Deprisa-Deprisa

 

Vivir al límite

 

            Vivimos en la era de la prisa, en la que se hace necesario correr aunque sea para mantenernos en la misma posición. En terminología etológica (ciencia que estudia el comportamiento animal o humano) nos pasamos el día huyendo por una jungla real o imaginaria, perseguidos por no se sabe qué enemigo: nuestro jefe, la competencia, el acosador moral, etc. Y cuando estiramos la pata, el depredador carroñero –Hacienda, el compañero arribista, la prensa- se ocupa de dejar nuestros huesos mondos y lirondos.

            Como se suele decir, “quien no corre, vuela”. El año 2002 la velocidad media en las autopistas de Cataluña fue de 128 kilómetros por hora: es decir, 8 kilómetros por hora superior a la velocidad máxima permitida. Eso significa que hasta los más respetuosos con el código de circulación se ven forzados contra su voluntad a pisar el acelerador más de la cuenta. Así son las cosas: las circunstancias obligan hasta a los más reacios a seguir el ritmo impuesto por nuestro frenético modo de vida.

            Imágenes subliminales que, visto y no visto, se quedan en nuestra retina; bombardeo de fotogramas que nos apabullan con su ritmo desenfrenado; estética del videoclip acompañada por música atronadora y repetitiva; películas con pirotecnia variada en las que el héroe de turno mata a mil y un enemigos, tras persecuciones inverosímiles, sin que le tiemble el pulso… Éste es el entorno visual que acompaña una era en la que hasta las sillas de ruedas tienen varias velocidades.

            Cada día son más los conductores “bala” que circulan por nuestras carreteras, auténticos misiles que, a diferencia de los “Tomahawk”, son poco o nada inteligentes. Pero si eso no fuera suficiente, ahora se ha puesto de moda circular contra dirección por las autopistas, e incluso convertir en auténticos circuitos de carreras los puertos de montaña.

            España es célebre por sus fiestas y francachelas. Tenemos el dudoso honor de ser el país más ruidoso del mundo (tras una dura pugna, hemos desbancado al Japón del primer puesto). Francisco Candel (“Barrio”, ediciones Marte, 1977. Pág. 75) describe del siguiente modo el ruido cotidiano que nos envuelve y martiriza:

 

            “Ruido: Ésta es una plaga que no se ve. No viene del cielo ni de la tierra, ni tampoco llega en bandada o en manada. O mejor dicho, sí nos invade de todas esas maneras, pero invisiblemente. Sólo su estrépito la denuncia, y de qué manera. En los barrios como yo, pobres y deleznables, no solamente se nos traga vivos el ruido habitual del tránsito rodado propio de casi todas las latitudes, sino que nuestras viviendas en sí, las viviendas que nos componen… son, pudiera decirse, amplificadoras cajas de resonancia. En nuestros sectores fabriles… el tránsito rodado se acrecienta y dobla, y el ruido llegado de la calle es como un mugir anhelante y monocorde. U-a, u-a, u-a, hace”.

           

            Y si tuviéramos poco con el ruido del tráfico, de la taladradora neumática, del avión que ruge sobre nuestras cabezas, del vecino pelma, de la moto atronadora, o de la televisión ensordecedora, además tenemos que soportar la resaca de la (in)cultura del botellón que nos rodea. Ha habido que esperar a marzo del 2003 para que fuera dictada la primera sentencia firme contra un “contaminador acústico” (dueño de una discoteca), que durante meses amargó la vida a sus sufridos vecinos.

            El ruido, así como la presión psicológica relacionada con nuestro trabajo, son dos importantes factores estresantes. Los zoólogos han descubierto que el ruido tiene efectos muy negativos sobre los animales, hasta el punto de incidir gravemente sobre su reproducción y su tasa de mortalidad. En el ser humano la exposición continuada al ruido, además de sus repercusiones sobre el aparato auditivo, puede tener indeseables consecuencias para la salud, provocando hipertensión, problemas digestivos, úlcera, náusea, insomnio, ansiedad, irritabilidad, dificultad para concentrarse, fatiga, inestabilidad emocional, etc.

El ser humano no es diferente al resto de animales: si bien dispone de un margen de flexibilidad, no es posible torsionarlo y presionarlo sin que acabe rompiéndose o deformándose, como sucedería con cualquier objeto de goma.

            El hombre tiene una capacidad de resistencia psicológica frente a la presión del entorno. Pasado este límite, estamos llegando a niveles peligrosos de stress (“presión”, en lengua inglesa). ¿Y qué es el estrés? Es mucho más que una frase hecha. El estrés es uno de los grandes problemas de nuestra caótica, frenética y neurótica civilización.

 

Las bases físicas del estrés

 

            El estrés es un “estado de alerta de nuestro cuerpo y de nuestra mente que conlleva un gran desgaste de energía. El estrés nos excita para prepararnos ante un peligro inminente, de manera que podamos reaccionar instantáneamente, presentando lucha o huyendo” (Milagros Juárez, pág. 78). Nuestro cuerpo está diseñado para responder de dos maneras ante un peligro: pelear o huir. Mientras nuestro cerebro toma esta decisión, las glándulas suprarrenales segregan adrenalina y hormonas epinefrinas, los músculos se tensan, el pulso se acelera, la tensión arterial se eleva, la digestión se interrumpe, la respiración se vuelve más rápida… El cuerpo se prepara para adoptar cualquier tipo de acción (Ibid., pág. 79).

            Si no somos lo suficientemente fuertes o rápidos, nos habrá llevado la corriente del río, o bien habremos sido devorados por la fiera. Pero si sobrevivimos y podemos contarla, pronto nos calmaremos y podremos dedicarnos a otra cosa. Es de suponer que situaciones parecidas a ésta eran comunes durante nuestra etapa de cazadores-recolectores. Pocos hombres y pocas mujeres llegarían a viejos, porque un día u otro “se acabaría su suerte”. Así era el mundo en la época de las cavernas. ¿Es así el mundo en el día de hoy?

            No, por supuesto. Por lo general habitamos en ambientes confortables, hemos crecido en hogares calientes y saludables, y no nos ha faltado de nada. Cuando somos niños vivimos en un mundo artificial, de fantasía, alejado de las realidades de la vida. Pero cuando llegamos a la pubertad, ¡ay!, comenzamos a vislumbrar las cosas tal como son y, ¡claro!, nos rebelamos. ¿Por qué nos rebelamos? Tal vez porque somos conscientes de que durante toda nuestra niñez nos han estado engañando, de que desde que éramos unos enanos nos han tomado por tontos.

            Entonces comprendemos que papá Noel era en realidad el cobrador del frac disfrazado de payaso: nos traía un bonito regalo acompañado por un misterioso sobre, en el que se ocultaba una abultada factura. ¡Y ay si no se pagaba! Ahí empieza nuestra carrera de intrigantes, mercachifleros, embaucadores, mentirosos compulsivos… Es decir, de todo lo que no salía en los cuentos, pero que es necesario aplicar para tener éxito en la vida.

            Este rito de paso es lo se que suele llamar “la edad del pavo”. Hay dos maneras de afrontarlo: nos ponemos aros en la nariz (como los bueyes), y compramos ropa de marca que luego rajamos, deshilachamos y desteñimos convenientemente para ir a la moda; o bien nos apuntamos a la última movida para airear nuestra rabia y frustración, sin saber muy bien qué es lo que pretendemos con ello.

            Bien, reconozco que todo ello es una simplificación: en la vida hay muchos matices. En todas partes hay buena gente –competente y trabajadora- que ha alcanzado sus objetivos vitales de forma honesta. Pero el lector no me negará que es más fácil ser “bueno” cuando tienes todos los medios a tu alcance para alcanzar tu meta; y que se requieren más “artimañas” cuando lo tienes todo en tu contra: vives en un barrio humilde, tu familia no tiene pedigrí, eres feo y además no te gusta el fútbol. En definitiva, es más fácil ser “virtuoso” cuando eres rico que cuando eres pobre.

            Pero volviendo al hilo del discurso, por lo general no necesitamos prepararnos, en nuestra vida doméstica o profesional, para enseñar los dientes o huir como gacelas. Las “amenazas” que nos acechan son más sutiles e indefinidas, y la mayor parte de ellas con un horizonte a largo plazo: ¿Perderé mi empleo? ¿Podré acabar de pagar la hipoteca? ¿Mi mujer me dejará por otro? ¿Aquel compañero de trabajo me jugará una mala pasada? ¿Me saldrá un tumor cerebral?...

            Cuando nos planteamos estas preguntas hipotéticas, ante situaciones que no han sucedido aún –y que muy posiblemente no sucederán nunca-, nuestro cuerpo activa aquel mecanismo que preparaba al hombre primitivo para luchar o huir. Pero en el día de hoy, el esfuerzo físico y mental resultante agota unos recursos y unas reservas que no se materializan en una reacción física, sino que se disuelven… En la nada. Estemos donde estemos (en el trabajo, en la casa, de vacaciones, etc.) debemos seguir ahí, imperturbables, con una sonrisa de oreja a oreja, sin aparentar emociones y sin interrumpir nuestra actividad.

            A corto y medio plazo, las repercusiones de este sobreesfuerzo -de este estrés, o presión- sobre nuestro cuerpo se concretan en diversos síntomas, como son: palpitaciones, nerviosismo, sudoración, temblores musculares, mareos, migrañas, crisis de pánico, fatiga crónica, dolores de espalda, alteraciones del sueño, herpes, caída del cabello, indigestión, úlcera, asma, alergias, dolencias cardíacas, hipertensión, inapetencia sexual, problemas de concentración y memorización, etc. (M. Juárez, pág. 79).

Algunos individuos combaten su inquietud con una “hiperactividad física” que, como en el caso del cazador-recolector, les permite liberar adrenalina y combatir los efectos más irritantes del estrés. Son personas permanentemente ocupadas, que siempre han de estar haciendo “algo”, aunque ese “algo” sea perfectamente inútil o prescindible. Muchas veces alternan la ingestión de estimulantes (café, vitaminas o píldoras) con tranquilizantes y somníferos. Sólo así pueden seguir el ritmo marcado por su apretada agenda.

Otros individuos son verdaderos adictos al trabajo. Son los llamados workaholics, que como su nombre indica demuestran una obsesión enfermiza por su empleo: en torno al 5% de los españoles (el 23% entre los profesionales liberales) sufren de este mal. Y está por ver si estos amantes del trabajo duro rinden más o desempeñan mejor su actividad que el resto de los mortales, que “trabajan para vivir”, y no “viven para trabajar”.

            Tanto los hiperactivos como los workaholics son un buen ejemplo de hasta qué punto el estrés puede llegar a alterar el comportamiento normal del individuo. Ambas sintomatologías evidencian un desequilibrio que en puridad necesitaría de un tratamiento psicológico –y social- adecuado para atajar el problema. Pero son asimismo “vías de escape” del individuo, que de este modo deriva hacia el exterior –a través de la actividad compulsiva o del trabajo- una presión –e incluso una agresión- que, internalizada, podría llegar a hacer peligrar su salud y su estabilidad emocional.

 

Estrés y (mala) salud

 

            Según Robert M. Sapolsky (pág. 33): “Si todos los días se viven como si fuera una emergencia, hay que pagar un precio”. Imaginémonos un día normal: suena el despertador a las seis de la mañana. Nos duchamos, nos vestimos y vamos al trabajo. En la carretera nos encontramos el atasco acostumbrado: “¡Eh, alto, esos “tramposos” están adelantando al resto de los coches por el arcén! ¡No les dejéis entrar, que no se incorporen a la carretera!” Nuestro corazón sufre un primer achuchón.

            Llegamos al trabajo, después de vérnoslas y deseárnoslas para encontrar aparcamiento. Allí el compañero “risitas” nos dice que el jefe quiere vernos. Vamos a su despacho, con un nudo en la garganta. “¿Qué querrá de mí? Mmm… No creo que pretenda felicitarme por mi cumpleaños”. El jefe nos informa de que no hemos cumplido los objetivos, y de que debemos vigilar porque hay otros empleados más eficaces y trabajadores que intrigan por conseguir nuestra posición. A la salida, el compañero “risitas” nos hace un guiño. El corazón nos da un vuelco…

            Este es el escenario que han de padecer un día tras otro millones de personas (ni siquiera durante los días de fiesta nuestro ánimo está en reposo). El doctor Sapolsky dice así (pág. 33):

 

            “Si [a consecuencia del estrés] se pone en marcha la energía de forma continua a costa de su almacenamiento, nunca se almacena de más. Uno se cansa con mayor rapidez y aumenta el riesgo de desarrollar algún tipo de diabetes. Las consecuencias de la sobreactivación crónica del sistema cardiovascular son igualmente dañinas: que la presión sanguínea se eleve a 180/140 al correr para huir de un león es una respuesta adaptativa, pero si esto sucede cada vez que vemos el cuarto de nuestro hijo adolescente revuelto, estamos expuestos a sufrir una enfermedad cardiovascular… Si constantemente se desactivan los proyectos de construcción a largo plazo [para canalizar la energía del cuerpo hacia las necesidades inmediatas], nunca se repara nada. Por razones paradójicas… se corre mayor riesgo de contraer una úlcera de estómago… En los niños, el crecimiento se inhibe, hasta el punto de producirse un trastorno endocrino pediátrico, raro pero documentado [el enanismo por estrés] y, en los adultos, puede alterarse la reparación de los huesos y otros tejidos. Estar constantemente estresado puede originar diversos transtornos en la reproducción…”

           

            El estrés puede tener muchas repercusiones sobre nuestra salud. Altera un amplio conjunto de funciones inmunitarias (la formación de nuevos linfocitos y su secreción a la corriente sanguínea, la creación de anticuerpos como respuesta a un agente infeccioso, y la comunicación entre los linfocitos mediante mensajeros relevantes). Por un proceso aún no comprendido, los glucocorticoides segregados en un estado estresante destruyen los linfocitos. El estrés inactiva el sistema inmunitario incluso cuando existe peligro de que se desarrolle un tumor, o de que se extienda una infección.

            Los trastornos relacionados con el sistema inmunitario, como la esclerosis múltiple, el síndrome postpolio y la diabetes juvenil, están precedidos por un período de estrés. Las personas más estresadas son más proclives a sufrir infecciones respiratorias, como la gripe. El estrés actúa en el desarrollo del cáncer (acelera los tumores), aunque no es en sí mismo un agente desencadenante: interviene de manera indirecta, a través de su acción inhibidora sobre el sistema inmunitario, sobre todo cuando el tumor es desencadenado por un virus. Es decir, tiene poco que ver con el nacimiento del tumor, aunque influye de forma importante en su crecimiento.

            (El doctor Sendrail considera que el cáncer es una enfermedad cultural, característica de nuestro actual modo de vida, al igual que la tuberculosis lo fue durante el Romanticismo decimonónico. Pero todos los datos apuntan a que detrás de su auge actual podemos encontrar el influjo de una serie de factores coadyuvantes: cómo no, la generalización de un estrés que “disminuye nuestras defensas”; la emisión de agentes contaminantes potencialmente cancerígenos; y las llamadas “enfermedades profesionales”, provocadas por la exposición a elementos carcinógenos en los puestos de trabajo.)

            Otras repercusiones sobre nuestra salud no son menos importantes. Puede causar arteriosclerosis, úlcera, colitis, diarrea, y todo un conjunto de males que el lector no deseará ni a su mayor enemigo. Como ya he dicho con anterioridad, la expresión “estar estresado” no es como para tomársela a broma, sino más bien como para “estar alerta”.

 

La depresión: una enfermedad de nuestro tiempo

 

            La depresión, como el ruido y la polución electromagnética, es una de las grandes amenazas invisibles de nuestros días. Se estima que la mitad de las veces que los pacientes consultan al médico cabe encontrar una depresión subyacente, explícita o encubierta. Algunos estudios señalan que entre un 5 y un 20% de la población sufrirá en algún momento de su vida una depresión grave e incapacitadora.

La depresión es, según algunos, la “enfermedad de nuestro tiempo”. Es un mal con mala prensa, indeterminado, un cajón de sastre que oculta un cierto número de actitudes vitales y emocionales. Popularmente se entiende que estar “depre” es estar amuermado, acongojado, aburrido, desanimado, preocupado, y muchas cosas más.

            Pero la depresión está ahí, como una grave preocupación social y sanitaria de nuestros días. Algunos tipos de depresión son perfectamente explicables, desde diversos puntos de vista. Puede haber sido ocasionada por la pérdida repentina de un ser querido, por la no aceptación del propio envejecimiento, por la “deshabituación” a una determinada actividad o estado (de la gestación al postparto, de la escritura de la tesis al período postdoctoral, de las vacaciones al trabajo, o viceversa…)

            Pero hay otro tipo de depresiones, más prolongadas en el tiempo y sin duda más peligrosas, ligadas a nuestro modo de vida, caracterizado por ciertos mitos (el éxito, la perfección, la competitividad). Éstos generan unos niveles elevados de expectativa, alerta y tensión, así como una serie de trastornos emocionales que, a la postre, pueden derivar en una depresión.

            ¿Y qué es la depresión? Es un malestar que afecta no sólo al estado de ánimo o a la actitud ante la vida, sino también al cuerpo. No cabe confundirla con la simple “melancolía”. En términos técnicos su manifestación más común es la “ausencia del placer” (denominada anhedonia en la jerga médica). El paciente tiende a ver el mundo de forma distorsionada y negativa. En él surgen ideas delirantes de desvalorización, sensación de ruina, enfermedades imaginarias o sentimiento de culpa por males que no ha provocado.

            Existen dos interpretaciones básicas que tratan de explicarla. Para una de ellas, la depresión es un “estado provocado por una sobreexposición patológica al estrés psicológico, como consecuencia de la pérdida de control y de salidas para la frustración”. Otra corriente señala que la depresión es “una batalla internalizada de ambivalencias, una agresión vuelta hacia adentro” (R.M. Sapolsky, pág. 292).

En un caso como en otro la depresión se caracteriza por una ausencia de “motivación”. Es lo que los psicólogos denominan “indefensión aprendida”. “Estoy demasiado cansado, soy incapaz de hacer algo por mejorar mi vida, porque de todos modos no va a servir de nada”: ésta es la visión que tiene de sí mismo un depresivo profundo. Para él el vaso está siempre “medio vacío”. Un cuadro como éste provoca en el paciente actitudes de aletargamiento, de desidia, de desgana: no se levanta de la cama, no va al trabajo; pierde su empleo, sus amigos, se aleja de su familia. En los casos más extremos conduce a intentos de suicidio.

¿Y qué relación existe entre depresión y estrés? No poca: hay quien dice que el estrés es la combinación de la depresión más la ansiedad. Tal vez esta idea sea algo exagerada (mucha gente sufre de estrés sin estar deprimida). Pero está claro que la presión que sobrellevamos cada día a consecuencia de nuestro trabajo, de nuestras preocupaciones, o de nuestras relaciones sociales, puede influir gravemente en nuestro estado de ánimo, provocando finalmente depresión. Las bajas laborales por depresión tienen como origen, la mayor parte de las veces, el estrés laboral.

Éste incidiría no sólo sobre nuestro modo de pensar (de ver la vida, en definitiva), sino también sobre nuestras pautas de sueño o sobre nuestro nivel de actividad. Está demostrado que el estrés y la ansiedad agravan el insomnio y pueden convertirlo en crónico (éste es uno de los principales síntomas de la depresión). La depresión provoca abulia cuando la agresión se concentra sobre uno mismo; puede generar violencia cuando la agresión se dirige contra los demás (éste puede ser uno de los desencadenantes de la violencia juvenil).

(La hiperactividad infantil podría tener mucho que ver con el estrés al que está sometida la madre durante el período de gestación.)

En definitiva, la depresión es resultado de profundos males de nuestra civilización: el malestar, la desmotivación, la desgana… Tal vez provocados por la sobreestimulación, la saturación informativa, la generación de expectativas inviables, la incitación al consumo, la emulación insoportable, las crecientes dificultades por encontrar una posición en la vida, la no aceptación de certezas vitales como la muerte y el envejecimiento… La depresión es el síntoma (la fiebre) de la calentura del sistema social en el que vivimos (o sufrimos). 

 

Depresión y modo de vida

 

            El lector pensará posiblemente: este charlatán ya comienza a desbarrar. ¿Qué tiene que ver la depresión con nuestro modo de vida? ¿No dicen acaso las estadísticas que no sólo somos más altos y guapos, sino que además vivimos más felices?

            Como se suele decir: “Hay mentirosos, mentirosos compulsivos, y estadísticos” (éstos son los peores). Pongamos el caso de un ciudadano medio, con una casa en propiedad (por la que paga hipoteca), casado, con dos hijos, trabajo estable, perro, canario, y segunda residencia en la sierra. A este señor (o señora) le llega un estadístico y le pregunta: “¿Hasta qué punto se siente usted feliz o infeliz? Puntúe con un siete la máxima felicidad, y con un uno la máxima miseria”. ¿Usted cree que ese señor va a poner la cruz en el 3, y no digamos en el 2? ¡Ni mucho menos! ¡Ese señor tendrá un 5, si no un 6, aunque le engañe la pareja, le chulee su jefe, le hayan robado la casa, y se le haya muerto el canario!

            Un ejemplo típico de la “depresión de baja intensidad” que sufrimos todos en esta sociedad de luces de neón es la llamada “neurosis del domingo”. Imaginémonos a un ejecutivo cansado, a un jubilado aburrido, o a una ama de casa desmotivada, cuando es la una de la noche y se acaban sus programas favoritos de televisión. Entonces llega la hora de tragarse todas las películas de “serie B”: ¿no es como para deprimirse?

            El “vacío existencial” de nuestros días está detrás de fenómenos como el alcoholismo, la delincuencia juvenil, las ludopatías, el abuso de drogas o las “movidas” que organizan los jóvenes para jolgorio propio y disgusto ajeno.

            La angustia, la ansiedad, la agresividad, las toxicomanías, la insatisfacción, la fuga, el aislamiento, la soledad, los transtornos psíquicos… Todos estos fenómenos no son meras abstracciones: son hechos contantes y sonantes (y si no, pregúntenselo a los voluntarios que colaboran en los distintos “teléfonos de la esperanza”). Todos ellos dan idea de un malestar difuso, pero palpable, de un conjunto de individuos sumidos en un mar de contradicciones. Unos individuos que aman lo que les mata, y que morirían por ser amados.

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