria. ¿En qué residía este supuesto peligro? ¿En sus ojivas nucleares, en su poderoso ejército, en sus armas de última generación?
No. Desde el punto de vista “convencional”, el régimen de Iraq sólo suponía una amenaza para su propio pueblo. Ni siquiera sus vecinos más próximos se lo tomaban demasiado en serio, al menos tras más de diez años de devastador embargo. Su poderío estribaría, ¡mira por donde!, en unas supuestas cepas de viruela, botulismo o carbunco. Enfermedades que, si bien son tan antiguas como el género humano, pueden resultar aterradoras si son empleadas como armas de “destrucción masiva” por parte de un gobierno irresponsable, de un grupo terrorista sin escrúpulos, o de un científico despechado.
Al final, por lo visto, la supuesta amenaza iraquí se ha desvanecido como si se tratase de un espejismo en las dunas del desierto. Pero tras este happy end de película (desde la perspectiva norteamericana) no podemos minimizar la existencia de un problema que, aun habiendo sido esgrimido de forma interesada por el aparato de propaganda del gobierno Bush, no deja de ser menos inquietante: la posibilidad de que, tras varias décadas de éxitos en la lucha contra las enfermades infecciosas, nuevos bacilos o virus de cepas todavía más resistentes (tal vez modificadas genéticamente) acechen la cabecera de nuestras camas, o la de nuestros hijos.
Las nuevas plagas, bien provengan de enfermedades espontáneas (que, o han cruzado la barrera entre especies, o han dejado de ser endémicas y se han convertido en una amenaza para un mundo cada vez más globalizado), o bien sean producto del ingenio humano para dar carácter más letal a enfermedades que ya lo son por méritos propios, forman parte de ese paquete de amenazas que los gobiernos minimizan o sobredimensionan en función de sus intereses a corto plazo. Pero el hecho es que tales amenazas están ahí, no son una mera posibilidad “teórica”.
El llamado “bioterrorismo”, así como el peligro latente de las “nuevas pandemias globales”, se han convertido en preocupaciones cotidianas del ciudadano medianamente bien informado, pero a diferencia de otros temas de “rabiosa actualidad”, su vigencia promete ser algo más duradera en las cabeceras de los periódicos o de los noticiarios de la prensa internacional. Si de algo podemos estar seguros, en relación a este tema, es que seguiremos oyendo hablar de él en un futuro más o menos previsible.
Nuevas plagas y cambio climático
Se dice que en 1918, el último año de la Primera Guerra Mundial, un soldado tenía muchas más posibilidades de morir de gripe o de neumonía que de las heridas de guerra. No en vano, la epidemia de gripe de ese año mató más gente (casi 22 millones de personas), y afectó a más personas (se calcula que a la mitad de la población mundial), que la acción bélica en su conjunto.
Hasta la invención de los antibióticos, y antes de la puesta en marcha de una serie de medidas de salud pública, la mortalidad por enfermedades infecciosas era pavorosa. Hace un siglo las principales causas de muerte en el mundo occidental eran la neumonía, la tuberculosis y la gripe. Éste no es ciertamente el panorama actual. Tal como dice el doctor Robert M. Sapolsky (pág. 18): “Gracias a los revolucionarios avances de la medicina y de la salud pública, nuestros patrones de enfermedad han cambiado, y ya no nos mantiene despiertos por la noche la preocupación por las enfermedades infecciosas (excepto el SIDA, por supuesto) o las enfermedades derivadas de una mala nutrición o higiene”.
Pero con los efectos del cambio climático todo ello puede variar. Es un hecho comprobado que con el aumento de las temperaturas, los mosquitos que transmiten enfermedades infecciosas, como el dengue o la malaria, se han desplazado en altitud y latitud: ahora éstos se han dirigido a las áreas altas (hasta los 2.200 metros) de Nueva Guinea, Ruanda y zonas de América Central y Meridional, que no estaban afectadas previamente por este mal. Y algunos estudios concluyen que incluso algunos países nórdicos entran dentro de su área de acción.
(La revista “The Lancet”, del 7-7-01, se refiere a una encefalitis transmitida en el Norte de Europa por un determinado tipo de parásitos)
Los estragos del llamado “efecto invernadero” son descritos por Jeremy Rifkin de la siguiente manera:
“Estamos en el año 2035.
En Nueva York, el río Hudson está bordeado de palmeras desde la calle 125 hasta el centro de la ciudad. En los últimos años se han construido diques imponentes alrededor de toda la isla de Manhattan, en un esfuerzo concertado para tener a raya las crecientes aguas del océano.
En Phoenix, la temperatura lleva tres semanas consecutivas sin bajar de los 50 grados, y la ciudad ha comenzado a construir gigantescas cúpulas de aire acondicionado sobre el distrito comercial del centro para adaptarse al nuevo clima.
Bangladesh ha dejado de existir. Las lluvias torrenciales y las inundaciones han causado la muerte de varios millones de personas. El resto de la población ha huido hacia tierras más altas de Pakistán y la India, donde permanece en improvisados campos de refugiados.
La desertización se extiende por amplios territorios de Europa central y el Medio Oeste norteamericano. Decenios de sequía han quemado la tierra y convertido tierras otrora fértiles en un desierto calcinado.
Decenas de millones de personas siguen desplazándose hacia el norte en la mayor emigración en masa que registra la historia. Naciones enteras van quedándose despobladas y sufren hambruna a causa de las prolongadas sequías. Canadá, por el contrario, ha visto aumentar su población de 25 a 80 millones de habitantes en cuatro decenios.
Incendios forestales se extienden sin control por millones de hectáreas de parques nacionales durante meses enteros. La persistente sequedad ha convertido la región de las Cascadas, en el noroeste de los Estados Unidos, en un yesquero gigantesco.
El antaño caudaloso río Mississipí fue cerrado a la navegación comercial a comienzos del siglo. En Illinois y Missouri, grandes zonas del río se evaporan durante los meses del estío y dejan al descubierto llanuras cenagosas por las que se puede cruzar el cauce a pie por primera vez en la historia.
La capa de ozono sigue menguando, lo que ha originado una pandemia de muertes por cáncer. Cientos de millones de personas están expuestas a niveles peligrosos de radiación ultravioleta, que trastorna su sistema inmunológico. Millones más caen presa de nuevas enfermedades exóticas debidas a la perturbación radical de ecosistemas completos en todo el planeta.
Bienvenidos al Mundo Invernadero del siglo XXI”.
Todavía no sabemos si este retrato de ecología-ficción tiene visos de hacerse realidad. De hecho, existen algunos “optimistas” que afirman que el “efecto invernadero” puede tener aspectos positivos: a nivel global, se incrementarían las precipitaciones, y puede que lleguemos a una nueva era de bonanza agrícola, como la que permitió que durante buena parte de la Edad Media se cultivaran viñas en las islas británicas.
(Bien es verdad que las condiciones meteorológicas se volverán más inciertas, y los temporales serán más severos. Además, la geografía agraria variará: áreas otrora fértiles pasarán a ser baldías, y regiones hoy inhabitables serán los nuevos “graneros del mundo”.)
Pero sea como sea, algo está claro: la perturbación de los ecosistemas, y el desplazamiento en varios grados de latitud Norte (o Sur) de las áreas climáticas que hemos conocido hasta hace bien poco, provocará una extensión a nivel global de varias enfermades infecciosas que considerábamos endémicas de las regiones tropicales.
Las consecuencias más directas del calentamiento global vienen dadas por el propio aumento de las temperaturas: las olas de calor, y la disminución del alivio del enfriamiento nocturno en las áreas más tórridas, provocarán un incremento de las muertes por “choque térmico”. Pero es que además el calor prolongado favorece la formación de nieblas ácidas, así como la dispersión de agentes alérgenos, que incrementarán –como de hecho ya está sucediendo- las afecciones de tipo respiratorio.
Otra consecuencia del calentamiento global es la intensificación de los fenómenos puntuales de lluvias torrenciales, con su secuela inevitable de enfermedades infecciosas, tales como el cólera (enfermedad transportada por las aguas) o la malaria (transmitida por mosquitos, que proliferan en las aguas estancadas). Al destruir las cosechas, o al dañarlas y hacerlas proclives a las plagas de insectos y malas hierbas, las precipitaciones intensas o las sequías incrementarán el hambre y la desnutrición de las personas, haciéndolas más vulnerables a enfermedades de la “pobreza”, tales como la tuberculosis.
Ya no hay fronteras que protejan a los “países del Norte” de los males endémicos de las zonas tropicales. En nuestra época globalizada, en la que a causa de la internacionalización del comercio y del turismo, cualquier trastorno infeccioso puede saltar rápidamente de un lugar a otro del mundo –donde encuentre un entorno favorable para su desarrollo-, ya no hay “refugios libres de enfermedades infecciosas”. Un caso muy reciente sucedió en el Estado de Nueva York (Estados Unidos): durante el año 1999 nueve personas perdieron la vida por un mal (el virus del Nilo Occidental) hasta esos momentos endémico en otras latitudes.
El calor, como es bien sabido, cuando va asociado a las aguas estancadas, es un poderoso caldo de cultivo de enfermedades transmitidas por los mosquitos: entre ellas, la malaria, el dengue, la fiebre amarilla, y ciertas clases de encefalitis. El mosquito anófeles, que transmite los parásitos del paludismo, sólo causa brotes prolongados de malaria si las temperaturas exceden habitualmente de los 15 grados Celsius. Además, con el incremento de la temperatura, se aviva la tasa reproductora de estos insectos, y se adelanta la maduración de los patógenos hospedados en su interior, con lo que se incrementan las posibilidades de que los mosquitos propaguen la infección.
Pues bien, con el incremento global de las temperaturas, incluso en horas nocturnas o en períodos invernales, los mosquitos colonizan regiones hasta ahora vedadas para ellos, incrementando el área de propagación de la enfermedad. Los males que más han prosperado con el incremento de las temperaturas son la malaria y el dengue, ambos sin vacuna, y de difícil tratamiento.
La malaria es una de las principales causas de muerte en el mundo (por sí sola provoca 30.000 fallecimientos diarios, la mayor parte de ellos niños). Se calcula que a finales del siglo XXI su territorio de dispersión se ampliará desde un área que comprende el 45 por ciento de la población mundial, a otra que abarca al 60 por ciento. Lo que no es nada halagüeño si se tiene en cuenta que los medicamentos que la combaten están perdiendo efectividad a marchas forzadas.
Durante los años noventa, la malaria, enfermedad que se consideraba erradicada en amplias zonas del mundo desarrollado, ha vuelto a cobrar protagonismo. De este modo, se han venido produciendo brotes locales, asociados a períodos de calor intenso, en Texas, Florida, Georgia, Michigan, New Jersey, New York y Toronto en Norteamérica, así como en la península coreana, en Europa meridional, en la antigua Unión Soviética, y en la costa oriental de Sudáfrica.
El dengue, enfermedad vírica que se acompaña a veces de hemorragias internas fatales, afecta a una población estimada de entre 50 y 100 millones de personas. Pero en los últimos tiempos ha ensanchado su área de influencia a América del Norte, el cono sur sudamericano (Buenos Aires), el norte de Australia, etc. También en altura se ha incrementado su influencia: ya ha sobrepasado el límite de los 1.600 metros sobre el nivel del mar en México, lo que nos sirve de indicador acerca de la evolución de la temperatura global en todo el mundo.
Asimismo, como hemos adelantado, tanto la encefalitis, el virus del Nilo Occidental, como el síndrome pulmonar hantavírico (éste transmitido por las eyecciones de los roedores), prosperan en condiciones ambientales adecuadas, generalmente asociadas a inviernos cálidos seguidos de veranos tórridos y secos; o bien a sequías persistentes interrumpidas por intensas lluvias. Condiciones ambas harto características del llamado “efecto invernadero”.
Las nuevas enfermedades
Hasta principios de los años ochenta, los científicos lo tenían claro: algunas enfermedades, como la viruela, habían sido definitivamente eliminadas, mientras que otras, como la poliomelitis o el sarampión, estaban en vías de erradicación. El ser humano estaba ganando una dura batalla a las enfermedades infecciosas: una batalla, pero no la guerra.
Aníbal ganó casi todas las batallas a los romanos, pero acabó perdiendo su guerra. ¿Sería ésta la situación actual, por lo que se refiere a la lucha contra las enfermedades infecciosas? El síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), en su variante VIH-1, sería el primer –brutal- toque de atención que hizo desestimar a los expertos tan optimista análisis de la situación sanitaria mundial.
Este virus habría saltado previsiblemente del chimpancé al ser humano alrededor de 1930, en el oeste de África ecuatorial, y estuvo latente hasta que en 1959 se produjo el primer caso constatable de infección en humanos: una persona de etnia bantú, en la actual República Democrática del Congo, sería la primera víctima de lo que veintitantos años después constituiría una de las principales pandemias de la Humanidad. A partir de 1981 el SIDA (o AIDS, en su denominación inglesa) se haría célebre cuando empezó a cobrarse un doloroso tributo entre algunas celebridades del cine y la música: entre ellos Rock Hudson o Freddy Mercury.
Pero en las últimas dos décadas (especialmente en los noventa) se han añadido un largo reguero de enfermedades del todo desconocidas con anterioridad. He aquí algunas:
- El flavivirus del oeste del Nilo, que afecta a los animales vertebrados (camellos, ratas, pumas, vacas, etc.) En 1999, como vimos más arriba, se propagó por los Estados Unidos, a través de las picaduras de mosquitos. Provoca encefalitis (infección del cerebro), fiebre, descoordinación, debilidad muscular, espasmos musculares y parálisis.
- El virus Ébola. Saltó del mono verde africano al ser humano, presumiblemente en Zaire, el año 1976. En esa primera epidemia murieron 280 personas. El 10 de febrero del 2003 se produjo el último brote por el momento, que ya tiene en su haber más de 120 muertes. Provoca fiebres hemorrágicas (destruye células que recubren los vasos sanguíneos), y es letal en el 90% de los casos.
- El virus Nipah. Saltó del cerdo al ser humano en Malasia, y es muy similar a un virus animal denominado Hendra, que apareció por primera vez en la ciudad australiana homónima en 1994. Provoca graves problemas respiratorios, dolores musculares, encefalitis, desorientación, convulsiones y coma. No se transmite entre humanos. Entre septiembre de 1998 y abril de 1999, 105 personas murieron de este mal en Malasia (de un total de 165 afectados).
- El hantavirus. Es endémico de los ratones de campo en Asia. Sólo existe un caso documentado de contagio de persona a persona (en Argentina). Causa fiebres hemorrágicas y problemas renales. Provoca una media de 100.000 infecciones anuales en China, y su tasa de mortalidad es del 10%. Recientemente se han registrado varios casos en Estados Unidos. Se contagia por inhalación.
- Virus dengue. Es muy común en Sudamérica y en el este de China. Es transmitido por los mosquitos. Puede provocar desde fiebre ligera hasta la muerte por hemorragia. Es considerada una enfermedad emergente: algunas cepas han llegado a Centroeuropa agazapadas en neumáticos usados que viajaron en barco.
- Fiebre del valle del Rift. Es un virus de las vacas que pasa al ser humano a través de las picaduras de mosquitos. Provoca fiebres altas, inapetencia, vómitos, hemorragias, encefalitis y problemas oculares. Tiene un índice de mortalidad del uno por ciento de los afectados. Es endémico del sudeste de África, del África subsahariana y de Madagascar.
- La gripe aviar. El primer caso se produjo en 1997. Mató a 4.500 pollos en Hong Kong, y saltó a las personas, matando a seis individuos. En febrero del 2003 se produjo una muerte más por la misma causa en este mismo enclave. En abril de este mismo año se constató otra víctima en Holanda.
- El virus de la viruela del mono. Es originado por unas ratas gigantes procedentes de África. Su cuadro clínico es algo más benigno que el de la viruela tradicional, pero a pesar de todo su tasa de mortalidad se acerca -en África- al 10%. En mayo del 2003 se han dado algunos casos en Estados Unidos.
Cómo no, los índices más altos de mortalidad son provocados por enfermedades más “tradicionales”, como la malaria, la tuberculosis y el SIDA. La malaria causa más de 10 millones de muertos cada año, frente a los más de 3 millones que mata el SIDA, y los más de 2 millones de decesos que provoca la tuberculosis. Pero no hemos de perder de vista la reincidencia de enfermedades que se creían controladas: en enero del 2003, 24 personas murieron en el estado brasileño de Minas Gerais por un brote de fiebre amarilla; en junio del 2003 se registró una docena de casos de peste bubónica en la ciudad argelina de Orán (que –recordemos- mantiene una estrecha relación, por mar y aire, con la ciudad de Alicante)
Un caso extremo de “reemergencia” de enfermedades hasta hace poco en regresión es el de la tuberculosis. A consecuencia de la proliferación del SIDA, y de la llegada de inmigrantes portadores del bacilo de Koch, su tasa de incidencia en la ciudad de Barcelona es ahora del 0,38 por mil habitantes (si bien en Ciutat Vella, en el centro de la ciudad, esta cifra asciende al 1,74 por mil). Aunque en el 95% de los casos las infecciones afectan a los países pobres, la tuberculosis se ha enquistado en las zonas de pobreza del llamado Primer Mundo, con el agravante de que algunas de sus cepas se han hecho resistentes a los tratamientos disponibles. Según los expertos, tratar a un enfermo infectado por una variante resistente del bacilo de Koch cuesta ahora tanto dinero como tratar anteriormente a cien pacientes.
El caso más preocupante de enfermedad infecciosa emergente lleva como nombre SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo). Según parece, tuvo origen en el sur de China (Foshan, en la provincia de Guangdong) en noviembre del 2002, tal vez en un salto entre especies procedente de la civeta (un animal similar a la gineta consumido en China). Es causado por un coronavirus (familia de virus con una corona de proteínas). Se transmite por las gotas que expulsan los afectados al hablar o al toser, tal vez por transmisión ambiental (¿a través de la red de saneamiento?), o por contacto directo con superficies contaminadas. Sus síntomas se manifiestan por una fiebre alta, acompañada de temblores, dolores de cabeza, dificultad respiratoria, tos y a veces diarrea. Su tasa de mortalidad varía: desde el 1% para los menores de 24 años, hasta el 50% para los mayores de 65 años. A finales de junio del 2003 se habían producido un total de 8.458 casos en el mundo, con 807 fallecidos.
Estamos indefensos
Como es bien sabido, los virus no encajan dentro de la definición de “ser vivo”: es decir, no pueden realizar ninguna función vital si no es a costa de parasitar a otros organismos. Algunos virus, como el de la gripe, mutan con facilidad, por lo que la vacuna de un año no inmuniza –previsiblemente- para el año siguiente. Los constantes desplazamientos de personas portadoras de este virus –que suele ir mutando a medida que se mueve- permiten especular que en un futuro indeterminado se pueda producir una pandemia como la que en 1918 provocó más de veinte millones de muertes en todo el mundo.
Los virus pueden romper las barreras entre especies. Algunos virus afectan a determinadas especies de animales, pero con el contacto frecuente entre aquéllos y el hombre -como sucede en ciertas partes de China-, dichos agentes patógenos pueden saltar al hombre. Es, por ejemplo, el caso del virus de la gripe, que inicialmente afectaba a los patos: de éstos pasó al cerdo y, posteriormente al hombre.
La recombinación de virus de ave y de cerdo, o de ave o cerdo y ser humano, son todavía más letales que los virus de estos animales por separado, y por ello son más dañinos para el hombre. Cuanto más tiempo se convive con el virus (al menos hasta que éste no mute de forma significativa), más resistencia se crea, pero ello tiene un alto coste en vidas humanas.
El problema ante la emergencia de nuevas enfermedades infecciosas (como el SARS, el Ébola o el Nipah) es que nuestros cuerpos están indefensos ante ellas: no tenemos anticuerpos capaces de protegernos de estas infecciones. Los virus procedentes de animales son terribles, porque pueden fácilmente mutar o recombinarse, haciendo todavía más complicada su prevención o su tratamiento. A diferencia de la viruela (mal específicamente humano) no hay vacuna para la mayor parte de ellos (a excepción de la gripe), y en muchos casos el tratamiento es sintomático.
(La prevención es a veces inviable, puesto que se corre el riesgo de que si se efectúa una vacunación masiva con un virus real, pero atenuado, se produzcan recombinaciones indeseables que, a la postre, podrían ser contraproducentes.)
Existen dos tipos de virus de animales que pueden afectar al ser humano. El primero salta la barrera de las especies, pero no puede transmitirse de hombre a hombre (es el caso de la rabia, de la gripe del pollo de Holanda, o del Nipah). El segundo, además de saltar la barrera entre especies, se adapta al ser humano y es transmisible entre humanos (el SIDA, la gripe del pollo de Hong Kong y la SARS, más conocida como “neumonía asiática”).
Tanto en un caso como en otro, su control es muy difícil. Ante casos como éstos, que en determinadas circunstancias pueden provocar situaciones de auténtica “alarma planetaria”, es conveniente incidir en la causa del problema, antes de que éste se manifieste. Pero para ello hemos de entender qué ha podido suceder para que, especialmente en el último decenio, se hayan producido tantos fenómenos de “salto entre especies” en materia de enfermedades infecciosas.
El origen del problema
El hecho de que en tan pocos años (desde la década de los setenta) se hayan producido tantas nuevas variedades de enfermedades infecciosas sólo puede tener una explicación: la intromisión del hombre en espacios (o nichos) reservados de la Naturaleza.
Las causas son variadas. Pensemos en la inclusión de despojos de ovejas infectadas por la llamada “enfermedad de las ovejas locas” en la alimentación del ganado vacuno, que como es bien sabido dio lugar a la “enfermedad de las vacas locas”, a la que hice alusión en un artículo anterior. Pensemos en la incorporación de animales “exóticos” en la dieta humana, como el chimpancé, el murciélago o la civeta, lo que ha podido provocar que enfermedades propias de estas especies pasaran al ser humano. Pensemos en la densificación de la población humana en ciertas áreas del Tercer Mundo, y en su contacto directo con animales portadores de enfermedades potencialmente devastadoras. Pensemos en la intromisión del hombre en espacios anteriormente “vírgenes”, o en la moda de “adoptar” animales exóticos como mascotas. Pensemos en las alteraciones ecológicas (como la deforestación o la construcción de pantanos) que permiten que ciertos agentes infecciosos, como la fiebre amarilla o la malaria, se extiendan a zonas anteriormente libres de estos males. Y cómo no, pensemos en los efectos en la salud pública del llamado “cambio climático”, que ya estamos padeciendo, y de los que tuve ocasión de hablar más arriba.
Desgraciadamente, casi todas las familias de virus pueden afectar al hombre. Dado el número inmensamente grande de especies animales que podrían en teoría transmitirle sus enfermedades, el “reservorio” de virus susceptibles de saltar al ser humano es prácticamente inagotable.
A ello hemos de añadir que estamos en un mundo finito y esférico, donde las comunicaciones a larga distancia son cada día más rápidas y baratas. Si la mal llamada “gripe española” (tuvo origen en Extremo Oriente) mató en el año 1918 a más de veinte millones de personas ¡a causa de los desplazamientos de los soldados de la Primera Guerra Mundial! (a pie, en mulo, o a lo sumo en tren), podemos imaginarnos lo que podría suceder en el día de hoy, en el que los modernos aviones nos permiten cambiar de hemisferio en cuestión de horas.
La disponibilidad de vuelos internacionales ha incrementado el riesgo de que una epidemia aislada en una zona concreta del planeta se convierta en una pandemia con carácter mundial. El último –y más alarmante- ejemplo lo tenemos en el SARS, el cual ya ha sido considerado “la primera gran enfermedad del siglo XXI”. La llamada globalización, y más en concreto el turismo internacional y el desplazamiento a larga distancia de personas y mercancías (entre las que cabe incluir tanto animales como alimentos), de consuno con el cambio climático, nos pone en bandeja un futuro ciertamente espeluznante, de pandemias globales y apocalipsis sanitarias, que podría hacer palidecer los tiempos de la Peste Negra.
Pero si no teníamos suficiente con los riesgos arriba apuntados, a ello le hemos de añadir otros peligros añadidos: los provocados por la amenaza del llamado “bioterrorismo”.
La “guerra biológica” en la Historia
El “bioterrorismo”, o “guerra biológica” a pequeña escala, tiene como casi todo en la vida unos lejanos precedentes históricos.
En tiempos de guerra era frecuente, durante el Mundo Antiguo, polucionar los puntos de aprovisionamiento del enemigo (fuentes, pozos y cursos fluviales) arrojando cadáveres de animales. En los sitios a ciudades, durante la Edad Media, era corriente arrojar detrás de las murallas, mediante catapultas, cadáveres contaminados con enfermedades infecciosas, para minar la moral –y la salud- de las ciudades asediadas.
Un ejemplo lo tenemos en la toma de Kaffa, por los tártaros, el año 1346: los tártaros, víctimas de una epidemia de peste, arrojaron unos cuantos cadáveres a dicha ciudad, que días después capituló. Ya en la Edad Moderna, las potencias ocupantes empleaban la técnica de la “manta contaminada de viruela” para exterminar a tribus enteras de indios americanos: en 1763 las tropas británicas emplearon este método para realizar una auténtica “limpieza étnica” contra la población aborigen de esas tierras. A este respecto, el comandante en jefe de las fuerzas británicas ordenó, en una carta dirigida a su subordinado de la región de Pensilvania:
“Trate de contaminar a los indios con estas mantas, pero no dude en aplicar cualquier método que pueda librarnos de esta raza execrable” (Binder, P., y Lepick, O., pág. 56).
Existen evidencias de que durante la Primera Guerra Mundial las potencias en conflicto hicieron uso –a pequeña escala- de agentes patógenos: los alemanes emplearon bacilos del ántrax y del muermo para infectar ovejas rumanas que debían ser exportadas a Rusia; los franceses usaron bacilos del muermo para contaminar la caballería alemana.
Los japoneses iniciaron sus investigaciones sobre guerra biológica durante su ocupación de Manchurria, a partir de 1932, y las prosiguieron durante la Segunda Guerra Mundial. El principal centro de investigación, la unidad 731, estaba situado en Ping Fan, y empleaba a más de 3.000 científicos y técnicos. Allí perecieron cerca de 3.000 prisioneros, usados como “cobayas humanos” en horribles experimentos, en los que fueron inoculados con el cólera, la peste o el ántrax. Japón empleó estos mismos agentes patógenos contra ciudades chinas, ya sea contaminando sus aguas potables, o diseminándolos mediante aerosoles desde aviones militares. Se sabe que en una de estas operaciones, en concreto contra la ciudad china de Changteh, el año 1941, se contaron 10.000 víctimas (entre ellas 1.700 fallecidos).
No debieron hacerlo nada mal, porque los ocupantes norteamericanos premiaron a los “cerebros” del plan japonés de guerra biológica, es decir, a los cabecillas de la unidad 731, con una “inmunidad total” por lo que se refiere a sus crímenes de guerra, a condición de que revelasen sus secretos científicos acumulados durante muchos años de experimentación. Sin tener en cuenta que miles de vidas se habían perdido en el transcurso de esta “investigación”, y que muchas otras sucumbieron por los efectos de la contaminación biológica perpetrada por dichos científicos japoneses.
No sólo franceses, alemanes, japoneses y norteamericanos investigaron (y en ocasiones emplearon) los agentes biológicos en acciones de guerra. Los británicos escribieron otra “brillante” página en esta carrera hacia el absurdo contaminando, en 1941, una isla enfrente de sus costas (la isla de Gruinard, en la costa occidental escocesa) con el bacilo del ántrax, con la consecuencia de que dicha isla fue considerada inhabitable hasta principios de la década de los noventa.
La historia no se acaba aquí, como resulta evidente. Otros países (entre ellos la extinta Unión Soviética) se han incorporado a esta ignominiosa carrera tecnológica por domeñar y emplear los agentes biológicos, no para mejorar la vida de la gente, sino para destruirla o entorpecerla. Un ejemplo más del alto grado de civilización al que ha llegado el ser humano por méritos propios. Como decía el filósofo: Homo homine lupus (el hombre es un lobo para el hombre).
Bioterrorismo: una nueva forma de terror
Los casos de ántrax en Florida, Nueva York, New Jersey y Washington, tras el suceso de las Torres Gemelas, en septiembre-octubre del 2001, erizaron los cabellos de millones de occidentales, ya de por sí bien tiesos tras el mayor ataque terrorista de la Historia, sucedido días antes. Los temores se acrecentaron cuando se afirmó que los terroristas de Al-Qaeda pretendían dispersar, mediante avionetas usadas para la fumigación de campos de cultivo, agentes químicos o bacteriológicos sobre áreas urbanas de los Estados Unidos.
Pero existen otros precedentes de “bioterrorismo”: en septiembre de 1984 una secta religiosa de Oregón empleó un cultivo de salmonella para cometer un atentado biológico que se saldó con más de 750 afectados (45 de las cuales requirieron un ingreso hospitalario). No olvidemos tampoco el atentado con gas sarín (que se saldó con 12 muertos y 5.500 afectados), perpretado por la secta Aum en el metro de Tokio, en marzo de 1995. Estos mismos “iluminados” intentaron dispersar, sin éxito, el bacilo del ántrax y la toxina botulímica por el centro de Tokio durante el año 1990. También pretendieron conseguir una cepa del Ébola en una misión científica enviada en 1992 a la República Democrática del Congo, con el objetivo de emplear como arma bacteriológica un agente patógeno incluso más mortífero que los que habían investigado hasta la fecha.
Tal como afirman Patrice Binder y Olivier Lepick (pág. 88):
“A pesar del bajo número de víctimas observado hasta el momento a raíz de los atentados biológicos, se puede afirmar sin tapujos que la caja de Pandora ya ha sido abierta: el terrorismo que recurre a las armas biológicas es una amenaza que no puede ser ignorada. A partir de ahora, en efecto, el espectro de un terrorismo químico o biológico, y también radiológico o nuclear, se cierne sobre la comunidad internacional”.
Los agentes patógenos susceptibles de ser convertidos en armas biológicas son de tres tipos: 1) bacterias como el bacilo del ántrax o el agente de la peste; 2) virus como la viruela o la encefalitis; y 3) toxinas como las que provoca el botulismo, o bien la rizina. Éstos son, de momento, los más peligrosos de los que se tiene noticia.
Las armas biológicas tienen como factor “a favor” (desde un punto de vista estrictamente militar) que, dado su carácter de aleatoriedad, generan un poderoso impacto psicológico, capaz de inmovilizar o desmotivar al enemigo (especialmente, a su población civil). Pero tienen en su contra el hecho de que un agente infeccioso puede descontrolarse, y pasar a afectar al ejército o a la población del propio país agresor. Su impacto psicológico suele ser superior a su efectividad objetiva sobre el terreno (a no ser que intervenga el factor sorpresa, y las condiciones de dispersión del agente patógeno sean las adecuadas).
No obstante, la ingeniería genética ha supuesto una revolución en este campo, que permitiría por ejemplo la “optimización” (desde un punto de vista militar) de sus efectos letales. Por ejemplo, se puede incrementar su virulencia, o se pueden neutralizar las vacunas del adversario, etc. Aunque, como ya he apuntado más arriba, para que sea realmente eficaz, su dispersión en el medio ambiente ha de ser efectiva: ya sea a través de medios aéreos (mediante fumigación), o de misiles que liberen su carga mediante explosiones de poca envergadura.
Los “períodos de incubación”, las “vías de infección”, así como la adaptación a los “ciclos biológicos” o “nichos ecológicos” de cada agente patógeno, o de cada portador (la rata, el mosquito, etc.), son factores que el terrorista, o bien el estratega militar, han de tener en cuenta antes de lanzar su ataque. Y cómo no, también ha de considerar la posibilidad -más que previsible- de fuga de agentes patógenos que contaminen a sus propias tropas y al pueblo que supuestamente trata de defender.
(A este respecto, cabe destacar una contaminación de ántrax pulmonar que tuvo lugar, durante el año 1979, en el centro de investigación biológica militar de Sverdlovsk, Unión Soviética. La epidemia se propagó entre el ganado por un radio de cincuenta kilómetros alrededor de este recinto de investigación militar.)
En definitiva, la “guerra biológica” o el “bioterrorismo” no son –hoy día- juegos de niños. Su uso requiere técnicas refinadas, conocimientos profundos de biología y epidemiología, y una profesionalidad propia de sólo unos pocos expertos. Como demuestra el caso de la secta Aum en Japón, la dispersión de agentes patógenos tan tóxicos como los que provocan el botulismo y el ántrax, en pleno centro de Tokio, no fue suficiente para producir efectos letales comprobables.
Pero no es descartable que grupos terroristas con acceso a especialistas en biología militar, o bien alguna potencia con los medios y los conocimientos adecuados, puedan poner en peligro la salud pública mundial haciendo uso de unos agentes patógenos que, como la viruela, una vez en el medio ambiente, podrían retrotraernos a esos momentos en los que morir de una enfermedad infecciosa era algo más que una anécdota en una estadística. En ese caso, será difícil volver a meter al genio en la botella (si es que para entonces aún disponemos de una botella capaz de albergar al genio).