La Transformación Social - 3

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


3. La empresa como «sistema sociotécnico»

         Hasta ahora hemos contemplado a la empresa desde un ángulo estático, representándo­la como un organismo, con unos elementos, unas funciones y unas finalidades. Pero la empresa es un ente mucho más rico. Este concepto no puede ser reducido a una concepción mecanicista, como una máquina con sus bielas y ruedas dentadas; ni tan sólo a un organismo vivo, con sus órganos especializados (48). La empresa es mucho más que una imagen o un estereotipo abstracto, puesto que está compuesta por dos esferas que se interrelacionan entre sí, y a su vez, con el medio exterior.

         Una empresa es un sistema complejo (que, como tal, recibe un flujo de energía, materiales e información, y lo transforma en productos o servicios), con unos medios, circunstancias y fines determinados. Está compuesta por dos subsistemas básicos que se denominan respectivamente «subsistema tecnológico» y «subsistema social». Generalmente el primero establece el marco físico en que se desarrolla el segundo (raramente a la inversa). Dentro de este «cuerpo» complejo se producen unas interrelaciones entre los dos subsistemas que vienen dadas por la política estratégica de la empresa.

         Carlos Marx, a partir de un razonamiento confuso (pues identificaba arbitrariamente el elemento capital constante y el elemento tecnología, ignorando el factor Naturaleza, y equiparaba equívocamente otros conceptos tales como capital, capitalista, empresario..., o plusvalía, beneficio, renta del capital..., a raíz de su peculiar interpretación del «valor trabajo»), estableció acertadamente esta dualidad a través del concepto Composición Orgánica del Capital*, que relaciona el elemento capital (máquina) y el elemento trabajo (humano).

         Al hilo de dicha concepción, no exenta de graves carencias, la función de producción se reduce a una combinación determinada de ambos elementos en atención a factores tales como: disponibi­lidad de capital, coste de la mano de obra, características del producto, situación del mercado de bienes de capital o financie­ros y, por último, al grado de disponibilidades tecnológicas de la empresa.

         Actualmente los imperativos del mercado, más que la opción o estrategia empresarial, son los que determinan una función de producción* dada. De tal manera, en los países con una abundante mano de obra subcualificada y barata se impone claramente una función de producción decantada hacia una baja composición orgánica del capital (es decir, con un menor componente de elemento capital, y mayor de trabajo); en cambio, en los países con una importante mano de obra cualificada, más recursos de capital y una inclinación por productos de mayor contenido tecnológico o diseño, se ha optado por una función de producción diametralmente opuesta. El mercado, en último término, singulari­za el producto en función de criterios de calidad, diferencia­ción, servicio y precio que, en interrelación compleja con la función de producción implementada, son los que crean los diferentes nichos o estratos de la función de consumo*.

         Es decir, los elementos capital (técnico) y trabajo (humano) establecen una función de producción específica, que a su vez determina (en razón de diversos criterios: por ejemplo, es lógico entender que lo que da un toque de distinción a un producto de artesanía es su elaboración manual, no estandarizada) una función de consumo determinada (49). El sistema sociotécnico* es el marco global donde se establece la interrelación entre ambos elementos. (Nuevamente, volvemos a señalar que los factores básicos, es decir, la Naturaleza, el capital y el trabajo, son pertinentes a la hora de explicitar los principales hechos e interrelaciones en la economía real.)

         Pero esta interrelación no es en absoluto neutra, pues una serie de condicionantes estructurales y conceptuales (el modelo normativo, el régimen de propiedad, el régimen jurídico de relaciones sociales, etc.) la mediatizan y conflictivizan. En primer lugar, viene dada por factores ambientales (el marco geográfico, la dimensión empresarial, el sistema fiscal, el carácter de los mercados...), de tal manera que en situaciones de escaso nivel de desarrollo (de acumulación primitiva del capital*, como diría Marx) y de abundante mano de obra, la función de producción no es escrupulosa por lo que se refiere a las relaciones y condiciones laborales. En caso contrario, es decir, con relaciones sociales y laborales que condicionen en mayor medida al capital (controles normativos, sindicales y de política económica), este último toma el protagonismo con el fin de reducir costes laborales y aumentar la productividad* y el valor añadido*.

         Aquí se plantea la primera gran incógnita, relativa a las condiciones de trabajo y al factor participación (en la gestión, en los beneficios, en el proceso de trabajo...) del subsistema social (o laboral). En el escenario actual, de progresiva superación en el plano teórico del modelo taylorista-fordista de relaciones laborales, se abren inquietantes interrogantes: ¿se ha acabado el sistema de garantías laborales heredadas del pasado?, ¿se implementará un nuevo sistema de participación o, por el contrario, se legitimarán nuevos modos de dominación y control social? (legitimación técnica), ¿se agudizará la explotación y el productivismo?, ¿acabará el conflicto?, ¿se profundizarán las diferencias sociales?... Como vemos, el futuro es incierto y, de momento, inextricable. A lo largo de esta obra intentaremos responder algunos de estos interrogantes.

         La segunda gran incógnita viene dada por el avance tecnoló­gico. A menudo se afirma que éste es inexorable, lo que no dudamos. El punto de discrepancia reside en los objetivos y las prioridades que determinan e impulsan el cambio tecnológico. Se dice que éste reacciona ante los estímulos del marco exterior, y, en un mundo en constante evolución, cada vez más competitivo y global, el principal estímulo-respuesta es el factor flexibili­dad. Por lo tanto, este último sería el eje vertebrador del nuevo impulso tecnológico.

         Las nuevas formas de organización del trabajo, los nuevos métodos y procedimientos, el desarrollo de la logística y de los elementos de control de calidad, no serían más que la implementa­ción de políticas de empresa tendentes a adaptarse al imperativo de la flexibilidad. La cuestión sería, entonces, si este desarrollo hipotéticamente inexorable libera o, contraria­mente, restringe o limita los derechos y las capacidades del factor trabajo: dicho en términos marxistas, si lo aliena* o lo enriquece. (Sin entrar en otras consideraciones, como lo que atañe a las condiciones de trabajo, seguridad e higiene, expectativas laborales, niveles de cualificación y formación, etc.)

         Actualmente hay dos modelos sociotécnicos básicos vigentes en las sociedades avanzadas: el occidental desarrollado (que podríamos desdoblar entre el europeo y el norteamericano) y el japonés. Su comparación nos hará conocer diversas combinaciones en la función de producción y en las relaciones de producción, que vienen dadas por factores tales como niveles de integración o conflictividad, de seguridad o precariedad en el empleo, de aplicación de capital o trabajo, de flexibilidad o rigidez. Este estudio comparativo supondrá el colofón del estudio previo sobre la empresa y sus condicionantes, antes de abordar, como un referente próximo, el mercado de trabajo y la empresa en España, así como sus puntos débiles y fuertes en el contexto global.

         (Más allá del análisis socioestructural «clásico», de manual, hemos de reiterar que es en las fallas conceptuales, normativas y estructurales —que iremos desgranando— donde podemos encontrar la explicación de muchos desajustes en las relaciones de producción y en las interrelaciones entre los subsistemas técnico y humano.)

3.1. Condicionantes de la empresa

         En el capítulo anterior nos hemos referido con insistencia al entorno empresarial, considerándolo como un factor condicio­nante pero ajeno a la empresa. En este punto retomaremos su tratamiento dinámico y nos ocuparemos de él desde un punto de vista diferente: integrándolo, como una variable más, en la función de producción de la empresa. Ésta está condicionada por variables localizacionales, por su dimensión, por el tejido empresarial, por el contexto jurídico y fiscal, y por otras circunstancias —que trataremos en su momento—, como el modelo de Estado, el régimen de propiedad, etc.

         Desde la época clásica se establecieron modelos de localiza­ción en función de factores tales como la distancia, las redes de transporte, las isolíneas*, la ubicación de la fuentes de aprovisionamiento de las materias primas o de los mercados... Asimismo, se era consciente, desde la época de las manufacturas*, del avance que supusieron las economías de escala en función de criterios de economicidad (así, al margen de las manufacturas, se desarrollaron los grandes centros comerciales —lonjas, mercados estables—, las factorías, las colonias obreras o los polígonos industriales*).

         Por lo tanto, en este punto nos referiremos a este tipo de factores, si no determinantes, sí condicionantes para la buena marcha de la economía. Evidentemente no lo podremos hacer desde una óptima microeconómica (a no ser teórica), sino desde un enfoque macroeconómico, a partir del análisis de la estructura productiva en España (que tal como hemos hecho constar utilizare­mos como referente concreto). Este análisis nos dará las claves principales en torno a los criterios de localización, capitaliza­ción, elección de la función de producción, dimensión, centrali­zación o descentralización, sinergia, logística, aprovisionamien­to y otros. Ha de ser, por tanto, un análisis previo a la adopción de cualquier decisión de inversión. Como tal, nosotros lo hemos antepuesto al estudio de los dos subsistemas básicos que conforman los pilares social y técnico de la empresa.

3.1.1. Economías de aglomeración

         En su momento hemos aludido a las dos acepciones del concepto «localización» acuñadas por la tecnocracia economicista (que, no olvidemos, tiende a identificar el tejido productivo con la gran empresa). La primera hace referencia a la empresa en particular (visión microeconómica), y a este respecto juegan numerosos factores a la hora de adoptar una decisión localizacio­nal (entre ellos, la adopción de una u otra planificación estratégica). La segunda se ocupa de su vertiente macroeconómica, en concreto de las tendencias o pautas generales que explican los criterios de aglomeración o de dispersión empresarial. El nexo que articula ambas dimensiones, como comprobaremos, son los incentivos a las empresas, con el objetivo de establecer políticas de fomento regional.

         (Hay otra variante, pues lógicamente las decisiones de localización no tienen margen de maniobra cuando se trata de industrias extractivas: si en el caso de industrias manufacture­ras el empresario siempre dispone de márgenes de discrecionali­dad, en el de las industrias extractivas la localización de la planta extractora —y, en ciertos casos, como en el de las plantas termoeléctricas, de la procesadora— está fuertemente vinculada a la fuente de aprovisionamientos, y por tanto su emplazamiento está sujeto a restricciones especiales.)

         Tradicionalmente el estudio de los procesos de localización se ha abordado desde diferentes perspectivas. Ya desde un principio, al reproche sobre situaciones de competencia imperfec­ta* o de monopolio (es decir, de fuertes márgenes de discreciona­lidad en la fijación de precios) se replicó aludiendo al factor distancia. Ciertamente, éste determina en numerosos casos un coste en forma de transporte que depende de diversos factores, que estudiaremos a continuación. Por ello los diferentes enfoques teóricos buscaron, en último término, una solución de equilibrio estable en el espacio y un contexto de racionalidad económica en los comportamientos de los agentes económicos.

         (Nuevamente encontramos un intento de reducir la complejidad del hecho económico a un carácter de equilibrio artificial, a través de supuestos tales como los de homogeneidad y continuidad en el espacio, una información suficiente y un criterio de economicidad en la adopción de decisiones económicas. Estos supuestos, cómo no, tienen poco que ver con el carácter heterogé­neo del espacio económico y la escasez y el desequilibrio de las posibilida­des de obtener información fidedigna por parte de los agentes económicos.)

         En resumidas cuentas, podríamos reducir a dos los principa­les criterios teóricos que animan los diferentes enfoques en juego: el primero sería el enfoque economicista, dominado por los supuestos de racionalidad económica; el segundo, el llamado enfoque de localización óptima, que a su vez determina dos interpretaciones, la que alude a la minimización de costes (o a la maximización de beneficios), y la que se basa en la ubicación de los recursos naturales. No obstante no nos extenderemos en el análisis de estas diferentes posturas porque nos desviaríamos demasiado de nuestro propósito, que se encamina más bien al estudio de los factores determinantes de la localización y de los desequilibrios consustanciales a tal estado de cosas.

         (No nos resistimos a recordar al lector que toda política de localización óptima no debe obviar que la especie humana medra en un Ekumene* con unos límites y unos recursos finitos; desde un punto de vista empresarial, a corto plazo, es fácil olvidar, en el diseño de la estrategia empresarial, o en el cálculo de la función de costes*, que las externalidades y las deseconomías negativas son un coste social que a la corta o a la larga recaerá sobre la Humanidad.)

         Lo que diferencia los postulados de la teoría de localiza­ción de raíz neoclásica y los resultados de las investigaciones empíricas son los llamados factores determinantes de la localiza­ción, que desmienten en su mayor parte las bases que sirven de apoyo al supuesto de racionalidad económica (que, presuntamente, guía toda decisión individual y permite explicar el fenómeno de la localización industrial mediante modelos formales que consideran exclusivamente variables de tipo económico y de corto alcance).

         Los estudios prácticos han demostrado que el supuesto de racionalidad económica (o de óptimo en la localización de las empresas) topa fundamentalmente con la rigidez y las limitaciones que establecen los canales oficiales de información. Tampoco el axioma de la minimización de costes de transporte (o de máximo beneficio) se sostiene ante la evidencia de factores sustitutivos que permiten encontrar soluciones diferentes a aquellos supues­tos.

         El primer determinante que guía las decisiones de localiza­ción de las empresas es el factor aglomeración. Éste su fundamen­ta en que el empresario, a la hora de elegir una opción u otra entre el abanico de posibilidades localizacionales, se autoimpone unas limitaciones: la falta de transparencia e información que encuentra en la realidad, de cara a realizar previsiones fiables a largo plazo, le hace adoptar unos límites máximos de riesgos y mínimos de rentabilidad, lo cual lógicamente influye en la localización de su establecimiento. Como por otro lado, por sentido común, hay una relación inversa entre la valoración individual del riesgo y la consolidación industrial de la zona, ello explica la tendencia a la concentración espacial de las inversiones industriales, como una actitud lógica ante el nivel de incertidumbre que comporta toda decisión de localización.

         Un segundo orden de factores viene dado por los condicionan­tes personales, las relaciones individuales y la valoración de las condiciones ambientales por parte de los directivos de alto nivel. La disponibilidad de mano de obra cualificada (especial­mente en el caso de industrias de alto nivel tecnológico), la calidad de vida existente en la zona, las condiciones del entorno ambiental (diversificación de la base urbana, infraestructuras técnicas y sociales, accesibilidad, etc.), y otros factores de este tipo, juegan un papel muy importante en las decisiones empresariales de inversión, atendiendo a unas prioridades que se alejan bastante de los criterios de economicidad (el caso de los parques tecnológicos*, a veces en zonas alejadas de las aglomera­ciones urbanas y de los centros urbanos, es paradigmático).

         Una tercera categoría de factores de localización es de orden económico (y urbanístico). Hace referencia a los factores económicos necesarios para el establecimiento de la actividad, y para su posterior funcionamiento: pueden ser la existencia de recursos naturales o materias primas (agua, carbón, petróleo, minerales, etc.), o bien la disponibilidad de suelo industrial barato, o la posición estratégica en relación a nudos de comunicación o mercados, o la inexistencia de restricciones legales de carácter urbanístico... (No olvidemos tampoco la necesaria lejanía de ciertos centros industriales de las zonas residenciales, naturales o de las áreas de cultivo, por sus emisiones contaminantes u otras externalidades negativas que les son consustanciales.)

         En definitiva, desde un punto de vista empresarial, un planteamiento estratégico obliga a anteponer a ciertos factores económicos (coste del suelo o de la mano de obra, de la energía, de los servicios, de los transportes...) otra serie de condicio­nantes más a largo plazo, como por ejemplo la disponibilidad futura de suelo industrial (con el objeto de efectuar ampliacio­nes), las características de la mano de obra, los factores ambientales o de accesibilidad, que son aquellos que determinan la viabilidad futura de la localización industrial.

         La principal explicación sobre el fenómeno de los desequili­brios regionales alude a los factores de aglomeración y ambienta­les anteriormente señalados. Es de notar que ciertas localizacio­nes que económicamente pueden llegar a ser muy rentables (por los bajos precios de suelo industrial, o de su mano de obra, o por la proximidad de puertos o redes de transporte, o de recursos naturales y económicos abundantes) en la práctica son desiertos industriales, pues están al margen de los focos direccionales de la economía, o porque simplemente no poseen la masa crítica* necesaria para constituir economías de aglomeración.

         Las economías de aglomeración* se identifican con el conjunto de ventajas que obtiene una empresa al ubicarse en un lugar de elevada densidad industrial. Éste, como hemos visto, es uno de los principales factores que explican la concentración de las actividades productivas y, consiguientemente, de los desequilibrios territoriales en el desarrollo y el crecimiento económico (50).

                En España hay tres categorías de concentraciones industriales, atendiendo a criterios de escala y diversificación. Éstas serían, por un lado, las grandes áreas metropolitanas industriales; en segundo lugar, los centros urbanos de carácter intermedio (en general, capitales de provincia); y en tercer lugar, los núcleos industriales de orden menor (comarcales, por ejemplo). La segunda y tercera categorías no son propiamente nuevas áreas industriales, sino el desarrollo de núcleos urbanos industriales aislados geográficamente, que no desmienten el carácter dual o polarizado de la localización industrial del país.

                El hecho es que, a pesar de los esfuerzos voluntaristas de carácter técnico o político (la creación de los polos de desarrollo*, o la frustrada aplicación del «III Plan de Desarrollo» franquista, supuestamente con pretensiones reequilibradoras), o de ventajas localizacionales de ciertas áreas industriales (caso de La Coruña, Huelva, Cádiz, Castellón o Tarragona), la localización de la industria española se continúa polarizando en áreas-corredor de máxima concentración industrial y de mayores perspectivas de crecimiento futuro: litoral mediterráneo (desde Girona hasta Murcia), Valle del Ebro (desde el Mediterráneo hasta Navarra) y Madrid. Otras áreas tradicionalmente dinámicas (es el caso del País Vasco y el Norte hasta Galicia) están en franca regresión (51).

         La corrección de los mencionados desequilibrios no es tarea fácil, porque la aglomeración funciona como un atractor* que ejerce un impulso renovado y suplementario a medida que se va engrandeciendo, de tal manera que anula o distorsiona el paisaje industrial en un amplio radio alrededor de su zona de influencia inmediata. De aquí que se haya propugnado el desarrollo de políticas de industrialización difusa*, o armónica, lo que, a la hora de la verdad, ha chocado con la inexorabilidad de la polarización económica en España.

         Hemos comprobado que la aglomeración industrial, conformada por mecanismos naturales, presupone una serie de atractivos, tales como la consolidación de unas infraestruc­turas y servi­cios, de una mano de obra cualificada, de unas condiciones ambientales, de un tejido productivo y de una diversificación empresarial, de una minusvaloración del riesgo y la incertidum­bre... Así pues, la implementación de medidas incentivadoras y correctoras de las aglomeraciones industriales (es decir, de un modelo de industrialización difusa) poco puede hacer para romper esta dinámica e impulsar nuevas áreas de desarrollo. Más bien lo que provoca es la competencia entre zonas geográficas, que a largo plazo desvirtúa o vacía de contenido estas medidas (los resultados de las políticas denominadas «Zonas de Urgente Reindustrialización» son una buena muestra). Asimismo, la concesión de exenciones, bonificaciones o simples regalos a empresas (que por otro lado en muchas ocasiones ya habían asumido la decisión de instalarse en un determinado lugar) son un derroche del patrimonio público difícilmente justificable (52).

         Independientemente de la evidencia de que el establecimiento de economías de aglomeración (o urbanización) genera un impulso autosostenido de desarrollo regional, y de que esta dinámica se compagina con el carácter jerárquico de la estructura espacial de la red de ciudades y transportes, se ha comprobado que se puede establecer una política de industrialización difusa si se dota de infraestructuras y de servicios básicos a los nuevos focos industriales localizados en las ciudades pequeñas y medianas siempre que dispongan de una tradición empresarial previa (es el caso de los distritos italianos entre Venecia y Ancona, la llamada «Terza Italia»; o del Midi francés, entre Narbona y Montpellier).

         Ciertamente es necesario algo más que el mero establecimien­to de condiciones sociales, físicas o financieras para el desarrollo de una industria (formación, infraestructuras, servicios y capital). Así, si no existe una cultura empresarial emprendedora (es decir, que no se limite a tejemanejes o al ejercicio de actividades de bajo valor añadido o nivel tecnológi­co), y si no se corrigen las dinámicas desequilibradoras (por qué no, mediante incentivos, que no se han de confundir con otras medidas bonificadoras a fondo perdido, como hemos visto de escaso o nulo éxito), es improbable que estos procesos de consolidación de centros industriales tengan carácter autónomo y autosostenido; más bien serán una rémora alimentada artificialmente con recursos ajenos a la estricta actividad productiva.

         (Evidentemente, si no cuaja una estructura empresarial, o si ésta no tiene suficiente consistencia, tales medidas son un derroche inútil, pues generan dinámicas parasitarias, corruptas, y falsean los mecanismos de mercado.)

3.1.2. Economías de gran escala

         En el punto anterior hemos hecho referencia al concepto «economías de aglomeración» para representar el conjunto de ventajas de las que puede disfrutar la empresa por el hecho de implantarse en una localización donde con anterioridad ya existía una concentración de industrias. En este punto nos ocuparemos de otras economías no extrínsecas sino intrínsecas a la empresa: las que se basan en la superación de una masa crítica, que aportaría ciertas ventajas comparativas en términos de costes, productivi­dad, financiación, capacidad de negociación y otras.

                Pero antes de centrarnos en este tema, sería necesario hacer un inciso. Cuando hablamos de economías de gran escala hemos de saber en primer lugar a qué nos referimos: si a la unidad técnica de explotación*, de carácter no decisorio y sin personalidad jurídica, o a la sociedad mercantil*, susceptible de integrar varias unidades técnicas de explotación (de diferentes tipolo­gías). Asimismo, el concepto empresa* complementa el anterior, puesto que una «empresa» puede venir delimitada por varias unidades físicas y jurídicas, siendo la unidad de decisión y dirección común el nexo que hace que aquellas unidades se integren en una unidad de orden superior, llamada unidad económica.

                Los análisis empíricos utilizan ambos enfoques (explotación y sociedad mercantil) en función de los objetivos de la investigación: la concepción de unidad técnica de explotación permite indagar sobre la dimensión óptima de las economías de escala, sobre la base de la función de costes y de las propiedades tecnológicas de la función de producción; la concepción de sociedad (o empresa) responde a la necesidad de medir la dimensión empresarial global —con independencia de las decisiones de diversificación, localización y descentralización tomadas— así como de valorar el grado de concentración o poder de los grupos empresariales. Nosotros, evidentemente, nos referimos a la primera acepción en este punto; y más adelante, cuando nos refiramos a la concentración empresarial, emplearemos la segunda interpretación.

                Hay tres definiciones sobre dimensión empresarial, por lo que es un concepto relativo que depende de la unidad que se utilice en cada caso para su medida. Una primera interpretación utiliza como variable principal el volumen de ventas, aunque pueda causar graves distorsiones en análisis globales, por cuanto las variaciones en los precios no tienen por qué coincidir en todas las industrias. En segundo lugar, puede aplicarse el criterio cuya variable principal es el número de empleados, pero éste está sesgado por la diferente productividad del trabajo y su diferente intensidad frente al factor capital. La tercera interpretación atiende al valor añadido, variable definida por la suma de gastos de personal, amortizaciones, gastos financieros, beneficio neto e impuestos (es decir, obtenible por la diferencia entre las ventas y la totalidad de los inputs intermedios), si bien adolece de la subjetividad de la valoración contable.

                El criterio más fiable de determinación de la dimensión empresarial no es más que la combinación de criterios anteriormente expuestos. Así, por ejemplo, lo que convencionalmente distingue las pequeñas-medianas empresas de las grandes, en España, son unos niveles de plantilla de unos 100 trabajado­res, un nivel de ventas de 500 millones al año y una cifra de activos de 100 millones de ptas. (datos de 1987). Está claro que hay otras clasificaciones alternativas.

         Cuando se trata el tema de la dimensión empresarial es común que surja —íntima­mente relacionado con él— el de las llamadas economías de gran escala, expresión con la que se hace referencia a un hecho de sentido común: normalmente las empresas de gran tamaño suelan tener ventajas en relación a las de dimensión reducida, en orden a conseguir unos costes unitarios de produc­ción más bajos. Atendiendo a la aclaración terminológica de párrafos anteriores, está claro que nos referimos a la acepción de unidad técnica de explotación, sin personalidad jurídica (aunque, claro, también puede integrarla).

         Las economías de gran escala tienen básicamente cuatro ventajas comparativas respecto a las pequeñas empresas. La primera (la llamada teoría de los múltiplos) indica que cuanto mayor sea el número de unidades producidas, o su volumen global, menor será la proporción de costes fijos imputable al coste de producción de cada unidad: si no se llega a una capacidad de producción del 100% toda aquella capacidad suplementaria no utilizada supondrá una infrautilización del equipo-capital, o dicho con otras palabras, un coste de marcha en vacío. De tal manera, en este caso, los costes de utilización (que, junto con los costes de marcha en vacío conforman los costes fijos, imposibles de rebajar pues configuran los costes de amortización, mantenimiento y reposición del equipo-capital) son inversos a los costes de marcha en vacío: a la empresa le interesa que los primeros sean altos, y los segundos bajos, si quiere rentabilizar su capital (53). Por ello, es preciso procurar que cada equipo o unidad técnica sea utilizado a un nivel próximo al 100% de su capacidad (o al de la capacidad de las diferentes unidades).

         Una segunda ventaja comparativa viene dada por la acumula­ción de reservas (o existencias), puesto que la gran empresa necesita almacenar en forma de reservas de materiales, utillaje o productos, un volumen proporcionalmente muy inferior a la pequeña empresa, lo que supone un ahorro en inmovilizado* y recursos financieros. En tercer lugar, la gran empresa, dado su mayor poder de presión y negociador, puede obtener ventajas en orden a la reducción del coste por unidad de energía, materias primas o cualquier otro suministro recibido desde las empresas aprovisionadoras (son las llamadas operaciones al mayor).

         Por último, si bien con un carácter un tanto cualitativo, se ha aducido el concepto de curva de aprendizaje, ya que se ha comprobado que la gran empresa experimenta una disminución en el coste por unidad producida (integrando gastos en marketing, I+D, etc.) gracias a un mayor rodaje y experiencia, en función de los aumentos de producción.

         Por lo tanto, hemos visto que la gran empresa dispone de unas ventajas comparativas que pueden parecer casi determinantes. Pero ello no es así en absoluto. En primer lugar porque la pequeña empresa puede adoptar estrategias de cooperación —o sinergia— para obtener mejores condiciones competitivas (para poder aspirar a mejores condiciones financieras, para comprar al mayor, para producir tecnología, para exportar...) En segundo lugar, porque la gran empresa necesita a la pequeña empresa en sus estrategias de descentralización (le permite una adquisición flexible de inputs o servicios, hasta el punto de que en numerosas ocasiones se producen situaciones de simbiosis*). En tercer lugar, porque la dimensión empresarial no implica necesariamente niveles de eficiencia.

         A este respecto, la pequeña empresa parte con ventaja, pues son compatibles altos niveles de productividad y eficiencia empresarial con altas cuotas de flexibilidad y adaptabilidad al medio ambiente coyuntural:

         «Cuando se desarrolló la empresa grande, se creía que sus ventajas técnico-organizativas de la producción eliminarían a las empresas pequeñas y medianas. Esta suposición no se ha verifica­do. Las empresas pequeñas y medianas se han afirmado en todo el mundo como muy resistentes, más de lo que se suponía. Entre otros motivos ello es debido, considerándolo desde el punto de vista de la técnica de producción, a que la técnica moderna ha desarrollado máquinas, hornos, instalaciones de transporte, etc., para cantidades de producción pequeñas, que no se diferencian en economicidad de las instalaciones grandes. Esta flexibilidad de la técnica de producción permite a las empresas pequeñas una adaptación elástica a las variaciones del grado de ocupación» (54).

         Por otro lado, para que la gran empresa pueda sobrevivir ha de defender duramente su nicho de competencia en el mercado; de tal manera que los imperativos oligopolísticos la hace entrar frecuentemente en guerras de precios y descuentos en las que, a la larga, acaba debilitada:

         «A medida que es más considerable el tamaño, también es crecientemente necesario desplazar a otros competidores (...) Cuanto más grande sea la necesidad de arrancar el mercado a otros, también más oneroso resultará el esfuerzo comercial, en forma de mayores rebajas de precios y aumentos más que proporcio­nales de los gastos comerciales (publicidad, etc.) para obtener estas cuotas de mercado adicionales (...) Consiguientemente, cuando los sacrificios comerciales, en sus diferentes aspectos, comienzan a ser más que proporcionales a los márgenes que se espera obtener, habrá de considerarse la posibilidad de intentar otros mercados, para disminuir la presión sobre los primeros (...) No obstante, la dispersión en diferentes mercados produce una disminución de la tensión en cada mercado (efecto favorable), pero también origina una pérdida de efectos sinérgicos a consecuencia de esta dispersión» (55).

         Efectivamente, la rigidez propia de la función de producción de gran escala (que viene dada por la existencia de unos costes fijos y unas estructuras organizativas poco flexibles), así como su necesidad imperiosa de defender su nicho de mercado* a costa de estériles guerras de precios con otros competidores (a no ser que existan acuerdos no escritos de carácter monopolístico —de cartel*— que sostengan artificialmente los precios al alza, extremo éste perseguido por la ley), son sus principales factores limitadores en relación a la pequeña empresa. (Posteriormente veremos que esta última puede tener un futuro venturoso si se adoptan las medidas necesarias para garantizar su viabilidad.)

         En definitiva, más de un siglo de desarrollo del modelo de economía de gran escala ha demostrado que la función de produc­ción y las estrategias operativas no tienen una relación unívoca con la dimensión empresarial, por lo que no se puede categorizar —inequívocamente— tales o cuales ventajas comparativas de la gran empresa en relación a la pequeña empresa, sin al mismo tiempo resaltar sus respectivas desventajas comparativas. La práctica ha demostrado que la gran empresa no es más que el resultado de un proceso de integración —reversible, por otro lado— de elementos productivos que nacen en el plancton social (constitui­do fundamentalmente por la pequeña y mediana empresa), que son combinables o integrables —de múltiples maneras— en función de criterios coyunturales y de oportunidad: si en una fase previa predominaban criterios de integración, ahora se estilan tenden­cias a la descentralización y subcontratación, por supuesto con una íntima implicación —simbiótica— de la pequeña y mediana empresa.

         (A este especto, no olvidemos el papel de la empresa pública como instrumento del Estado para controlar ciertos sectores o recursos considerados «estratégicos», por lo que aquí sería ciertamente oportuno recordar el criterio de subsidiariedad, como marcador de la ideonidad o no de la intervención pública en tales o cuales sectores o ramas de la producción, independientemente de la dimensión empresarial. No olvidemos tampoco, como comproba­remos en su momento, que la dimensión empresarial no presupone un grado de sofisticación tecnológica u otro, por lo que el concepto de tecnologías intermedias o ligeras, si bien se ajusta más a las más laboral-intensivas, sería igualmente aplicable en empresas de dimensiones grandes o pequeñas)

3.1.3. Otros factores condicionantes

         Hay otros factores condicionantes, de carácter externo, que limitan o determinan la actividad empresarial. Uno de ellos sería la situación actual de los mercados. Estos se caracterizan, como afirmamos en la introducción, por su carácter gaseoso y por el fuerte predominio del llamado capitalismo financiero*. Este último ha puesto aparentemente en cuestión la base real de la economía sobre la cual los economistas clásicos sostenían sus ideas (igualdad entre crédito y ahorro, y entre ahorro e inversión). Por otro lado, ha aparecido asimismo un juego oligopolístico, con grandes costes de entrada y salida, que ha conducido a una deliberada perturbación del juego del mercado, mediante políticas de control de mercados, mediante guerras de precios, mediante acuerdos de contención o subida artificial de precios, y otras imperfecciones de las reglas del mercado de cara a mantener las cuotas de hegemonía de los grandes oligopolios.

         A este auge de los aspectos ficticios de la economía con carácter gaseoso (financiero), que no hemos de olvidar que de una u otra manera ha sido alentado por los aparatos del Estado (mediante una protección injustificada frente a la competencia exterior, mediante unos productos financieros a medida del defraudador y del especulador, haciendo la vista gorda ante al fraude, etc.), le hemos de añadir las dificultades de capitaliza­ción (éste sería el caso de la economía española hasta mediado de los años noventa), ante un sistema financiero caro que prima ante todo los recursos a corto y medio plazo, y de ninguna manera el capital productivo a largo plazo (el que necesita la economía productiva). Ello, a la larga, penaliza la financiación externa de la empresa, fomenta la autofinanciación de las empresas más privilegiadas, estimula el juego especulativo, y descapitaliza la industria al hacerla caer inexorablemente en manos del capital foráneo, con intereses a corto plazo (juego de gestiones de cartera, «dinero caliente», etc.) Posteriormente comprobaremos cómo el capital, como todo bien social, se ha de gestionar eficientemente, lo que implica preservarlo pensando en las generaciones futuras, y obtener el mejor provecho —respetando el principio de intergeneracio­nalidad— de su uso.

         La pequeña empresa, indefensa ante este falseamiento del juego limpio, se ha sumergido en una serie de prácticas ilícitas, como pueden ser la entrada en la economía oculta, o la precariza­ción contra ley y naturaleza de las condiciones de trabajo de muchos de sus empleados. De tal manera el mercado se hace cada vez más inestable, dual, desequilibra­do, injusto. Las reglas del libre, legítimo y honrado contraste de intereses se transforman en la aplicación de la ley del más fuerte, sin atender a criterios de justicia, legitimidad o equidad.

         En un punto anterior nos referíamos a otro factor condicio­nante, que da carta de legitimidad a la empresa, es decir, a su naturaleza jurídica. Hemos visto cómo ésta ha sido falseada con la finalidad de favorecer los intereses de las grandes empresas, en perjuicio de las pequeñas, mediante maniobras y subterfugios legales que diluyen las responsabilidades de las grandes compañías entre un gran número de ahorradores, o que generan compartimentos-estanco que salvan de toda responsabilidad a órganos vitales de la empresa madre cuando una de sus filiales entra en dificultades.

         También vimos que el gestor tecnócrata de la gran corpora­ción se ha transformado en un mero asalariado, y que difícilmente asume sus responsabilidades civiles o penales (como tal asalaria­do, no juega con su dinero, sino con el de los demás; ante cualquier responsabili­dad legal, quien asume los perjuicios es la persona jurídica —la empresa—, no él). A este respecto la pequeña empresa vuelve a estar en desventaja.

                También es un importante factor condicionante la llamada «fiscalidad empresarial». La fiscalidad de la empresa tiene tres frentes: los impuestos directos (especialmente el Impuesto sobre las Sociedades), los impuestos indirectos y las contribuciones sociales. Como veremos en la segunda sección, nosotros nos inclinamos por descargar de cualquier atisbo de doble imposición a los beneficios, y por gravar —de forma efectiva— a tipos del Impuesto sobre la Renta (progresivos) los beneficios distribuidos. También abogamos por descargar a las empresas de cualquier trámite administrativo —de gestión de impuestos, de control y fiscalización, de tipo administrativo y estadístico, etc.— que sea de competencia exclusiva y directa de las Administraciones Públicas (un «paquete social» que cae sobre las espaldas de las empresas sin ningún tipo de compensación por parte de las administraciones).

                Opinaremos sobre los criterios actuales de amortización del capital, sobre los abusos en forma de exenciones o deducciones (o incluso bonificacio­nes y subvenciones) a costa del Impuesto sobre Sociedades, y sobre los criterios de tratamiento de la Estimación Objetiva Singular (para las pequeñas empresas); también expresaremos nuestra disconformidad hacia una política económica que perjudica la financiación de las empresas productivas, que no favorece la innovación, y que no apoya a la PYME ante la presión del capital financiero y monopolístico.

3.2. El marco social

         La empresa es un ente complejo con dos dimensiones: humana y técnica. La visión tradicional dominante sobre las relaciones sociales en la empresa se reduce a supeditarlas o encartarlas en un marco técnico, bajo unas condiciones restrictivas, rígidas e impuestas. La visión taylorista-fordista (que después desarrolla­remos más detalladamente) interpreta el marco de relaciones laborales como la mera adecuación de las necesidades de los trabajadores a las exigencias organizativas del marco técnico, por lo que respecta al grado de complejidad del trabajo y a sus características intrínsecas. Según esta concepción existiría, pues, un contrato (de conocimientos, psicológico, de eficiencia, ético y técnico) que especifica las exigencias del rol* del trabajador, a cambio de una contraprestación casi estrictamente salarial.

         (Esta visión, que ha caracterizado un largo período durante la actual centuria —más de medio siglo—, ha tenido diferente significación si nos referimos a la gran y a la pequeña empresa: si es decisiva en la primera, es prácticamente irrelevante en la segunda.)

         En la figura 5 representamos la interacción entre el marco técnico y el marco social, con la estructura de relaciones de trabajo como estructura organizativa intermedia, es decir, como materialización de la dialéctica entre exigencias técnicas y necesidades sociales. Como vemos, la estructura de relaciones de trabajo es el compromiso entre la dimensión tecnológica (con sus tareas y sus interdependencias de tareas) y el componente social (con las relaciones informales asociadas). En un punto anterior nos ocupamos de las estructuras organizativas desde un punto de vista económico-estratégico; en éste haremos una lectura sociológica, ocupándonos del papel del rol social.

         Los roles de trabajo relacionan a los individuos con las tareas, son el nexo de unión entre las personas y la tecnología. Por ello una estructura de relaciones de trabajo genera una «organización» al relacionar diferentes roles de trabajo. En relación a los roles de trabajo y sus interrelaciones, cada estructura organizacional constituye un diseño particular por el cual se relacionan los trabajadores con la tecnología. Es decir, cuando se habla de diseño de la organización del trabajo, el elemento central deja de ser el puesto de trabajo y pasa a ser el rol (o responsabilidad particular de cada trabajador) y las relaciones entre roles.

         En este punto sugeriremos un nuevo diseño de la organización del trabajo que rompa el postulado más ampliamente aceptado por la gran empresa, implícita o explícitamente, según el cual el contenido del trabajo está fijado por las necesidades de los procesos y estructuras de la organización, y sólo puede ser modificado al precio de una pérdida de eficiencia económica. En la figura 6 damos una respuesta a esta interpretación represen­tando las complejas interrelaciones entre el subsistema técnico, ambiental y organizativo, añadiendo la dimensión psicológica que actúa en esta interrelación.

         Partimos de la base de que un trabajador —cualquiera que sea su posición en la empresa, desde el empresario hasta el operario menos cualificado— es un ser humano, y que como tal tiene una serie de cualidades, defectos, ilusiones, aspiraciones y limitaciones. Por ello a la dimensión social se le ha de añadir otro matiz, el psicológico, que la llamada Organización Científi­ca del Trabajo* dejó completamente de lado, en beneficio de objetivos tecnocráticos y productivistas. En la figura 6 vemos plasmada esta nueva dimensión. En el recuadro superior izquierdo observamos las tres principales variables contextuales (por ello, de más difícil intervención), de las que ya hemos hablado: las dos primeras (social y técnica) son de orden interno, y la última, el medio ambiente, es de orden externo. En el recuadro a su derecha representamos el grado de complejidad (o simplici­dad) de un subsistema organizativo, con una gradación de niveles de cualificación del trabajo. En el recuadro superior derecha percibimos las diferentes reacciones (con un gradiente similar al del recuadro anterior) que esta organización del trabajo puede provocar entre los trabajadores.

                El contraste entre las variables contextuales y el marco organizacional (y contractual) actual nos indicará la situación de eficiencia (o no) de la empresa. En el caso de que ésta no cumpla sus objetivos preestablecidos habrá de plantearse una serie de actuaciones a corto y largo plazo. A corto y a medio plazo le puede interesar actuar sobre las exigencias, necesidades y restricciones de los recursos humanos a través de la selección o formación del personal; puede actuar sobre el medio ambiente (lo que es más difícil) o sobre la tecnología (en función de sus disponibilidades de capital).

                A largo plazo puede plantearse una intervención tecno-estructural, que simplifique y acerque los roles a las posibilidades reales de los trabajadores (si estos carece de una especial cualificación profesional), o bien que actúe ampliando sus responsabilidades (mediante la rotación de tareas, la ampliación de tareas, su enriquecimiento, o la plena asunción de responsabilidad de los grupos semiautónomos). En el primer caso se buscaría una menor variedad, autonomía, responsabilidad, etc. (cuadro superior a la derecha); en el segundo se buscaría lo contrario.

                Está claro (volvemos a insistir) que estas actuaciones han de tener como objetivo la plena asunción de los objetivos de la empresa. Si ello no es así (es decir, si esta actuación tecnoestructural es inoperante) se habrá de rediseñar la intervención con el fin de ajustarla a la eficiencia económica. Pero queremos insistir en la idea de que el diseño organizativo y tecnoestruc­tural actual (la Organización Científica del Trabajo, de F. W. Taylor) no satisface al menos algunos de los objetivos que toda organización eficiente ha de buscar.

         En un capítulo anterior afirmamos que los objetivos empresariales no se han de limitar al simple rendimiento de los activos de los accionistas, sino que además han de implicar a otros actores sociales de la empresa (entre ellos los trabajado­res) por lo que se refiere al entorno social y a su propia supervivencia. Si sólo se atiende al primer objetivo (la rentabilidad de los accionistas), dejando de lado el resto de objetivos empresariales, se están sentando las bases para el conflicto, la desincentivación y la desintegración. Si el trabajador no se siente partícipe en los objetivos de la empresa difícilmente se podrá aspirar a la eficiencia de esta última, al equilibrio de intereses o a su simple viabilidad.

         Hoy día se está viendo claramente que el modelo fordista-taylorista está en crisis. Si no se gana en enriquecimiento del trabajo, si únicamente se atiende a los objetivos productivistas (por parte del capital) o salariales (por parte de los trabajado­res), es decir, si la empresa se convierte en un campo de batalla (cuando el mundo está en plena ebullición, y «quien no corre vuela»), su viabilidad es más que dudosa. Posiblemente haya pasado la hora del modelo conflictivista y sea necesario un nuevo marco social fundamentado en la cooperación (substituyendo el conflicto por la resolución negociada de los problemas, sin excluir, en caso de que no se resuelvan los problemas estructura­les de fondo, la ruptura de las relaciones entre las partes). Concordia, libertad de las partes y protección social son la mejor garantía para preservar la paz y evitar el conflicto.

         En el próximo punto haremos referencia a los diferentes enfoques que se han planteado por lo que se refiere al marco de relaciones laborales, vistos desde una óptica sociológica. Comprenderemos cómo ha habido una evolución desde el planteamien­to productivista y taylorista (e incluso stajanovista*) hasta uno nuevo basado en un tipo alternativo de prioridades. Nosotros partimos de la base de que cada uno de ellos tiene aspectos suscribibles y que, como casi siempre, la mejor postura es la sincrética, es decir, la integración de todo lo que de bueno tienen las diferentes posturas. Por ello, al final del próximo punto haremos una reflexión integradora que sirva de colofón en este repaso analítico.

3.2.1. Análisis de diseños sociolaborales

                Según Edward Gross («Las relaciones industriales», en Las instituciones industriales, volumen IV del «Tratado de Sociología», dirigido por Robert E. L. Faris) hay básicamente nueve enfoques que abordan el estudio de las relaciones laborales. Nosotros, en orden a un mayor grafismo, las hemos clasificado en cuatro categorías representativas de cuatro lecturas diferentes. Éstas no siguen un orden cronológico (por fechas de aparición), sino taxonómico. Se puede considerar que cada una de ellas incide en un aspecto determinado, y a veces se limitan a negar teorías anteriores; pero en conjunto aportan una visión global que, a grandes rasgos, es la que más satisface la enorme complejidad del mundo de la empresa.

                La primera categoría la hemos denominado formalista, por centrarse en aspectos formales u organizacionales (es decir, por preocuparse por las pautas y procedimientos de la empresa). La teoría weberiana es la más característica de este enfoque. Se centra principal­mente en los elementos burocráticos de las organizaciones, si bien por ello mismo es más aplicable en los círculos administrativos que en los escalones inferiores (operarios y técnicos del proceso de producción), aunque algunos principios de esta teoría también les son aplicables.

                Una de las características de este enfoque es el imperio de la «regla», con el fin de preservar la previsibilidad y unos estándares universalistas (igualdad de trato, mantenimiento del secreto...) Como consecuencia de esta primacía de la regla el trato es formalista e impersonal, lo que no motiva especialmente al personal (las personas son leales a las personas, pero difícilmente a los roles o a las reglas). Otras características de este enfoque son la llamada «especificidad en el servicio» (el trabajo y la responsabilidad de cada hombre se limitan a una especialidad) y el control jerárquico (las llamadas «cadenas de dominio», que ya observamos al hablar de las estructuras organizativas de tipo lineal) (56).

                Otro enfoque diferente, dentro de la misma línea formalista, es el énfasis en los imperativos tecnológicos y la organización. Éste destaca la importancia de la estructura laboral y de la organización jerárquica sobre el contexto de las relaciones humanas de trabajo. En definitiva, pone el acento en la constatación de que el nivel de conflictividad de una empresa viene dado por el apoyo de los niveles jerárquicos intermedios (supervisores, capataces) a las decisiones y las medidas adoptadas por el nivel jerárquico superior. Ello sugeriría que el éxito de un programa no dependería de los principios en sí, sino del apoyo dado por los cargos intermedios. Lo cual nos llevaría, entonces, a examinar la estructura de la industria, el carácter de la tecnología y las presiones que la organización impone a las personas, para explicar la relativa frecuencia de conflictos entre ellas.

                La segunda categoría, que nosotros hemos denominado tecnocrática, no es incompatible con el enfoque formalista; más bien es complementaria. Ello es así porque el Scientific Management (en castellano, Organización Científica del Trabajo), propugnado por F. W. Taylor a principios del siglo XX, parte del hombre industrial (en concreto, del operario de línea) como de un individuo aislado que se relaciona con su entorno de una manera formalista y reglamenta­da, al margen de cualquier otro vínculo de carácter informal. Esta teoría centra su interés en la relación del hombre con el trabajo, prestando poca atención a la relación del hombre con el hombre.

                La motivación primaria es monetaria (en la teoría weberiana también), por lo que se opta por sistemas de trabajo productivistas (o a destajo), mediante premios en forma de pluses, bonificaciones, etc. El método de trabajo se ajusta a este objetivo productivista simplificándolo, estandarizándolo y cronometrándolo al máximo. Hay un profesional (el ingeniero industrial) que investiga las mejores pautas y métodos para economizar tiempo, movimientos y materia prima. Hay un supervisor y cronometrador que controla que el trabajador se ajuste a la pauta. Por tanto, este punto de vista preve poca o ninguna contribución, participación o iniciativa del trabajador, al que se considera ignorante y sin originalidad (57).

                Como reacción a esta interpretación restrictiva del protagonismo del trabajador en su trabajo, surgió una tercera actitud, que nosotros denomina­ríamos humanista, que propone otorgar un papel más activo, más digno y creativo al trabajador; esta línea de pensamiento se distingue también por la importancia que da a las relaciones informales en la estructura sociolaboral de la empresa.

                La primera (y más conocida) de estas teorías es la Teoría de las Relaciones Humanas. Su inspirador fue Elton Mayo, a partir de sus investiga­ciones en la Western Electric (1927-1932). Este sociólogo y médico llegó a la conclusión de que los trabajadores no responden simplemente como individuos aislados, sino que están fuertemente influidos por las relaciones sociales que experimentan. Observó que las aptitudes individuales mantenían una pobre correlación con la productividad y, consiguientemente, con el estímulo salarial. Así, la mejor garantía del rendimiento de los trabajadores sería su integración satisfactoria en un grupo, más que las aptitudes individuales (58).

                Según esta corriente de pensamiento, la organización informal cobra protagonismo por encima de la organización formal o protocolaria: se podría reducir el conflicto y construir relaciones armónicas si se enseñase a las personas la forma de tratarse con eficacia las unas con las otras. Ello condujo a un continuo entrenamiento de cargos intermedios en el campo de las relaciones humanas durante los años cuarenta y cincuenta. En definitiva, este enfoque relativizaba las fuerzas económicas, la tecnología, la cualificación y la estructura organizacional, pues consideraba que la aplicación de relaciones humanas más participativas e informales demostraría su eficacia bajo cualquier circunstancia (59).

                No obstante, como es evidente, ello no es tan sencillo. Un segundo enfoque «humanista» introduce otro aspecto que complementa y en cierta medida enriquece la teoría anterior. La teoría de la reciprocidad aporta el concepto de «interiorización» de un rol como desencadenante de una postura positiva por parte del trabajador. Es decir, introduce la reciprocidad en el contexto de la relación entre derechos y deberes de una situación de rol: una relación laboral de complementariedad consiste en que el trabajador hará lo que se espera de él únicamente porque ha sido socializado (mediante un entrenamiento) en su rol; a través de la reciprocidad hay una noción de contraprestación por un esfuerzo propio, y de esta manera el trabajador mantiene una actitud positiva no sólo porque se le paga, sino porque establece una relación de corresponsabilidad interiorizada e integrada en su código ético (la llamada cultura del trabajo*).

                Otro enfoque, dentro de la óptica humanista, tiene un más marcado carácter psicologista. La teoría de la interacción parte de la base de que la mayor parte de las relaciones sociales dentro de la empresa son de carácter interpersonal, es decir, «cara a cara». El protagonismo que reciben las relaciones informales lo acerca a la Teoría de las Relaciones Humanas, de la que ya hemos hablado, pero se aparta de ella por el énfasis especial que hace sobre el papel social de los sentimientos. De tal manera, los sentimientos se pueden manipular mediante la asunción de valores distintivos, como el «orgullo de empresa», la motivación sobre la importancia del propio trabajo, la apelación a la participación de todos por igual, etc. De tal manera, se efectúa una interrelación que interioriza valores positivos, con lo que ello supone para la actitud favorable y participativa del trabajador.

                Si en los enfoques anteriores se apelaba a los valores positivos, a la concertación, en el último enfoque humanista en el que incidiremos se resalta precisamente la actitud contraria: la confrontación. La teoría del conflicto destaca especialmente los problemas de cambio social, y considera todo orden como un equilibrio temporal, o una paz inestable que una nueva correlación de fuerzas puede romper en cualquier momento. Considera a las organizaciones, por tanto, como lugares donde los individuos luchan por una porción de bienes escasos dados: los hechos que dividen a trabajadores y dirección (como por ejemplo la cuestión del control de los trabajadores sobre el derecho a tomar decisiones, y la porción de los ingresos que les son atribuidos) serán, consiguientemente, puntos de fricción que no se eliminarán por mucho que aumente la comprensión entre ambas partes (de aquí el papel de la huelga como litigadora de conflictos).

                La cuarta categoría, que llamaremos funcionalista, se preocupa por las relaciones funcionales entre los diversos órganos de la empresa. La teoría funcional es la más representativa. Describe a las organizaciones industriales en términos de un sistema social, es decir, de un conjunto de elementos interdependientes. Los principales problemas que se plantea son los siguientes: adaptación, consecución de los fines, integración y conservación de los patrones (patterns*) del comportamiento, así como la administración de la tensión.

                Divide a la empresa en diferentes niveles especializados: el nivel técnico produce la mercancía (o el servicio); el nivel managerial integra la organización y la gestiona; y el nivel superior —o institucional— la relaciona con la sociedad dentro de la cual se inscribe (sería, en una Sociedad Anónima, el papel del Consejo de Administración, que como vimos anteriormente, hemos de distinguir del nivel managerial, el cual se preocupa de las cuestiones internas de la empresa). Ninguno de estos niveles supervisaría el nivel inmediatamente inferior, ya que cada uno de ellos trata de problemas totalmente diferentes.

                Otra versión, complementaria de la anterior, sería la llamada teoría de la toma de decisiones, que ve la organización como un mecanismo diseñado para maximizar la probabilidad de una toma de decisiones racional: por ello propugna limitar las responsabilidades de cada persona de forma que queden reducidas al área dentro de la cual se espera de ella que tome decisiones racionales. Esta teoría se aproxima a la noción de estructura en staff (o funcional) que explicamos en el capítulo anterior.

                En definitiva, hemos recogido nueve enfoques sobre las estructuras sociolaborales. El primero se ocupaba de las relaciones formales y jerárqui­cas; el segundo, del protagonismo de los cuadros; el tercero, de la estandarización y simplificación del trabajo; el cuarto, de las relaciones grupales de tipo informal; el quinto, de la interiorización del valor del propio trabajo; el sexto, de la variable psicológica o sentimental (o del vínculo afectivo); el séptimo, del conflicto como litigador de diferencias y colisiones de intereses; el octavo, de la importancia de los niveles funcionales; y el noveno, del reparto de responsabilidades.

                ¿No podemos considerar justamente que cada uno de estos enfoques —o supuestos—, por separado, no es más que una visión parcial del cuadro total de relaciones laborales? Lógicamente, el tratamiento global o integrado de todas y cada una de estas visiones (no todas a la vez, claro, sino en función de la coyuntura y de las circunstancias condicionantes) es el más indicado para calibrar adecuadamente la riqueza de las relaciones laborales. Éstas tienen diversas acepciones, tanto si nos referimos a una escala individual como social: de conflicto, de imposición, de compromiso, etc. Dificilmente podemos reducir las posturas o el comportamiento de los actores sociales de la empresa a una y sólo una de estas actitudes.

                En el próximo punto nos ocuparemos de las variables más representativas en torno a la significación del trabajo por parte del individuo. Necesariamen­te buena parte del material teórico que hemos desplegado en este apartado lo volveremos a aprovechar al referirnos a las principales actitudes adoptadas por el trabajador o la dirección en su interrelación con el marco social.

3.2.2. La motivación en el trabajo

         El adagio «no sólo de pan vive el hombre» es plenamente aplicable en el tema que nos ocupa. Hemos comprobado cómo el enfoque de la Organización Científica del Trabajo no se preocupa en absoluto de otras motivaciones que no sean la propia supervi­vencia individual: el interés salarial por parte del trabajador y el beneficio por parte del propietario. En este punto insisti­remos en otra dimensión del trabajo humano, que trasciende la motivación inmediata (la supervivencia y el egoísmo individual) y descubre nuevos canales de expresión. Este tratamiento del tema se inscribe, por tanto, en un enfoque más «humanista» de la actividad laboral.

         El estudio de la motivación laboral intenta responder los «por qué» de la conducta en el trabajo. Llamamos motivo a la explicación última de la actuación individual, de manera que puede decirse que todo comportamiento humano está siempre motivado, aunque no sepamos con certeza cuál es el motivo. Son «motivos» las causas o razones que mueven a realizar una actividad. En un planteamiento simplista de la conducta del hombre podría decirse que ante un estado de carencia personal (necesidad) hay un movimiento del sujeto (comportamiento) con una finalidad inmediata (motivo). Éste es el fundamento del concepto benthamita de interés económico (a este respecto véase la nota 52 de la segunda sección).

         La conducta o comportamiento humano puede estudiarse desde un punto de vista inicial subjetivo o desde un punto de vista final objetivo. El enfoque subjetivo se aproxima a la conducta desde situaciones consideradas por la persona como interiores: necesidad, impulso, deseo... El enfoque objetivo, en cambio, lo hace externamente, estando el individuo impulsado desde lo que se puede denominar como «incentivo», «finalidad» o también «motivo». En este sentido, el enfoque subjetivo aparece como un planteamiento negativo del problema, que señala una carencia y manifiesta un desequilibrio interno. Contrariamente, el enfoque objetivo siempre será positivo, ya que mueve al comportamiento, apreciable externamente.

         Consiguientemente, en este punto adoptamos un enfoque positivo, que atiende a motivaciones contrastables (pues, en último término, es un hecho evidente que en general el hombre trabaja por algún «motivo», y que en ocasiones se comporta de determinada manera —incluso a costa de intereses inmediatos— por «motivos» alejados de las «necesidades» perentorias o innatas). Hemos de aludir nuevamente a los dos principales diseños tecnoestruc­turales estudiados en el punto anterior (el taylorista y la Escuela de Relaciones Humanas), pues estos fundamentan las dos principales teorías de conducta laboral, que están basadas en motivaciones radicalmente diferentes.

         La teoría del Scientific Management (o de la Organización Científica del Trabajo) se sirve de un modelo de conducta a su medida: el modelo del incentivo. Éste corresponde a la noción tradicional del rendimiento laboral en función de la recompensa esperada: si una persona considera que es deseable la obtención de un beneficio determinado, y piensa que puede conseguirlo rindiendo a un determinado nivel, ejercerá un impulso tendiente a rendir a aquel nivel (los resultados esperados son que a más recompensa el rendimiento será mayor).

         Esta teoría es mecanicista y reduccionista, de estímulo-respuesta, que ante la inexistencia de cualquier otro incentivo que no sea económico plantea las relaciones trabajador/empresa en función de estímulos de premio y castigo, plenamente conduc­tistas*. La consideración del individuo como homo-economicus hace que se le pueda inscribir en la corriente económica de corte liberal (que proclama como valores fundamentales el egoísmo y la «mano invisible» del mercado). En definitiva, liga al hombre a una consideración puramente instrumental, la cual se reduce a motivaciones estrictamente económicas, y lo aliena de su propio trabajo a cambio de una contraprestación meramente formalista (es decir, sin que vaya acompañada de un reconocimiento moral de su trabajo).

         La Escuela de Relaciones Humanas inspiró una nueva orienta­ción en el estudio de las conductas laborales que no anula el enfoque anterior, sino que lo integra en un primer nivel de motivaciones humanas, enriqueciéndolo con nuevas dimensiones psicológicas y sociales. Las teorías comprendidas en el modelo psicológico (básicamente dos, como iremos viendo) suponen que la acción individual es impulsada por unos objetivos personales que no dependen únicamente de las circunstancias externas; tienen una gran importancia, por tanto, las motivaciones intrínsecas en la actividad laboral.

         Una primera visión (Abraham Maslow, en su obra Motivación y personalidad) diseña un modelo jerárquico con cinco necesidades básicas que, paulatinamente, trata de satisfacer el trabajo humano. Lo hemos representado en la figura 7. A un primer nivel aparecen las necesidades fisiológicas, y son por ello fuente inicial de motivación (alimento, alojamiento, esparcimiento, descanso, comodidad, etc.); a un segundo nivel, una vez consegui­das las del primer nivel, aparecen las de seguridad (en el trabajo, visión de futuro, tranquilidad, trato con los superio­res, etc.); posteriormente aparecen las necesidades sociales (deseo de tener relaciones cordiales, interacción afectiva, conocimiento de los objetivos de la empresa, etc.); más adelante, las necesidades personales (de respeto, de autoestima, de reputación, de reconocimiento de los méritos, de responsabilidad, etc.); y, finalmente, las necesidades de autorrealización (maximización del potencial personal, libertad creadora, nuevos retos, etc.).

         (J. K. Galbraith, en su obra El nuevo estado industrial —capítulos 11 a 13— aporta otro esquema con cuatro motivadores básicos, también escalonados: compulsión —u obligación—, compensación monetaria, identificación y adaptación. Como es evidente, este esquema no varía mucho del de Abraham Maslow.)

         Estas necesidades estarían funcionalmente jerarquizadas: una necesidad ocupará el rango de motivador cuando la anterior haya sido satisfecha (60). De tal manera, estamos ante un nuevo modelo básico del hombre trabajador, que fundamentalmente buscará —en último término— realizarse en el trabajo. Se abandona la idea del hombre apático, pasivo, indolente ante las necesidades de la organización, para entrar en una vía donde el hombre buscará una satisfacción basada en la autorrealización y —como veremos posteriormente— la participación en la empresa.

         (No es necesario abundar en que esta tesis tan intuitiva y voluntarista es difícilmente contrastable con la experimentación: diversos estudios han demostrado que este esquema es demasiado simple para poder ser confrontado con la realidad; pero por encima de este reproche, esta teoría tiene el mérito de señalar el origen de otras motivaciones que no son puramente crematísti­cas —y por otro lado cada vez más implantadas en el cuerpo social— como es el caso de la realización personal.)

         Brevemente señalaremos que otra teoría de carácter humanista es la llamada teoría de la autorrealización en el trabajo, que simplemente se limita a reafirmar que los individuos se sienten movidos a rendir eficazmente en la medida en que su concepto relativo de la situación les exija este rendimiento eficaz para ser coherente con su cualificación como trabajadores. En definitiva estas dos visiones (por lo demás complementarias) han permitido una consideración más amplia de la estructura de las organizaciones, al potenciar las referencias al ordenamiento informal, como una apertura a la realidad que suponen los motivos internos en la acción individual.

         Más allá de la noción de «motivación» hemos de subrayar la de «cultura —o moral— de trabajo». La tradición económica clásica proviene de una visión calvinista del trabajo, considerado como el medio más efectivo de preservar al hombre del pecado (en particular, ante su destino providencial y la mácula que supondría el pecado original), la indolencia y la concupiscencia. Ello cristalizó en la concepción tradicional del trabajo como «obligación» (o imperativo) moral, como justificación del individuo ante la sociedad, como valor social. Tal concepción arraigó también en el movimiento obrero, que consideró la moral del trabajo «como un atributo de clase, un orgullo y un distinti­vo diferenciador ante los ociosos, vacuos y opulentos burgueses» (61).

         (Se ha generalizado un equívoco interesado sobre la supuesta interpretación de Marx del concepto «alienación»: según esta interpretación, para Marx, el trabajo sería una dimensión negativa y alienante, en oposición a una visión supuestamente más optimista de otros economistas clásicos. Esta visión es en parte incorrecta: Marx considera al trabajo «alienante» únicamente cuando el trabajador está «extrañado» del fruto de su trabajo, a cambio de un salario que no sería más que la constatación de una explotación —en forma de plusvalía que va a parar al propietario— sancionada por las leyes del mercado capitalista; si el trabajador fuese beneficiario —directa o indirectamente— del producto de su esfuerzo el trabajo sería un valor enriquece­dor.

         Ello no obstante, los errores conceptuales de Marx en cuanto a las ideas de «valor», «empresario» y «capitalista», «plusva­lía», «renta», «beneficio» y «propiedad de los bienes de producción», así como su visión antropocentrista en relación a la Naturaleza y a los bienes de capital, sentaría, en puridad, las bases ideológicas de un socialismo burocrático más en consonancia con el concepto tradicional de capitalismo de Estado*. Por supuesto, Marx también se oponía a otras consecuen­cias negativas del trabajo: insalubridad, jornadas excesivas, falta de control sobre el proceso de producción, etc.)

         Es decir, si bien existe una visión idealizada sobre la moral de trabajo (que supuestamente se estaría perdiendo), como elemento que otorgaría dignidad y relevancia a la vida humana (principio que en sí mismo es suscribible y razonable), esta visión no se puede compartir si no va más allá del valor-trabajo en sí y no concreta los aspectos cuantitativos y cualitativos de su significación, con una ponderación bien equilibrada entre sus implicaciones positivas y negativas, en un contexto socioeconómi­co dado. Por ello, las nuevas tendencias resaltan muy vivamente los aspectos más negativos de la experiencia laboral: fatiga, insalubridad, monotonía, rutina, idiotización y simplificación de las capacidades humanas...

         En último término el elemento determinante para poder hacer juicios de valor sobre la pertinencia de las valoraciones antes expuestas es la satisfacción —subjetiva— o no de los trabajadores ante el fruto de su trabajo, contextualizada en el marco de sus condiciones laborales y sociales objetivas. El ser humano es un ente complejo, con una gran riqueza interior: en cierta manera se puede entender que ante un escenario que difícilmente puede considerarse satisfactorio en términos ambientales, de relaciones laborales, de motivación y de participación, aun así gran parte de los trabajadores se manifiesten satisfechos por su trabajo:

         «El mundo de los trabajadores industriales es una entidad donde el trabajo y el puesto de trabajo no constituyen el interés vital central de la mayor parte. En concreto, el trabajo no es el interés vital central para los trabajadores industriales si estudiamos las experiencias informales de grupos y la experiencia social general, que tienen cierto valor significativo para ellos. Los trabajadores parecen percibir que su vida tiene un centro fuera del trabajo por lo que respecta a sus relaciones humanas íntimas y a sus sentimientos de placer, felicidad y dignidad. Por otro lado, a causa de sus experiencias con los aspectos tecnoló­gicos de su espacio vital y su participación en las organizacio­nes formales, reconocen claramente la primacía del puesto de trabajo. En otras palabras, el trabajador tiene un sentido de vinculación con su trabajo y su puesto de trabajo muy desarrolla­do, sin un correspondiente sentido de compromiso con él...» (62).

         En definitiva, en la medida en que el reconocimiento de la insatisfacción o de la infelicidad puede ser interpretado como la asunción exterior de un cierto fracaso vital, de una situación de falla personal, y en la medida en que el trabajo es considera­do como una faceta importante de esta situación vital global, puede entenderse que muchos trabajadores tiendan a expresar externamente, cuando se les pregunta por ello, una sensación general de satisfacción por su trabajo, sin sentirla internamen­te. (No cabe duda de que en numerosos casos sí hay corresponden­cia entre lo expresado externamente —su satisfacción o insatis­facción personal— y lo realmente sentido por el trabajador.) Tal vez por ello algunos de los individuos internamente insatisfechos con su trabajo, quizá por la carencia de motivación en su trabajo, o por una actitud hedonista ante la vida, contradicto­riamente a su declarada motivación (de cara al exterior), reservan su interés, su compromiso, a sus momentos de ocio y recogimiento. Desde este último punto de vista, ante el riesgo de perder su propia autoestima, su felicidad, o su equilibrio personal, estos individuos no se resignan a la insignificancia de su trabajo internamente, pero se felicitan de él externamente.

         Esta aparente paradoja relativiza reiterados análisis —interesados— que insisten en que la mayor parte de las personas se declaran satisfechas por su trabajo. Para los ciudadanos activos de las modernas sociedades industriales y de servicios, el trabajo es una faceta importante de su personalidad humana, puesto que constituye su único medio de vida, y es uno de los escenarios más importantes de su experiencia vital. Posiblemente, en tales circunstancias, preguntar por la «satisfacción en el trabajo» viene a ser, en cierta medida, casi como pedir un balance de la experiencia social y vital del trabajador (y, como es bien sabido, los individuos —o en general cualquier parte interesada— no son los jueces más imparciales de sus propias circunstancias).

         Por último, no podemos perder de vista la proyección integradora —que crea vínculos sociales— del trabajo. El trabajo, en las sociedades modernas, es también un elemento de socializa­ción, de aprendizaje, de intercambio de experiencias y saberes, de despliegue de capacidades, de reconocimiento de méritos... Todo ello conlleva una significación social, no simplemente individual. Por ello, toda interpretación de la significación social del trabajo que lo aleje de su faceta solidaria, integra­dora, socializadora, es parcial y miope.

         A este respecto cabe resaltar un error doctrinario no por más repetido menos falso: el de oponer el concepto social de «trabajo» al disfrute individual del «ocio». No queriendo abundar en conceptos valorativos (de tipo moral y ético), nosotros partimos de la base de que el trabajo es algo más que un imperativo moral (cultura del trabajo), y una necesidad económica y social (aprovisionamiento, producción e intercambio de bienes y servicios), que en resumidas cuentas se ajustaría a la noción tradicional —de carácter peyorativo— de «maldición bíblica». Contrariamente, a nuestro entender, el concepto tradicional (económico y social) de «trabajo» es el pivote sobre el que descansa toda suerte de valores añadidos, como puede ser su significación moral, productiva, de realización personal, etc., que lógicamente varía con cada individuo considerado.

         Desde el punto de vista esbozado arriba, supuestamente «progresista», o «innovador», el ocio sería una «contrapartida» liberadora del trabajo, y, más allá, sería «trabajo liberado», que en su traducción en forma de tiempo se podría dedicar a la autorrealización personal. Este tema lo abordaremos en el capítulo siguiente; no obstante, subrayamos una vez más que el trabajo puede y debe ser un ámbito de autorrealización personal (63).

[3.2.3. Sobre la naturaleza social de la propiedad del capital]

         Antes de continuar nuestro discurso, referente a los aspectos relacionados con el subsistema social, sería útil aclarar qué entendemos por «naturaleza social del capital». El significado que se otorgue al concepto de propiedad de los medios de producción tiene unas implicaciones decisivas en el funciona­miento de las estructuras sociales en el interior de la empresa: concretamente, en el reparto de rentas y de roles sociales. Obviamente, si cambia el enfoque en relación al concepto «propiedad del capital» ha de variar también la interpretación del concepto «relaciones productivas», a escala micro y macroeco­nómica. Esta afirmación, como demostraremos a continuación, no se basa únicamente en buenos deseos, sino —en nuestra opinión— en la naturaleza de las cosas.

         Hasta este momento hemos fundamentado la significación del capital en una realidad incontrovertible: el sistema económico funciona a la manera de un sistema hidráulico (una caldera, por ejemplo), que dispone de un circuito de vasos comunicantes a través de los cuales se desplaza el elemento líquido (el capital, en el caso que nos ocupa) que pone en marcha el sistema. De tal modo, si se produjese una repentina obstrucción de uno de sus conductos, o de sus nodos, se desencadenarían dos fenómenos: primero, la interrupción de la circulación del líquido, que a su vez interrumpiría el proceso para el que está diseñado el sistema (en el caso de la caldera, la propagación de calor al medio ambiente); segundo, la acumulación de líquido en un nodo podría convertir a éste en un punto frágil donde el elemento líquido se disiparía al medio, produciendo daños colaterales.

         Con el fin de evitar estos riesgos, el sistema económico dispone de mecanismos autorreguladores. Si no los tuviera, el sistema funcionaría a través del mecanismo de la retroalimenta­ción positiva, hasta el punto del colapso —la mayor parte de las veces irreversible— que hemos descrito en el párrafo anterior. De cara a evitar este extremo, el circuito económico dispone de dos mecanismos automáticos disparadores que ponen en marcha el proceso de retroalimentación negativa, con el fin de normalizar el proceso: el primero —de carácter interno— es el de los precios relativos, que conlleva una ralentización del proceso y el desencadenamiento de la crisis; el segundo —de carácter externo al sistema—, en las modernas sociedades capitalistas, es el Estado, el cual pone en marcha políticas anticíclicas o procícli­cas en función del momento o la coyuntura económica.

         Así pues, el acaparamiento o la concentración del elemento líquido (en el caso que nos ocupa, la renta, y más concretamente, el capital productivo) necesariamente ha de producir disfunciones económicas que a corto plazo desembocan en fenómenos de desequi­librio (calentamiento monetario, desequilibrios estructurales, crisis de subconsumo, déficit de la balanza de pagos, etc.) y a largo plazo en reajustes (automáticos —crisis— o inducidos —estabilizadores automáticos de la política económica—) que devuelvan el equilibrio al sistema económico.

         Este argumento por sí sólo debería ser suficientemente ilustrativo de la naturaleza social del capital, pues nos demuestra que su acaparamiento, su dilapidación, su mal uso, o su uso improductivo (mediante capitalización no invertida en la producción de bienes, tangibles o intangibles, sino en especula­ción y dinero caliente) tiene unas repercusiones inequívocamente sociales en absoluto desdeñables. Razón suficiente para entender que debería ser una responsabilidad social el uso correcto de un recurso tan escaso como lo es el capital productivo; pero, antes de seguir, reparemos en otro argumento, que tiene como punto de partida el factor Naturaleza, el cual ha sido repetidamente esgrimido en páginas anteriores.

         La Naturaleza es el bien más precioso de todos los existen­tes (con ello no estamos afirmando que lo sea ni más ni menos que nuestras propias vidas, pues sería incurrir en una grave contradicción, dado que el ser humano mismo «participa» de ella). Proteger la Naturaleza significa proteger nuestra propia vida y nuestra propia viabilidad como especie. Y ello es así porque a diferencia de nuestra existencia como individuos, de carácter contingente, la Naturaleza es atemporal. Ahora bien, no todos los estados de la Naturaleza son directamente aprovechables por el hombre: su mal uso, o su uso aberrante, genera entropía, que no es más que Naturaleza desorganizada, de difícil o imposible reaprovechamiento (64).

         Desde este punto de vista, la Naturaleza es un recurso de carácter finito, pues la especie humana puede disponer de él únicamente en función del carácter limitado de los recursos aprovechables por el hombre. (O, en su defecto, de su capacidad de generar neguentropías que puedan revertir o minimizar el proceso de destrucción de la Naturaleza, reaprovechando residuos hasta ahora inútiles, o economizando en el gasto de recursos naturales, si bien ello no deja de ser un paliativo: recordemos que toda neguentropía genera a su vez la creación de nueva entropía expelida al medio, del mismo modo que el aprovechamiento de nueva energía —o información— requiere de dosis crecientes de energía —o información— a medida que la fuente de energía se agota.)

         Así pues, teniendo en cuenta que la Naturaleza es atemporal y la especie humana —y más concretamente el individuo— es temporal, ¿con qué derecho tiende ésta a abrogarse su titulari­dad, su posesión? (65) Aquí entramos de lleno en la discusión sobre la legitimidad del concepto de propiedad respecto a un bien atemporal y finito como es la Naturaleza. (A diferencia de los clásicos, damos por supuesto que la Naturaleza tiene un valor intrínseco al margen de su productividad o abundancia, o de meras convenciones sociales: el hombre no tiene derecho a apropiársela pues es un ente independiente de su propia existencia; como veremos, sí tiene derecho a usufructuarla, del mismo modo que el resto de las criaturas vivas del planeta.)

         Volvamos a la introducción de esta primera sección. En ella decíamos que el capital es la suma de Naturaleza y esfuerzo humano (es decir, trabajo). Ello quiere decir que si hay algo de lo que el ser humano tenga derecho a apropiarse, no es de la Naturaleza en sí, sino de lo que obtiene de ella en base a su aportación de esfuerzo o de ingenio, o lo que es lo mismo, del valor añadido que obtiene de la aplicación del factor trabajo y otros bienes de capital al sustrato primario que es la Naturaleza (66). Pero es precisamente a este sustrato que no le pertenece, donde la sociedad ha superpuesto unos llamados «títulos de propiedad» que certifican la titularidad de uno u otro individuo sobre un determinado pedazo de materia (ya sea tierra, o mares, o ríos, o minerales, o ganados, o cualquier otro recurso natural). Estos títulos, que dan legitimidad a determinadas posesiones, son tan contingentes como la sociedad que los legitima (recordemos que hasta no hace mucho tiempo, en los países civilizados, los particulares podían apropiarse de las vidas y las descendencias de los esclavos con carácter completa­mente legal).

         El análisis económico clásico acepta como un hecho dado el carácter axiomático (evidencia fuera de toda duda) del concepto «valor», pero a nosotros este concepto nos parece abstracto y valorativo. El término en sí presupone que es posible cuantificar la incorporación de esfuerzo humano a un sustrato natural o de capital dado (valor trabajo), o el grado de utilidad de un producto para el consumidor (valor utilidad). Esta pretensión no pasa de ser un deseo bien intencionado, una aproximación intuitiva —pero poco fundada— que sin embargo ha sido respaldada social y académicamente bajo la cobertura de la ley o de la costumbre. No es nuestra intención desautorizar la concepción tradicional de valor, que nosotros incorporamos implícitamente en el concepto «valor añadido», sino simplemente la de recalcar su redundancia: el otorgamiento de unos determinados títulos de propiedad no sería sólo plasmación de una determinada aportación de valor trabajo a un sustrato natural preexistente, sino también el reconocimiento legal que el cuerpo social habría de otorgar a quien ha incorporado, o adquirido, tal valor añadido (inmediato o acumulado en el tiempo), lo que más cabalmente cabría denominar como «retribución» a un esfuerzo dado.

         Claro está que, como vimos, ello no deja de ser una declaración de buenas intenciones, dada la estructuración socioeconómica actual: el saber popular ha dejado claramente asentado el convencimiento de que existe una desproporción entre lo que se gana y lo que se trabaja, a saber, que existe una relación inversa entre la cantidad de trabajo aplicado por los individuos en el desempeño de sus funciones y la remuneración de sus esfuerzos relativos (67). Lo que, ya de por sí, deslegitima en parte el concepto tradicional de titularidad de la propiedad —o de la renta— por la lógica de la retribución del esfuerzo humano; y, una cosa implica a la otra, también el concepto tradicional de valor añadido (68). En resumidas cuentas, no cabe buscar un respaldo teórico al concepto de «propiedad», sino meramente un respaldo social, o lo que es lo mismo, una sanción legal que es fruto del diseño socioestructural, de las relaciones de poder vigentes en cada momento, y de las interrelaciones económicas del mercado de factores de producción.

         El derecho de propiedad no pasa de tener un carácter efímero, temporal y parcial (y aun así difícil de personalizar, si bien hay elementos de la Naturaleza que, hasta el momento, no son apropiables —como el aire— en función de su relativa abundancia), que únicamente está legitimado por su naturaleza social. Pero no hemos de olvidar una importante circunstancia limitadora: la posesión de los recursos naturales no da a nadie el derecho (en términos de «legitimidad», no necesariamente de «legalidad») de destruirlos o degradarlos a voluntad, llevado por la codicia, el acaparamiento o el afán de lucro (69). El espíritu rapaz, codicioso, egoísta y destructor del capitalismo actual es, hasta el momento, fruto de la no consciencia de los límites, así como de la acción (económica y social) centrada en el corto plazo. Un balance ecológico de la actuación humana ha de contemplar sin lugar a dudas el largo plazo y el plazo indefinido (70).

         Así pues, un factor limitador del derecho de propiedad es el derecho de la especie humana (y, en concreto, de sus órganos representativos) de preservar unos recursos escasos pensando en el largo plazo (en las generaciones futuras) y en su libre y completo disfrute por la universalidad de los seres humanos (71). Es decir, el derecho de supervivencia de la especie habría de ser el freno de una actuación depredadora legitimada por la actual superestructura política y normativa, que no atiende a los principios de universalidad e intergeneracionalidad antes mencionados (o, en otras palabras, al principio unificador y superador de la supervivencia de la especie humana).

         Podemos afirmar que el segundo gran argumento que fundamenta el carácter social del capital (más allá del principio de los vasos comunicantes antes mencionado) se sustenta en los siguien­tes hechos: 1) el capital es en sí Naturaleza transformada (incluso el dinero es una representación de un bien natural tangible, si bien con carácter abstracto); 2) el capital incorpora un valor añadido en forma de trabajo o ingenio humanos (ello es lo que da legitimidad al concepto «posesión» o «propie­dad» de la Naturaleza); 3) la Naturaleza es atemporal, finita e inapropiable, frente al carácter temporal y apropiable del capital (y de la propiedad), ya que la Naturaleza existe independientemente del capital; 4) por lo tanto, los derechos sobre el capital lo son sobre el valor añadido a la Naturaleza, no sobre ésta en sí; y 5) lo que genera valor añadido (el capital y el trabajo) desaparece, pero la Naturaleza permanece.

         En definitiva, el capital, al participar de la Naturaleza, que tiene carácter inapropiable, genera unos «derechos de propiedad» que son fruto del valor añadido a la Naturaleza. Por lo cual el capital tiene un carácter ambivalente: como sustancia material (Naturaleza en bruto o transformada) es inapropiable, pero como valor añadido es a todas luces apropiable. O sea, el capital, por razones naturales, es de por sí social, pues su fundamentación material, la Naturaleza, al no ser apropiable (al no ser de nadie) es de todos (es un bien social). Dicho con otras palabras, el capital es un bien social porque su titularidad es social (la Naturaleza es de todos, los nacidos y los aún por nacer), pero su atribución puede ser privada. Creemos que al distinguir las esferas de la posesión y el usufructo del capital estamos aportando una nueva interpretación de las relaciones productivas, como veremos inmediatamente.

[3.2.4. Titularidad social y atribución privada del capital]

         En el punto anterior hemos comprobado que el capital es un bien escaso, de gran valor, a preservar pensando en su óptimo aprovechamiento y en las generaciones futuras. Hemos insistido en que su fundamentación es social, pues el capital no es más que Naturaleza transformada a la que se ha incorporado un valor añadido en forma de trabajo humano, inmediato (fuerza de trabajo) o depositado en otros bienes de capital (que a su vez se fundamentan en más Naturaleza transformada). La cuestión sería, una vez aceptado el carácter social (no apropiable) de la Naturaleza (su titularidad social), y por extensión el carácter social del capital (pues incorpora Naturaleza transformada, a la que se le aporta un valor añadido en forma de trabajo e ingenio humano), aclarar la supuesta dicotomía entre titularidad y atribución privada del capital.

         En el paradigma económico actual, donde se menosprecia el valor intrínseco de la Naturaleza en aras a conseguir el máximo provecho inmediato (predominio de la visión a corto plazo), se considera espuria la dicotomía entre la titularidad y la atribución de las rentas que caracterizan al concepto «capital». Pero la visión unívoca de la propiedad de los medios de produc­ción no es más que un reconocimiento de la asunción doctrinal de: 1) la libre apropiación de la Naturaleza por parte del capitalis­ta y, 2) el derecho de cada cual a hacer lo que le venga en gana con los recursos naturales de los que se considera titular. En un nuevo paradigma donde se sancione la existencia de límites a la rapacidad humana el derecho de propiedad ha de estar limitado por el derecho a la supervivencia de la especie, el cual incluye también el derecho a la preservación del capital.

         No olvidemos que, tal como afirma E. F. Schumacher (72), el hombre, hasta este momento, hace uso de los recursos naturales de tal modo que no sólo está consumiendo sus réditos sino incluso el principal del capital (natural, se entiende). Por ello han de existir determinados principios normativos y organismos interna­cionales que pongan freno a la rapiña a gran escala sancionada por el paradigma productivista actual: ello requiere una legislación y unos acuerdos de alcance internacional y un organismo ejecutivo que, al modo de un Banco mundial de los recursos naturales, se haga cargo de su correcta explotación bajo principios de suficiencia y viabilidad ecológica y económica. De ello hablaremos en las conclusiones. Seguidamente nos detendremos para reflexionar sobre un segundo gran objetivo de la sociedad futura, ya a escala nacional, para pasar, en el siguiente punto, a ocuparnos de los cambios que el nuevo paradigma propuesto supondrían en el interior de las empresas.

         Otro de los objetivos de futuro que ya hemos apuntado sería el de preservar, administrar y repartir el capital de tal modo que su uso productivo fuese lo más democrático y eficiente posible. Se trataría de pasar de una igualdad política formal a una igualdad de oportunidades también en lo económico. En ello el Estado podría ejercer el papel de fideicomisario, que reparte un capital público (de carácter social) entre la gente industrio­sa, bajo ciertas condiciones y contraprestaciones del beneficia­rio.

         Es bien sabido que el trabajo es por definición de titulari­dad individual, la renta que genera es de atribución privada y su significación tiene trascendencia social. Del mismo modo que el propietario de la fuerza de trabajo (el trabajador) dispone de unos bienes (tangibles, como su energía motriz y su destreza, o intangibles, como su pericia o cualificación profesional) que, puestos en funcionamiento, le rinde unas rentas (en forma de salario), en el sistema actual, el propietario de bienes de capital pone estos últimos al servicio de la producción para obtener con ellos unas rentas, en forma de plusvalía (o benefi­cio). El propietario de bienes de capital es titular de unos derechos que son producto del adelanto de unas retribuciones salariales y de la inversión en un equipo capital y de inmovili­zado que, con el concurso del trabajo humano, generarán unos rendimientos. Una vez devengados estos, el propietario de bienes de capital se autoatribuye el residuo existente entre la retribución a los factores intermedios (consumos intermedios y rentas del trabajo) y el resultado global del ejercicio, neto de impuestos, amortizaciones y reservas.

         Éstas son las reglas del capital privado: éste es de titularidad y atribución privada. Tanto el riesgo como el beneficio son (o habrían de ser, una vez comprobados los mecanismos que han vaciado de contenido la significación del riesgo en buena parte de los sectores público y privado) de atribución privada: es precisamente el riesgo el factor justifi­cativo o legitimador de tal atribución, que como sabemos es fruto de la requisa del residuo entre los niveles establecidos socialmente de rentas salariales y de consumos intermedios y los resultados empresariales corrientes (73). (Se han aducido otras explicaciones —más allá del sacrosanto «derecho de propiedad»— de la plusvalía o beneficio: precio de la espera, salario al esfuerzo del capitalista, estímulo a la anticipación, interés de la capitalización, coste del consumo futuro en relación al actual...) En ocasiones se ha llegado a identificar el beneficio, que es la renta del capital, con el rendimiento del mercado de fondos líquidos (o cuasilíquidos), capitalizado a un interés de mercado: así pues, el beneficio capitalista sería equiparable al interés —variable, o incluso negativo— de un capital productivo, hasta aquel punto en que resulta más rentable invertir en activos de renta fija (o variable, pero con mayores garantías) (74).

         Así pues, en la dialéctica económica se pone de manifiesto una gran confusión terminológica: conceptos tales como capitalis­ta, empresario y capital, o rentas del capital, beneficios, rentas del trabajo del empresario, plusvalía, capitalización, etc., se confunden e incluso identifican (75). No es nuestro interés entrar de lleno en esta ceremonia de la confusión conceptual y terminológica, pues éste no es más que un objetivo periférico de nuestra atención; más bien querríamos remarcar nuestro convencimiento de que introduciendo una nueva interpreta­ción del concepto «propiedad de los medios de producción» toda esta confusión pasaría a ser espuria, un mero objeto de lucimien­to intelectual para los puristas de la terminología.

         Si introducimos el carácter social de la propiedad del capital el escenario cambia: su titularidad pública y su atribución privada (con contrapartidas para la fuente de dicho capital, cuyo fideicomisario sería el Estado) desbarataría los incesantes debates en torno a la figura del empresario y del capitalista, de las rentas del trabajo y del capital, de la plusvalía, del beneficio y del salario. Si bien no es éste el punto donde desarrollaremos a fondo estos conceptos, haremos una breve incursión en nuestra interpretación del capital como bien social.

         Si el Estado, fideicomisario de recursos de capital que no son más que fondos protegidos y puestos a su disposición por el conjunto de la sociedad (por tanto, de titularidad social), cediese estos recursos, a título cuasigratuito, a personas o colectivos industriosos, se producirían las siguientes circuns­tancias:

         1) El capital (como bien social) sería de titularidad pública (si bien usufructuado por particulares).

         2) Sus rentas serían de atribución privada (en forma de usufructo, si bien con una contraprestación cedida al Estado en concepto de gastos administrativos, de preservación y actualiza­ción, por el uso de dicho capital).        

         3) El titular del capital no sería un particular, sino el Estado, por lo cual la estructura de poder dentro de la empresa cambiaría: el titular nominal del usufructo del capital (como bien social), como administrador de dicho capital productivo, respondería del riesgo ante el Estado, pero no sería el propieta­rio, sino un mero usufructuario (por lo mismo el capital no podría ser objeto de transacción, cambio de naturaleza, capitali­zación o enajenamiento sin asentimiento del Estado, siendo éste el beneficiario último de tales operaciones).

         4) Las relaciones productivas dentro de la empresa pasarían de ser relaciones por fusión (un núcleo inicial al que se suman socios o asalariados, sin que se sepa a ciencia cierta la cuotaparte justa de la renta que le corresponde a cada miembro de la empresa, produciéndo­se un reparto arbitrario, decidido en último término por el titular del capital o por la correlación de fuerzas dentro de la empresa) a convertirse en relaciones por asociación (varios individuos, o socios, se unen para, con un reparto dado de responsabilidades, conformar una empresa productiva, con relaciones de libertad contractual y autonomía de las partes, y con un reparto pactado y transparente de la renta, que vendría dado por el papel, rol o función de cada individuo en el conjunto de la empresa).

         A medida que la propiedad de los medios de producción, tal como hemos señalado, fuese de titularidad —explícitamente— social y atribución —implícitamente— privada se resolverían automática­mente varios de los misterios y confusiones consustanciales al régimen de propiedad y atribución privada del capital: el capitalista —no el empresario— lo sería el Estado, y el empresa­rio —no capitalista, pero sí con todos los derechos y responsabi­lidades de la atribución del capital— sería un trabajador con iniciativa e ideas, visión de las oportunidades disponibles, y capacidad empresarial.

         El beneficio sería en parte una renta (o salario) y una contraprestación testimonial al Estado, y en parte un residuo (producto del buen hacer del individuo o equipo que gestiona la empresa); es decir, conservaría su carácter de plusvalía pero incorporaría nítidamente un carácter de renta. Este último extremo es evidente si reparamos en el hecho de que el reparto de la renta de la empresa, tras la evolución desde unas relacio­nes por fusión a otras por asociación, pasaría a constituir una renta del trabajo (en forma de plusvalía) repartida convencional­mente (en cantidad y forma, a partir de acuerdos contractuales) entre todos los componentes de la empresa (por lo cual los conceptos beneficio y remuneración del trabajo se identificarían en una única sustancia, que sería la renta). Así pues el empresario —sin perder su rol social— pasaría a adquirir la condición de individuo trabajador, como cualquier otro componente de la empresa.

         Ello supondría un cambio de paradigma en el escenario de relaciones sociales de la empresa: el empresario (que hoy por hoy, como hemos visto, no coincide necesariamente con el titular del capital) pasaría a ser un miembro más de la empresa, eso sí, con una cualificación, significación y responsabilidad diferen­ciada. Se rompería su perfil carismático (de capitalista ocioso) y pasaría a poseer otro más acorde con la realidad de las cosas (seguramente muy alejada de la interpretación de líder caprichoso e infalible vigente hasta hace poco). El trabajador (u operario) de hoy, que asume otras funciones de un nivel o cualificación inferiores (o más especializadas), podría incorporar opcionalmen­te (por libre acuerdo entre las partes) un poder de decisión, colaboración o control en su ámbito particular, e incluso un cierto protagonismo en la gestión empresarial.

         El capital como bien social poseería, como vemos, un carácter integrador y desconflictivizador de las relaciones sociales dentro de la empresa como no lo ha tenido ningún otro modelo social anteriormente conocido. Ésta sería una respuesta positiva y factible al reto de alcanzar una titularidad social y una atribución privada (usufructuada) de los medios de producción (en definitiva, del capital). (Reiteramos que este modelo se ajustaría mejor al objetivo de preservar y poner en marcha el capital ocioso, y de implementar un nuevo modelo de relaciones productivas más sostenible y humano.)

         Es evidente que la puesta en marcha de una política de fomento de la producción en base al concepto de capital aquí expresado sería un proceso largo y complejo. La extensión del período de transición subsiguiente a su implantación, hasta su completa madurez, dependería de los fondos de capital puestos en circulación por el Estado, de los equilibrios macroeconómicos —inflación sobre todo—, del cambio de ciertos hábitos culturales, de la coyuntura global, y de la asunción de un nuevo paradigma alejado del productivismo y la economía centralizada y de gran escala. En las conclusiones de esta sección acabaremos de abordar toda la riqueza y la complejidad de este concepto, abordando con mayor profundidad puntos más concretos de esta interpretación alternativa del concepto «capital».

[3.2.5. Plusvalía, gestión y renta en un sistema de titularidad social del capital.]

         Páginas atrás hicimos el esfuerzo de explicar por qué, según nuestro parecer, el capital es social porque «participa» de la Naturaleza, de carácter atemporal y finito; y, más tarde, de argumentar que, consecuentemente, un cambio de paradigma que trate de preservar al capital productivo como bien escaso, y le reconozca su carácter social (capital como bien social), determinaría un cambio en las relaciones productivas dentro de la empresa. De este último aspecto nos ocuparemos en este punto.

         En el punto anterior señalábamos que en un nuevo sistema de reparto del capital productivo, que tuviera al Estado como fideicomisario, y a ciudadanos o colectivos industriosos como usufructuarios prestatarios de dicho capital, el beneficio no perdería su carácter de plusvalía (o residuo entre lo invertido y lo obtenido a partir de los resultados globales netos de la empresa), y el riesgo lo asumiría el o los usufructuarios o prestatarios ante el Estado, con su propio patrimonio y con sus rentas (responsabilidad ilimitada). Tácitamente, existiría un elemento diferenciador en relación a la situación actual: el reparto de la renta dentro de la empresa adquiriría un carácter diferenciado, pues si en una empresa común el «propietario» responde ante la totalidad del riesgo y los beneficios, en una empresa con capital social, a partir de las cláusulas libremente estipuladas contractualmente, los partícipes (socios o trabajado­res) responderían (con sus patrimonios, rentas y beneficios) solidariamente del riesgo en función de su estatuto contractual en la empresa, perdiéndose el carácter unívoco e inapelable —frente al riesgo del capital— de las decisiones del responsable de la gestión, que en el modelo actual —en caso de ser asimismo propietario— asume tanto el riesgo como los beneficios, una vez remunerados el resto de los partícipes de la empresa.

         Partimos de la base de que el capital como bien social, con el Estado como fideicomisario (o prestamista), se ajustaría a las características actuales de la pequeña y mediana empresa, y de que excluiría la posibilidad de cualquier fórmula de preservación evasiva de riesgos (sociedad anónima, limitada, o afines). Por ello, ante esta eventualidad, en una empresa de titularidad social el riesgo —en la preservación del capital— sería comparti­do (de una u otra manera) por la totalidad de los partícipes, independientemente de los méritos o deméritos de la gestión del administrador. Ello obligaría a fórmulas de control y solidaridad ante cualquier eventualidad o decisión de futuro, pues por mucho que exista una cabeza visible en la gestión de la empresa, ésta de ningún modo puede asumir la totalidad de las contingencias en el seno de ella: por ello se haría necesario el reparto contrac­tual de responsabilidades, con carácter solidario; la remunera­ción del trabajo estaría en concordancia con el grado de riesgo o responsabilidad asumida por cada partícipe (o socio), pero en definitiva el riesgo sería compartido.

         Este sistema de empresa, cómo no, trastoca el carácter patrimonialista y patriarcalista del modelo de empresa vigente hoy día, al propiciar un conjunto de garantías, cautelas, mecanismos de control y reparto de cargas y responsabilidades que desmonta el engranaje feudal-patriarcal que —en parte— caracteri­za a la empresa actual, donde ejercer una función especializada (de operario), al no compartir ninguna clase de responsabilidad en la preservación del capital, en contrapartida puede equivaler a callar y obedecer, sin poder optar por aportar ideas, propues­tas, métodos o experiencias para mejorar los hábitos y sistemas de trabajo, lo que redunda en sistemas de trabajo alienantes, rígidos, desmotivadores y conservadores; o, caso extremo, en absentismo, negligencia e irresponsabilidad.

         En definitiva, el cambio de la naturaleza del capital varía las pautas de reparto de rentas y responsabilidades, y especial­mente trastoca el sistema de gestión y participación de adminis­tración y trabajadores en el ámbito de la empresa. Pensemos en que al adquirir el factor riesgo un carácter libremente asumido o compartido (en unas relaciones productivas por asociación) el factor «dominio» o «control absoluto» pierde fuerza, siendo sustituido por el factor «reparto de cargas y responsabilidades». Es decir, cada miembro de la empresa poseería contractualmente un rol, sobre el cual ejercería su propio control, participando activamente, en un ámbito de relaciones por asociación, en la definición de las estrategias globales, si bien no en la gestión del día a día, responsabilidad directa del empresario.

         ¿Iría todo ello en detrimento de la eficiencia o la libertad de diseño dentro de la empresa? Ni mucho menos, puesto que, por definición, una vez asumido que de ningún modo se implementarían fórmulas de dilución de responsabilidades en un cuerpo jurídico abstracto (como en el caso de las empresas de responsabilidad limitada), caben todas las fórmulas de organización de la estructura de la empresa (desde las más centralizadas a las más descentralizadas), a libre elección de los partícipes, siempre que se acepte colectivamente el riesgo y la asunción de responsa­bilidades (que posteriormente los partícipes pueden repartirse de una u otra manera contractualmente). El capital como bien social adquiriría, así pues, el carácter de bien escaso a preservar previamente al reparto de rentas entre las partes.

         Este régimen de libertad y autonomía contractual no desmerece el principio de solidaridad antes enunciado, y aún menos el cambio de orientación que asume el factor «gestión». El empresario (o gestor) es un trabajador, con una categoría y un rol profesional determinado, como cualquier otro en la empresa, y los otros socios y asalariados (o partícipes) están en plena libertad de desentenderse de su actuación; pero a diferencia de la empresa actual, donde el gestor —si es propietario— asume todo el riesgo, ellos sí tienen responsabili­dades que asumir, y en todo caso una parte del riesgo (por pequeña que sea) les puede salpicar ante el colapso de la empresa (en lo que se refiere a la preservación del capital). Por ello, y en pura lógica, los partícipes estarían muy interesados en asegurar y controlar los resultados de la gestión. Como vemos, ello supone que la dispersión o delegación del poder (la gestión descentralizada o centralizada, respectivamente) implica entrar en el juego de los riesgos y las responsabilidades inherentes a la función empresa­rial.

         El poder arbitrario, inapelable y carismático del gestor es relativizado. La pasividad, impotencia y conformismo (cuando no despreocupación) de los trabajadores se esfuma como por arte de magia. ¿Qué mejor manera de «integrar» todos los partícipes sociales internos de la empresa? ¿Qué mejor modo de establecer vínculos de solidaridad e identificación ante objetivos comunes compartidos por todos? ¿Qué mejor sistema de descentralizar la empresa y repartir las responsabilidades, sin perder su coheren­cia y eficacia? ¿Y qué mejor manera de articular la empresa, en el caso de la cesión voluntaria de responsabilidades? Este modelo de empresa, que revoluciona el concepto actual (rígido y caduco) tanto de la gestión centralizada como de la autogestión sociali­zada, reivindica la madurez y el protagonismo de todos los miembros de la empresa, apelando no sólo a las conciencias sino también a los intereses inmediatos de cada uno (que, como hemos visto, están condicionados por la conciencia del riesgo y, cómo no, del reparto de rentas entre los partícipes sociales de la empresa).

         Como señalábamos en el punto anterior no sólo la gestión (el reparto de cargas y responsabilidades) sino también el reparto de rentas resulta afectado con este modelo empresarial: la plusvalía (o beneficio), sin perder su carácter actual, es repartida (a partir de mínimos, que constituirían el salario contractual de cada parte) solidariamente (de acuerdo con el libre reparto de los riesgos previamente asumidos) entre los partícipes de la empresa, dentro del marco de libertad y autonomía contractual antes mencionados. También solidariamente los partícipes, en función de sus roles contractuales, pueden determinar cómo se reparten (o se emplean) los beneficios. En definitiva pasamos de un escenario de reparto de salarios y beneficios o de compartimentos estancos dentro de la empresa a otro de reparto de rentas entre un conjunto de partícipes que han asumido y aceptado libremente cuotapartes de protagonismo (véase la figura 8, donde hemos expresado el papel que juega, dentro del marco de relaciones naturales y económicas que fundamentan el llamado «circuito económico», el capital como bien social. Consúltese en las conclusiones de esta sección otras caracterís­ticas más específicas de este concepto).

         Como sabemos éste no es, ciertamente, el caso en el paradigma vigente en la actualidad: más bien predomina una gran confusión, no sólo terminológica, sino también fáctica, tanto por lo que se refiere a la atribución privada de la renta social como a la distribución de roles sociales dentro de la empresa. En el próximo punto volveremos a recuperar el hilo de nuestro discurso, tras esta larga digresión, y nos aproximaremos a una importante dimensión del modelo laboral actual (dentro del modelo de empresa vigente), como es la significación y la participación del trabajador en la empresa, nuevamente con un enfoque que trascien­de la visión mecanicista y pacata del mundo actual.

3.2.6. Participación y control

         A la hora de analizar un tema tan controvertido como el del control (o dominio) centralizado de la empresa y la participación de los trabajadores en parcelas de decisión, ya sean globales o parciales, siempre se ha partido de la base de una caracteriza­ción «conflicti­vista» (teoría del conflicto social) y de gran escala (gran empresa). Nosotros pretendemos abstraernos de esta dialéctica, no por real menos insustancial a la hora de tratar de forma ponderada un tema tan fundamental como éste. Si bien es verdad que cuando se pretende «participar» ello por sí solo implica una cierta «centralización» de las decisiones, creemos que es posible y se debe aislar el componente «oposición de intereses» entre los partícipes sociales de la empresa actual, y abordar preferentemente (éste es el tema que nos ocupa en este momento) cuestiones referentes a motivación, integración y calidad de vida dentro de la empresa.

         Por ello, previamente a la implementación de este análisis, cabe plantearse los siguientes interrogantes: cuando se habla de participación y control, ¿qué se quiere decir?, ¿de dónde surgen estas ideas?, ¿para quién y para qué?, y, finalmente, ¿hasta dónde? Necesaria­mente habremos de soslayar, por razones de economía argumental, las consideraciones de tipo histórico y doctrinario, pero intentaremos responder, sucintamente, el resto de estas cuestiones. Más adelante seguiremos insistiendo en otras implicaciones de este tema.

         La experiencia vivida hasta ahora en el actual régimen de relaciones laborales indica que el trabajador (u operario de línea) puede participar en el fruto de su trabajo de dos maneras: mediante el más amplio control posible del proceso de producción (más restringida­mente), y a través de su implicación en la gestión y en la toma de decisiones de la empresa (más ampliamen­te). (La primera acepción la denominamos «participación», y la segunda —más apropiadamente— «cogestión».) Por lo que respecta al primer aspecto —su dominio sobre el proceso productivo— hasta ahora su participación es muy escasa pues, como hemos visto, el sistema fordista-taylorista lo ha confinado en parcelas muy limitadas de responsabili­dad, con la pretensión —no siempre conseguida— de maximizar el rendimiento y la productividad.

         Así pues, una primera estrategia de participación iría encaminada a participar en mayores cuotas de control —o responsa­bilidad— sobre su propio trabajo. En la práctica, los intentos que se han puesto en marcha por ampliar cuotas de autonomía en el trabajo de los operarios, no lo han sido con el objetivo de mejorar las condiciones de ejecución del trabajo (es decir, de humanizarlo), sino de evitar las disfunciones propias del extrañamiento entre el trabajador y el producto de su trabajo.

         Tales intervenciones pueden ser de cuatro tipos, como avanzamos en un punto anterior. A un primer nivel, la rotación de ocupaciones, es decir, el cambio entre las diversas fases del proceso productivo de los trabajadores de una factoría (es una práctica corriente en el trabajo en cadena para suplir los problemas de equilibrio de la cadena y de deficiente organiza­ción). Más compleja es la ampliación de tareas, es decir, el aumento de la variedad de tareas que efectúa el trabajador, con la finalidad de disminuir la monotonía y aumentar sus potenciali­dades. A un tercer nivel se sitúa el enriquecimiento de las responsabilidades, o la participa­ción del trabajador en las funciones de planificación y control, que en el modelo fordista-taylorista son propias de los supervisores y las funciones de staff (de esta manera requiere de una mayor capacitación, habilidad, autonomía y responsabilidad que el rol tradicional). Un último nivel, el de los grupos semiautónomos de producción, lo explicaremos con mayor detalle más adelante.

         Como hemos apuntado, en su plasmación real, un buen número de experiencias en este sentido encubren más bien nuevas formas de optimización de los recursos humanos, de cara a solventar diversas deseconomías propias del sistema de producción tayloris­ta:

         «Lo que pasa en la mayor parte de ocasiones es que se coloca "vestido de fiesta" (humanización) a modificaciones en el terreno del diseño que es necesario realizar por otras razones (...) Las experiencias nacen como respuesta específica a modificaciones en la tecnología, en el mercado de productos, o en el mercado de trabajo, y siempre las finalidades económicas son las preponde­rantes (...) En buena medida coincidentes con esta visión se muestran Wild y Birchall, al indicar que sólo una minoría de experiencias han sido puestas en marcha con el objetivo primario de mejorar la calidad de vida en el trabajo, o la satisfacción, a pesar de que hay una marcada tendencia a describir las experiencias en estos términos. Los objetivos primarios son de tipo operacional: aumentar la flexibilidad del sistema producti­vo, aumentar la productividad, mejorar la calidad, etc. Cuando se cita como objetivo primario la mejora de la satisfacción o la reducción de la monotonía, es más como medio para la consecución de otros objetivos operacionales, como por ejemplo la reducción del absentismo, el turnover*, atraer la fuerza de trabajo o evitar conflictos. Las investigaciones más importantes en este campo de las razones y objetivos primarios de las intervenciones confirman esta opinión» (76).

         Este es el caso de países con un alto desarrollo en las condiciones de trabajo: Suecia, Alemania, Noruega, Francia, Holanda, Italia o Reino Unido. Más adelante comprobaremos que las nuevas formas de organización del trabajo pueden suponer tanto un avance en las condiciones de vida y trabajo de la gente como una añagaza que sitúa a los operarios en nuevas formas de explotación capitalista, y estudiaremos la contrapartida en forma de control que tales avances parciales pueden generar, a partir de la implantación de las nuevas tecnologías y de los nuevos diseños sociolaborales.

         Ello no obstante, todo avance en el diseño sociolaboral que pueda conducir a una mayor autonomía y protagonismo del operario en su trabajo puede ser bueno, siempre que vaya acompañado por unas garantías de participación en otras facetas de la empresa (más adelante haremos una síntesis integradora de todos estos supuestos, cuando aludamos al «balance social» de la empresa). En el cuadro de texto número 4 encontramos un panegírico de esta forma de implicación del trabajador en la empresa, que postula que el concepto «cooperación» ha de primar sobre el de «confron­tación», y que ante este reto la participación del trabajador en su empresa es un elemento clave.

         Como deseo bienintencionado ésta es una opinión subscribi­ble, pero en la práctica este objetivo no se ha demostrado en absoluto sencillo. Antes de seguir hemos de definir qué se entiende vulgarmente por «participación»: ésta englobaría el conjunto de modelos de ejercicio de poder por parte de los subordinados, en la medida en que sean considerados legítimos por parte de ellos mismos y sus superiores. La participación puede ser total o parcial en función de que el trabajador tenga igual poder o no que los directivos en el proceso de toma de decisio­nes. Asimismo, puede ser primaria (cogestión) o secundaria (participación) según se refiera a la gran política de la empresa o a cuestiones relativas al trabajo diario.

         Las experiencias de participación, cogestión o autogestión que se han estudiado en Europa son diversas (basta con mencionar los casos de Noruega, de la exYugoslavia y de Polonia), pero en general aportan sombras sobre la visión optimista de estos conceptos. Si bien los resultados de laboratorio llevados a cabo en los Estados Unidos llegan a la conclusión de que, globalmente, los grupos participativos se muestran más satisfechos con su trabajo que los no participativos (no obstante, no hay una correlación clara de aumentos de productividad en función de los aumentos de la satisfacción en el trabajo), la práctica cotidiana de la implantación de los modelos participativos ha dado unos resultados bastante escasos.

         La causa parece clara: si la estrategia participativa —en el modelo de relaciones laborales actual— se orienta más a conseguir incrementos de productividad que a fomentar el desarrollo de la personalidad de los subordinados, estos reaccionarán desfavorablemente, incluso con el sabotaje (invocan­do los santos principios de la lucha de clases). Veamos un ejemplo de esta preocupación, bajo un prisma claramente orientado hacia un enfoque conflictivista:

         «El dato real, del cual no se puede prescindir, es que los intereses del empresario y de los trabajadores son antagónicos entre sí: el salario pagado a los trabajadores es, para el empresario, un coste de producción, que reduce el beneficio; el interés de los trabajadores por un mayor salario está naturalmen­te en conflicto con el interés por el beneficio del empresario (...) El llamar a los trabajadores a participar en la dirección de la empresa es, contrariamente, un tanteo dirigido a comprome­ter a los representantes de los trabajadores en los órganos directivos de la sociedad, con el resultado inevitable de imponer una regla de subordinación de los intereses del trabajo al interés de la empresa; un tanteo que tiende a la desarticulación de la representación institucional de los trabajadores y, por tanto, ha fragilizado la posición sindical, que es una garantía esencial de democracia en la industria; que tiende, más allá de la fábrica, a romper la fuerza política de la clase obrera» (77).

         Aquí entramos en un tema clave: ¿qué hay detrás de la participación? Si lo que hay es la búsqueda de formas más sutiles de dominio o explotación, el conflicto está servido. Si lo que hay es un mayor interés por el aspecto humano de la economía pueden abrise razonables horizontes de acuerdo y colaboración entre las partes. Pero hasta ahora, desgraciadamente, la experiencia no ha sido positiva a este respecto.

         El caso noruego (de los más avanzados en el terreno de la cogestión empresarial) es paradigmático. Una investigación de 1963 demostró que, en aquellos momentos, la inclusión de representantes obreros en el Consejo de Administración era contraproducente para los trabajadores, pues aquellos «aparentan estar menos dispuestos a presionar por la defensa de sus intereses que los otros miembros del consejo a exigir sus condiciones» (78). Así pues, el caso se resuelve con la apatía de los representantes de los trabajadores, su marginalización ante el resto de la plantilla y el interés manipulador de los directivos. Visto el fracaso de este sistema de participación, los expertos han optado por otra postura: ampliar en lo posible el campo de negociación de los trabajadores, y por otro lado, transferir la democracia industrial a un ámbito donde los trabajadores puedan disponer de algún poder efectivo (79).

         Los casos exyugoslavo y polaco son reiterativos en este aspecto. Sólo cabe recordar que las atribuciones «formales» de los trabajadores, como la que representan los consejos obreros*, contaron con numerosas limitaciones dado el carácter arbitrario y jerárquico de los antiguos sistemas de economía planificada; ello explica que el éxito se centre más en las condiciones laborales, en ocasiones simple «escapismo», que en mejoras económicas o financieras.

         En definitiva, no puede afirmarse que la participación sea tal si se limita a ser un mero reajuste del sistema organizativo para fundamentar cambios en el sistema sociotécnico, siempre que este reajuste no se encuadre dentro de una política de humaniza­ción del diseño socioestructural. En caso contrario, tales cambios no serán sino una maniobra de control de cara a implemen­tar estrategias productivistas (como hemos visto, en muchas ocasiones irrelevantes y contraproducentes en sus resultados) o flexibilizadoras.

         (Con anterioridad hemos comprobado que es posible un rediseño en la participación de los agentes productivos si creamos las bases de un nuevo concepto de propiedad: en concreto, si se transforman las relaciones por fusión vigentes en relacio­nes por asociación, en las cuales el capital tenga un nuevo significado. A continuación vamos a retomar el tema de la participación bajo otro ángulo, cuando hablemos, en el próximo apartado, del balance social de la empresa.)

3.2.7. Balance social de la empresa

         A estas alturas hemos tenido la ocasión de conocer la complejidad del concepto «participación». Hemos comprobado que si por un lado puede indicar un avance en las condiciones de trabajo y en la implicación del trabajador en su empresa, por otro puede ser un medio para instaurar una nueva forma de control (o dominio). Está claro que nos estamos moviendo en un terreno muy resbaladizo, el de los valores y las maneras de razonar y actuar de índole gregaria, que se fundamentan en el litigio y en el reparto de papeles y de influencias entre poderes a menudo ajenos a la empresa.

                (Los sociólogos introducen aquí un nuevo conflicto, llamado «informacio­nal», pues parte de la gestión del cambio y del consenso a partir de la posesión de información. Ciertos teóricos críticos han rechazado la noción de «complejidad» del sistema social, de los nuevos roles, y de la llamada «legitimación sociotécnica», pues argumentan que desdibujan las nociones de participación y contestación. En definitiva, entre ciertos círculos se menosprecia el argumento tecnológico y funcionalista apelando al mantenimiento de las constantes históricas, que fundamentarían en la confrontación de intereses y la contestación social; todo lo que no sea esto —argumentan— no sería más que manipulación y conservadurismo social.)

         Nuestra interpretación es consciente de los peligros mistificadores —o incluso manipuladores— del razonamiento integrador, conciliador o participativo. Pero más allá del reduccionismo, el voluntarismo o la ingenuidad, estamos seguros de que hay buena parte de verdad en la actitud «negociadora» e integradora. No es necesario insistir en que los tiempos han cambiado, del mismo modo que lo han hecho las mentalidades y los roles sociales, evidentemente no siempre para bien. Como diría un profeta: «Quien tenga ojos para ver...» A veces son necesarios auténticos ejercicios de ingenio para hacer lecturas e interpre­taciones tan torcidas como las que se escuchan entre ciertos protagonistas sociales que se obstinan en considerar que no ha variado nada en las sociedades avanzadas. Se abren nuevas posibilidades ante el objetivo de repartir responsabilidades, adoptar compromisos, gestionar el cambio... Si no se adoptan (con la pretensión de «no implicarse», «no contaminarse», o no ser cómplices de tales o cuales cosas) tales protagonistas sociales serán responsables de una nueva oportunidad perdida:

         «No resulta deseable para nadie seguir aferrándose a la vieja práctica de estirar de la misma cuerda desde extremos opuestos. No es conveniente seguir discutiendo (aunque ello represente un avance respecto al pasado) mejoras salariales y otras condiciones de trabajo desde la óptica de los intereses contrapuestos: los unos pensando en la realización de beneficios y en el ejercicio del poder (el poder que da la propiedad) y los otros pensando sólo en el aumento de los salarios, inhibiéndose cómodamente de los problemas empresariales (¡que dirijan ellos!) Hoy parece evidente que así no se va hacia el futuro y que aquellos que no sepan leer entre líneas la evolución social y los perfiles axiológicos* de la nueva empresa en un mundo creciente­mente sensibilizado en lo social, más formado y más culto, no tienen nada que hacer como empresarios» (80).

         El Balance social es un intento de conciliar los tradiciona­les intereses de la empresa como entidad económico-financiera con los más complejos intereses de los trabajadores (y del resto de ámbitos sociales), que no sólo se centran en la percepción de salarios, sino también (como hemos visto) en la participación, en la seguridad e higiene, en el aumento del ocio, en la salud pública, en el impacto ecológico, etc. El balance social no es sólo un documento de buenas intenciones con base moral: por un lado, la empresa no únicamente lo adopta por «preocupación social», sino que además le es rentable; los trabajadores no lo interpretan como una concesión graciosa de la empresa, sino como un instrumento técnico con beneficios mutuos.

         En el cuadro de texto número 5 exponemos una interpretación (puede que excesivamente optimista, pero también muy autorizada) de la significación del Balance Social en los horizontes estratégicos de la nueva empresa integrada: por un lado es un elemento vertebrador e integrador (no sólo psicológico o afectivo, también participativo); por otro, lo es de gestión y control de la ejecución de los objetivos estratégicos. En este cuadro queda claro que este instrumento puede ser insustituible y básico en las políticas estratégicas de las empresas que quieran tener opción a competir —y por tanto, a sobrevivir— en el difícil escenario global que se está consolidando.

         El Balance Social puede ser un instrumento técnico muy poderoso. Es desde 1977 de aplicación obligatoria en Francia (desde 1985 en Portugal), y si bien en España no ha sido regulado, es de aplicación sistemática en numerosas entidades financieras y algunas empresas públicas. (Está claro que en muchas ocasiones desnaturalizado, pues no recoge la globalidad de los aspectos sociales de la empresa ni el registro de ciertas opiniones subjetivas, sino que se limita a observar un conjunto de datos estadísticos que obedecen a un determinado patrón oficial.) Es necesario observar, no obstante, que estos documen­tos no tienen todavía una sólida base técnica y adolecen de numerosos fallos.

         El Balance Social es, entonces, un informe más o menos extenso y completo, donde se proporcionan datos y cifras sobre aspectos sociales de la empresa, o más específicamente, en relación con el personal de la empresa (ésta es la óptica original de la Ley de Balance Social francesa de 1977). Un genuino Balance Social, Según Fernando Parra Luna, no puede limitarse a cumplir este papel, sino que ha de satisfacer una serie de requisitos mínimos: 1) registro de la totalidad axiológica (es decir, de todos los aspectos trascendentes, sean éstos de naturaleza subjetiva u objetiva); 2) registro de opiniones subjetivas (es decir, difícilmente cuantificables); 3) homogeneidad de experiencias (es decir, estandarización de lenguaje y valoraciones, por ejemplo estableciendo escalas o intervalos de cumplimiento de objetivos, en tantos por ciento); 4) instrumentos de control de la gestión; y 5) ponderación de indicadores (en función de su importancia relativa en la totalidad axiológica de la empresa).

         Un buen Balance Social puede permitir valorar grados de realización de objetivos, rechazar el cumplimiento de unos en perjuicio de otros, o desenmascarar el encubrimiento de fallos en la gestión de la empresa:

         «Enfrente del pesimismo sistemático de los detractores del Balance Social legal en favor de su potencialidad de reforma se ha de admitir, por un lado, que la combinación de los datos obtenidos genera automáticamente información nueva y reduce la incertidumbre institucionalizada. "Indirectamente" se llega a descubrir buena parte del secreto: sobre todo si aquella combinación es estratégica. Precisamente, la estrategia es una de las cualidades de la metodología que aquí proponemos (...) por ser sistemática: el perfil dibujado por los diferentes grados de realización de valores/dimensiones/indicadores "denuncia" la política seguida: por ejemplo, que para la obtención de ciertos niveles de beneficios se haya tenido que soportar determinado ratio de siniestrabilidad, absentismo, contaminación, autorita­rismo, etc. La potencialidad de denuncia crece al comparar pérdidas: las de otros ejercicios pasados con el actual, las de la empresa X con otras del ramo, etc.» (81).

         En definitiva, el Balance Social mide una serie de indicado­res objetivos (datos estadísticos) y subjetivos (opiniones) para establecer el grado de congruencia o divergencia respecto a las finalidades u objetivos de la empresa. El director que sistemáti­camente no sea capaz de mantener sus desviaciones dentro de unos márgenes admisibles de error, habría de adoptar medidas correcto­ras o, si el Consejo de Administración lo estima pertinente, ser destituido por inoperancia (por brillantes que sean sus interven­ciones, por honrado que demuestre ser, o por mucho que haya aparentado trabajar).

         Pero este instrumento es tildado a veces de manipulador por parte de los espíritus críticos habituales: si por un lado puede promover la desalienación en el trabajo, la democratización y transformación de la empresa capitalista, por otro se considera que (¡por su apariencia democratizadora!) se convierte en un instrumento de «relaciones públicas del capital», una «astuta medida de legitimación de la explotación», y otras cosas por el estilo. Y el mayor pecado: ¡el Balance Social es una iniciativa de los sectores sociales más avanzados del sistema!

         Es decir, por un lado algunos denuncian el carácter explotador y alienador del capitalismo, y por otro estos mismos sectores descalifican una medida que puede corregir sus excesos, porque supuestamente sirve para legitimar los excesos que esta medida trata de corregir... Es decir, un galimatías. No se puede continuar por este camino. Sin un talante positivo, o al menos constructivo, a los apóstoles de la pureza inmaculada se les puede abrir el suelo debajo de sus pies.

         Para acabar, es necesario decir que el Balance Social podría ser un buen instrumento de integración del trabajador en la empresa, de calibración de los objetivos empresariales a las necesidades y posibilidades de los trabajadores, de ajuste de los objetivos de la producción a las necesidades sociales y, por qué no, de concordia social. Este instrumento puede ser una medida concreta que integre la visión humanista a las posibilidades reales de cada empresa y de su entorno; pero puede ser asimismo una carga sobreañadida si es meramente interpretado como un documento burocrático vacío de contenido pragmático, como tantos otros elementos ajenos a la naturaleza de la actividad empresa­rial («paquete social») que actúan de lastre, más que de apoyaturas, en la actuación empresarial. (Ello nos vuelve a retrotraer al convencimiento de que cualquier medida de avance, si no es fruto de la «lógica de las cosas», es decir, del convencimiento de su utilidad, acaba degenerando en inercia burocrática, al margen de los mecanismos naturales de autorregu­lación.)

         La motivación, la participación y la integración (así como la buena gestión empresarial), sean cuales sean las formas de conseguirlas, han de ser los tres principios conductores e inspiradores de la nueva empresa. En un entorno global fuertemen­te competitivo la supervivencia no viene dada por unas condicio­nes de trabajo asiáticas, sino por la instauración de un nuevo espíritu de empresa que arrincone los viejos vicios que han impuesto una interpretación conflictivista de las relaciones productivas. El conflicto ha de ser sustituido por una visión integrada, por la libre asociación o disolución de las partes, por la participación —en el nivel que se dictamine como más adecuado para la buena marcha de la empresa— y por el consenso. Éste constituye un nuevo paradigma que por otro lado puede prevenir las posibles trampas que pueda esconder una visión «participativa» que sea un disfraz de nuevas condiciones de explotación o dominio.

         A partir del próximo punto nos ocuparemos de la dimensión técnica de la empresa, de las nuevas estrategias productivas (organización, calidad, logística) y de sus consecuencias de cara a la implementación de nuevas formas de organización del trabajo. Más adelante efectuaremos un estudio comparativo entre los dos modelos de empresa más representativos en el mundo desarrollado: el occidental y el japonés.

3.3. El marco técnico

         Una vez que hemos analizado los principales determinantes del subsistema social, nos adentraremos de lleno en otro aspecto relevante del sistema sociotécnico, que al fin y al cabo condiciona la empresa: el subsistema técnico. Fieles a nuestro enfoque humanístico, sin rehuir las servidumbre que impone la técnica, nos inclinamos por su sometimiento a la libertad y soberanía humana:

         «La corriente del pensamiento sociotécnico ha puesto de relieve que la tecnología no predetermina el diseño de trabajo y que, por tanto, hay márgenes de libertad en la formalización de las relacions entre lo técnico y lo social. Estos márgenes de libertad pueden ser aprovechados por el management para reorgani­zar el trabajo. No se trata con ello de negar la influencia de la tecnología sobre el diseño del trabajo, y por tanto, no se trata de negar la importancia de la tecnología como variable explicativa importante del diseño de trabajo. Se trata únicamente de poner de manifiesto la existencia de aspectos de la estructura de trabajo que no dependen de la tecnología. Ello no excluye, por otro lado, que la tecnología no pueda y haya de ser, en ocasio­nes, cambiada para aumentar estos márgenes de libertad» (82).

         La tecnología, en sentido laxo, es tanto el conjunto de operaciones manuales y mecánicas desarrolladas sobre un objeto en su proceso de transformación en producto terminado, como los mecanismos y procesos técnicos por los cuales la organización obtiene sus productos o servicios. Es decir, la tecnología es tanto capital técnico (o máquina) como proceso, como organización productiva. De tal manera que es tan tecnológico el proceso de producción de una vasija del Neolítico como el de las más modernas factorías del Silicon Valley. La diferencia es más de grado que de definición (de aquí que se haya de matizar la imagen difundida de este concepto, que lo identifica con lo último en innovación de aparatos y procesos de producción).

                La tecnología es difusa cuando un cierto número de procesos técnicos dan lugar a una amplia gama de productos (por lo cual es previsible un diseño poco rígido de los roles de trabajo y una gran flexibilidad de los procesos productivos). En cambio, es específica cuando comporta una gran rigidez en los procesos productivos, los roles de trabajo y las pautas organizativas (sería el caso del sistema de producción masiva de carácter fordista-taylorista). Asimismo, los sistemas productivos, en su diseño sociotécnico, pueden dividirse a grandes rasgos en tres categorías diferentes: los que producen por unidades o cantidades pequeñas, los que producen por proyecto, y los que lo hacen en grandes masas o en serie.

                El criterio que sostiene esta clasificación es el grado de continuidad del proceso de producción, en relación inversa a la certeza de absorción del producto en el mercado (en general, a más continuidad y masividad del proceso de producción, más incertidumbre respecto a la capacidad de absorción del mercado: por ello los bienes que se producen por unidades o pequeños lotes son más flexibles a las respuestas del mercado; en cambio, los bienes masivos son más rígidos a las condiciones del mercado). Hay una gran similitud entre los sistemas de producción por unidad y por proyecto, en relación a los sistemas masivos.

                Las principales diferencias entre ambas categorías (unidad-proyecto, enfrente de grandes series) vienen dadas, en su vertiente sociotécnica, por los niveles de control, el diseño jerárquico, la relación directivos/personal semiespecializado y la relación trabajo de producción/trabajo de mantenimien­to. Íntimamente relacionado con la escala de complejidad técnica se pueden observar las siguientes divergencias entre los sistemas de producción por unidad-proyecto y los sistemas masivos: los primeros presentan cadenas lineales más estrechas (es decir, una limitada amplitud de la esfera de control de los jefes de primera línea, o un número más restringido de personas que dependen de un mismo jefe); consiguientemente, los grupos primarios de trabajo son mucho más pequeños, y el número de obreros especializados es más grande, mientras que en la producción en masa hay una mayor concentración de obreros semiespecializados; en general la organización de las empresas de producción en masa es más «mecanicista», mientras que las empresas del otro tipo tienen una estructura más «orgánica» (en terminología de E. Durkheim). Finalmente, los roles de trabajo de las empresas de producción en masa (fordista-taylorista) son más rígidos que en las empresas de producción en series cortas.

         Una vez que conocemos los condicionantes de los sistemas sociotécnicos en relación a las principales características tecnológicas (proceso discontinuo/en serie; por unidades o lotes/masivo), nos plantearemos el principal interrogante que induce la introducción de avances tecnológicos dentro de un sistema de producción determinado. (En atención a una mayor simplicidad convendremos en que aquellos se efectuarán en una empresa de producción masiva, con un proceso continuo.) El gran debate, entonces, está en el grado en el cual el avance tecnoló­gico (el grado de automatización) contribuye al mantenimiento o a la superación del diseño taylorista del trabajo.

         Si nos planteamos esta cuestión en relación a la tecnología de operaciones (es decir, al utillaje físico, máquinas y operaciones necesarios para la obtención de los productos), obviando otra serie de condicionantes (conocimientos e inputs, por ejemplo), las respuestas son múltiples y confusas, a veces contradictorias. Se ha afirmado que una de las característi­cas más notables de los sistemas de producción automatizados reside en el hecho de que absorben la actividad de rutina generando nuevas oportunidades de portagonismo de la actividad humana, que ha de responder a condiciones estocásticas*, no deterministas, ya que se opera en un ambiente donde los acontecimientos relevantes no son previsibles. (Partimos de la base de un proceso productivo automatizado donde el trabajador ha de controlar incidencias, leer instrumentos, percibir anomalías...; los conocimientos profesionales han de mantenerse, pero su uso es esporádico.)

         En las empresas automatizadas el trabajo gana en responsabi­lidad, compromiso y autonomía (pues ha de responder a un mayor grado de incertidumbre: averías, desajustes, control esporádico, enfrente de la rutina de la cadena en un sistema mecanizado, con un amplio margen de esfuerzo físico y escasa automatización). Por ello mismo, el trabajador asume, además de su rol operativo, funciones técnicas y de mantenimiento (e integra estos dos roles que en el paradigma taylorista estaban separados). A esta mayor variedad y capacidad en el trabajo le hemos de añadir una mayor discrecionalidad: el control jerárquico, la responsabilidad del supervisor, se desplaza del control sobre las personas al control sobre los procesos. También se efectúa una mayor cooperación entre grupos de trabajo (grupos semiautónomos*), con una mayor interacción de tareas: mientras más sofisticada es la tecnología, más autónomos y participativos son los procesos de grupo, como por ejemplo las comunicaciones interpersonales, las asignaciones de tareas, la toma de decisiones...

         En definitiva, la tecnología de los procesos continuos puede implicar la reversibilidad de la tendencia histórica hacia una mayor división del trabajo y especialización en el sentido no cualificado (pero, al mismo tiempo, una mayor vulnerabilidad del sistema económico ante la incertidumbre de las crisis cíclicas). En general, el avance tecnológico puede otorgar al trabajador una mayor responsabilidad, una mayor cualificación y habilidad, una disminución de la fatiga, una mayor autonomía, movilidad e interacción social. Pero ello puede no ser así si no hay una voluntad explícita del management para diseñar esta organización atendiendo a criterios de humanización del trabajo.

         Si es éste el caso, nada impide que el control sobre los métodos y la planificación de la secuencia de trabajo sea similar al de otras empresas típicas del sistema taylorista; ni que el rol de supervisor o jefe de línea pueda ser el clásico de control sobre las personas; o que el papel de la autonomía o de los grupos de trabajo con más interacción informal sea integrado en una responsabilidad angustiante por la ampliación de tareas (como hemos visto, por la demanda de funciones de mantenimiento, añadidas a las de producción), que tenga como resultado hacer todavía más intolerable el ritmo de trabajo.

         De hecho, si bien la automatización podría permitir eliminar los trabajos especialmente penosos o alienantes, no tiene por qué alterar la significación del trabajo si esta disponibilidad técnica no es acompañada por un diseño organizativo tendente a descargar de connotaciones negativas el rol tradicional de trabajo. Si ello no es así, no tiene por qué producirse una reducción significativa de la alienación, y sí en cambio puede determinar un aumento de la fatiga, el stress, la angustia y el ritmo de trabajo.

         En este punto nos ocuparemos de los cambios producidos en la función de producción por la introducción de los nuevos avances tecnológicos, organizativos y logísticos, así como de la manera en que ha repercutido en el subsistema social de la empresa (nuevas formas de organización del trabajo). Partimos de la base de que el modelo economicista-productivista a seguir, por parte de las nuevas estrategias gerenciales, es el planteamiento caracterizado por los cinco ceros (cero stock, cero defectos, cero tiempos muertos, cero demoras, cero burocracia). Éste es el sistema organizativo al cual se trata de acomodar la mayor parte de las estrategias empresariales avamzadas. (Este esquema, como es lógico, no tiene por qué coincidir forzosamente con el que acabamos de describir al referirnos a las plantas de proceso continuo.)

3.3.1. Los cinco ceros

         Existe la tendencia errónea a creer que cuando relacionamos el concepto «avance tecnológico» con el de «estructuras producti­vas» estamos prefigurando una función de producción donde la dimensión tecnológica tiene un protagonismo determinante. En torno a esta imagen hay un buen número de equívocos que intenta­remos matizar en el presente epígrafe. Cuando nos referimos al avance tecnológico o a la innovación empleamos la noción tradicional que aportó Schumpeter, es decir: «un cambio en la función de producción que no puede descomponerse en grados infinitesimales». La innovación, o el avance tecnológico, sería, entonces, una mejora significativa en la relación existente entre input y output del proceso productivo, que permite o bien la elaboración de nuevos productos, o bien la utilización de nuevos procesos para producir bienes preexistentes, o ambas cosas al mismo tiempo.

                (Asimismo, hemos de distinguir entre los conceptos de «ciencia» y «tecnología». El primero se centra en la comprensión del mundo natural y en la elaboración de formas básicas y abstractas de conocimiento. El segundo, por su lado, en la producción de formas de conocimiento más específicas, más prácticas y relacionadas con la inversión, el diseño y el desarrollo de instrumentos y procesos útiles.)

         La tecnología, actualmente, tiene un fuerte carácter acumulativo y retroalimentador. La constante necesidad de adaptarse a los cambios técnicos impone a muchas empresas efectos distorsionadores ante la eventualidad de que durante un período de tiempo la nueva tecnología desplace y haga obsoleta la antigua (el equipo, las fábricas, la formación, y previsiblemente las ocupaciones que incorporaban la tecnología abandonada) (83). Por otro lado, desde un punto de vista macroeconómico, no resulta nada fácil medir los efectos de la incorporación de nueva tecnología en la productividad global de las empresas.

         Si de lo que se trata es de conseguir objetivos de producti­vidad, la inversión en nuevos conocimientos y técnicas (incorpo­radas en nuevas máquinas) permitiría suponer que un capital más moderno ha de ser más productivo que el anterior. De aquí que una mayor dotación de recursos en forma de inversión pueda contribuir sustancialmente al aumento de la productividad en la medida que implica la sustitución de capital más antiguo por capital nuevo (84). En la actualidad estamos asistiendo, en todos los sectores, a un incremento de este tipo de inversiones, y puede que el caso más claro lo constituya la importancia creciente de las inversio­nes en ordenadores y robots, como forma de contribuir a la automatización* total de la producción y, de esta forma, al incremento de la productividad.

         (Está claro que esta preocupación productivista entra en contradicción con otra basada en criterios de sostenibilidad. Aquel objetivo, en un marco donde el segundo —el respeto de los límites naturales— sea prioritario, quedaría redefinido o erosionado, o en cualquier caso cambiaría de carácter: la productividad pasaría de tener un matiz cuantitativo a otro más cualitativo. Más adelante comprobaremos que esta segunda orientación —cualitativa— ha de venir acompañada necesariamente de un balance ecológico que recoja —y tienda a suprimir— las externalidades negativas y deseconomías del paradigma actual, así como de una mayor integración entre las capacidades humanas y el nivel tecnológico de la empresa —mediante el fomento de las tecnologías intermedias—, y de un nuevo paradigma productivo, de consumo y de competitividad interempresarial.)

         No obstante, a nivel agregado, parece no existir en la práctica una relación significativa entre productividad e inversión en tecnología. Este problema, conocido como Paradoja de Solow*, no ha sido resuelto satisfactoriamente. Las nuevas tecnologías están produciendo un cambio estructural importante que dificulta enormemente la medida de los incrementos de la productividad (el llamado residuo de Solow, es decir, la parte del aumento de la productividad no explicable por el incremento de los inputs de capital agregados —capital y trabajo—, que incluye el progreso técnico no incorporado —licencia de patentes o asistencia técnica—, las mejoras de calidad incorporadas en los factores productivos, las desviaciones de la competencia perfecta y los errores contables).

         Se han ofrecido diversas explicaciones ante esta paradoja: que el progreso técnico se ha acumulado sobre todo en el sector servicios, de difícil cuantificación; que la inversión en tecnologías de información no ha aumentado significativamente el stock de capital; y que las disfunciones en el aparato productivo (carencias en la cualificación del personal laboral, aplicaciones inadecuadas de la tecnología, etc.) no han permitido obtener el mejor provecho del avance tecnológico (85). De hecho, lo que nos demuestra la evidencia empírica es que, por un lado, las tecnologías de amplio espectro (ordenadores, microelectrónica y telecomuni­caciones) se centran en la generación y tratamiento de la información, especialmente en el sector servicios; y por otro, que las principales manifestaciones de las nuevas tecnologías se refieren más a procesos que a nuevos productos.

         Contrariamente a lo que ha ocurrido en etapas anteriores de cambio tecnológico, las nuevas tecnologías se caracterizan por reducir, tanto en tiempo como en espacio, los costes de transac­ción e información. Otro de sus rasgos fundamentales, respecto a su impacto social, es el incremento de la flexibilidad en las instituciones productivas, de gestión y de consumo (por flexibi­lidad entendemos una mayor capacidad de los agentes económicos para adaptarse rápidamente a las condiciones creadas por un mundo en constante proceso de cambio, en un ámbito de libre mercado). En definitiva, en la actual situación de mundialización de los mercados, las nuevas tecnologías se supone que habrían de adecuar las estrategias empresariales a la mejora de la competitividad y a una mayor agresividad hacia los mercados internacionales.

         Así sería en teoría, si no fuera, como sucede en múltiples ocasiones, porque a la hora de implementar estrategias innovado­ras —como hemos visto en un punto anterior— no se contempla un simultáneo proceso de transformaciones en las estructuras organizativas, que en algunos casos habría hecho innecesario un gasto determinado en incorporación de nuevas tecnologías. De hecho, lo que determina la auténtica «revolución productiva», las estrategias más innovadoras, no viene dado por gastos en capital técnico y humano, sino por una transformación del sistema de empresa, desde el tradicional «taylorista-weberiano» (rígido y burocratizado) hasta otro modelo más flexible, descentralizado y adaptado al entorno cambiante.

         De este nuevo modelo de empresa, como hemos visto más caracterizado por cambios en las estructuras organizacionales que en su paradigma tecnológico, nos ocuparemos ahora. Ésta sería la clave definitiva que resolvería el profundo misterio que rodea la llamada «paradoja de Solow», fácilmente explicable ante la evidencia de que es de difícil cuantifica­ción o valoración la asunción de nuevos esquemas organizativos, pero que en cambio su ausencia en una función de producción dada puede hacer estéril o incluso contraproducente la inversión en avances tecnológicos. En definitiva, la inversión en capital fijo (de tecnología avanzada) no es operativa si no va acompañada de un nuevo modelo de empresa, de un nuevo esquema organizativo.

         Hemos de volver a apelar a la noción de empresa como sistema sociotécnico, si es que queremos valorar en toda su riqueza lo que supone la irrupción de las nuevas tecnologías en el marco de la empresa. Hemos de tener en cuenta, efectivamente, que el proceso de mejora industrial (en la función de producción) no está ligado únicamente a un aumento de la eficacia de los equipos de producción, sino que está directamente relacionado con los dos subsistemas básicos que integra la organización empresarial (social y técnico), y con la estructura de relaciones de trabajo (o diseño organizativo), que como vimos es el ámbito intermedio producido por la dialéctica entre el subsistema técnico y el subsistema social. Es la feliz coordinación de estas tres esferas la que comportará la consecución de los objetivos.

         Muchas empresas, en cambio, han actuado de forma mimética y descoordinada, sin tener en consideración la realidad de la que parten: el nivel de formación de las personas, ni el nivel organizativo. El fruto de ello es un proceso de automatización con resultados mucho más pobres de lo esperado, cuando no nulos o negativos. Su principal defecto es el de no seguir un proceso evolutivo lógico y coherente, como el que expresamos en la figura 9. Aquí vemos que, antes de asumir un proceso de automatización, la empresa ha de efectuar una optimización de las instalaciones de las que dispone, replanteando su diseño organizativo o eliminando operaciones inoperantes. Este principio se podría definir como «gestión de la simplicidad».

         Efectivamente, muchos directivos e industriales, a causa de su formación generalmente técnica, tienen tendencia a construir estructuras organizativas complejas, con procesos técnicos que no están bien definidos, dado su carácter postizo o mimético, produciendo ocasionalmente costes innecesarios al haber de realizar inversiones adicionales para adaptarse a estructuras técnicas u organizativas ineficientes, con escasos o nulos resultados por lo que se refiere a aumentos de productividad (86). Ante esta postura, es más razonable comenzar por los cimientos, es decir, reorganizando lo que ya existe:

         «Llama la atención la factoría que la Kawasaki Heavy Industries tiene en Kabe para la fabricación de motocicletas. La primera impresión es la de una fábrica anticuada, un grupo de barracones, provenientes de una fábrica de aviones cazabombarde­ros que Kawasaki tuvo durante la segunda guerra mundial, y que ha sido transformada para la producción de motocicletas. La maquinaria es antigua si la comparamos con los equipos producti­vos que utilizan las grandes empresas europeas o de los Estados Unidos, pero es realmente sorprendente apreciar el enorme nivel de racionalidad que hay en todo el proceso y la gran eficacia ante parámetros como lead time (tiempos de proceso)» (87).

         Únicamente en una segunda fase, una vez que se haya reordenado el subsistema organizativo, se puede poner en marcha con garantías el plan de automatización. Automatizar un proceso que previamente no haya sido racionalizado y simplificado llevará a costes innecesarios, así como a dificultades para acceder a la tercera etapa de integración de avances tecnológicos: la integración de los subsistemas técnico, social y organizativo; es decir, el establecimiento de unas normas de compatibilidad de la tecnología con el resto de la organización.

         Uno de los principios en la adopción de políticas de empresa de carácter innovador es la integración de componentes en módulos (células de fabricación flexible), la cual agiliza la adaptación de la empresa a la creciente incertidumbre del mercado. Es decir, se produce el paso desde la producción en grandes series (con la consiguiente organización fordista-taylorista del trabajo), con grandes costos de carga en vacío, a una producción en células (llamada fabricación flexible) que trata de enriquecer la gama de producción (atendiendo a la demanda), aumentar la diferencia­ción y garantizar la calidad.

         Así pues, tras una progresiva «mecanización» de las factorías, la «automatización» (que se apoya en la poderosa movilización de materia y energía gracias a la aplicación de la inteligencia controlada) permite retornar a un cierto tipo de «artesanalización» de la producción, atendiendo a los gustos cambiantes del consumidor y a sus exigencias en calidad y diferenciación. La introducción de nuevas máquinas y tecnologías de información, multifuncionales, reprogramables y flexibles, permite realizar estos reajustes con escaso o nulo coste suplementario para la empresa.

         En el cuadro de texto número 6 hemos expuesto los principa­les conceptos que hacen referencia a las nuevas tendencias en integración de procesos, automatismos, control de calidad, logística, nuevos sistemas de producción y nuevas actitudes laborales. En él hemos resumido las principales políticas innovadoras desde un enfoque que integra los subsistemas social y técnico, así como la estructura organizativa resultante. El país inspirador de la mayor parte de las políticas innovadoras de empresa que hemos expuesto en él es Japón, que introdujo gran parte de los conceptos que hemos desplegado: Just-In-Time, Kaizen, calidad total, círculos de calidad, etc (88). Es prácticamente imposible exponer con detalle en este punto la complejidad de estas políticas de empresa, por lo cual aconseja­mos al lector que lo lea con atención, y que extraiga sus propias conclusiones.

         Pero sí apuntaremos las características fundamentales de este cuadro de políticas de empresa, de carácter tanto social, como técnico, como organizativo. En primer lugar, es necesario señalar que la «automatización» no ha de confundirse con la «mecanización», pues el primer concepto presupone la aplicación de una información reprogramable y multifuncio­nal, en oposición a la aplicación de unas rutinas rígidas de trabajo, sin opción posible de ser reajustadas para nuevas funciones, como es el caso de la mecanización. La flexibilidad que permite la automatización tiene como consecuencia indirecta la eliminación de fuerza de trabajo, y directa, la optimización del proceso de producción, eliminando tiempos muertos y, por tanto, costes de marcha en vacío.

         Los sistemas de programación de las máquinas automatizadas pueden ser de dos tipos: mediante ordenador o mediante control numérico (los robots industriales pueden serlo de ambas maneras). Como hemos visto, la nueva empresa tiene un carácter integrado, y está conformada por células o módulos de fabricación flexible, comunicados de diversas maneras (en línea o círculo) por un sistema de información central. Tal esquema de producción es, pues, más ligero, más flexible y más seguro, pues una de sus preocupaciones principales es la de evitar desajustes o averías que pongan en peligro el equilibrado del proceso de producción. Las piezas o materiales son conducidos desde el almacén principal hasta los diferentes módulos de trabajo mediante un sistema de transporte (automático o manual) que, una vez acabado todo el proceso, los retira hacia otro punto.

         Pero nos engañaríamos si pensáramos que aquí se acaba todo. Un sistema como éste no tendría sentido si no estuviese guiado por un objetivo superior, que es el que en el epígrafe de este punto hemos denominado como «los cinco ceros»: cero stocks, mediante un diseño operativo sensible a las fluctuaciones del mercado (shojinka); cero defectos, a través de un proceso de mejora continua, de discusión, experimentación y comprobación de posibles cambios (kaizen); cero tiempos muertos, mediante la polivalencia y rápida adaptación de las máquinas a nuevas tareas (sistema SMED); cero burocratización, mediante la multifunciona­lidad de los trabajadores y la rotación de tareas; cero demoras, a través de la cercanía geográfica del proveedor y una logística eficaz. Todo en conjunto perfila el sistema Just In Time (89).

         Es importante resaltar que para la aplicación de estas innovaciones estratégicas es necesaria la implicación de los trabajadores en las decisiones relativas a la producción. Ésta no se limita a la destreza en las operaciones rutinarias (como en el caso del One Best Way taylorista), sino que se manifiesta en la polivalencia de las misiones, en la flexibilidad de las cuadrillas (o grupos semiautónomos), en la decisión autónoma de interrumpir el flujo cada vez que se observan anomalías y defectos, y en la colaboración para solucionar los problemas planteados por la introducción de innovaciones tecnológicas.

         Este sistema de producción, más propiamente llamado producción ligera (en lugar del concepto toyotismo que se le aplica habitualmente), ha sido rechazado por muchos especialis­tas, alegando que se ajusta exclusivamente a sistemas sociales de carácter patriarcal-feudal, como puede ser el japonés, pero en ningún caso a los europeos avanzados. Así pues, ¿es necesaria la aplicación del nenko (sistema laboral japonés) para el correcto funcionamiento de un sistema de producción ligera como el descrito? Nosotros argumentamos que no, que hay otras vías.

         Acabaremos este largo y denso apartado efectuando dos reflexiones: la primera es que hemos vuelto a comprobar que no se puede actuar sobre un subsistema (social o técnico) sin tener en cuenta el otro, así como el subsistema organizativo intermedio (de relaciones de producción); en segundo lugar, que la aplica­ción mimética de estos principios puede ser contraproducente si no se atiende a los factores condicionantes de tipo estructural —u organizativo—. Nuevamente el enfoque humanístico es clave, pues no podemos olvidar el diseño socioestructural que hay detrás de toda función de producción: todo cambio en el subsistema técnico habrá de ir necesariamente acompañado por un cambio en la organización del trabajo.

3.3.2. El criterio sociotécnico

         Ya conocemos el papel que el sistema taylorista —en su auge— ha otorgado al trabajador semiespecializado: pasivo, monótono, alienante. Posteriormente este hecho se ha visto agravado al acceder al mercado de trabajo una generación más preparada, que ha visto frustradas muchas de sus expectativas al encontrarse con tareas excesivamente parceladas, consideradas «sin demasiado interés», cuando no con una profunda aversión. En definitiva, ello supuestamente explicaría los llamados «errores humanos», la siniestrabilidad, la falta de preocupación por la calidad, el absentismo, la negligencia o el simple «escapismo» (90).

         El mismo concepto de «productividad» ha entrado en crisis pues, como sabemos, las condiciones de mercado han cambiado después del período de apogeo del sistema keynesiano*, el cual sirvió de base —en su época dorada— al modelo taylorista de relaciones de trabajo. El objetivo monocriterio (la obtención de retribuciones en forma de salarios o dividendos) se ha transfor­mado en un objetivo multicriterio. Aquí reside la novedad del enfoque sociotécnico, que aunque todavía no ha dado frutos teóricos consistentes, ha abierto nuevos caminos para la humanización de las relaciones de trabajo.

         El enfoque sociotécnico, como hemos visto a lo largo del desarrollo de esta obra, se fundamenta en la consideración explícita de la organización como un sistema abierto, compuesto por un subsistema social y otro técnico, que se encuentran en interacción dialéctica entre sí (configurando unas estructuras organizativas) y con el entorno. Pues bien, si en el diseño de la organización no se tienen en cuenta las exigencias del subsistema social nos encontramos con que éste, a partir de la actual escala de valores, puede encontrar maneras (desinterés, fallas, absentismo) de reaccionar negativamente ante las funciones que se le han asignado.

         El sistema sociotécnico plantea, en cambio, la necesidad de adaptarse al subsistema social, propugnando un diseño de relaciones laborales en consonancia con el subsistema técnico, así como con el entorno, pero sin renunciar a las capacidades propias de los trabajadores. Construcciones organizativas como la de los grupos semiautónomos (que adoptan decisiones y disponen de discrecionalidad atendiendo a la contingencia de la produc­ción) son un ejemplo de este diseño organizativo que otorga mayor protagonismo y soberanía al trabajo enriquecedor-humano. Este enfoque da una mayoría de edad al trabajador, incluso si éste opta por tareas rutinarias y parceladas, siempre que este sistema organizativo se atenga al principio de economicidad (es decir, conciliando principios de eficacia y eficiencia de la organiza­ción con objetivos de humanización de los roles de trabajo; en algún punto entre los dos extremos se habría de encontrar la solución óptima).

         El enfoque sociotécnico basa su efectividad en un proceso de mejora continua (de aprendizaje), así como de rediseño constante basado en criterios flexibles (polivalencia, rotación, enriquecimiento), que permite una adaptación más adecuada a las necesidades del subsistema social y a las demandas de un entorno cada vez más cambiante. Como hemos visto, la implementación de esta política ha de adquirir un carácter estratégico necesaria­mente integrado, es decir, ha de incorporar el subsistema social, técnico y organizativo. En relación al tipo de diseño tecnoes­tructural, tan irreal es plantear cambios en el sistema sociola­boral cuando el sistema sociotécnico no cambia, como al revés.

         En el futuro al trabajo humano se le habrá de exigir más responsabilidad, autonomía, iniciativa, polivalencia y capacidad de razonamiento. La automatización flexible del subsistema técnico relegará buena parte de las tareas rutinarias y repetiti­vas a la máquina. El trabajo humano tendrá un carácter más estocástico e impredecible, en oposición al determinismo de los sistemas tradicionales, lo cual exigirá una aplicación de habilidades puntual e intensa, impulsada por importantes componentes de discrecionalidad.

         Ello demandará de los trabajadores nuevos requerimientos: autonomía responsable, compromiso e iniciativa, adaptabilidad, polivalencia y participación (o integración y vinculación de la mano de obra con su empresa). ¿Quiere ello decir que no son previsibles procesos de descualificación o polarización entre un conjunto de trabajadores supercualifica­dos y un gran sector de trabajadores descualificados? Ni mucho menos: como veremos más adelante se está produciendo un empobrecimiento de los roles productivos en unos sectores sociales que podríamos llamar «periféricos», propios de una sociedad dual.

         Partiendo del actual sistema, entre las personas que tengan la fortuna de disponer de un trabajo, en el futuro se implantarán nuevas pautas de relaciones de trabajo. Si atendemos a la gran empresa, previsiblemente, éstas no podrán alejarse mucho (a no ser a costa de su viabilidad futura) de lo que hemos ido exponiendo aquí; en la pequeña y mediana empresa posiblemente seguirá vigente un diseño patriarcalista; en los otros organismos sociales perdudará el sistema colegial. Lo que es indiscutible es que la gran empresa habrá de adoptar nuevas estrategias competitivas de carácter flexibilizador para poder sobrevivir. Todos los agentes sociales han de tomar nota de esta realidad.

         Otra cosa es de qué manera se desarrollará este proceso: si negociada o conflictiva. Nosotros consideramos que, en una eventual transición, si no hay un proceso intermedio de negocia­ción y maduración de alternativas de consenso, la lucha previsi­ble puede suponer el colapso y la ruina de muchas iniciativas con futuro. En el siguiente punto, así como en otros posteriores, haremos referencia a los dos modelos básicos de empresa desarro­llada capitalista, así como a los posibles pasos positivos —o puntos de encuentro— que pueden allanar el camino para el necesario rediseño de un nuevo sistema de relaciones productivas.

3.3.3. Comparación de modelos de empresa

         Hemos insistido reiteradamente en el argumento de que la reforma de la organización y dirección empresarial está compor­tando el abandono del modelo taylorista-fordista de organización del trabajo (que, como hemos visto, suponía la división marcada de las funciones de los diferentes departamentos de la empresa, un alto grado de mecanización con equipos rígidos y especializa­dos, la producción en masa y la venta en grandes volúmenes de productos estandarizados, así como la dependencia de mercados grandes y volubles), en favor de otro sistema sociolaboral que algunos, de una forma simplista, denominan toyotismo, y nosotros hemos convenido en llamar producción ligera.

         La explicación de esta diferente denominación la trataremos de explicar a lo largo de este punto. En resumidas cuentas, cuando hablamos de «toyotismo» nos referimos a un sistema productivo regido por unas relaciones laborales denominadas nenko, con las siguientes características: una fuerte identidad trabajador-empresa, la ocupación vitalicia y diferencias retributivas esencialmente en función de la antigüedad. Por tanto, el compromiso de estabilidad es la contrapartida de la parte empresarial a los empleados asalariados:

         «También la descripción que hace Deming de las medidas que toma una empresa japonesa para afrontar una situación de crisis parece inspirada en el criterio de defender de forma prioritaria los intereses de los asalariados. En primer lugar disminuyen los dividendos. Por tanto, se reducen los sueldos y las gratificacio­nes de la alta dirección y los salarios de los directivos se dejan al mismo nivel que los de la jerarquía media. Finalmente se exige a los empleados y a los obreros que acepten una disminución salarial o una reducción de la fuerza de trabajo bajo forma de jubilación o de despido voluntario» (91).

         (Recordemos el punto donde estudiábamos el liderazgo empresarial. La diferente actitud —cuanto menos, más coherente por parte del directivo japonés— de los ejecutivos españoles y japoneses ante las situaciones de crisis es significativa de dos culturas de gestión opuestas: la del enriquecimiento fácil y a toda costa, por un lado, y la de la seriedad y responsabilidad, por el otro.)

         Estas relaciones, que podrían considerarse de lealtad y fidelidad «patriarcal» (a dos bandas), tienen —cómo no— sus contrapartidas: compromiso con el objetivo de la calidad, uso intensivo de la mano de obra, vinculación con los objetivos de la empresa, etc (92). ¿Qué es entonces lo que separa el concepto «toyotismo» de la «producción ligera», siendo el caso de que el segundo engloba al primero, y de que el primero no agota el segundo? Como vimos en un punto anterior, el sistema de produc­ción ligera se fundamenta en un sistema productivo de fabricación flexible, con una serie de aportaciones que ha generado el sistema japonés: compromiso por la calidad total, por el stock cero (Just-In-Time), etc. No obstante, se diferencia del sistema japonés en que se aparta de los compromisos más crudos que un sistema laboral como éste impone sobre los trabajadores (y, por qué no, también sobre la empresa).

         En el cuadro de texto número 7 representamos las diferencias visibles entre ambos sistemas de producción. A primera vista parecen irreconciliables, pero se han dado, en algunas empresas europeas (sobre todo automovilísticas) numerosos pasos para acortar distancias con el modelo japonés, más eficiente en lo económico, sin incurrir en las servidumbres de la niponización (93). De tal manera, partiendo del modelo japonés, se ha propuesto una «vía europea hacia la producción ligera». (Los riesgos de la «niponización» se consideran intolerables en un marco social y cultural muy diferente, como es el europeo: ritmos intensivos, horarios prolongados, sindicato servil o subalterno, clima de sutiles y sofocantes presiones por parte de la direc­ción, etc. Por otro lado se observa en el modelo japonés un correlativo interés por el sistema europeo de relaciones de trabajo, por lo cual no se ha de descartar que se pueda llegar a un punto de encuentro válido para ambos sistemas laborales.)

         En Europa, sobre todo en diversas factorías automovilísticas (FIAT, Renault, Peugeot, Volkswagen, Opel y SEAT), se han implementado una serie de medidas que pretenden ajustarse al objetivo de la producción ligera: 1) uso de tecnologías avanza­das, que atenúan la explotación intensiva de la mano de obra que se produce en el Japón; 2) búsqueda del consenso con los sindicatos; 3) recurso a formas de organización modulares (células flexibles) de la producción; 4) mejoras en la vía de los principales objetivos de la producción ligera (reducción de existencias, rapidez de procesamiento, etc.), sin llegar a los niveles del sistema JIT.

         (Se han efectuado asimismo intentos postizos de adoptar medidas del modelo japonés, aunque de manera selectiva y equívoca. Esta selectividad sugiere la impresión de que el modelo japonés no ha sido percibido como un todo orgánico donde cada parte se compagina con la otra, sino como un conjunto de técnicas y prácticas seleccionadas de manera independiente, y además arbitraria. Esta «niponización» parcial no augura unos buenos resultados.)

         La vía europea se diferencia de la japonesa por el modo experimental y gradual de proceder y por las diversas formas de «hibridación» del enfoque japonés con otros enfoques de diferente origen. En un primer momento se intenta pasar de la producción rígida representada en el cuadro de texto número 7 a una producción más flexible y variada (es lo que antes llamábamos la «gestión de la simplicidad»). Se trataría de agilizar flujos de existencias, de cara a contener los costes de almacenamiento, por lo cual estos esfuerzos no estarían todavía conscientemente orientados hacia los objetivos del Total Quality Management.

         En un segundo paso se sentarían las bases para iniciar un proceso de mejora continua (calidad total), así como de reducción de stocks ex-ante (no ex-post, como en la fase anterior). Se cambian los layouts (es decir, la disposición de las máquinas), se suprimen los movimientos superfluos, se seleccionan los procedimientos más adecuados, y se prepara la mano de obra para los nuevos criterios productivos. No obstante, a diferencia del JIT, el factor humano no es una variable dependiente (es decir, fácilmente manipulable por parte de la empresa), sino un factor central a tener en cuenta.

         Por ello, a diferencia del modelo japonés, donde a pesar de los indudables avances en la automatización y robotización de las fábricas, el trabajo es mucho más intensivo, las empresas europeas prefieren, por lo general, partir de las innovaciones tecnológicas y organizativas, evitando la intensificación pura y simple del trabajo humano. La tendencia es a crear módulos cuasiautónomos, capaces de intervenir a tiempo y con eficacia para neutralizar las anomalías de proceso y de producto. La participación de las personas en la mejora continua se incluye también en esta reorganización modular (en Volkswagen, los Arbeitsmodule; en FIAT, las UTE).

         En una tercera fase se implementa lo que podríamos denominar el «criterio Arriortúa» (94), que no consiste en reciclar maquinaria propia de la etapa taylorista-fordista, sino en entrar de lleno en la fase del Total Quality Management mediante factorías nuevas, automatizadas, autosuficientes, colocadas en áreas con un fuerte tejido industrial, es decir, con parques de proveedores estratégicos altamente interrelacionados con la factoría, para evitar costes en logística, y para acelerar los procesos productivos y las provisiones de productos semielabora­dos.

         No obstante, existen otros modelos empresariales válidos, además del japonés, por lo que se refiere a la pequeña y mediana empresa. Así, se ha hablado del modelo italiano, que combina dos estrategias principalmente: la de la integración en grandes redes (empresa reticular) y la de la diferenciación. La creación de redes entre empresas implica la transformación de unos mecanismos altamente centralizados que afectan al funcionamiento de la mayor parte de las empresas europeas y de los Estados Unidos en unidades más descentralizadas, pero coordinadas, capaces de penetrar en nuevos mercados.

         Estas redes pueden permitir la expansión y el crecimiento de empresas de tipo medio. Éste ha sido el camino seguido por Italia (en especial por empresas del sector textil), que ha conseguido crear redes con un alto nivel de cuasiintegración. (El fabuloso avance de la telemática ha favorecido la implantación de este tipo de estrategias: también ha permitido la división de funciones entre las grandes empresas monopolísticas.) La creación de acuerdos de cooperación (por ejemplo, la exportación coordina­da de productos de varias empresas bajo una marca común) produce sinergias que benefician al tejido productivo de las pequeñas y medianas empresas, con muy bajo coste.

         Por último, una importante estrategia que caracteriza al modelo italiano es la importancia que otorga a los factores de diferenciación, es decir, la calidad, el diseño, la publicidad, la imagen y la marca. Éstas son también medidas de una gran imaginación que han convertido a Italia en un país líder en numerosos campos de la industria ligera, a pesar de indudables factores desfavorables, en el orden político y social, frente a otros países europeos y los Estados Unidos.

         (Considerando que la optimización sociotécnica de las estructuras productivas ha venido acompañada por el progresivo redimensionamiento de las empresas, no nos ha de extrañar que el resultado de todo este proceso tenga más relación con la gran empresa que con el resto del mercado productivo. Lo que exigiría recordar que el peso específico fundamental del tejido productivo lo representa la pequeña y mediana empresa, en su mayor parte ajena a este proceso, aunque lo que hemos expresado en este capítulo no deja de representar el paradigma director del actual sistema de relaciones productivas a gran escala.)

         En un próximo capítulo abordaremos algunos de los interro­gantes desvelados en este punto: ¿hasta qué punto la lógica de la mejora continua podrá ser interpretada como una participación favorable a los trabajadores? ¿A partir de qué momento surge el riesgo de que la participación se convierta en un uso exacerbado de los recursos humanos, no muy diferente de aquel que denuncia­ban los críticos del sistema japonés? ¿Hasta qué punto el llamado «control obrero» podrá impulsar una producción ligera con rostro humano? Más adelante estableceremos los «límites» de este nuevo paradigma productivo.

3.3.4. El papel de las tecnologías intermedias

         La lectura de este capítulo podría inducir a la errónea impresión de que los autores de este tratado se inclinan por un modelo sociotécnico, si bien humanístico, afín —por pasiva— al paradigma productivista actual. Nada más lejos de la realidad. En él nos hemos centrado, expresamente, en la descripción de lo que sería un modelo de relaciones productivas más humano, enriquecedor y participativo, en el cual el factor capital adquiriría un valor social ajeno al actual (capital como bien social), ocupándonos del estudio de las relaciones de producción desde un enfoque alternativo, y del papel social del capital desde una perspectiva universal e intergeneracional.

         Sin embargo, como el lector habrá tenido ocasión de comprobar, apenas hemos reparado en la consideración sobre la aplicación que se haga de tal modelo de relaciones de producción, en un contexto de economía de gran escala. Es decir, no hemos entrado a valorar el buen o el mal uso del modelo en sí, independientemente del paradigma productivo en el que se integre. A subsanar esta carencia hemos dedicado el último punto de este capítulo.

         Comenzaremos esta consideración haciendo referencia, una vez más, a una preocupación creciente: la viabilidad ecológica de nuestro modo de vida, más allá de los estándares de bienestar a corto plazo (en la empresa o fuera de ella) de los que se ha dotado los países más desarrollados. Obviando el hecho de que a escala planetaria sólo una minoría puede considerarse afortunada por lo que se refiere a sus condiciones de vida, perspectivas de futuro e integración en el contexto global, no hemos de olvidar que cuando hablamos de «bienestar» nos estamos refiriendo a un concepto abstracto y valorativo.

         ¿Qué entendemos por bienestar? ¿Aquello que nos induce a pensar que nos encontramos ante una situación de «bienestar»? ¿O aquello que nos dicen que nos lleva a un estado de «bienestar»? ¿Es realmente «bienestar» aquello que nos dicen que produce «bienestar»? O, dicho con otras palabras, ¿genera realmente «bienestar» aquello que es socialmente considerado como placente­ro, hedonístico o venial? Nosotros difícilmente podemos arrogar­nos el derecho de contestar tales interrogantes. Más bien pretendemos resaltar una idea que, en un capítulo posterior, rescataremos, como es el concepto de programación mental (alienación).

         El concepto actual de bienestar tiene mucho que ver con la interiorización social e individual de una serie de necesidades creadas (en ocasiones impuestas y ficticias), difundidas por los mass media y los valores y modos de vida dominantes que, lejos de satisfacer las genuinas necesidades humanas, en demasiadas ocasiones las perturban y tergiversan para obtener provecho comercial de instintos sedentarios, gregarios, de emulación, de poder y de destrucción (tanatos*). Esta reflexión no es en absoluto nueva: basta con recordar los numerosos teóricos (Veblen, Galbraith, Marcuse, etc.) que han recalado en ella. Pero más allá de esta constatación hemos de reparar en la capacidad del sistema económico actual para, a través de la difusión de modos de pensar y de vivir, programar nuestro pensamiento, nuestros deseos y nuestros comportamientos, hasta convertirnos en seres dependientes, neuróticos y ansiosos.

         La participación dependiente del individuo, más como consumidor que como productor (pues es perfectamente aceptado como coherente que un individuo pueda ejercer un papel subversivo en la esfera laboral —como trabajador—, y participativo e integrador en la esfera social —como consumidor—), bajo esta lógica de las cosas, lo aparta de la realidad global (como ciudadano) para abocarlo a la lógica de una realidad egoísta y desvertebrada (como consumidor). Esta lógica, si tomamos en consideración los millones de unidades de consumo que la definen, determina un modo de vida evidentemente muy alejado del paradigma de sostenibilidad que nosotros propugnamos. (Por supuesto que difícilmente podríamos arrogarnos la posesión de una varita mágica que nos permitiera pasar de una sociedad consumista a otra en la cual los objetivos fundamentales fueran la calidad de vida y la suficiencia.)

         Hemos comprobado que lo que actualmente se denomina como «bienestar» puede adoptar numerosas fisonomías. Pero en la práctica emerje como la interiorización de una ilusión, desmenti­da por múltiples evidencias: stress, anomias, malestar social, incomunicación interpersonal, utilitarismo materialista, cinismo, insolidaridad... Nosotros entendemos el concepto «calidad de vida» como una interpretación alternativa a la actual noción de «bienestar» consumista. Esta última es la única compatible, desde el lado de la demanda, con el actual paradigma productivista (entronización de la «competitividad» como valor supremo) (95); la anterior (concepto alternativo de calidad de vida) fundamenta­ría una nueva actitud del ciudadano-consumidor ante la realidad inapelable de la limitación de recursos naturales (economía sostenible).

         La característica fundamental de nuestra visión de la «calidad de vida» es que se trata de un valor a escala humana, que no determina sino que es determinado por la voluntad y las apetencias (racionales) del hombre inteligente y libre. Son precisamente las nociones «inteligencia» y «libertad» las que han sido barridas por el actual modelo de participación (consumista) dependiente. Un hombre libre es un hombre independiente, y su participación en la sociedad puede focalizarse no sólo en su papel como trabajador sino también como consumidor: un hombre libre sería un ciudadano autoconsciente. De ahí que el actual paradigma, tanto en la producción como en el consumo, tienda a castrar sus facetas más creativas, para incardinarlo como una pieza más en el gran engranaje (ciego) de la economía y la sociedad. Únicamente bajo este «estatus» el hombre dependiente es útil a la sociedad, pues su papel como «consumidor» pasa a predominar sobre su función como «productor», e incluso como ciudadano.

         Esta reflexión nos hace entrar de lleno en la estructuración social de los modernos estados desarrollados. A pesar de la apariencia democratizadora y participativa en lo político, un somero examen de la realidad nos lleva a una imagen, no por conocida, menos clamorosa: la de las élites. Lógicamente podríamos pasar a especificar a qué élites nos referimos, pues en todo hay grados. Existen élites sectoriales y élites globales, con sus respectivos niveles, y a sus pies una inmensa extensión social que podríamos denominar como un «sustrato social».

         Pues bien, del mismo modo que tal «sustrato social» da vida a las élites dominantes, que —en parte sí, en parte no— deciden los modos de vida y de pensar de la gente común, igualmente podemos hablar de un «sustrato económico» que sustenta a las grandes economías de escala, de carácter hegemónico. Aquí el individuo vuelve a desempeñar un importante papel: si en su función social como consumidor genera una demanda de bienes de consumo, en su función social como productor se ajusta a lo que las élites productoras determina que son sus funciones. El individuo, como ciudadano, se ve doblemente coartado, como consumidor y como productor (96).

         Del mismo modo que el individuo-consumidor ejerce un papel dependiente en la esfera de la demanda, igualmente lo ejerce en la esfera de la producción. Aquí entramos de lleno en la función social de las tecnologías intermedias: si en el paradigma productivista actual, inspirado en las llamadas economías de gran escala, el trabajador es un mero apéndice de la máquina, que no conoce, ejerciendo actividades meramente rutinarias (dada la estructuración productivista actual, basada en el managerialismo tecnocrático, que separa las funciones de producción y manteni­miento de la máquina), en un modelo de tecnologías intermedias el trabajador podría ejercer un papel activo en relación al proceso productivo, el cual implicaría una ampliación y enrique­cimiento de tareas, que daría un mayor valor y significación social a su función laboral, y un nivel de cualificación acorde con su realidad social (97).

         El paso del ciudadano dependiente al ciudadano participativo (activo y decisor) en el orden político ha de ir acompañado del paso del trabajador dependiente al trabajador activo en el orden económico. Y esta transformación sólo la garantizaría un cambio de paradigma tecnológico que acerque la máquina a las potenciali­dades humanas y profesionales de los trabajadores medios, en los sectores —actualmente— de menor valor añadido, especialmente en el sustrato económico (plancton social) que conforma la pequeña y mediana empresa.

         Este concepto, relegado por E. F. Schumacher (98) a la empresa productiva de los países menos desarrollados, abundantes en mano de obra, puede ser de gran valor y aplicación en los sectores marginalizados y de mayor componente valor-trabajo de las sociedades desarrolladas o a medio desarrollar (especialmente en los sectores más atrasados), puede ser un importante alivio contra el paro, y puede procurar una dignidad y cualificación profesional ignorada hasta hoy en numerosos sectores periféricos de la mano de obra (99). En definitiva, acompañamos el convenci­miento expresado en puntos anteriores de que es necesario «humanizar» el trabajo con la convicción de que, además, es necesario acercar la tecnología a las posibilidades reales de los trabajadores medios, especialmente en los sectores económicos más tradicionales, haciendo participar a aquellos en el diseño socioestructural de la empresa, para que puedan ejercer un cierto dominio sobre su propia esfera de actividades y relaciones productivas.

         Un plancton social rico en tecnologías intermedias, al menos en los sectores pródigos en valor-trabajo, que confieran dignidad al trabajo humano, es un buen fermento de un nuevo concepto de relaciones sociales y productivas más acorde con el paradigma de sostenibilidad que propugnamos. Y ello es así porque cuando el hombre es consciente de sus límites como productor (el valor o significación de su propio trabajo, baremado por el protagonismo de la máquina), también lo pasa a ser de sus límites como consumidor: el trabajador actual, inerme ante la gran máquina, que ni comprende ni domina, ve diluido su esfuerzo en una amalgama en la que es imposible discernir su propio —y particu­lar— protagonismo. El hombre que conoce la máquina con la que trabaja es consciente de su significación económica y social: ésta es la diferencia entre el hombre dependiente y el hombre libre, entre el hombre inconsciente y el hombre consciente. Y, no lo olvidemos, es la «consciencia» la clave del concepto de «economía sostenible», a la cual se le ha de añadir nuevos mecanismos de autorregulación (100).

         Seguidamente pasaremos a reflexionar sobre las transforma­ciones habidas y previsibles en relación al mundo del trabajo. Posteriormente enlazaremos con la significación del concepto «competitividad», y más tarde seguiremos nuestro análisis alrededor del rico y complejo mundo de las estructuras producti­vas.

 

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