La Transformación Social - Notas 1
NOTAS AL PREFACIO Y A LA INTRODUCCIÓN GENERAL
1. Albert Einstein. Mis ideas y opiniones [Ideas and Opinions] (Antoni Bosch Editor, Barcelona, 1980). Asimismo, Javier Aracil, en Introducción a la dinámica de sistemas (Alianza, Madrid, 1978. Pág. 31), expresa el carácter complementario de intuición y experiencia en los modelos formales de toma de decisiones: «La gestión implica una serie de toma de decisiones que se pretende sean óptimamente racionales y consistentes. Ello determina el empleo de modelos (...) Aquí interesa solamente recordar que en los procesos normales de toma de decisión, empleados en la gestión pública o privada, se hace uso de factores tales como la intuición, la experiencia y la información de base, factores que se integran en los modelos mentales».
2. «Como nos dicen todos los textos elementales de Estadística, la inferencia estadística supone el uso de observaciones muestrales para inferir algo acerca de las características desconocidas de la población en su conjunto, y al realizar tales inferencias podemos muy bien ser, o bien demasiado estrictos, o demasiado permisivos: corremos siempre el riesgo de incurrir en lo que se ha denominado error Tipo I, la decisión de rechazar una proposición que en realidad es cierta, pero también corremos el riesgo de incurrir en el error Tipo II, la decisión de aceptar una proposición que en realidad es falsa, y, en general, no hay forma de establecer una contrastación estadística que no implique la asunción de ambos riesgos a la vez» (Mark Blaug. La metodología de la economía. [The Metodology of Economics, 1980]. Alianza, Madrid, 1993. Pág. 40).
3. El concepto Economía [del griego oikonomía] fue empleado por primera vez por Aristóteles en su obra La Política, aunque con un carácter un tanto ambiguo: su significado oscila entre su acepción «administración doméstica» y la «Economía» tal como la entendemos hoy día (Política [330-323 a. C.]. Alianza, Madrid, 1993). A este respecto, es revelador el hecho de que la primera definición y el primer tratamiento importante sobre la Economía se expusiese en uno de los libros clásicos de teoría política.
El concepto Economía Política lo introduce A. Smith en el inicio del libro IV de su obra La riqueza de las naciones, al afirmar: «La economía política, considerada como una rama de la ciencia del hombre de estado o legislador, se plantea dos objetivos distintos: en primer lugar, conseguir un ingreso o una subsistencia abundantes para el pueblo, o más precisamente, que el pueblo pueda conseguir ese ingreso o esa subsistencia por sí mismo; y en segundo lugar, proporcionar al Estado o comunidad un ingreso suficiente para pagar los servicios públicos» (A. Smith. La riqueza de las naciones [An Inquiry into the Nature and Causes of The Wealth of Nations, 1776]. Alianza, Madrid, 1994, pág. 539). Como vemos, esta definición destaca el carácter político y aplicado de la materia (ciencia del hombre de Estado o legislador), alejado de la concepción «neutra» u objetivista que le quieren endosar determinadas concepciones cientifistas.
John Stuart Mill, casi un siglo después, abunda en esta concepción, reconociendo su carácter moral: «Mientras la situación económica de las naciones dependa del estado de los conocimientos físicos, es un asunto para las ciencias físicas y las artes que en ella se basan. Pero en tanto que las causas sean morales o psicológicas, y dependan de las instituciones y relaciones sociales, o de las principios de la naturaleza humana, su investigación incumbe no a las ciencias físicas, sino a las morales y sociales, y es el objetode lo que se llama economía política» (J. S. Mill. Principios de economía política [Principles of Political Economy with some of their Applications to Social Philosophy, 1844-1870]. Fondo de Cultura Económica, México, 1996. Pág. 45).
León Walras, casi contemporáneamente a la última edición en vida de Mill de sus Principios, la define más en consonancia con el nuevo paradigma del valor utilidad (rareté, como diría él): «La economía política pura es, en esencia, la teoría de la determinación de los precios bajo un hipotético régimen de competencia libre perfecta. La suma de todas las cosas, materiales o no, susceptibles de tener un precio por ser escasas, es decir, que son tanto útiles como limitadas en cantidad, constituye la riqueza social. Por ello la economía política pura es también la teoría de la riqueza social» (León Walras. Elementos de economía política pura [Élements d'économie politique pure, 1874]. Alianza, Madrid, 1987. Pág. 126). Nótese que con Walras la economía política pierde su carácter moral, pero no su carácter social. De hecho, León Walras entiende que la economía política pura ha de preceder a la economía política aplicada, teniendo la primera carácter científico, abstracto y riguroso, y la segunda carácter moral (economía positiva versus economía normativa).
Desde que Alfred Marshall enterró el concepto «economía política» y lo sustituyó por el de «Economía» a secas, el primero quedó relegado casi con exclusividad a la literatura marxista. He aquí un ejemplo de lo que decimos: «La economía política debe establecer las leyes que determinan el desarrollo de la sociedad económica moderna, y mostrar cómo estas leyes pueden ser utilizadas para nivelar conscientemente el proceso económico, para someterlo a la dirección de la voluntad y de los fines humanos» (Oscar Lange. Economía política [Political Economy. Vol I: «General Problems», 1963]. Fondo de Cultura Económica, México, 1974. Pág. 9). Obsérvese que este autor no renuncia a conservar su carácter moral, sujeto a fines. Y además, añade otra consideración: la economía neoclásica («Economía», a secas) se ocupa de las relaciones entre hombres (individuos) y cosas; la economía política se ocupa de relaciones entre hombres y hombres, con cosas como objeto de intercambio social. Al desterrar del estudio científico las relaciones sociales, la economía neoclásica habría considerado al individuo (homo economicus) el único y exclusivo objeto de estudio (Ibid., pp. 219-223).
Durante la segunda mitad del siglo XX se volvió a recuperar el concepto «Economía Política» haciendo referencia a aquella rama de la ciencia política que hace uso de métodos económicos para su desarrollo: J. M. Buchanan y G. Tullock (El cálculo del consenso [The Calculus of Consent. Logical Foundations of Constitutional Democracy, 1962]. Planeta-Agostini, Barcelona, 1992. Pág. 21) fundan su análisis político-económico (de carácter integrado) en «esa mítica y mística frontera que existe entre estos dos prolíficos herederos [Economía y Ciencia Política] de la Economía Política».
4. Richard G. Lipsey introdujo el concepto «economía positiva». Éste se inspira en la pretensión de basar la Economía en un conjunto de axiomas y proposiciones positivas (lo que es, fue o será, lo verificable y contrastable), frente a la pretensión voluntarista de asentarla sobre proposiciones normativas (juicios de valor, lo que es bueno o malo). A este respecto afirma: «El economista positivo sólo pretende que sus teorías den lugar a algo positivo y contrastable; si no lo hacen, estas teorías no tendrán relación con el mundo que le rodea» (R. G. Lipsey. Introducción a la Economía Positiva [An Introduction to Positive Economics, 1963]. Vicens Universidad, Barcelona, 1985. Pág. 9). Esta pretensión se fundamenta en el «verificacionismo» de Karl R. Popper.
5. Alfons Barceló, en el libro Filosofía de la economía (Icaria, Barcelona, 1992. Pág. 69) descalifica convincentemente la visión «instrumentalista» de la Economía como disciplina: «Así resulta que la gente ya no "derrocha" ni "dilapida" en joyas o en billetes de lotería; ni siquiera "gasta" en la compra de esos "bienes"; ahora "invierte" en ellos. E incluso se nos cuenta que el ministerio de la guerra "invierte" en cañones, bombas o acciones. En definitiva la materia objeto de la teoría económica afecta demasiado los intereses directos e inmediatos de los ciudadanos o súbditos para que pueda alcanzarse fácilmente un estado desapasionado y aséptico, ni siquiera en lo que atañe al vocabulario».
6. Como diría Bertrand Russell «la verdad definitiva es cosa del cielo y no de este mundo» (B. Russell. Fundamentos de Filosofía [An Outline of Philosophy] Plaza y Janés, Barcelona, 1990. Pág. 19). Sin embargo, parece que no todos los economistas comparten esta opinión: «Pero así como el todo es siempre mayor que la suma de las partes, la acumulación de pequeñas verdades acerca de las diversas partes y aspectos de la sociedad nunca puede producir las grandes verdades acerca del orden social mismo —cómo llegó a ser lo que es, qué provoca en quienes viven dentro de él, y las direcciones hacia las cuales se mueve. Estas grandes verdades deben ser alcanzadas por su propio derecho y por su propio objeto. Y aquí la ciencia social burguesa ha abdicado toda responsabilidad» (P. A. Baran y P. M. Sweezy. El capital monopolista [Monopoly Capital, an Essay on the American and Social Order, 1966]. Siglo XXI, Madrid, 1986. Pág. 8). Esta poco modesta pretensión es sintomática de la creencia (o fe) en un canon absoluto de verdad (en una doctrina).
7. «Pero hay un caso más común que cualquiera de estos: cuando las doctrinas en conflicto, en lugar de ser una verdadera y otra falsa, comparten la verdad entre ambas, y la opinión no conforme es necesaria de cara a aportar el resto de la verdad de la cual la doctrina recibida representa sólo una parte» (J. S. Mill. On liberty. Penguin classics, London, 1985, pág. 108). Nos atrevemos a afirmar que éste es el caso más general, si no el único: ¿quién puede asegurar que posee la verdad absoluta sobre algo?
8. Mark Blaug, en La metodología de la economía (Opus cit., pág. 158) quita hierro al tradicional reproche que se suele hacer contra los juicios de valor, afirmando que tras cualquier posición teorética siempre se esconde uno u otro juicio de valor: «Si yo afirmo que el capitalismo ha hecho más por los trabajadores que cualquier otro sistema económico alternativo en el pasado, y que seguirá haciendo en el futuro, no estoy expresando con ello un juicio de valor, sino que estoy expresando mi visión, mi núcleo teórico (...) A menos que hagamos alguna distinción de este tipo, la tesis de que las ciencias sociales están impregnadas de juicios de valor se convierte en algo trivial, ya que la impregnación valorativa se considera hoy como un rasgo esencial de todas las proposiciones teoréticas, y, por consiguiente, no es un problema específico de las ciencias sociales».
9. Karl R. Popper, a nuestro juicio tachado injustamente de «cientifista» (también en el campo de las ciencias sociales), rechaza meridianamente cualquier duda sobre el carácter subjetivo de la investigación en cuestiones sociales: «Si la objetividad científica se fundara, como supone ingenuamente la teoría sociológica del conocimiento, en la imparcialidad u objetividad del hombre de ciencia, entonces tendríamos que decirle adiós sin dilación. En realidad, debemos ser en cierto modo más escépticos que los defensores de la sociología del conocimiento, pues no cabe ninguna duda de que todos somos víctimas de nuestro propio sistema de prejuicios» (K. R. Popper. La sociedad abierta y sus enemigos [The Open Society and its Enemies, 1945]. Orbis, Barcelona, 1985. Pág. 385, volumen II).
Posteriormente matiza esta aseveración aludiendo al argumento de que lo que «verifica» o «falsea» una teoría es la aplicación de unas rigurosas reglas avaladas por el llamado método científico. Entre ellas, la colaboración y el contraste con la comunidad científica establecida.
10. Tomemos este ejemplo como botón de muestra de lo que decíamos: «En el mundo profesional de la economía se pueden encontrar economistas defendiendo la más implacable regulación estatal de los asuntos económicos y economistas postulando la libertad de mercado; expertos que recalcan la necesidad de lograr la eficiencia a expensas de la distribución equitativa y otros partidarios de la prelación inversa. Esta paradoja para el profano no lo es menos para quien se proponga averiguar las razones subyacentes. La imposibilidad de llegar a conclusiones aceptables sobre tamañas discrepancias conduce a pensar que la ideología impregna los puntos de vista, los enfoques, de quienes —desde la ortodoxia del mercado competitivo— emiten juicios sobre por qué los agentes económicos se comportan de cierta manera, y sobre el modo de influir sus conductas en provecho de la comunidad» (Mauro F. Guillén. La profesión de economista. Ariel, Barcelona, 1989. Pág. 124).
Si bien esta cita rechaza el carácter pretendidamente científico de la «ciencia económica», no por ello deja de ser válido el método científico tal como lo define Karl R. Popper (véase nota 9). Este método, aun reconociendo la realidad que expresa la frase «yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón y, con un esfuerzo, podemos aproximarnos más a la verdad» (véase también la nota 7), eleva al altar de lo objetivo todo lo que pasa por el tamiz de la verificación científica, es decir, de la aceptación sin reservas por parte de la comunidad de científicos (huelga decir que estas «unanimidades» son inexistentes en las ciencias sociales). Sin embargo, aun cuando a rasgos generales aceptamos estas reglas del juego en el ámbito de las ciencias matemáticas y experimentales, las estimamos cuanto menos «inapropiadas» en la esfera de las ciencias humanas, básicamente por las siguientes razones:
1) Esta visión puede bendecir una concepción gregaria, academicista y escolástica de la ciencia, en base a supuestos criterios de «autoridad» científica con cuestionables bases científicas. Esta concepción angosta y marchita la independencia del investigador e incluso la saludable rebeldía intelectual.
2) Es proclive a etiquetar, mediante la aplicación de un método nominativo, la existencia de distintas corrientes o sensibilidades de pensamiento que, dado su carácter complejo, son de difícil encasillamiento.
3) El «genio creador» es difícilmente asimilable por la organización jerárquica o institucionalista de la ciencia. Por definición, sus características intrínsecas lo enfrentan al modus operandi de los conciliábulos científicos, que por lo general adoptan una estructura sectaria, de capillas intelectuales con un «gurú» reconocido.
4) No se puede extrapolar el método científico al uso en ciencias experimentales a las ciencias sociales, por razones obvias (autonomía de la voluntad humana, ausencia de determinismos y regularidades, principio de incertidumbre aún más acusado que en las ciencias físicas, etc.)
5) La no «verificación» académica no tiene por qué falsear una teoría. Una investigación rigurosa lo seguirá siendo si se han empleado métodos rigurosos de investigación, aun cuando por uno u otro motivo no se haya aceptado en los foros académicos (si éste no fuera el caso, Aristarco de Samos, Copérnico, Galileo, Darwin o incluso Freud estarían ahora en el limbo del olvido).
Como botón de muestra de la —saludable— independencia de criterio que ha de tener, no únicamente cada científico, sino cada persona —sin con ello rechazar lo esencial del método de validación científica popperiano—, valga esta reflexión de Alfred Einstein: «Uno toma clara conciencia, aunque sin lamentarlo, de los límites del entendimiento y la armonía con otras personas. No hay duda de que con esto uno pierde parte de su inocencia y de su tranquilidad; por otra parte, gana una gran independencia respecto a las opiniones, los hábitos y los juicios de sus semejantes y evita la tentación de apoyar su equilibrio interno en tan inseguros cimientos» (Alfred Einstein. Mis ideas y opiniones [Ideas and Opinions]. Opus cit., pág. 8).
11. Un ejemplo de la concepción «determinista» en la interpretación de la realidad económica lo tenemos en ciertas concepciones doctrinarias de raíz marxista. Así, Oscar Lange opina que la economía política debe encontrar las leyes que determinan el desarrollo de la economía, a fin de cambiarlas o utilizarlas en base a fines. La dificultad reside en su interpretación del concepto «ley económica»: «Las leyes económicas son relaciones (o nexos) que se repiten constantemente entre los diferentes elementos del proceso económico» (Oscar Lange. Economía política. Opus cit., pág. 52). Hasta aquí todo va bien, pero cuando urgamos en la supuesta «necesidad» de las leyes, en su «esencia» nos encontramos con varias dudas: ¿las estamos hipostizando?, ¿de verdad tienen carácter absoluto, si bien temporal?, ¿el individuo se encuentra inerme ante ellas?, ¿son aprehensibles?
La consecuencia de esta visión esencialista no se hace esperar, pues la realidad pasa a tener un carácter absoluto, ajeno a la voluntad humana; el hombre no puede hacer nada por cambiarla (si no cambia la base económica que la predetermina), pues su existencia es «necesaria», estructural (no contingente): «¿Cómo entonces las leyes de tal actividad [económica] pueden ser independientes de la conciencia y de la voluntad de los hombres? Esto se debe a que la actividad económica está condicionada por la existencia de las fuerzas productivas materiales históricamente desarrolladas y de las relaciones económicas entre los hombres (...) Estas condiciones, dadas históricamente con independencia de la voluntad y de la conciencia de los hombres, determinan cúales son las leyes económicas que actúan en tal contexto histórico» (Ibid., pág. 57).
12. Y además la pretensión de «cientificidad» se compadece mal con la acepción más aceptada del concepto «ciencia»: «Una ciencia es una disciplina que usa el método científico con la finalidad de hallar estructuras generales (leyes)» (Alfons Barceló. Filosofía de la economía. Opus cit., pág. 24). Alfons Barceló destaca que las pocas «leyes» consistentes en Economía tienen carácter cualitativo (si A sube, B baja), lo que contrasta con el refinamiento del instrumental utilizado en la enseñanza de la materia. Así pues: «Si la cantidad y calidad de las leyes descubiertas constituyen un buen indicador del estado de salud de una disciplina científica, hay que reconocer que la economía se encuentra aún en un estado protocientífico» (Ibid., pág. 127).
13. Cuando nos referimos al entorno económico utilizamos la palabra «economía» (sin mayúsculas). Cuando hablamos de la disciplina «Economía» le añadimos mayúsculas.
14. «Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto» (J. M. Keynes. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero [The General Theory of Employment, Interest and Money, 1936]. Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Pág. 337.)
15. «La ciencia normal, la actividad en que, inevitablemente, la mayoría de los científicos consumen casi todo su tiempo, se predica suponiendo que la comunidad científica sabe cómo es el mundo. Gran parte del éxito de la empresa se debe a que la comunidad se encuentra dispuesta a defender esa suposición, si es necesario a un costo elevado. Por ejemplo, la ciencia normal suprime frecuentemente innovaciones fundamentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus conocimientos básicos. Sin embargo, en tanto esos compromisos conservan un elemento de arbitrariedad, la naturaleza misma de la investigación normal asegura que la innovación no será suprimida durante mucho tiempo, pues poco después (...) se inician las investigaciones extraordinarias que conducen por fin a la profesión a un nuevo conjunto de compromisos, una base nueva para la práctica de la ciencia. Los episodios extraordinarios en que tienen lugar esos cambios de compromisos profesionales son los que se denominan en este ensayo revoluciones científicas» (T. S. Khun. La estructura de las revoluciones científicas [The Structure of Scientific Revolutions, 1962]. Fondo de Cultura Económica (breviarios), México, 1994. Pp. 26-27.)
16. «A menudo es más conveniente desde un punto de vista profesional, en economía, estar vinculado con un error eminentemente respetable que con una verdad establecida de forma insegura» (J. K. Galbraith. La sociedad opulenta [The Affluent Society, 1958]. Planeta, Barcelona, 1985. Pág. 8). Lo que para Khun es la ciencia normal para Galbraith sería la sabiduría convencional: «La sabiduría convencional está también articulada en todas las instancias de un mundo sofisticado. Ya en el supremo nivel académico de las ciencias sociales queda prescrita cualquier novedad en la formulación o en el enunciado de conocimientos. Se otorga, en cambio, una gran importancia a la habilidad para expresar una vieja verdad en una forma nueva y se fomentan las herejías menores. Y la misma energía vertida en polémicas menores hace que sea posible excluir como poco importantes, y sin que recaiga la acusación de estrechez mental o de ser anticientífico, cualquier desafío a la estructura misma de la sabiduría convencional. Aún más, con el paso del tiempo y el auxilio de la polémica, las ideas aceptadas se elaboran cada vez con mayor elegancia. Poseen una amplia literatura, incluso una mística. Sus defensores pueden alegar que los enemigos de la sabiduría convencional desconocen su complejidad. Estas ideas, ciertamente, sólo pueden ser apreciadas por un hombre estable, ortodoxo y paciente; en suma, por alguien que se parezca lo más posible al hombre de la sabiduría convencional» (Ibid., pág. 35).
Voltaire despacha este asunto con un párrafo muy a su estilo: «Nuestra miserable especie está hecha de tal modo que los que andan por un camino ya andado arrojan siempre piedras a los que enseñan un camino nuevo» (Definición de «Letras, hombres de letras o letrados», en su Diccionario Filosófico [Dictionaire Philosophique, 1770]. Akal, Madrid, 1985. Pág. 351).
17. José Manuel Naredo, en La economía en evolución (Siglo XXI, Madrid, 1996. Pág. 11) se refiere de la siguiente manera al espíritu de «casta» imperante en la profesión: «La economía, al igual que otras ramas del conocimiento, se ha visto afectada por el proceso de sacralización señalado. Los economistas constituyen una "comunidad científica", comparable a las existentes entre los practicantes de otras disciplinas, con sus especialistas y capillas, y con sus ritos iniciáticos muchas veces inadecuados para esclarecer los problemas prácticos del mundo actual, pero eficaces para crear en los científicos esa forma particular de ver el mundo que se mantiene desde los orígenes de la llamada ciencia económica. Y —como se ha indicado— esa sacralización desemboca inevitablemente en lo que pudiéramos denominar "alienación científica", al cobrar la ciencia vuelos propios y someter a los individuos a sus dictados, lo cual se acentúa en el caso de la economía y, en general, de las ciencias que tratan del comportamiento humano y que en su afán objetivador acaban reduciendo al hombre a unos cuantos procesos unidimensionales o imponiéndole servidumbres en nombre de una determinada idea de sistema "económico", "político", etc». El mismo autor reconoce que tras ese supuesto cientifismo se esconde un mal digerido «complejo de inferioridad» por la debilidad de sus premisas, «que se intenta salvar presentándolas bajo envolturas científicas supuestamente inmaculadas» (Ibid., pág. 23).
18. No todos los economistas comparten esta opinión: «Éste es el quid de la cuestión en Economía hoy día: la Economía, como una ciencia, no ha hecho caso de la sabiduría del sentido común. Los valores humanos y los ideales han sido excluidos de la teoría económica convencional; los objetivos que son esenciales para la supervivencia de los seres humanos en una sociedad humanista han sido ignorados» (Stephen Roman y Eugen Loebl. The responsible society. Regina Ryan/Two Continents, New York, 1977. Pág. 6).
19. «El estudio excesivamente miope de una parcela de la sociedad puede producir resultados muy interesantes, pero también deformaciones engañosas en nuestro conocimiento de la realidad. Se dice a menudo que el estudio demasiado detallado de una hoja puede impedirnos ver el bosque que hay detrás» (Gabriel Tortella. Introducción a la economía para historiadores. Tecnos, Madrid, 1986. Pág. 1).
20. Ludwig von Bertalanffy (Teoría general de sistemas [General System Theory: Foundations, Development, Applications, 1968]. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993. Pp. 248-249) distingue claramente entre la capacidad de percepción del «lego» y del «experto»: «Supóngase que una preparación histológica es estudiada al microscopio. Cualquier observador que no sea daltoniano percibirá la misma imagen, diversas formas y colores, etc., que se deben a los tintes histológicos. Sin embargo, lo que en verdad ve —lo que es su apercepción, y lo que es capaz de comunicar, depende en gran medida de que sea o no un observador adiestrado. Donde para el lego no hay más que un caos de formas y colores, el histólogo ve células con sus varios componentes...»
Pero el «experto» padece de un mal consustancial a su condición de tal; éste consistiría en la limitación que impone a su espíritu crítico los prejuicios y los posicionamientos doctrinales: «En el desenvolvimiento de la ciencia constituye una línea importante el que sean "vistos" aspectos nuevos, antes inadvertidos. Y a la inversa, es un grave obstáculo que las gafas [anteojeras] de tal o cual concepción teórica [paradigmática] impiden darse cuenta de fenómenos que son en sí mismo perfectamente obvios».
En economía estas «anteojeras» son de aplicación general: «A fin de que podamos decir algo útil acerca de lo que está ocurriendo, antes de que sea demasiado tarde, debemos seleccionar, incluso seleccionar rápidamente. Debemos concentrar nuestra atención con la esperanza de hacerlo en el lugar correcto. Debemos trabajar si queremos hacerlo con eficacia con una especie de anteojeras» (J. Hicks. «Alcance y situación de la economía del bienestar», en Riqueza y bienestar [Wealth and Welfare, 1981]. Fondo de Cultura Económica, México, 1986. Pág. 249).
21. Compartimos la metodología de Jeremy Bentham, cuando dice: «Con estas explicaciones de los particulares [lo analítico] a los generales [lo sintético], puede considerarse como el orden real del saber y de la adquisición; pero de los generales a los particulares, como el más conveniente y más ampliamente eficiente para enseñar o transmitir la instrucción» (Jeremy Bentham. «Filosofía de la ciencia económica». En Escritos económicos [Economic Writings, 1954]. Fondo de Cultura Económica, México, 1978. Pág. 178).
22. El concepto «autorregulación» deriva del llamado teorema de Le Chatelier, derivado a su vez de la segunda ley de la termodinámica (principio de la entropía): «Si se modifica uno de los elementos de un sistema físico en equilibrio, se producen automáticamente otras modificaciones que tienden a reducir el efecto de la primera». En este caso se desencadena un efecto compensador (la reacción tiende a oponerse al efecto inicial); si al contrario lo reforzara se produciría entonces un efecto acumulativo, de retroalimentación positiva.
En el campo de la Economía son observables varios ejemplos de efectos compensadores (autorreguladores): así tenemos la llamada «ley de la oferta y la demanda» (si la oferta disminuye, sin que varíe la demanda, los precios aumentan y ello hace aumentar a su vez la oferta). Sin embargo, la causa y el efecto suelen estar separados por un intervalo de tiempo, lo que a la postre destruye el equilibrio. A este respecto, véase J. McCloskey y F. N. Trefethen: Introducción a la investigación operativa [Operations Research for Management] (Editorial Luis Miracle, Barcelona, 1968. Pp. 39-40).
León Walras expresa el funcionamiento autorregulador de la libre competencia de la siguiente manera: «El mecanismo de la libre competencia es, bajo ciertas condiciones y dentro de ciertos límites, un mecanismo automotriz y autorregulador tanto de la transformación de los ahorros en bienes de capital propiamente dichos, como de la transformación de servicios en productos» (León Walras. Elementos de Economía Política pura. Opus cit., pág. 492).
Sin embargo, es necesario separar los conceptos «autorregulación» y «equilibrio». El primero es consustancial a una economía de mercado; el segundo lo es con dificultades: «No es probable que alcancemos nunca la serie de precios de equilibrio y en la realidad ningún precio efectivo es un precio de equilibrio. Antes de que las fuerzas que harían coincidir los precios efectivos con los precios de equilibrio [autorregulación] hayan tenido tiempo para actuar, es casi inevitable que las circunstancias cambien y con ellas el precio de equilibrio» (Kenneth Boulding. Análisis económico [Economic Analysis, 1967]. Alianza, Madrid, 1967. Pág. 80).
Este mismo autor compara dicho proceso autorregulador con la analogía de una carrera entre un perro y un conejo (inspirada en la fábula de Aquiles y la tortuga, de Zenón de Elea): «... El perro no puede alcanzar nunca al conejo porque cuando ha logrado ocupar la posición originaria del conejo, éste ya no se encuentra allí, y el perro debe partir hacia una nueva "posición de equilibrio". Análogamente, el precio efectivo en cualquier momento puede estarse moviendo hacia un precio de equilibrio que varía al mismo tiempo que el precio efectivo se acerca a él» (Ibid., pág. 80). Este razonamiento insiste en el carácter de flujo (y por tanto, inestable) de la actividad económica, noción que el concepto «autorregulación» difumina en atención a una concepción un tanto estática.
23. Jeremy Rifkin define el concepto «entropía» de una manera muy gráfica: «Cuando ya no existe energía disponible, utilizamos la expresión "muerte térmica"; cuando no hay materia disponible, utilizamos la expresión "caos material". En ambos casos, el resultado es entropía: una dispersión al azar de la materia y la energía que las vuelve menos concentradas y, por tanto, menos aptas para realizar cualquier trabajo útil» (J. Rifkin y T. Howard. Entropía (hacia el mundo invernadero) [Entropy: into the Greenhouse Effect, 1989]. Urano, Barcelona, 1990. Pág. 65).
El mismo autor rechaza la socorrida interpretación según la cual el avance tecnológico y el reciclaje pueden ser nuestra «tabla de salvación»: «Mucha gente cree que casi todo lo que utilizamos podría reciclarse por completo y utilizarse de nuevo si dispusiéramos de la tecnología adecuada. Esta creencia es falsa. Aunque es cierto que la supervivencia económica del planeta pronto dependerá de un reciclaje más eficaz, no existe modo alguno de llegar a un aprovechamiento del 100 por cien, ni mucho menos». Y lo que es peor: «El reciclaje exige un gasto adicional de energía para la recolección, transporte y tratamiento de las materias ya usadas, cosa que aumenta la entropía general del medio. Así, el reciclaje de productos exige utilizar nuevas fuentes de energía disponible, a costa de aumentar la entropía del entorno» (Ibid., pág. 63).
24. Òscar Colom. La transformación social. L'Eina editorial, Barcelona, 1989.
25. P. A. Samuelson, y W. D Nordhaus. Economía [Economics, 1992]. McGraw-Hill, Madrid, 1993. Pág. 595.
26. «En la práctica, los modelos econométricos pecaban de lamentable ceguera sobre lo que reservaba el porvenir; pero mucha gente, de la que podía exigirse otra conducta, obraba como si prestase fe a los resultados. Se presentaban las previsiones sobre el crecimiento económico o el desempleo con una precisión de dos o tres decimales. Los gobiernos e instituciones financieras pagaban por ellas y actuaban a su tenor, bien por necesidad, bien por falta de algo mejor. (...) Pocos comprendieron cuán frágil era el procedimiento de simular corrientes en los ordenadores, incluso cuando los datos y las leyes físicas eran razonablemente fidedignos, como en el pronóstico del tiempo.
(...) La razón de ello era el efecto de la mariposa. Por culpa de meteoros insignificantes —y para un pronosticador global lo son las tormentas y las ventiscas—, cualquier predicción se deteriora en seguida. Los errores e imprecisiones se multiplican, abultándose como un alud, a causa de una cadena de manifestaciones turbulentas...» (J. Gleick. Caos [Caos-Making a New Science, 1988]. Seix Barral, Barcelona, 1994. Pág. 28).
NOTAS A LA PRIMERA SECCIÓN
1. «Llamo (...) capital fijo o capital en general, a todo bien duradero, a todas las formas de riqueza social que no se consumen en forma instantánea o que se consumen sólo a la larga; es decir, a toda utilidad limitada en cantidad que sobrevive al primer uso que se hace de ella, en una palabra que puede usarse más de una vez, como una casa o un mueble» (León Walras. Elementos de Economía Política pura. Opus cit., pág. 369). También: «Los bienes de capital incluyen las tierras, las capacidades personales y los bienes de capital propiamente dichos» (Ibid., pág. 126).
2. «La prospectiva no es en ningún caso una reducción, sino una reflexión, por prudente que sea, sobre el futuro, y que hay que asignarle ya desde un principio. Fundamentalmente, es un intento de aprehensión total de la duración, rechazando así no ser más que una de las figuras del discurso adivinatorio, es decir, una de las formas más poderosas y más conocidas de la justificación de lo cotidiano.
(...) El hecho de que este análisis adivinatorio nos lleve al apocalipsis o a la edad de oro, de que nos haga confiar en una segunda existencia o entrever un cambio en el mundo real, se debe a la misma función que asume: hacernos aceptar lo cotidiano, calmar nuestra inquietud del día de hoy, disipándola en un futuro en el que, como tal, ya no tendremos que preguntarnos por lo actual» (A. C. Découflé. La prospectiva [La prosepctive, 1974]. Oikos-Tau, Barcelona, 1974. Pág. 6).
3. Un ejemplo clamoroso de lo dicho lo tenemos aquí: «La economía positiva es, en principio, independiente de cualquier posición ética o juicio normativo. Su tarea será proporcionar generalizaciones que puedan usarse para realizar predicciones correctas sobre las consecuencias de cualquier cambio en las circunstancias. Su actuación debe ser juzgada por la precisión, el alcance y la conformidad con la realidad de las predicciones que realiza. En resumen, la economía positiva es, o puede ser, una ciencia "objetiva" en el mismo sentido que cualquiera de las ciencias físicas» (Milton Friedman. «La metodología de la economía positiva». En Microeconomía. Nueva Editorial Interamericana, México, 1973. Pág. 17. Citado por José Manuel Naredo en La economía en evolución. Opus cit., pág. 383).
Sin embargo, el espíritu positivo exigible al economista lo es menos para otros «científicos sociales»: «El filósofo político no cumple su tarea si se limita a cuestiones de hecho y se muestra temeroso de decidir entre valores en conflicto. No se puede permitir las limitaciones positivistas de los científicos que reducen su función a demostrar cuál es el caso y vedan toda discusión sobre lo que deberían ser» (F. A. Hayek. Los fundamentos de la libertad [The Constitution of Liberty, 1959]. Folio, Barcelona, 1996. Pág. 141). Teniendo en cuenta que tanto M. Friedman como F. A. Hayek comparten en lo esencial la misma filosofía social (con diferencias de matiz), es legítimo preguntarse por qué al filósofo político le es lícito proclamar sus valores y al economista no. Dado que ambos autores hacen más proselitismo político que otra cosa, ¿no es ello síntoma de una cierta esquizofrenia?
4. «Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que, por sí misma, no hallará jamás. Esas cosas sólo las hallaría el instinto, pero éste nunca las buscará» (Henri Bergson. La evolución creadora [L'évolution créatice, 1907]. Planeta-Agostini, Barcelona, 1994. Pág. 141). Es decir, la facultad cognoscitiva no reside en el instinto ni en la inteligencia por separado, sino en la fusión de ambos, esto es, en la intuición. Ésta supera la incapacidad del instinto para aprehender los hechos y la impotencia de la inteligencia para concebir los nexos causales de la realidad compleja. La intuición, pues, añade a la inteligencia (el método) un toque de animal spirits, necesario en cualquier empresa humana, ya sea en la esfera del saber como de la vida práctica.
Comete un error quien irreflexivamente opone «intuición» a «razón». La primera consiste en una razón inconsciente, descontaminada de prejuicios, no en un residuo de nuestro pasado irracional (es decir, no autoconsciente). La intuición controla algunos remanentes de nuestra conciencia refleja (es decir, no controlable por la voluntad humana), que automatiza nuestra reacción a los estímulos externos. Robert Ornstein, en La evolución de la conciencia [The Evolution of Consciousness, 1991] (EMECÉ, Barcelona, 1994. Pág. 157), lo deja meridianamente claro: «¿Por qué no actuamos como "nosotros" queremos? Porque "nosotros" no somos la misma persona de un momento a otro, no somos en absoluto el mismo "yo". Libet demostró cómo actúan los distintos centros de la mente, pero esa diversidad se puede presenciar siempre que se quiera fuera del laboratorio: por ejemplo, cuando no sabemos si confiar en nuestra primera reacción instintiva o si seguir nuestro plan de acción más elaborado [razón]. Lo que podríamos llamar intuición o percepción subliminal puede ser el resultado de la información recibida por un centro inaccesible a la conciencia».
Más adelante, este mismo autor niega la posibilidad de ejercer la razón y un comportamiento juicioso de forma totalmente controlada [a voluntad]: «Por desgracia para quienes mantienen tal punto de vista [control racional del comportamiento], pero por suerte para la supervivencia biológica del organismo, el sistema mental de operaciones que dirige y controla (y al que podría denominar yo) está mucho más estrechamente relacionado con las emociones y con el sistema automático de guardaespaldas que con el pensamiento consciente y la razón» (Ibid., pág. 157).
Éste es un lugar común en la sabiduría tradicional. Veamos lo que decía el sabio chino Meng-Tsé (Mencio) hace aproximadamente 23 siglos: «La inteligencia es propia del alma del hombre, y debe regular y ordenar las tendencias naturales del mismo. Las tendencias naturales del hombre son un complemento necesario para su perfección. La inteligencia es lo más sublime que posee el hombre, pero le siguen en importancia sus tendencias naturales.
(...) Si no cultivamos la inteligencia, pronto se convertirá en esclava de las tendencias naturales del hombre; si descuidamos nuestras tendencias naturales, entonces perturbarán a la inteligencia. Imagínate que un hombre va a chocar con su cabeza contra un obstáculo o que huye ante algún peligro; en ambos casos, sus tendencias naturales prevalecerán sobre la inteligencia, pues en estos momentos se hallan incontroladas» («Libro de Mencio», en Confucio [Kung-Tsé]. Los cuatro libros clásicos. Ediciones B, Barcelona, 1997. Pág. 253).
5. «En el cinematógrafo nos parece ver a un hombre que cae desde un rascacielos agarrarse a los hilos del telégrafo y llegar al suelo sin lastimarse. Sabemos que en realidad existe una colección de fotografías diferentes y que la apariencia de una sola "cosa" que se mueve es engañosa. En este aspecto el mundo real es semejante al cine» (Bertrand Russell. Fundamentos de filosofía. Opus cit. Pág. 255).
6. J. A. Schumpeter razona este argumento de forma magistral: «El análisis, ya sea económico o verse sobre otras disciplinas, nunca puede dar lugar más que a una exposición acerca de las tendencias existentes en un modelo que ha sido objeto de observación. Y éstas no nos dicen nunca lo que sucederá al modelo, sino solamente lo que le sucedería si continuasen actuando lo mismo que habrían actuado durante el intervalo de tiempo abarcado por nuestra observación y si no entraban en juego otros factores» (J. A. Schumpeter. Capitalismo, socialismo y democracia [Capitalism, Socialism and Democracy, 1942], volumen primero. Folio, Barcelona, 1996. Pág. 95, volumen I).
7. «Aun cuando todo el mundo tuviese las mismas expectativas, no habría ninguna garantía de que quedasen satisfechas. Ciertamente, si todo el mundo tuviese las mismas expectativas, es casi seguro que no se cumplirían. Supongamos que todo el mundo creyese que el precio del carbón iba a ser muy alto el año que viene; por ejemplo, $25 por tonelada. Como consecuencia de esta creencia, la gente trataría de efectuar sus compras de carbón en el año actual, siguiendo el principio de sustitución. Los sótanos y carboneras se llenarían y las minas trabajarían a pleno rendimiento. El resultado sería que al año siguiente la demanda de carbón bajaría y el precio se reduciría, probablemente muy por debajo de los $25 por tonelada que se esperaba al principio» (Kenneth Boulding. Análisis económico. Opus cit., pág. 759).
8. J. M. Keynes (que reintrodujo el análisis dinámico en economía, con la apelación al concepto —intuitivo— de «expectativas») hace una dura crítica al carácter pretencioso y pacato de la teoría neoclásica (marginalista) que él compartió durante buena parte de su vida intelectual: «Una parte demasiado grande de la economía "matemática" [neoclásica: León Walras, Stanley Jevons, Wilfredo Pareto] reciente es una simple mixtura, tan imprecisa como los supuestos originales que la sustentan, que permite al autor perder de vista las complejidades e interdependencias del mundo real en un laberinto de símbolos pretenciosos e inútiles» (J. M. Keynes. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Opus cit., pág. 264).
Roy Harrod, otro destacado «dinamista» (padre del concepto de «crecimiento natural», es decir, que evoluciona al ritmo de la población y de la tecnología) es, incluso, más radical, al afirmar que con el marginalismo desaparece la economía dinámica: «Los elementos dinámicos han desaparecido de lo que ahora consideramos el cuerpo central de los principios económicos. Al refinarse y perfeccionarse el análisis estático mediante el uso del concepto marginal y la exposición matemática, desapareció el análisis dinámico. Puede haberse debido esto, especialmente, al hecho de que la dinámica no se presta al análisis marginal» (Roy Harrod. Dinámica económica [Economic Dynamics, 1973]. Alianza, Madrid, 1979. Pág. 21).
Wilfredo Pareto, en su Manuel d'Économie Politique (Librairie Droz, Ginebra, 1966. Pág. 147), confirma esta apreciación de Harrod cuando afirma: «La teoría de la estática [económica] es la más avanzada; sólo se tienen unas cuantas nociones sobre la teoría de los equilibrios sucesivos; salvo por lo que respecta a una teoría especial, la de las crisis económicas, no se sabe nada de la teoría dinámica».
9. La visión de una Naturaleza limitada la expresa con gran belleza este párrafo extraído del manifiesto «Sólo una Tierra», la aportación a la conferencia de Estocolmo (1972) de la organización Friends of the Earth: «La Tierra es redonda. Esto lo sabemos desde hace cientos de años, pero incluso hoy en día pocas personas saben lo que ello significa: que cualquier lugar de la Tierra, vinculado por causa y efecto, es en cierto sentido el mismo lugar, y que existe tanta tierra y cielo y agua: tanta y no más. No tenemos cantidades ilimitadas de lo que sea —de tierra, de viento, de lluvia, de alimentos, de luz solar, de desperdicios—, porque la Tierra es redonda y la redondez supone unos límites. Tampoco disponemos de cantidades inconmesurables de cosas, porque las cosas fueron medidas e incluso, últimamente, empiezan a faltar. Por vez primera en su breve historia, el hombre se enfrenta ahora con los límites de la Tierra a la que él gusta de llamar suya» (Amigos de la Tierra. Sólo una Tierra [The Stockholm Conference: Only one Earth, 1972]. Editorial Vicens-Vives, Barcelona, 1972. Pág. 23).
10. Lo que el ser humano ha ganado en potencia (caballos de vapor de potencia mecánica) lo ha perdido en eficiencia: «El rendimiento de una polea, máquina simple, es muy elevado, del orden de nueve décimas partes, siendo la pérdida resultante únicamente del rozamiento. El rendimiento de un motor de explosión, mucho más complejo, es de alrededor del 25%, siendo el resto de energía consumido en pura pérdida; sin polución, el rendimiento sería más escaso todavía» (Alfred Sauvy. Croissance zéro? Calman-Lévy, París, 1973. Pág. 311).
11. Leopold A. Bernstein, en Análisis de estados financieros [Financial Statement Analysis Theory, 1993] (Ediciones S, Barcelona, 1994. Pág. 22) describe gráficamente el funcionamiento de los mercados especulativos «gaseosos»: «(...) Una vez que prevalece la dinámica de la especulación, las consideraciones racionales comienzan a relegarse a un segundo plano. A medida que se impone la euforia de los precios en aumento, el componente especulativo de la estructura de precios adquiere más y más tamaño. Y no es cuestión de si ese componente especulativo, que carece de base en un análisis racional, va a caer, sino únicamente de cuándo va a producirse su caída (...) Puesto que no responde a nada mensurable o susceptible de análisis de valor, puede hundirse por el mero cambio de sentimientos».
A este respecto, J. M. Keynes no era menos rotundo: «Los especuladores pueden no hacer daño cuando sólo son burbujas en una corriente firme de espíritu de empresa; pero la situación es seria cuando la empresa se convierte en burbuja dentro de una vorágine de especulación. Cuando el desarrollo del capital en un país se convierte en subproducto de las actividades propias de un casino, es probable que aquél se realice mal» (J. M. Keynes. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Opus cit., pág. 145).
12. Cabe advertir que, tal como afirma Maurice Dobb, cuando hablamos de «capitalismo» nos estamos refiriendo a dos dimensiones diferentes (histórica y técnica): «Debemos, quizá, aclarar desde ya que el término "capitalismo", puesto en boga entre ciertos economistas, en especial los partidarios de la escuela austríaca, poco tiene que ver con "capitalismo" como categoría de interpretación histórica. Ciertos economistas emplearon "capitalista" en un sentido puramente técnico, para referirse al empleo de los llamados métodos de producción indirectos o que acortan tiempo; y el término ha ido considerablemente asociado con un particular punto de vista acerca de la naturaleza del capital. No se refiere al modo de apropiación de los instrumentos de producción sino sólo a su origen económico y al grado en que se los emplea. Como toda producción, exceptuada la más primitiva, siempre ha sido, en cierto grado "capitalista" en este sentido técnico, el término tiene escaso valor para fines de discriminación histórica y sus creadores no intentaron utilizarlo en este sentido. El modo en que lo emplean, ciertamente, implica negar un significado específico a capitalismo como sistema histórico especial» (Maurice Dobb. Estudios sobre el desarrollo del capitalismo [1945]. Siglo XXI, Madrid, 1979. Pág. 17).
13. CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA:
Artículo 9
1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
2. Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud; facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.
Artículo 33
1. Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia.
2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes.
Artículo 38
Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación.
Artículo 40
1. Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica.
De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo.
Artículo 128
1. Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.
14. Paul M. Sweezy (Teoría del desarrollo capitalista [The Theory of Capitalist Development. Principles of Marxian Political Economy, 1972]. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1979) lo expresa de la siguiente —atinada— manera: «El atesoramiento, basado en la sed de oro del avaro, es una explicación concebible de una crisis de la índole descrita [propia de una reproducción simple de mercancías], y es bien sabido que el atesoramiento como un fin en sí mismo es mucho más común en condiciones próximas a la producción simple de mercancías, que en sociedades avanzadas. El atesoramiento, sin embargo, tiene lugar usualmente de modo gradual y en un largo período de tiempo. Si un aumento adecuado en la oferta total de la mercancía dinero lo compensa, no tendrá efectos apreciables en la economía; si no es así puede ejercer una influencia persistentemente depresiva en la circulación, por tanto, en la producción» (Ibid., pág. 152).
Más adelante extiende este fenómeno a la reproducción ampliada de mercancías (acumulación plenamente capitalista): «Ahora bien, en lo que concierne a la posibilidad formal de la crisis no hay diferencia entre la producción simple de mercancías y el capitalismo. Lo que se dijo antes analizando la producción simple de mercancías es igualmente aplicable aquí. Cualquier interrupción en el proceso de circulación, cualquier retención del poder de compra respecto al mercado, puede iniciar una contracción en el proceso de circulación, que dará origen al fenómeno de la sobreproducción y que pronto se reflejará en un descenso de la producción misma» (Ibid., pp. 157-158).
Sin embargo no olvidemos, tal como arguye E. J. Misham (Los costes del desarrollo económico [Growth: the Price we pay, 1969]. Oikos-Tau, Barcelona, 1970) que si bien la eficiencia del motor es importante, en definitiva éste ha de mover al coche, y éste (nuestra felicidad, nuestra calidad de vida) es lo realmente importante.
15. Sin pretender profundizar en los entresijos de la teoría cuantitativa del dinero, diremos, con Alfred Marshall, que «cada cambio en la rapidez de circulación de las mercancías tiende a originar un cambio correspondiente en la rapidez de circulación del dinero y de los sucedáneos de éste [los cheques y las letras de cambio]» (Alfred Marshall. «Valor total del dinero que necesita un país» [Money, Credit and Commerce, capítulo IV. 1923]. En Obras escogidas. Fondo de Cultura Económica, México, 1978. Pp. 60-72). O dicho de otro modo, «los cambios en la velocidad de circulación del dinero están ligados a los cambios en la cantidad de poder adquisitivo disponible que los ciudadanos de un país encuentran conveniente conservar en su propia posesión [atesoramiento]» (Ibid., pág. 65). Y como es bien sabido, el atesoramiento (o «preferencia por la liquidez», en terminología keynesiana), junto con la cantidad de dinero en circulación, es un indicador de las oportunidades de inversión (eficiencia marginal del capital) y de las expectativas futuras: es decir, de la fase del ciclo.
No obstante, hemos de hacer dos observaciones. En primer lugar, Alfred Marshall construye la analogía del dinero como el «aceite necesario para que una máquina funcione fácilmente» (Ibid., pág. 60), no como el elemento fluido que circula por el circuito económico, como nosotros hacemos (y también Paul M. Sweezy, como vimos). Seguramente se inspiró en David Hume, cuando afirma que el dinero «no es la rueda del comercio, pero sí la grasa que hace que se mueva con más facilidad» (David Hume. Ensayos políticos. Discurso III: «Del dinero». Editado por el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982. Pág. 55).
En segundo lugar, Marshall, acertadamente, relativiza el valor de la teoría cuantitativa (según la cual la cantidad de dinero necesaria en un país es una magnitud fija, variando su valor, a igualdad de otros factores, inversamente a su cantidad y directamente a la velocidad media de circulación). Así, dice: «esta "doctrina cuantitativa" contribuye eficazmente al estudio del problema sólo hasta cierto punto, pues no indica cuáles son los "demás factores" que se presupone que permanecen iguales para poder justificar la proposición, y no explica cuáles son las causas que rigen la "velocidad de circulación"» (Ibid., pág. 70). Véase también la nota 8 de la segunda sección.
16. A. Freije. Estrategia y políticas de empresa. Ediciones Deusto, Bilbao, 1990. Pág. 11.
17. Un ejemplo hará comprender el riesgo de perder el control de los capitales cedidos a una Sociedad Anónima, sobre todo cuando ésta los emplea de forma aventurera: Isaac Newton perdió 20.000 libras en especulaciones con las acciones de la South Sea Company, quebrada en 1720. Célebre es su frase: «Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente» (Citado de A. Serra Ramoneda: L'empresa: análisi económica. Servei de Publicacions de la UAB, Barcelona, 1993. Pág. 67).
18. Ley de Sociedades Anónimas (RDL 1564/1989, de 22 de diciembre), artículos 9, 12 y 40. Asimismo, Ley de Sociedades Anónimas, artículo 105.3.
19. Ley de Sociedades Anónimas, artículo 27.
20. Ley de Sociedades Anónimas, artículos 106 y 107.
21. Según un trabajo periodístico publicado en 1982, la Compañía Telefónica Nacional de España estaba dominada por varias entidades bancarias que no eran propietarias ni siquiera de un uno por ciento del capital (citado por Francisco Tarragó Sabaté. Fundamentos de Economía de la Empresa. Edición propia, Barcelona, 1986. Pág. 84).
Una consecuencia importante del reparto de poder en función del control del capital es la llamada acumulación piramidal del control: una compañía A (con capital de 126.000 um.) que controla la mayoría del capital de una empresa B (con capital equivalente a 251.000 um.), asimismo controlará una compañía C (con capital de 500.000 um.) si a su vez la compañía B controla más del 50% del capital de C, así como a una compañía D participada por C en más del 50%, y así sucesivamente. Esta estructura (piramidal) facilita en gran manera la tarea de consolidar imperios industriales, comerciales y financieros, en forma de grandes conglomerados dominados por potentes grupos financieros (ya sean bancos u otro tipo de entidades financieras, como trusts de inversiones y compañías tenedoras de acciones).
El análisis de J. K. Galbraith es antológico por lo que se refiere a este aspecto: «En los últimos treinta años se han ido acumulando datos que indican el paso del poder de los propietarios a los gestores del capital en el seno de la gran compañía moderna. Como ya se ha observado, el poder de los accionistas parece cada vez más escaso. En las juntas de accionistas no está representada más que una pequeña parte del capital, y las juntas mismas son ceremonias en las cuales la vanidad se alterna con la irrelevancia. Todo lo demás procede del voto delegado o apoderado de los directos seleccionados por los gestores. Estos últimos, los managers, pese a contar por lo común con una participación muy escasa en la propiedad, tienen un sólido control de la empresa. Todos los datos reconocibles indican que el poder es de ellos. A pesar de eso, ha habido una resistencia grande a admitir que ha ocurrido ese paso importante y duradero del poder» (J. K. Galbraith. El nuevo estado industrial [The New Industrial State, 1967]. Ariel, Barcelona, 1968. Pág. 68).
22. Editado por Fernando Torres Editor, Valencia, 1980.
23. Como explicación a este hecho se aduce un razonamiento puramente técnico: «Los registros contables se basan en el principio de personalidad [jurídica] de la empresa, según el cual, se supone que la empresa es distinta de la persona o personas que la poseen, considerándose que es la empresa la que, por un lado, posee los bienes y, por otro, los debe a los acreedores y a los propietarios. Evidentemente, este concepto hace posible un conjunto separado de registros para cada empresa, en el que el activo (bienes) de la empresa es igual a su pasivo (deudas para con los acreedores y para con los propietarios)» (William W. Pyle. Principios y objetivos de la contabilidad [A Guide to Elementary Accounting]. Deusto, Bilbao, 1990. Pág. 13).
En definitiva, supongamos que un individuo A posee una cantidad X de capital, la cual es invertida en la empresa B, fundada por él mismo: si el activo de la empresa B se reduce al efectivo X aportado por A, esta cantidad constituye la deuda (el pasivo) de B sobre A, que es una manera formal de decir que A, por intermedio de B, se debe a sí mismo la cantidad X, que es la cuotaparte de propiedad de A sobre B (en este caso representando un 100%). Es decir, la empresa B se hace cargo del capital del individuo A, y se hace deudora ante él, tanto por lo que se refiere al principal del capital como a sus rentas futuras. Así es posible que un individuo (físico) A pueda repartir su capital entre diversas empresas (con personalidad jurídica propia) B, C y D, que representarán distintos registros contables para él, de tal modo que pueda desglosar eficientemente su información contable.
Ésta sería la justificación teórica del desdoblamiento entre la personalidad física (del propietario del capital) y jurídica (de la empresa). Pero nosotros nos preguntamos: ¿no es posible respetar este principio contable sin que ello presuponga menoscabar el principio de responsabilidad jurídica del inversor?
24. «En los estados financieros de la compañía matriz, la propiedad de acciones en una filial se pone de manifiesto por una cuenta de inversión. Desde el punto de vista legal, la compañía matriz posee acciones de su filial; no posee activos de la filial ni es responsable normalmente de las deudas de la misma, aunque con frecuencia las garantiza» (L. A. Bernstein. Análisis de estados financieros. Opus cit., pág. 256). (Para conocer los estados financieros reales de la casa matriz, se requiere su consolidación.)
Las restricciones legales no siempre son imperativos efectivos para forzar la responsabilidad de la compañía matriz ante sus filiales: «Así, por ejemplo, American Express se hizo cargo de las obligaciones de una filial de almacenaje, no porque estuviera obligada legalmente, sino porque le preocupaba su propia reputación financiera» (Ibid., pág. 264).
25. Nótese lo que afirma Paul M. Sweezy (Teoría del desarrollo capitalista. Opus cit., pág. 349): «Finalmente, podemos observar a este respecto que las contradicciones del proceso de acumulación y el desarrollo desigual entre las ramas de la industria da lugar a que, ora una línea de producción, ora otra, deje de desarrollarse y se vuelva realmente improductiva. En los días del capitalismo de competencia el resultado era la desaparición de numerosos capitalistas. Cuando una industria declinante, sin embargo, tiene en su seno grandes combinaciones monopólicas ramificadas en todo el sistema económico, las quiebras y bancarrotas son un problema mucho más serio; sehace necesario que el estado intervenga mediante préstamos de fondos públicos, subsidios e incluso, en ciertos casos, propiedad gubernamental de las empresas que ya no son lucrativas (...) Lo que se socializa es casi invariablemente la pérdida de los capitales afectados».
Este argumento es doblemente lúcido —en su rigurosa actualidad— si tenemos en cuenta que estas líneas fueron publicadas en 1942.
26. Francesco Galgano. Ibid. Pág. 113.
27. K. Davis, 1983. Citado por Garmedia et al. Sociología Industrial y de la Empresa. Aguilar, Madrid, 1988. Pág. 297.
28. Es también un fenómeno corriente en la empresa española colocar familiares de los propietarios en los puestos directivos. Según un estudio de ESADE (Observatorio organizativo-92) existe un promedio de dos empleados por empresa que tienen parentesco con la propiedad y responsabilidades directivas. Es relativo el juicio que se pueda hacer de este fenómeno: nada induce a pensar que estas personas puedan tener más o menos capacidad en relación a otras que no sean del entorno familiar del propietario.
29. M&CF Interstudies. Informe de remuneraciones y carreras profesionales 1992. Pág. 169.
30. El artículo 133 de la Ley de Sociedades Anónimas indica que «Los administradores [y solidariamente todos los miembros del órgano de administración] responderán frente a la sociedad, frente a los accionistas y frente a los acreedores sociales del daño que causen por actos contrarios a la Ley o a los estatutos o por los realizados sin la diligencia con la que deben desempeñar el cargo». Pero en la práctica se exonera de responsabilidad al directivo que demuestre que ha cumplido con el deber de diligencia (es decir, que pruebe la inexistencia de culpa o la inimputabilidad del daño causado a la sociedad). En actuaciones dolosas (falseamiento de cuentas anuales, imposición de acuerdos abusivos —prevaliéndose de la mayoría en juntas— con ánimo de lucro propio o ajeno, uso fraudulento de bienes de la sociedad, estafas y apropiaciones indebidas, etc.) el manager difícilmente era imputable por tales comportamientos. El nuevo Código Penal (entrado en vigor en mayo de 1996) puede endurecer sensiblemente el castigo de tales irregularidades.
31. J. A. Schumpeter. Historia del análisis económico [History of Economic Analysis, 1954]. Ariel, Barcelona, 1994. Pp. 617-620. J. B. Say dice del empresario: «Le corresponde hacer una estimación, con una precisión tolerable, de la importancia del producto concreto, de la cuantía probable de la demanda y de los medios para su producción; en algunos momentos habrá de utilizar muchas manos, en otros, adquirir materias primeras, contratar trabajadores, encontrar consumidores y prestar siempre una atención rígida al orden y a la economía» (J. B. Say. A treatise on Political Economy. Griff and Elliot, Filadelfia, 1845. Citado por A. Serra Ramoneda: L'empresa: anàlisi econòmica. Opus cit., pág. 58).
32. Claudio Napoleoni. El pensamiento económico en el siglo XX [Il pensiero economico del 900, 1963]. Oikos-Tau, Barcelona, 1968. Pp. 46-48. J. A. Schumpeter, en su obra Capitalismo, socialismo y democracia (opus cit., pág. 181) describe explícitamente su función: «Ya hemos visto que la función de empresario consiste en reformar o revolucionar el sistema de producción, explotando un invento, o de una manera más general, una posibilidad técnica no experimentada para producir una mercancía nueva o una mercancía antigua por un método nuevo, para abrir una nueva fuente de provisión de materias primas o una nueva salida para los productos, para reorganizar su industria, etc.»
Suyo es también el concepto destrucción creadora, que ejemplifica el efecto de la evolución tecnológica y de los productos (o métodos productivos) —que implementa el empresario innovador— sobre la estructura productiva: «(...) Destruyendo ininterrumpidamente lo antiguo y creando continuamente elementos nuevos. Este proceso de destrucción creadora constituye el dato de hecho esencial del capitalismo. En ella consiste en definitiva el capitalismo y toda empresa tiene que amoldarse a ella para sobrevivir» (Ibid., pág. 121).
33. León Walras fue un anticipador del moderno concepto de «empresario», al distinguir claramente entre éste y el «capitalista»: «Un error que oscurece en la escuela inglesa toda la teoría del interés es la confusión entre el papel del capitalista y el del empresario. Con el pretexto de que es difícil, en el mundo real, ser empresario sin ser al mismo tiempo capitalista, los economistas ingleses no distinguen ambas funciones. Este es el motivo por el cual el término beneficio, tal como ellos lo emplean, significa tanto interés del capital como beneficio de la empresa.
Esta confusión es lamentable. Ciertamente es difícil, pero por tanto no imposible, de hecho, ser empresario sin ser capitalista: diariamente se observa que personas carentes de capital propio, pero cuya inteligencia, honestidad y experiencia son bien conocidas, obtienen préstamos para montar empresas agrícolas, industriales o financieras. En cualquier caso, e incluso suponiendo que son pocos los empresarios que no son capitalistas, hay muchos capitalistas que no son empresarios: los poseedores de obligaciones hipotecarias, deudas sin garantía real, participaciones en sociedades comanditarias y obligaciones. Además, aunque ambas funciones se presentaran conjuntamente con más frecuencia de lo que lo hacen en el mundo real, no por ello la teoría debería diferenciarlas en menor medida» (León Walras. Elementos de Economía Política pura. Opus cit., pág. 672).
34. Según A. Zerilli (Fundamentos de organización y dirección general [Fundamenti di direzione e organizzazione aziendale]. Deusto, Bilbao, 1987. Pág. 134) es la tecnoestructura la que tiene el poder efectivo de elección y fijación de objetivos, siendo los componentes de ésta —como sabemos— distintos de los propietarios de las empresas (accionistas).
35. Robert L. Heilbroner, en Los límites del capitalismo americano [The Limits of American Capitalism] (Kairós, Barcelona, 1968. Pág. 30), indica que en la moderna —en su tiempo— empresa norteamericana habría que distinguir entre el «director de carrera» (o manager), sea director o presidente del Consejo de Administración, cuya autoridad es suprema en los asuntos del día (internos), y el poder estratégico (externo) de los propietarios financieros de las grandes sociedades (que adoptaría el papel de directivo en último término).
P. A. Baran y P. M. Sweezy van un poco más allá, afirmando abiertamente que es el manager quien controla el poder efectivo de la empresa: «El control descansa en la dirección, o sea el consejo directivo más los principales funcionarios ejecutivos. Los intereses externos con frecuencia (aunque no siempre) están representados en el consejo para facilitar la armonía de intereses y la política de la corporación con los de sus clientes, proveedores, banqueros, etc., pero el verdadero poder lo retienen los que están dentro, aquellos que dedican todo el tiempo a la empresa y cuyos intereses y carreras están ligados a sus fortunas» (P. A. Baran y P. M. Sweezy. El capital monopolista. Opus cit. Pág. 18).
36. Francesco Galgano. Opus cit. Pág. 176.
37. Por lo que se refiere a España se hace necesario hacer las siguientes observaciones: 1) el ritmo de aumento de la productividad en la empresa pública es superior que el del promedio; 2) el peso del valor añadido de la empresa pública en relación al conjunto de la economía es la mitad que en Europa (a principios de los noventa, un 7,3% ante un 14%; un 16,1% ante un 30% por lo que se refiere a la inversión bruta). Por lo cual puede afirmarse que la participación de la empresa pública en la actividad económica española es esencialmenteinferior al promedio de los países comunitarios, aunque su peso es más importante en los sectores esencialmente estratégicos en expansión, como el sector energético o el sector transportes y comunicaciones.
38. Nótese un ejemplo claro del arquetipo «homo-economicus» en la siguiente suposición de C. E. Ferguson y J. P. Gould (Teoría microeconómica [Microeconomic Theory, 1975]. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1988. Pág. 17): «Suponemos que cada consumidor o unidad familiar posee una información completa acerca de todo lo que se relacione con sus decisiones de consumo. Un consumidor conoce todo el conjunto de bienes y servicios que existen en el mercado; conoce con precisión la capacidad técnica de cada bien y servicio para satisfacer una necesidad. Además, conoce el precio exacto de todos ellos, y sabe que estos precios no cambiarán como resultado de sus acciones en el mercado. Por último, el consumidor conoce con exactitud la magnitud de sus ingresos durante el período de planteamiento». Más adelante reconocen la irrealidad de este planteamiento, excepto cuando se aplica a la teoría —neoclásica— del bienestar (que estudiaremos en la próxima sección). Sin embargo, como —según su interpretación— la teoría microeconómica tiene como objetivo fundamental «la determinación del bienestar económico resultante de los mercados libres», acaban integrando estos supuestos restrictivos dentro de su corpus teórico.
39. Andrea Zerilli, en Fundamentos de organización y dirección general (opus cit., pág. 125), defiende que el beneficio no es el único —ni más importante— objetivo de la empresa. En todo caso constituiría «el estímulo y el incentivo para actuar con el fin de conseguir el objetivo o los objetivos generales, cualesquiera que ellos sean». Entre estos podemos enumerar: producir y vender bienes y servicios para los consumidores, ampliar la dimensión de la empresa, conquistar una parte del mercado, adquirir un determinado prestigio, mejorar las condiciones de trabajo de los empleados... (y nosotros añadimos la justificación keynesiana de los animal spirits, es decir, aquellos impulsos que inducen al hombre a actuar, más allá de la confortabilidad de su situación presente).
Sin embargo, los objetivos de los distintos partícipes de la empresa no tienen por qué coincidir forzosamente con los de la empresa: «Para el individuo, en suma lo que verdaderamente tiene significado no es ya el objetivo común, el objetivo de la organización (...), sino la relación entre la organización y él (...)
Es precisamente esta disociación de objetivos y esta falta de comprensión y de visión unitaria del trabajo la que impide a cada trabajador sentirse parte orgánica e integrante del grupo empresa» (Ibid., pág. 25).
(Posteriormente analizaremos la vía japonesa de integración laboral dentro de la empresa.)
40. Francesco Galgano. Opus cit. Pág. 209.
41. Cabe destacar que en una organización compleja, como es una gran empresa, es prácticamente imposible optimizar la elección de criterios estratégicos. Y ello por tres motivos: 1) no es posible considerar simultáneamente todas las aplicaciones de los recursos, con sus respectivos costes de oportunidad; 2) no es posible controlar o valorar en su justa medida la incidencia de todos los acontecimientos exteriores (previsibles o imprevisibles); 3) no es posible maximizar la función de utilidad de todos y cada uno de los partícipes de una empresa. Por ello, de forma más realista, es preferible tender a suboptimizar los objetivos empresariales, a escalas administrativas inferiores, que marcarse objetivos maximalistas a altas escalas de dirección. A este respecto, véase: J. McCloskey y F. N. Trefethen (Introducción a la investigación operativa. Opus cit., pp. 86-88).
42. A este respecto, el eminente economista W. Leontief afirma: «Cuanto mayor sea la inversión, mayores serán los riesgos involucrados y mayor la necesidad de planificarla. Esto explica por qué las empresas privadas, ante el crecimiento económico y el desarrollo progresivo de la tecnología, tienden a confiar cada vez más en la planificación, concebida y elaborada meticulosamente, y menos en los procedimientos de tanteo en la resolución de sus problemas internos. Hace tan sólo quince o veinte años la "investigación operativa" y la planificación eran empleadas únicamente en física e ingeniería; hoy en día, en cambio, son muchas las empresas que las utilizan para llevar a cabo no sólo muchas de sus decisiones rutinarias sino también algunas de sus decisiones fundamentales de dirección» (W. Leontief. «Propuesta para mejorar la bondad de nuestras previsiones económicas». En Análisis económico input-output [Input-Output Economics, 1966]. Orbis, Barcelona, 1988. Pág. 53).
43. El acuñador de esta denominación fue el biólogo Ludwig von Bertalanffy. Sus principales objetivos, según éste, son: «1) Investigar el isomorfismo de conceptos, leyes y modelos en varios campos, y fomentar provechosas transferencias de un campo a otro; 2) estimular el desarrollo de modelos teóricos adecuados en los campos que carecen de ellos; 3) minimizar la repetición de esfuerzo teórico en diferentes campos; 4) promover la unidad de la ciencia mejorando la comunicación entre especialistas» (Teoría general de los sistemas. Opus cit., pág. 14).
Este eminente biólogo y epistemólogo encuentra una correspondencia clara (isomorfismo) entre leyes y esquemas conceptuales en diferentes campos, que sustenta la unidad de la ciencia: «Hablando en lenguaje "material", esto quiere decir que el mundo (o sea el total de los fenómenos observables) exhibe una uniformidad estructural que se manifiesta por muestras isomorfas de orden en sus diferentes niveles o reinos» (Ibid., pág. 90). Asimismo considera que la teoría general de los sistemas supondrá un paso de consideración hacia la pretendida unificación de la ciencia, hasta el punto de que puede pasar a ser la «ciencia del futuro» (Ibid., pág. 91).
Según Javier Aracil «la teoría general de sistemas pretende capitalizar la existencia de paralelismo entre diferentes campos científicos y suministrar las bases para una teoría integrada de la organización y de la complejidad» (Introducción a la dinámica de sistemas. Opus cit., pág. 29). Su origen se integra en el contexto del desarrollo de otras tres disciplinas hermanas: la informática, la cibernética y la dinámica de sistemas. Dichas disciplinas se engloban en un mismo paradigma científico (tal como lo define Kuhn) que estudia el mundo real desde una óptica globalizadora (holística), por oposición a los métodos de tipo analítico y taxonomista. Es decir, se centra en la interacción de las partes, y no en el análisis de las partes aisladas.
44. «La investigación operativa estudia las reacciones de los hombres y de las máquinas en el seno de cada organismo. Su objeto es sistematizar, establecer relaciones internas y poner en funcionamiento los factores de producción» (J. McCloskey y F. N. Trefethen. Introducción a la investigación operativa. Opus cit., pág. 8). Su aplicación es más propia de las grandes organizaciones, que no pueden permitirse actuar mediante mecanismos de «tanteo» y sí en cambio han de adaptarse sin dilación y sin rupturas al cambio tecnológico y de los gustos del consumidor. Sus principales ámbitos son: 1) los hombres (organización y gestión, problemas económicos, decisiones individuales, estudios de mercado); 2) los hombres y las máquinas (productividad, dirección de operaciones, control de calidad, accidentes); y 3) el movimiento (transporte, almacenamiento, transmisiones).
45. «La función de la organización es hacer que los saberes sean productivos; las organizaciones se han convertido en esenciales para la sociedad en todos los países desarrollados debido al paso del saber a los saberes. Cuanto más especializados sean esos saberes, más eficaces serán ellas [las organizaciones]» (P. F. Drucker. La sociedad postcapitalista [Post-Capitalist Society, 1993]. Apóstrofe, Barcelona, 1995. Pág. 57).
46. Andrea Zerilli (Fundamentos de organización y dirección general. Opus cit., pág. 252) define a la línea como un «conjunto de órganos jerárquicamente ordenados que actúan para la consecución de los objetivos», y al staff como la autoridad conectada indirectamente por un órgano con las restantes actividades desarrolladas por otras unidades o personas.
47. Cuando estudiemos la empresa como sistema sociotécnico habremos de aludir a otras consideraciones, como la que se refiere a los métodos, pautas y objetivos de cara a diseñar la organización técnica del trabajo. Nos referiremos a la herencia de la «Organización Científica del Trabajo» (taylorista), a la respuesta del enfoque humanístico de la «Escuela de Relaciones Humanas», así como a los grandes principios de integración, participación, polivalencia, flexibilidad, etc.
48. R. A. Nisbet advierte contra la socorrida tentación de recurrir a fáciles metáforas cuando se trata de aprehender e ilustrar la complejidad del mundo real: «Dirigir la mirada hacia todo el universo y decir que es como una máquina u organismo es perdonable en tiempo y lugar oportunos. Pero intentar la formación de proposiciones rigurosas de análisis científico sobre una u otra metáfora, confundiendo los atributos de analogía con los de la realidad, puede ocasionar limitaciones y tergiversaciones profundas, como nos enseña la historia de la ciencia» (R. A. Nisbet. Cambio social e historia [Social Change and History, 1976]. Hispano-Europea, Barcelona, 1976. Pág. XI).
49. La función de consumo se expresa como C=c×Y, siendo c=propensión marginal a consumir* e Y=nivel de renta. Esta expresión cuantitativa de la función de consumo supone que ha de existir una relación directa entre el aumento de Y y el aumento de C. Pero nada nos informa por lo que se refiere a su significado cualitativo: de qué manera se comporta C cuando Y aumenta. Por ejemplo, aplicando la llamada Ley de Engel (que relaciona la cantidad adquirida de un cierto bien con el nivel de renta), se supone que un aumento de la renta ocasionará un incremento proporcionalmente superior del consumo en unos bienes y proporcionalmente inferior en otros bienes (hay un tercer tipo de bienes que pueden disminuir sus ventas en base a la llamada paradoja de Giffen, según la cual los llamados bienes inferiores* disminuyen su consumo cuando aumenta la renta).
Una función de consumo con carácter extenso es la que tiene en cuenta no únicamente el aumento de la renta sino también las variaciones en la función de producción*, pues una función de producción implica un nivel de renta concomitante (al influir sobre la productividad del capital y los cambios en los hábitos de consumo), así como un cambio en las expectativas económicas, todo lo cual tiene su efecto sobre la función de consumo (pues ya hemos visto que C está ligado a Y por la propensión marginal al consumo, c): «Sabemos además que cuando la curva de inversión o la función de producción se desplazan en dirección ascendente, tenemos que considerar también un posible desplazamiento de la función de consumo... La mejora de las posibilidades futuras puede desplazar en dirección ascendente a la función de consumo, dependiendo de las expectativas y reacciones de las unidades de consumo» (Martin J. Bailey. Renta nacional y nivel de precios [National Income and the Price Level: A Study in Macroeconomic Theory, 1962]. Alianza, Madrid, 1975. Pág. 145).
50. Existen dos tipos de economías de aglomeración. Las de localización se consideran internas a la industria o ramo de actividad donde pertenece la empresa, y se producen en términos de ganancias derivadas de la proximidad a otros establecimientos con la misma actividad (o estrictamente ligados a ella). Las economías de urbanización son externas a la industria e indiferentes a la actividad de las industrias que comparten la localización, afectando a todas ellas.
51. El censo estadístico DUNS 30.000 de 1993 establece que el 46% de las principales empresas españolas se localizan en las provincias de Madrid y Barcelona. Por otra parte, las provincias de Madrid, Barcelona, Valencia y Vizcaya suponían un 61% de las inversiones totales de alta tecnología en 1988.
52. No obstante, por lo que se refiere a su justificación —no está tan claro por lo que respecta a la aplicación—, otras medidas de carácter redistribuidor de recursos, como la aplicación de los Fondos Estructurales o de Cohesión de la Unión Europea, o el llamado Fondo de Compensación Interregional, son útiles como instrumentos de reequilibrio del territorio. Ello no se ha de confundir con la adopción discrecional y negligente de medidas de apoyo a determinadas zonas en competencia con otras del mismo territorio, en contra de los criterios del mercado y de la pura racionalidad económica.
53. P. A. Baran y P. M. Sweezy establecen una interrelación clara entre la tasa de ganancias y el uso de la capacidad productiva: «Indudablemente que hay una relación estrecha entre utilidades [beneficios] y tasa de operación, definiéndose esta última como la relación entre producción real y capacidad de producción. Si tomamos la capacidad de una corporación como el volumen de producción que, con costes y precios dados, rinde las máximas utilidades, resulta que una baja de la tasa de operaciones, ya sea a través de una reducción en la producción, o de un aumento en la capacidad, o alguna combinación de ambos, se traducirá también en un descenso en las utilidades. Además, la reducción de las utilidades será más que proporcional a la baja en la producción (...) La razón de este comportamiento de las utilidades radica en la existencia especialmente característica de la gran corporación de gastos fijos, que no varían con la producción. Los gastos fijos por unidad disminuyen con el aumento de la producción» (P. A. Baran y P. M. Sweezy. El capital monopolista. Opus cit., pág. 69).
54. E. Gutenberg. Economía de la empresa. Teoría y práctica de la gestión empresarial. Editorial Deusto, Bilbao, 1968. Citado por F. Tarragó. Opus cit. Pág. 243.
55. A. Freije. Estrategia y políticas de empresa. Opus cit. Pág. 259.
56. Max Weber. General Economic History (1950). Citado por Edward Gross: «Las relaciones industriales», en Las Instituciones Sociales (volumen IV del Tratado de Sociología [Handbook of Modern Sociology, vol. IV, 1976] dirigido por Robert E. Faris), Hispano-Europea, Barcelona, 1986. Pág. 216. También: Max Weber. The Theory of Social and Economic Organization. The Free Press, New York, 1964. Pp. 56-77 y 324-341).
Unas citas nos aclararán este punto: «En el caso de la autoridad legal [cuerpo de reglas racionales, generales, imparciales e impersonales aplicadas en las estructuras burocráticas], la obediencia responde al orden impersonal legalmente establecido» (Ibid., pág. 328) (...) «Se deduce que los miembros de un grupo corporativo [corporate group], en el supuesto que obedezcan a una persona investida de autoridad, no deben esta obediencia hacia ella en calidad de individuo, sino de un orden impersonal» (Ibid., pág. 330) (...) «Las reglas que regulan la conducta de una oficina pueden ser técnicas o normativas. En ambos casos, si su aplicación ha de ser racional, es necesaria una cualificación técnica» (Ibid., pág. 331).
Por lo que se refiere al ámbito industrial, Joaquín Abellán, en el prólogo a Sociología del trabajo industrial [Methodologische Einleitung für die Erhebungen des Vereins für Sozialpolitik über Auslese und Anpassung der Arbeiterschaft der Geschlossenen Grossindustrie-Zur Psychophisik der Industriellen Arbeit, 1924] (Editorial Trotta, Madrid, 1994), que recopila dos trabajos de Max Weber, afirma: «Con su hermano Alfred comparte la apreciación de que la gran industria moderna ha creado ante todo un peculiar "aparato" de producción, que le imprime su sello diferenciador. Los elementos que configuran este "aparato" de producción —la existencia de una jerarquía en los puestos de trabajo y de una fuerte disciplina en el trabajo, el sometimiento del hombre a la máquina, la generalización del cálculo de todos los movimientos y rendimientos de los obreros— convierten a la gran industria como sistema de producción, según Weber, en un sistema propio e independiente (...) La investigación, según Weber, no debe entrar en la emisión de juicios de valor sobre la situación en la que la industria coloca a los obreros ni debe preguntar quién tenga la "culpa" de esa situación, sino que debe limitarse a investigar la situación de hecho y la relación que ésta tiene con las condiciones estructurales del trabajo en la gran industria» (Ibid., pág. 14).
Efectivamente, el propio Weber deja meridianamente claro el apelativo de «ciencia lúgubre» que se le atribuye a la Economía: «Entre las distintas "perspectivas" desde las que la economía aborda el trabajo, es la perspectiva más básica de todas, la de la rentabilidad de la economía privada, la que vamos a tomar en consideración, porque las cuestiones de rentabilidad son cuestiones de cálculo. En la cuestión de "rentabilidad", la capacidad de rendimiento del obrero es considerada exclusivamente en el mismo sentido que la rentabilidad de una clase cualquiera de carbón o de un mineral o de cualquier otra "materia prima", de una fuente de energía o de una determinada máquina. El obrero es aquí, en principio, nada más que un medio de producción rentable (¡a ser posible!) con cuyas capacidades y "fallos" hay que contar, como se cuenta con las de cualquier medio de producción mecánico» (Ibid., pág. 131).
Como tal factor de producción «sin alma», la única motivación del trabajador sería, según Weber, meramente crematística, o conductista (estímulo-respuesta): «Como es conocido, el medio para aumentar la capacidad de rendimiento y la disposición hacia el trabajo es la bonificación directa de los aumentos de rendimiento a través de un sistema retributivo adecuado (...) y también la "selección", es decir, el despido de los obreros que rindan menos o tengan menos disposición para rendir» (Ibid., pág. 132). En el próximo punto haremos una excursión expresa por el concepto «motivación».
57. Frederick Winslow Taylor. Principios de administración científica [The Principles of Scientific Management, 1911] (Librería el Ateneo, Buenos Aires, 1953). Taylor jusfifica de este modo el incentivo del trabajador y del patrono: «La administración científica se fundamenta en la firme convicción de que los verdaderos intereses de ambos son idénticos, que la prosperidad del patrón no puede existir durante un largo período de años a menos que vaya acompañada de la prosperidad para el empleado, y viceversa; y que es posible dar al obrero lo que más desea —altos salarios— y al patrón lo que más busca: mano de obra barata» (Ibid., pág. 14) (...) «La mayor prosperidad sólo puede existir como resultado de la mayor productividad posible de los hombres y de las máquinas del establecimiento, es decir, cuando cada hombre y cada máquina están rindiendo la mayor producción posible» (Ibid., pág. 15) (...) «Estos dos elementos, la tarea y la prima... constituyen dos de los elementos más importantes del mecanismo de la administración científica. Su importancia proviene del hecho de ser, por así decirlo, el coronamiento de todos ellos, exigiendo el concurso de casi todos los otros elementos del sistema, tales como el servicio de preparación de tareas, estudio exacto del tiempo, standarización de los métodos y herramientas, adiestramiento de los capataces funcionales o instructores, y, en muchos casos, tarjetas de instrucción, reglas de cálculo, etc.» (Ibid., pp. 115-116).
A. Zerilli afirma lo siguiente: «El obrero es concebido por él [Taylor] como un hombre sin otros sentimientos ni aspiraciones que los de ganar: "¿qué desean los obreros de sus patronos sino pagas elevadas?" Si la empresa fija científicamente un salario justo, si al obrero se le ha enseñado el método mejor para organizar su trabajo y se le ofrece un incentivo para el caso de que logre un rendimiento superior al medio, y por último si las intenciones de la empresa son buenas, concluye Taylor, "¿qué otra cosa podría esperar o desear el obrero?" Aunque haya vivido una larga experiencia en contacto con los obreros, Taylor no llega a comprender la complejidad de la naturaleza y de las reacciones humanas: por ejemplo, no vacila en recurrir a cualquier medio de presión con tal de inducir a los trabajadores a realizar la máxima cantidad de trabajo, y recomienda despedir a los que no quieran o no puedan alcanzar el rendimiento fijado por él. Recuérdese a este respecto que, en sus estudios de tiempos, Taylor define como standard "normal" alcanzar la máxima cantidad de trabajo que un obrero muy bueno puede desarrollar» (Fundamentos de organización y dirección general. Opus cit., pág. 61. Citando a F. W. Taylor: «Shop management», en Scientific Management. Harper&Bros, New York, 1947. Pág. 22). (A este respecto, véase Taylor, F. W. Opus cit., pp. 42-63.)
A su vez, P. F. Drucker hace una enfervorizada defensa de su sistema y de su método: «La motivación de Taylor no fue la eficacia ni la creación de beneficios para los propietarios; hasta el momento de su muerte sostuvo que el principal beneficiario del fruto de la productividad tenía que ser el obrero y no el patrón. Su principal motivación era la creación de una sociedad en la que obreros y patronos, capitalistas y proletarios, tuvieran un interés común en la productividad y construyeran una relación armónica sobre la aplicación del saber al trabajo. Los que se han acercado más a comprender esto hasta el momento son los empresarios y los sindicatos japoneses de después de la Segunda Guerra Mundial» (P. F. Drucker. La sociedad postcapitalista. Opus cit., pág. 43).
58. «Una entera expresión por los grupos afectados es tan importante como una lógica y consciente planificación diseñada por los pocos que poseen conocimientos altamente técnicos. [De tal modo que] una sociedad debe asegurar la efectiva participación y cooperación de todos simultáneamente a los imperativos del avance tecnológico.
Efectiva cooperación, entonces, es el problema que afrontamos de cara a mediados del siglo XX» (Elton Mayo. The social problems of an industrial civilization. Routledge & Kegan Paul, London. Pág. LI).
59. La teoría de las Relaciones Humanas —considerada un antecedente de la moderna teoría de la dirección de empresas, cuyo más preclaro representante sería Peter F. Drucker— estaría imbuida (según Mauro F. Guillén: La profesión de economista, opus cit., pág. 117) de un cierto espíritu «integrador» lejano a reconocer o a ver los conflictos de intereses que se dan en las empresas (lo que puede desembocar en «adoctrinamiento» para afrontar el «objetivo cumún» de la empresa). Contemplado desde este punto de vista, tendría un carácter conservador.
El profesor J. H. Smith, en el prólogo del libro The social problems of an industrial civilization (Elton Mayo, opus cit., pp. XXI-XXII) destaca que Elton Mayo, a la sazón responsable del Department of Industrial Research del Harvard Research Group, era colega de L. J. Henderson (responsable a su vez del Fatigue Laboratory), destacado paretiano con cierto tinte filofascista y antimarxista. Sin embargo, el citado prologuista relativiza la influencia que Henderson haya podido proyectar sobre Mayo.
60. Es más, una necesidad resuelta, según A. Maslow, deja de serlo: «Las necesidades fisiológicas junto con sus fines parciales, si se gratifican permanentemente, dejan de existir como determinantes activos u organizados de la conducta. Existen sólo de forma potencial en el sentido de que pueden aparecer otra vez si son frustradas, dominando así el organismo. Pero una necesidad que está satisfecha deja de ser una necesidad. El organismo está dominado por las necesidades insatisfechas al igual que la organización de su comportamiento. Si el hambre es satisfecha, pierde su importancia en la dinámica actual del individuo» (Abraham Maslow. Motivación y personalidad [Motivation and Personality, 1954]. Ediciones Díaz de Santos, Madrid, 1991. Pág. 25).
61. Paul Lafargue, en El derecho a la pereza [Le droit à la paresse, 1883] (Fundamentos, Madrid, 1991) hace referencia de forma bien gráfica a la concepción «calvinista» del trabajo: «En 1849, M. Thiers, en el seno de la comisión para la enseñanza elemental, decía: "Quiero hacer omnipotente la influencia del clero porque cuento con él para la difusión de esa sacra filosofía que enseña al hombre que está aquí para sufrir, y no de aquella otra que, por el contrario, dice a los hombres: ¡gozad!". M. Thiers formuló con esto la moral de la clase burguesa, de la que él encarnaba el feroz egoísmo y la estrecha inteligencia» (prefacio del autor, pág. 115).
Un poco más adelante, abriendo el capítulo 1, descalifica la pretensión obrera de interiorizar (o hacer suyo) dicho culto al trabajo: «Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista; una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor del trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su primogenitura» (Ibid., pág. 117). En definitiva, en este pequeño opúsculo, Paul Lafargue —a partir de un explícito rechazo del concepto «cultura del trabajo»— se adelanta a su época al insistir en el carácter «oneroso» del tiempo de trabajo y al abogar por su reparto, atendiendo a la productividad de las nuevas tecnologías, de tal modo que se reduzca significativamente la jornada laboral media.
62. Robert Dubin: «Industrial Workers Worlds», en Study of the "Central Life Interests" of Industrial Workers. En Social Problems, 1956. (Citado por Raymond N. Blair y C. Wilson Whilston: Elementos de ingeniería de sistemas industriales [Elements of Industrial Systems Engineering, 1971]. Editorial Prentice/Hall International, Madrid, 1973. Pág. 165).
63. Por lo tanto, coincidimos con Jacques Attali y Marc Guillaume cuando dicen: «Las condiciones de trabajo basadas en la creencia de que el resultado del trabajo es primordial y que el trabajo en sí no puede tener más que un valor negativo (muchos economistas formalizan esa creencia al considerar el trabajo como un consumo negativo), eliminan la posibilidad de que una persona se pueda realizar en la fábrica o en la oficina. La búsqueda de compensaciones en forma de consumos, de "distracciones" especialmente, es consecuencia directa de esta situación. El lado negativo de la división del trabajo y, en general, de la organización de la vida profesional (la especialización en particular) consiste en olvidar que la manera en que se trabaja es tan importante como el resultado que se obtiene» (J. Attali-M. Guillaume. El antieconómico [L'Anti-économique, 1974]. Labor, Barcelona, 1976. Pág. 190).
64. Como oportunamente señala José M. Naredo, la idea física subyacente a la noción neoclásica de producción no es válida desde el momento en que «por muy altas que sean las cotas alcanzadas por el ingenio humano, nunca se podrá [superar] el segundo principio de la termodinámica [la entropía] y, con ello, evitar el problema de la escasez objetiva, cuya importancia económica está llamada a acrecentarse, por lo que debe ocupar un lugar central a la hora de discutir la gestión económica de los recursos» (José M. Naredo. La economía en evolución. Opus cit., pág. 288).
65. Expresémoslo con estas bellas palabras de los «Amigos de la Tierra»: «Todo lo que ahora vive ha crecido de tal modo que vive según los términos de la Tierra; de lo contrario, no podría seguir viviendo. El hombre también debe hacer lo mismo si no quiere tener el mismo fin que cualquier otro "error" de la evolución; porque no hay ninguna razón para que todo salga bien al final. A la Tierra no le importa. Estaba aquí mucho antes que nosotros, y seguirá estando aquí mucho tiempo después de que nosotros nos hayamos ido, y quizás estará mucho más cómoda sin nosotros. Hemos olvidado cómo ser buenos invitados, cómo pasearnos suavemente sobre la Tierra, tal como hacen las demás criaturas» (Amigos de la Tierra. Sólo una Tierra. Opus cit., pág. 26).
66. Ello coincidiría con la interpretación de John Locke sobre la apropiación de la Naturaleza por el individuo en base al «valor añadido» por su esfuerzo o su inteligencia: «Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenezcan a todos los hombres en común, con todo, cada hombre es propietario de su propia persona, sobre la cual nadie, excepto él mismo, tiene ningún derecho. Podemos añadir a lo anterior que el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos son también suyos. Luego, siempre que coja algo y lo cambie del estado en que lo dejó la naturaleza, ha mezclado su trabajo con él y le ha añadido algo que le pertenece, con lo cual, lo convierte en propiedad suya» (John Locke. Dos ensayos sobre el gobierno civil —segundo ensayo— [Two Treatises of Government, 1690]. Espasa Calpe, Madrid, 1991. Pág. 223).
67. John Stuart Mill da una importancia tal a este hecho que hace descansar sobre él la «legitimidad» de la institución de la propiedad: «Para juzgar el destino final de la institución de la propiedad hemos de suponer rectificado todo aquello que la hace actuar en una forma opuesta al principio equitativo de la proporcionalidad entre la remuneración y el esfuerzo, en la cual se supone que está fundada toda vinculación aceptable de la misma» (J. S. Mill. Principios de economía política. Opus cit., pág. 199).
68. Este convencimiento había sido advertido por los primeros «utilitaristas», tal como C. Menger (Principios de economía política [Grundsätze der Volkowirtschaftslehre, 1871]. Folio, Barcelona, 1996. Pág. 132): «La cantidad de trabajo o de otros bienes de orden superior utilizados para la producción del bien cuyo valor analizamos no tiene ninguna conexión directa y necesaria con la magnitud de este valor».
No obstante, la doctrina económica clásica añade, al argumento de la propiedad como retribución al trabajo personal, una justificación derivada de la anterior: el sistema de propiedad privada garantiza un uso eficiente de los bienes durables de capital, al ir asociada a ella un interés personal y un incentivo material ligado a la seguridad y libertad en su explotación. J. Hicks lo expresa de la siguiente manera: «En un sistema socialista, el deber de cuidar el equipo de capital de la comunidad lo ejercerán los funcionarios públicos. En un régimen de propiedad privada, se supone que esta función han de realizarla las personas o empresas privadas que poseen el capital. Aquí se encuentra, para algunos tipos de sociedad, un argumento muy convincente en favor de la propiedad privada; por ejemplo, la gran fuerza de la propiedad campesina, como forma de tenencia de la tierra, ha de encontrarse en el esmero con que el campesino cuida la tierra cuando le pertenece. Si el capital se usa mejor por estar en propiedad privada, y si las ganancias que reciben los dueños no son, en general, sino la compensación razonable por el cuidado que dan a sus tierras, entonces interesará más a la comunidad toda (incluyo aquellos que no poseen tierras) hacer administrar el capital por sus dueños, en vez de por funcionarios públicos (a quienes también habría que pagar)» (J. R. Hicks y A. G. Hart. Estructura de la economía [The Social Framework of the American Economy: An Introduction to Economics]. Fondo de Cultura Económica, México, 1965. Pág. 99).
69. Este precepto está en desacuerdo con la doctrina neoclásica, que aboga por la intangibilidad del derecho de uso de las «cosas» apropiadas por el hombre: «El hecho de que la voluntad humana sea cognitiva y libre divide a todos los seres del universo en dos grandes clases: las personas y las cosas. Todo ser que no se conoce y no es dueño de sí mismo, es una cosa. Todo ser que se conoce y es dueño de sí mismo es una persona. El hombre se conoce y es dueño de sí mismo; es una persona. Sólo el hombre es una persona; los minerales, las plantas, los animales, son cosas.
(...) La persona (...) por el hecho de conocerse y ser dueña de sí misma, se encuentra obligada a la búsqueda de su fin y es responsable de la realización de su destino, será meritoria si lo lleva a cabo, y censurable en el caso opuesto. Tiene, por tanto, una capacidad ilimitada de subordinar el fin de las cosas al suyo propio. Esta capacidad, esta libertad, reviste un carácter particular: es un poder moral, un derecho. Este es el fundamento del derecho de las personas sobre las cosas» (León Walras. Elementos de Economía Política pura. Opus cit., pág. 152).
70. José Manuel Naredo, tras hacer referencia a la visión clásica de la «apropiabilidad» de los bienes naturales en función de su abundancia (la Economía, de acuerdo con el enfoque de Lionel Robbins, supondría «el estudio del comportamiento humano como la aplicación de medios escasos para alcanzar ciertos fines», y se ocuparía de la esfera de lo útil y de lo escaso), considera que el concepto burgués de propiedad «constituye la varita mágica que convierte en escasos los bienes que antes no lo eran» (José M. Naredo. La economía en evolución. Opus cit., pág. 206). Es decir, la propiedad burguesa, al acotar fuentes de recursos naturales, los hace escasos y les otorga un valor de cambio que supera su valor de uso intrínseco.
Ilustremos lo dicho con la siguiente cita de C. Menger: «Así pues, la economía humana y la propiedad tienen un mismo y común origen económico, ya que ambos se fundamentan, en definición, en el hecho de que la cantidad disponible de algunos bienes es inferior a la necesidad humana, no es una invención caprichosa, sino más bien la única solución práctica posible del problema con que nos enfrenta la naturaleza misma de las cosas, es decir, la antes mencionada defectuosa relación entre necesidad y masa de bienes disponibles en el ámbito de los bienes económicos» (C. Menger. Principios de economía política. Opus cit., pág. 86).
C. Menger atribuye la condición de bienes económicos a los bienes escasos, y de bienes no económicos a los bienes libres (de apropiación libre). Su propia definición del concepto riqueza («la totalidad de aquellos bienes de que dispone un sujeto económico, cuya cantidad es menor que la necesidad de los mismos»), que se ajusta escrupulosamente a su concepción de «bien económico», origina la curiosa paradoja de que un aumento de los bienes libres entre los bienes totales produce una disminución de la riqueza: «Supongamos, por ejemplo, que la cantidad de agua mineral disponible en una población es menor que su necesidad. En consecuencia, las cantidades parciales de este bien de que disponen las concretas personas económicas, así como los manantiales, son bienes económicos, partes constitutivas de la riqueza. Pero sigamos suponiendo que, repentinamente, de algunos arroyos comienzan a manar aguas salutíferas en tal cantidad que pierden su anterior carácter económico. Entonces, es bien seguro que las cantidades de agua mineral a disposición de los sujetos económicos antes de la producción de dicho suceso, y los manantiales mismos, dejarían de ser partes constituyentes de la riqueza y se produciría el caso de que la continuada multiplicación de dichas partes tendría como consecuencia ineludible una disminución de la riqueza total» (Ibid., pág. 98).
De esta incongruencia se deduce la acendrada incomprensión por parte de la doctrina económica corriente hacia los llamados «bienes libres» (no económicos). Cabe deducir de aquí que los bienes libres no tienen valor económico, y por tanto son negligibles por parte de los particulares.
71. «Si la gente vota "mermelada para hoy" en vez de "mermelada para mañana" ¿no debería esto quedar reflejado en la función criterio de la sociedad? Naturalmente, pero la dificultad estriba en que muchos de los afectados por la decisión no pueden participar en la "votación", porque no han nacido todavía. Por ello, se sostiene que los gobiernos deberían ser los protectores de los intereses de las generaciones futuras, del mismo modo que lo son de las que viven actualmente. La consecuencia es que el bienestar social no solamente debería depender de las preferencias de los individuos que viven en la actualidad, sino también de las preferencias de los futuros individuos que vivirán en la sociedad» (Hywell Jones. Introducción a las teorías modernas del crecimiento económico [Modern Theories of Economic Growth, 1975]. Antoni Bosch, Barcelona, 1979. Pág. 270).
72. «El capital proporcionado por la Naturaleza es mucho más importante que el aportado por el hombre. Y nosotros no reconocemos este hecho. Esa mayor proporción que nos da la Naturaleza está siendo usada a un ritmo alarmante; por esto es un error absurdo y suicida actuar sobre la creencia de que el problema de la producción se ha resuelto.
Observemos más de cerca este "capital natural". Antes que nada y para comenzar por lo más obvio tenemos los combustibles fósiles. Estoy seguro que nadie negará que estamos tratando esos combustibles como si fueran artículos de renta a pesar de ser, innegablemente, bienes de capital. Si los tratásemos como bienes de capital nos preocuparíamos de su conservación, haríamos cualquier cosa que estuviese al alcance de nuestra mano para minimizar su actual tasa de consumo» (E. F. Schumacher. Lo pequeño es hermoso [Small is Beautiful, 1973]. Orbis, Barcelona, 1988. Pág. 15).
73. Joan Robinson, en La acumulación del capital [The Accumulation of Capital, 1956] (Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1976. Pág. 26), utiliza la expresión cuasi-renta para denominar el exceso de los ingresos sobre los costes corrientes de un negocio, y el término beneficio (o ganancia) únicamente lo utiliza para referirse al exceso de la cuasi-renta sobre la renta y la amortización requeridas para mantener el capital del negocio.
74. I. M. Kirzner, en Creatividad, capitalismo y justicia distributiva [Discovery, Capitalism and Distributive Justice, 1989] (Folio, Barcelona, 1996. Pp. 95-157), hace referencia a cinco justificaciones del beneficio: 1) beneficio como aliciente para efectuar mejoras (incentivo); 2) beneficio como recompensa ante la asunción del riesgo; 3) beneficio como precio de la incertidumbre; 4) beneficio como precio de la innovación. La quinta sería su propia interpretación, basada en el principio «quien lo descubre se lo queda»: «El principio de "quien lo descubre se lo queda" afirma que un objeto sin propietario se convierte en legítima propiedad privada de la primera persona que, habiendo descubierto su disponibilidad y valor potencial, toma posesión de él» (Ibid., pág. 154).
75. Esta confusión se remonta a los orígenes de la economía clásica, como podremos comprobar leyendo el siguiente párrafo de Adam Smith: «Un caballero que cultiva una parte de su propiedad, después de pagar los gastos de cultivo, deberá ganar tanto la renta del terrateniente como el beneficio del agricultor. Sin embargo, tenderá a llamar beneficio a todo lo que gana, confundiendo así la renta con el beneficio, al menos en el hablar cotidiano» (Adam Smith. La riqueza de las naciones. Opus cit., pág. 93).
Del mismo modo: «Los agricultores en contadas ocasiones contratan a un supervisor para que dirija las operaciones de la granja. En general trabajan mucho ellos mismos con sus propias manos como labradores, rastrilladores, etc. Lo que resta de la cosecha después de pagar la renta, en consecuencia, debería no sólo reemplazarles el capital invertido en el cultivo, junto con los beneficios corrientes, sino también pagarles su salario, como trabajadores y como supervisores. Todo lo que resta después de pagar la renta y mantener el capital se llama beneficio, pero es evidente que los salarios forman parte de él. El agricultor, al ahorrarse el pago de estos salarios, debe evidentemente ganarlos él. Así, en este caso los salarios resultan confundidos con los beneficios» (Ibid., pág. 94).
Más modernamente, Joan Robinson afirmaba: «La distinción entre interés, dividendos y ganancias personales es importante en ciertos contextos, pero, si nos apegamos a nuestro concepto del empresario que se identifica con su negocio por sí mismo, en vez de como un medio de adquirir riquezas y gozar del consumo, las diferencias resultan menores en su contenido real de lo que son en su forma legal. Los dividendos y las ganancias personales son un pago hecho por la empresa, similar al interés» (Joan Robinson. La acumulación del capital. Opus cit., pág. 261).
76. Manuel Alcaide Castro. Las nuevas formas de organización del trabajo. Akal universitaria, Madrid, 1983. Pág. 230.
77. Francesco Galgano. Opus cit. Pág. 215.
78. F. W. Enery y E. Thorsrud: Form and Content in Industrial Democracy, 1969. Citado por José Castillo: «La democracia industrial: paradigma del poder en las organizaciones formales», en Garmedia et al.: Sociología Industrial y de la Empresa, Aguilar, Madrid, 1988. Pág. 341.
79. No todas las interpretaciones de este fenómeno son pesimistas, Así A. Serra Ramoneda (L'empresa: anàlisi econòmica. Opus cit., pág. 113) resalta la opinión de la Comisión Biedenkopf (encargada por el Parlamento de la ex República Federal de Alemania de estudiar el impacto de la Mitbestimmung, la cogestión sobre el funcionamiento de las empresas): «Si bien la participación de los trabajadores en los consejos de vigilancia condujo de hecho a un énfasis mayor sobre los aspectos sociales (...) nunca fue puesta en cuestión la validez del principio de rentabilidad (...) ni el de la programación». Un poco más adelante afirma enfáticamente que «la cogestión o codeterminación será un hecho característico de la nueva Europa».
Otro ejemplo lo tenemos en S. A. Marglin, quien si bien rechaza la cogestión, considera a la participación el principal sistema de compatibilizar las ansias divergentes de trabajadores y empresarios, manteniendo la paz social y garantizando la eficiencia económica: «Mi entusiasmo por la democracia del lugar de trabajo lo matiza mi creencia (...) de que las estructuras capitalistas de las relaciones de producción deben más al control que a la eficiencia. Estas estructuras institucionales no existen para maximizar el tamaño del pastel económico sino el tamaño de la tajada del patrón. No hay ninguna razón necesaria para creer que una mayor participación de los trabajadores se logrará a expensas de la productividad y la eficiencia. Por el contrario: gran parte de la energía que ahora se dedica rutinariamente a la lucha y el conflicto podría dedicarse a la producción» («Crecimiento, distribución e inflación, un síntesis centenaria» [Cambridge Journal of Economics, 8, 1984, pp. 115-144], en J. A. Ocampo: Economía poskeynesiana. Fondo de Cultura Económica, México, 1988. Pág. 428).
80. F. Parra Luna. «Balance Social de la Empresa», en Garmedia et al. Opus cit. Pág. 308.
81. F. Parra Luna. Ibid. Pág. 306.
82. M. Alcaide. Opus cit. Pág. 217.
83. «La expectativa de un aumento de la tasa de progreso técnico acorta la vida productiva anticipada de la planta, y requiere una cota de amortización mayor (para tomar en cuenta la obsolescencia) y una ratio más alta de mano de obra ocupada en mantener una reserva de bienes de capital en relación con la mano de obra empleada para manejarlo» (J. Robinson. La acumulación del capital. Opus cit., pág. 180).
Según J. Robinson, existe otro condicionante en la introducción del progreso técnico dentro de las empresas: el carácter de los mercados. Si estos son flexibles (inciertos o de competencia perfecta) es conveniente aplicar técnicas que requieren equipos de vida corta y baja obsolescencia, pues reducen la incertidumbre y los apalancamientos operativos* en forma de capacidad productiva no utilizada. Si los mercados, en cambio, son rígidos (estables o monopólicos), es conveniente una técnica más mecanizada y duradera, así como una capacidad productiva más integrada.
84. Herman Van der Wee se ocupa de esta suposición en su obra Prosperidad y Crisis [Der Gebremste Wohlstand. Wiederaufbau, Wachstum und Structurwandel der Weltwirtschaft seit 1945, 1984] (Crítica, Barcelona, 1986. Pág. 159): «Si la cuota de aumento de los factores de producción considerados es tan elevada como la tasa de crecimiento del producto social en su conjunto, entonces puede suponerse que el crecimiento económico en su totalidad puede atribuirse a la mayor utilización de los factores productivos en cuestión. Sin embargo, investigaciones de numerosos economistas conocidos han puesto de relieve que en la mayor parte de los casos la mayor contribución de todos los factores físicos de producción empleados no explica completamente las tasas de crecimiento alcanzadas por el producto social en su conjunto».
E. F. Denison (Why Growth Rates differ. Brookings, Washington D.C., 1957. Citado por Herman Van der Wee: Ibid., pp. 160-173) ha elaborado una personal explicación del crecimiento no atribuible a la suma agregada de los factores. A este respecto señala cuatro factores que explicarían este desfase entre crecimiento medido y uso de los factores:
1) Conocimiento técnico y organización empresarial.
2) Recuperación de atrasos en sectores productivos antes rezagados.
3) Una mejor distribución de los factores productivos.
4) La implantación de economías de escala.
Posteriormente el mismo autor concedería un mayor dinamismo a su esquema reconociendo el carácter desequilibrado del crecimiento.
85. En los países de la OCDE, durante los años ochenta (hasta 1989), las ganancias sectoriales en la productividad del trabajo van asociadas a sectores intensivos en capital y tecnología, esto es, en maquinaria y equipo (incluyendo ordenadores) y en la industria de materias primas (nuevos materiales). Sectores de crecimiento débil, como la alimentación, el textil o la construcción, han registrado incluso una reducción de la productividad y pérdidas sustanciales de eficiencia. De la misma manera, el sector manufacturero ha crecido sustancialmente más en productividad que el sector servicios, no sometido a la competencia exterior. Ello puede indicar dos cosas: problemas estadísticos para medir la productividad (parte del llamado residuo de Solow) o la optimización de la productividad en los sectores más capital-intensivos. Ambas cosas son posibles. Pero los crecimientos de productividad pueden estar originados, en mayor medida, por un reajuste en el empleo (es decir, por despidos masivos, por una mayor desregulación y liberalización de la actividad económica), lo cual no desmentiría el razonamiento que estamos efectuando.
86. Veamos lo que a este respecto afirma el «maestro» del management, Peter F. Drucker: «(...) La innovación basada en el conocimiento necesita la dirección empresaria más que ninguna otra cosa. Los riesgos son grandes, así que compensa tener un buen manejo financiero, saber ver el campo de acción, enfocar el mercado y dirigirlo. Sin embargo, esa clase de innovación, especialmente si se trata de una de alta tecnología, tiende a crear poca gerencia innovadora. En gran medida, esa es la causa de la alta tasa de fracaso en la industria basada en conocimientos nuevos. Los innovadores tienen tendencia a despreciar todo lo que no sea "conocimiento avanzado" y a todo el que no sea un especialista en su propio campo de conocimientos. Tienden a tener la vanidad de su propia tecnología; a menudo creen que representa "calidad" aquello que es sofisticado técnicamente aunque no sea de demasiado valor para el usuario. Todavía son, en su mayoría, los inventores del siglo XIX más que los empresarios innovadores del siglo XX. Hoy en día existen numerosas empresas que muestran que el riesgo de los innovadores basados en el conocimiento, inclusive de alta tecnología, puede disminuirse mucho si la gerencia empresaria innovadora se aplica conscientemente» (P. F. Drucker. La innovación y el empresario innovador [Innovation and Enterpreneurship Practise and Principles, 1985]. EDHASA, Barcelona, 1986. Pág. 144).
Es de destacar que P. F. Drucker distingue claramente entre invención e innovación. Para él la primera se ajusta al cambio técnico y la segunda a lo que él denomina gerencia empresaria innovadora, que es todo aquel conjunto de pautas y métodos que impulsa a la empresa hacia el éxito (por ejemplo, consiguiendo una mayor cuota de mercado, o bien conservándola frente a la competencia). Hasta tal punto subraya este hecho que considera que es la buena gestión de la empresa la que crea empleo (preponderantemente en la pequeña y mediana empresa), mientras que es el mal uso de la tecnología el que genera mayores cotas de ineficiencia (que explicaría en parte la famosa paradoja de Solow, de la que ya hemos hecho referencia).
87. L. Arroyo y M. Castillo Fraile: «La tecnología y la empresa», en E. Albi (coordinador): Europa y la competitividad de la economía española. Ariel-Price Waterhouse, Barcelona, 1992. Pág. 308.
88. La filosofía Just-in-Time (a la que nos referiremos a continuación) organiza la producción de forma que se faciliten unos flujos simples y unidireccionales de material dentro y fuera del centro de producción. Para ello se sirve de células de fabricación flexible unidas por una línea de flujo (que pueden consistir en una cinta transportadora, o en carros etiquetados con las tarjetas kanban), que puede adquirir la configuración de distribución de planta en forma de U, cuya principal característica es que los puestos de entrada y salida de la línea se encuentran en paralelo y son manejados normalmente por un mismo operario (J. A. Domínguez Machuca et al. Dirección de operaciones. McGraw-Hill, Madrid, 1995. Pág. 231).
Su origen parte de la filosofía implantada por el vicepresidente de la compañía Toyota, Seiichi Ohno, a partir de mediados de la década de los sesenta (después de la crisis del petróleo de 1973 se extendió al conjunto de la industria japonesa). El inspirador de esta filosofía plantea la estrategia de la producción de modo inverso al modelo taylorista: «El JIT, en efecto, es el taylorismo a la inversa. Postula la descentralización de las decisiones, el desmantelamiento de las grandes estructuras de producción heredadas de los años de crecimiento, la desespecialización de la ejecución, la polivalencia de las tareas, el retorno a formas de organización cercanas a la artesanía» (Jean Bounine y Kiyoshi Suzaki. Producir Just In Time [Produire Just à Temps]. Masson, Barcelona, 1989. Pág. 109).
89. Esta teoría fue formulada por Georges Archier y Hervé Seryex en su artículo «L'enterprise du troisième type» (1984). J. A. Domínguez Machuca et al. (Opus cit., pág. 202) define el concepto Just-In-Time de la siguiente manera: un nuevo enfoque en la Dirección de Operaciones de la empresa, que pretende que los clientes sean servidos justo en el momento preciso, exactamente en la cantidad requerida, con productos de máxima calidad y mediante un proceso de producción que utilice el mínimo inventario (stocks) posible y que se encuentre libre de cualquier tipo de despilfarro o coste innecesario. Con ello se contribuiría a aumentar la productividad global de la empresa y a mejorar el rendimiento sobre la inversión efectuada.
90. Como ilustración de lo dicho efectuamos una selección de párrafos del artículo «En la cadena de montaje», del periodista «comprometido» alemán Günter Wallraff (El periodista indeseable. Anagrama, Barcelona, 1987. Pp. 32-44): «La cinta transportadora se pone en marcha a las 3.10 h. en punto. Al cabo de tres horas, yo mismo me he convertido en cadena. Percibo el movimiento, el deslizamiento de la cadena en mi cuerpo, me arrastra. Cuando la cadena se detiene un instante, es una liberación. Pero cuando vuelve a ponerse en marcha, todavía parece más inexorable que antes. Como para recuperar el tiempo perdido.
(...) J., de la cadena vecina, 49 años, recuerda los tiempos pasados: "Entonces aún se podía respirar. Había al menos tres acabadores por cadena, ahora hay cuatro para dos. Y el tipo 'especialista en racionalización', que aterriza regularmente con su cronómetro y nos vigila a escondidas. Pero yo le conozco. Y sé lo que ocurrirá: pronto suprimirán un puesto, o bien ya no habrá trabajo...
(...) Me han hablado de un obrero que había descubierto como resistir a la cadena (...) Con el único fin de fumarse un cigarrillo, comenzó a sabotear el trabajo en cadena (...) Todo se detenía durante unos minutos: unos millares de marcos de pérdidas para la empresa y tres o cinco minutos de reposo para él, puesto que la empresa no quería dárselo. Repitió la operación tres o cuatro veces en dos semanas, luego le descubrieron y le echaron».
Ha valido la pena leer esta larga cita para comprender el alcance del sacrificio que supone para una persona de sangre y hueso (no sobre el papel) trabajar en una cadena de montaje.
91. Giuseppe Bonazzi: «Modelo japonés, toyotismo, producción ligera: algunas cuestiones abiertas», en G. Bonazzi et al.: ¿Modelo japonés? [Modello giapponese, toyotismo, produzione snella: alcune questione aperte, 1993]. Sociología del Trabajo número 18, primavera 1993. Pág. 14.
92. Sumio Edamura (El Japón más cerca. PHP Institute, Tokio, 1987), embajador del Japón en España en la fecha de publicación del libro citado más arriba, retrotrae al feudalismo japonés la esencia del ethos japonés, e incluso la precocidad creativa (e imitadora) del genio japonés. A este respecto cuenta la siguiente historia:
«Unos náufragos portugueses fueron los primeros occidentales que llegaron al Japón; concretamente arribaron a la pequeña isla de Tanegashima, al sudoeste del archipiélago japonés, en el año 1543. Entre los objetos que formaban parte de su equipo figuraban dos pequeños arcabuces que luego vendieron al daimyo o barón que gobernaba la isla. La impresión que causó aquel extraño artefacto bélico fue ciertamente grande (...)
Pero lo interesante para nuestro tema es lo que ocurrió después. Se cuenta que cuando algunos meses o quizá años después volvieron los portugueses con el afán de vender más arcabuces, se encontraron con que los artesanos habían estudiado detenidamente las armas vendidas en su primera visita y ya habían desarrollado una capacidad suficiente para fabricar arcabuces de la misma calidad. En todo caso, la historia deja claro que en los diez años siguientes a la primera introducción de aquellas armas de fuego, los arcabuces de fabricación japonesa habían logrado rápida difusión por todo el país, convirtiéndose en un arma de suma importancia en las luchas entre los señores feudales y obligando a éstos a efectuar profundos cambios en sus tácticas y estrategias militares» (Ibid., pág. 13).
El citado autor otorga un valor positivo a la estimación del trabajador por su empresa: «A través de este sentimiento, cada trabajador, como activo participante de una empresa, expresa una satisfacción moral superior al mero deseo de conseguir una remuneración salarial como recompensa de su sacrificio. Al mismo tiempo, el trabajador identifica su propio destino con el futuro destino de su empresa, como núcleo social del que forma parte, y acepta el trabajo no precisamente como una imposición sino más bien como algo positivo a través de lo cual podrá realizar plenamente sus valores humanos» (Ibid., pág. 37).
93. Karl Van Wolferen, escritor holandés con más de 25 años de residencia en Japón, estima que la supuesta «fidelidad» de los obreros japoneses a su empresa no se funda únicamente en razones de tipo cultural o étnico, sino que más bien parte de la consolidación de facto del encuadramiento laboral que se produjo en la Segunda Guerra Mundial en llamados sindicatos de empresa, que posteriormente perduraron y tuvieron como resultado una presión «coactiva» favorable a la fidelidad del obrero hacia su empresa y sus superiores (y un reconocimiento hacia la empresa de tipo ritual y testimonial). Pero esta «estabilidad» coactiva no es extensible a todo el tejido industrial y laboral japonés. Según el mismo autor los trabajadores temporales no sindicados constituyen una importante reserva de mano de obra barata, fácilmente prescindible (flexible) en circunstancias de penuria económica (en una fábrica como Toyota existe una capacidad de carga no utilizada en torno al 10-50%, que es ocupada eventualmente —puntas coyunturales— por trabajadores temporales o por horas extraordinarias). Estos empleados no participan de las ventajas de la sindicación de empresa ni del «trabajo de por vida». Según ciertas estimaciones, citadas por el autor, únicamente una quinta parte de la población activa se beneficia del empleo de por vida y de las ventajas colaterales que lo caracterizan.
Por otra parte, se produce otro tipo de sumisión a la empresa bajo la forma de una tácita subordinación de los pequeños y medianos empresarios proveedores de la gran compañía a esta última. La gran corporación impone unas condiciones draconianas a sus proveedores. La pequeña y mediana empresa pasa a ser otra válvula de descompresión de los efectos de la crisis (sus tasas de rotación —natalidad y mortalidad— son muy altas en relación al ciclo económico): «La impresionante jerarquía de los grandes conglomerados reposa sobre una miriada de pequeñas y medianas empresas que absorben choques cuando los tiempos son duros» (K. Van Wolferen. L'énigme de la puissance japonaise. Robert Laffont, Paris, 1990. Pág. 192).
94. José Ignacio López de Arriortúa forma parte de ese selecto grupo de managers que ha roto la barrera del anonimato para irrumpir con fuerza en el mundo de los mass-media. Su paso por General Motors y por Volkswagen, en este último lugar como jefe de compras, no ha estado exento de polémica, como es bien sabido. Su criterio podemos resumirlo en las siguientes claves:
1) Amplia comunicación y cooperación entre trabajadores y empresa.
2) Simplificación y racionalización de los métodos de trabajo (a costa de una intensificación de los ritmos).
3) Priorización de la reducción de costes mediante una draconiana gestión de compras (que, por supuesto, exprime a los proveedores).
4) Aplicación de la producción ligera (Just-In-Time).
5) Objetivo de mejora continua (para dar una mayor satisfacción al cliente al menor precio posible).
6) Gestionar la integración horizontal de las empresas (a través de un tejido reticular empresarial que aproxime espacialmente la planta de producción y ensamblaje a sus proveedores), y reducir el número de proveedores.
Toda esta retahíla de medidas coadyuvarían a que la empresa occidental superase a la oriental en ventajas comparativas, pues según J. I. López de Arriortúa Occidente superaría a Oriente en lo esencial: creatividad e imaginación. Asimismo, ello integraría al mundo occidental en lo que él denomina Tercera Revolución Industrial, que prima el servicio al cliente (su satisfacción) sobre cualquier otro factor (E. Sánchez y A. Patiño. Arriortúa. «Superlópez» y la guerra oculta entre General Motors y Volkswagen. Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1993).
95. Expresémoslo con palabras de Lewis Mumford, destacado historiador y filósofo de la ciencia: «La significación real de la máquina, en su sentido social, no consiste ni en la multiplicación de bienes ni en la multiplicación de necesidades, auténticas o ilusorias. Su significado reside en las ganancias de energía a través de la conversión incrementada, la producción eficiente, el consumo equilibrado y la creación socializada. La prueba del éxito económico no reside, pues, en el proceso industrial solamente, y no puede medirse por la cantidad de caballos-vapor convertidos o por la cantidad dominada por un usuario individual, pues los factores importantes en este caso no son las cantidades sino las proporciones: proporciones de esfuerzo mecánico con resultados sociales y culturales. Una sociedad en la que la producción y el consumo anulara por completo las ganancias de la conversión —en la que el pueblo trabajara para vivir y viviera para trabajar— resultaría socialmente ineficaz, incluso si toda la población estuviera constantemente empleada, y adecuadamente alimentada, vestida y alojada» (Lewis Mumford. Técnica y civilización [Technics and Civilization, 1963]. Alianza, Madrid, 1971. Pág. 403).
96. «Como productor, el hombre de la sociedad opulenta poco puede hacer, como no sea adaptarse a la tecnología prevaleciente. No existe ninguna posibilidad de que la industria le permita, si él así lo elige, dejar de ganar algo en forma de ingresos a cambio de un trabajo más agradable y en el cual pueda poner de manifiesto su capacidad creadora. Y, como ciudadano, tampoco se le presenta la oportunidad de poder elegir un medio ambiente más tranquilo y humano, libre de ruido y de tráfico motorizado» (E. J. Misham. Los costes del desarrollo económico [Growth: the Price we pay, 1969]. Oikos-Tau, Barcelona, 1970. Pág. 138).
97. Se trataría, como propugna Lewis Mumford (Técnica y civilización. Opus cit., pág. 387) de «asimilar la máquina y coordinarla con las capacidades y las necesidades humanas».
98. E. F. Schumacher. Lo pequeño es hermoso [Small is Beautiful, 1973]. Orbis, Barcelona, 1988.
99. M. Mesarovic y E. Pestel, en su obra La Humanidad en la encrucijada [Mankind at the Turning Point, 1974] (Fondo de Cultura Económica, México, 1974. Pp. 96-97), segundo informe del Club de Roma tras Los límites del crecimiento, hacen una descripción escueta y precisa del concepto «tecnologías intermedias», tal como lo planteó E. F. Schumacher: «Lo que realmente se necesita es lo que se llama tecnología "intermedia", la cual requiere por cada nueva fuente de empleo una cantidad de capital aproximadamente igual al ingreso anual por empleado. Además, tal tecnología no debe estar condicionada a la disponibilidad de materiales de alta calidad ni debe requerir gran exactitud, organizaciones complejas o adiestramientos largos y refinados para los empleados potenciales. Tal desarrollo no puede realizarse por medio de una transferencia de tecnología proveniente de las regiones desarrolladas, sino a través de la creación de una nueva tecnología adecuada al proceso de desarrollo que involucre y utilice las condiciones prevalientes de los países actualmente en vía de desarrollo».
100. No obstante, somos conscientes de que tras esta bienintencionada pretensión se pueden esconder interpretaciones idealistas y/o refractarias, de tinte espiritualista. Un ejemplo de la citada actitud sería éste: «Durante el movimiento anticolonial dirigido por Gandhi, el símbolo de la lucha era la rueca de hilar a mano, un sencillo instrumento de la tecnología adecuada que concedía a todo indio cierta medida de control sobre su propia supervivencia económica incluso en las aldeas más pobres o remotas. La economía de Gandhi favorece el campo frente a la ciudad, la agricultura frente a la industria, las técnicas en pequeña escala frente a la alta tecnología. Sólo este conjunto general de prioridades económicas puede dar lugar a un desarrollo satisfactorio para el Tercer Mundo» (J. Rifkin. Entropía. Opus cit., pág. 241).
101. J. Portela y C. Vázquez Arango. «La economía irregular en la economía española». En Informe Social de 1982, de la Associació Cristiana de Dirigents. Barcelona, 1982. Pág. 41.
102. Definición de la OIT, citada por R. M. Castro y F. Castells en La economía sumergida en los sectores textil y piel. Editado por la Federación estatal textil-piel de UGT, Madrid, 1987. Pág. 11.
103. Andrea Saba, en su obra La industria subterránea [L'industria sommersa. Il nuovo modello di suiluppo, 1980] (editada por la Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 1981), expresa su convencimiento de que: 1) la economía sumergida es la respuesta italiana a la crisis, que dota de más viabilidad y flexibilidad a la pequeña y mediana empresa frente a los esfuerzos (estériles) por parte del Estado por promover el desarrollo económico en áreas (deprimidas y marginales), sectores (maduros y laboral-intensivos) y coyunturas (recesivas) alejados de supuestos estándares elaborados ad hoc (y gravemente influenciados por intereses políticos y económicos ilegítimos); 2) puede articular y vertebrar importantes redes o tejidos empresariales (de empresas productivas, comercializadoras y productoras de bienes intermedios), de tal modo que cree economías de escala suficientes para hacer competitivos sectores de otro modo irremediablemente condenados al fracaso; 3) puede generar un importante valor añadido, a través de la «artesanalización» de determinadas actividades laboral-intensivas, y no está reñida con la innovación tecnológica; y 4) es un importante remedio contra el paro estructural (de hecho, la caída de la tasa de actividad viene acompañada de un importante desarrollo de la economía sumergida).
Su visión, lejos de ser liberal, se autoproclama «socialista autogestionaria». Considera que la economía sumergida otorga un mayor impulso a la autoorganización del proletariado y a la democracia industrial, siempre que se inscriba en contextos productivos avanzados, no subdesarrollados. Propone vías de emersión e integración que contemplen ciertas ventajas fiscales, unas agencias de trabajo específicas, un mercado de capitales a su medida, y una difusión de tecnologías intermedias acordes con las especiales características de estos sectores en vías de maduración (y por tanto, según él, frágiles y vulnerables).
104. Peter Gutmann. Taxing and Spending, vol. 2, número 2. New York, abril 1979. Citado por Andrea Saba. Ibid., pp. 93-98.
105. Joaquín Trigo, en Economía y empresa en España (Ediciones Gestión 2000, Barcelona, 1994. Pág. 171) atribuye a la presión fiscal una serie de males que, a la postre, lastra a la empresa española y «explica» la sumersión y la evasión fiscal: «La elevada presión fiscal individual de las personas sujetas a tributación resalta la existencia de bolsas de fraude cuantiosas que en algunos casos responden a la imposibilidad de mantener una actividad que cubra costes si debe hacer frente a las cargas mencionadas, pero que en muchos otros es simplemente evasión fiscal». Su eliminación, según él, requiriría cinco requisitos: 1) la reducción de los costes laborales de trabajar en plena legalidad (y por tanto de las cotizaciones sociales); 2) previsibilidad de la situación para eliminar incertidumbres que inducen a la ocultación fiscal; 3) presión sobre las irregularidades; 3) proporcionalidad entre exacciones fiscales y beneficios sociales; y 5) medidas positivas de afloración del fraude. Más adelante añade otro requisito: reducción del coste de gestión e información de las operaciones administrativas que, en puridad, correspondería a la Administración, no a las empresas.
Con anterioridad se había referido a dos preocupaciones que estudiaremos un poco después: 1) la presión de costes de los asalariados (añadida a la de otros costes empresariales, como los financieros o energéticos), y 2) los costes de entrada y salida del mercado de trabajo. En conjunto constituye una interpretación «canónica» de las preocupaciones liberales en torno al factor «costes laborales».
106. El Instituto de Estudios Fiscales, en su Informe sobre el fraude en España (Madrid, 1994, pp. 142-143), añade dos interpretaciones más, que implicitamente compartirían la asunción «liberal» del fenómeno: «En términos generales, y desde la óptica de un análisis económico de las causas de la economía sumergida, el fenómeno puede interpretarse como una conducta de carácter defensivo y agresivo de los agentes económicos.
En el caso de las conductas defensivas (...) el objetivo último del empresario lo constituye la reducción de sus costes empresariales (...)
Dentro de este grupo, suelen también incluirse aquellos nuevos empresarios que, ante los costes previos que supone regularizar el inicio de una actividad, deciden iniciarla en lo "irregular", a la espera de que la marcha futura del negocio les permita emerger.
(...) De concurrir estos últimos factores [escasa cultura empresarial, aversión al riesgo, expectativas de superbeneficios], la decisión de sumergirse podría responder a una conducta de carácter agresivo de los agentes económicos y estar guiada por el objetivo de sobreacumulación o enriquecimiento rápido y no tanto por un problema de no poder competir en el mercado en condiciones de regularidad. En otras palabras, no se trataría ya de una actividad coyunturalmente defensiva (...) sino de un fenómeno de características más estructurales, claramente reprobable y regresivo, social y económicamente.
En el caso español, según estudios comparados en la materia, se podría apuntar la presencia de este último tipo de motivaciones como un componente importante en la dinámica expansiva de la economía sumergida, por contraste con otras experiencias (en algunas regiones italianas), donde el carácter defensivo, en términos económicos, ha predominado, teniendo como consecuencia, "a posteriori", la emersión en condiciones competitivas de amplios sectores de la industria manufacturera y de servicios».
107. Maurice Dobb demuestra cómo la simbiosis entre la industria doméstica (subcontratada) y la gran industria tiene precedentes remotos: «La industria doméstica de este período [siglo XVII] (...) presentó una diferencia esencial respecto del gremio artesanal, su antecesor: en la mayoría de los casos había pasado a quedar subordinada al control del capital, perdiendo el artesano productor la mayor parte de su independencia económica de tiempos anteriores.
(...) Producción doméstica y manufactura se entrelazan íntimamente, las más de las veces, en diferentes etapas de la misma industria y hasta, en ocasiones, con la producción fabril» (M. Dobb. Estudios sobre el desarrollo del capitalismo. Opus cit., pp. 176-177).
108. En Alemania Federal el conjunto de trabajadores irregulares, en relación a la población activa, representaría de un 8 a un 12%; de un 13 a un 14% en Suecia; de un 35 a un 50% en Italia; de un 3 a un 5% en Francia; unos 25 millones en los USA. Fuente: Ricard Baget. «El trabajo negro y su contexto hoy». En Informe social de 1982. Opus cit. Pág. 38.
109. J. Portela y C. Vázquez Arango. «La economía irregular en la economía española». En Informe social de 1982. Opus cit. Pág. 44. Las cifras globales más fiables de las que disponemos las facilita el C.I.S., en su encuesta sobre «Condiciones de vida y trabajo en España» (véase fuentes). Ésta sitúa el índice de irregularidad, que establece la relación entre los ocupados analizados (10,3 millones) y los irregulares (2,3 millones) en un 22%. Según este mismo estudio las ramas de actividad que se desviarían sensiblemente por arriba del promedio de irregularidad serían: servicios domésticos (60,4% por encima), confección (42,9% por encima), industria del calzado (37,8%), cuero (32%), servicios personales (34,5%) y agricultura, ganadería, caza y pesca (30,9%). Es de suponer que las cifras reales sean incluso superiores.
110. Faustino Miguélez Lobo. «Ahora que el paro baja, ¿se han acabado los problemas?», en Revista de Treball Social, número 117. Col×legi Oficial de Diplomats en Treball Sociali Assistents Socials de Catalunya, Barcelona, marzo de 1990. Pág. 173.
111. Mal, este último, que la Ley 2/1991 de 7 de enero, sobre Derechos de Información de los Representantes de los Trabajadores en materia de contratación, pretende atajar.
112. Robert Boyer. La flexibilidad del trabajo en Europa. Editado por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Citado por Rafael Ortiz i Cervelló: «La flexibilidad laboral y las relaciones empresa-trabajador», en Món laboral, número 6 (dedicado a la flexibilidad laboral). Edita el Departament de Treball de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, segundo semestre de 1988. Pág. 5.
113. Albert Recio Andreu. Capitalismo y formas de contratación laboral. Colección «Tesis Doctorales». Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1988. Pág. 227.
114. «La presunción de que el riesgo forma parte de la actividad normal del patrón, hace muy difícil determinar cuándo y hasta qué punto están obligados moralmente a hacer participar a sus obreros y empleados de todas las ventajas que produzca cualquier mejoría de las condiciones económicas, que, después de todo, pueden durar sólo poco tiempo, y cuando y hasta qué punto pueden exigir de ellos que admitan una rebaja de salarios para hacer frente a un empeoramiento de dichas condiciones que, también, puede ser sólo temporal» (Alfred Marshall. «La teoría del valor de Mill», en Obras escogidas. Opus cit., pág. 21).
El mismo autor, poco después, concluye que, a la vista del sacrificio marginal de la reducción de los salarios superior al sacrificio marginal de su aumento en una misma cantidad, «las fluctuaciones de los salarios deben, por lo tanto, ser menores en proporción a las de las ganancias de los patronos, considerados como un todo», y «tampoco es equitativo que los obreros participen en la mala o buena suerte de la empresa que los emplea, a menos que se haya llegado a un acuerdo especial para ello» (Ibid., pág. 24).
Estas reflexiones se inscriben en la filosofía social de Alfred Marshall, que, reconociendo el papel social de los sindicatos, aboga por una concordia general garantizada por la «caballerosidad económica», en la cual el Estado cumpliría un papel restringido. Dicho sea de paso, dicha «caballerosidad» no vendría dada por obligación o compulsión, sino por la voluntariedad de las partes, noción que participa del concepto negativo de la justicia distributiva (véase la tercera sección).
115. Definición expresada por Abel Matutes en una ponencia presentada en las XXI Jornadas de Estudio de Aedipe. Citado por Josep M. Renter i de Cabo. «L'empresa avui», en Món laboral, número 6. Pág. 17.
116. Josep M. Renter i de Cabo. Ibid. Pág. 20.
117. La teoría marginalista de la ocupación, según J. M. Keynes, tiene dos postulados básicos: 1) el salario es igual al producto marginal del trabajo; y 2) la utilidad del trabajo, cuando se usa un determinado volumen de trabajo, se iguala a la desutilidad marginal de dicho volumen de ocupación (dicho de otro modo, la curva de indiferencia entre trabajo y ocio se iguala a la recta de balance que señala el coste de oportunidad del ocio respecto al trabajo). El postulado (1) nos daría la curva de demanda de ocupación y el postulado (2) su curva de oferta. El volumen de ocupación se fijaría en la intersección de ambas curvas. En definitiva, la teoría neoclásica, en condiciones competitivas, considera que no es posible una desocupación «no friccional» siempre que la oferta de trabajo ajuste su remuneración a la productividad marginal, en cuyo caso la demanda de trabajo se igualará a la oferta de trabajo. Según esta interpretación, en estas condiciones no hay lugar para fenómenos de desocupación estructural.
118. Luis Vicente Barceló y José María García Álvarez. «Análisis de bienestar de las distorsiones del mercado de trabajo», en Papeles de economía española, número 26 (dedicado a empleo y paro). Fundación Fondo para la Investigación Económica y Social, Madrid, 1986. Pág. 244.
119. Álvaro Espina. «La flexibilidad en el mercado de trabajo», en Dirección y progreso, número 76, julio y agosto de 1984, pp. 7-14. Citado por Lluís Fina, en Reparto de Trabajo y crisis social. Editorial Pablo Iglesias, Madrid, 1986. Pág. 254.
120. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Mercado de Trabajo en España durante 1987, Madrid, 1989. Pág. 47.
121. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Ibid. Pp. 278-281.
122. Werner Wobbe. «Tecnología, trabajo y empleo: nuevos desarrollos en el cambio de las estructuras sociales», en Formación Profesional, número 1/1987. Edita CEDEFOP. Pág. 3.
123. Hans-Rolf Vetter. «Nuevas tecnologías, modernización, transformación de las formas de vida». En Revista de estudios de juventud, número 21, marzo de 1986. Edita el «Instituto de la Juventud», Ministerio de Cultura. Pág. 14.
124. J. Hicks, en «El tiempo en la economía» (Dinero, interés y salarios [Money, Interest and Wages, 1982]. Fondo de Cultura Económica, México, 1989. Pág. 275) distingue entre inventos autónomos e inducidos. Un invento inducido sería un cambio de técnica que se hace a resultas de un cambio de precios (o, en general, de las escaseces); un invento autónomo es un cambio técnico que trata de superar las rigideces, las escaseces y los estrangulamientos económicos, elevar la rentabilidad e inducir la expansión. Como tal progreso técnico externo al sistema económico y generador de renovadas oportunidades de inversión cabe situarlo en el tiempo; es decir, no es posible inscribirlo en un modelo estático, sino dinámico de la economía.
125. Durand (1978). Citado por Juan José Castillo: «Las nuevas formas de organización del trabajo», en R.E.I.S. (Revista Española de Investigaciones Sociológicas), número 26, abril-junio de 1984. Edita C.I.S. (Centro de Investigaciones Sociológicas). Pág. 204.
126. Jean M. Guiot. Organizaciones sociales y comportamientos [Organisations sociales et comportements, 1980]. Barcelona, Herder, 1985. Pág. 46.
127. Salvando las distancias, podemos equiparar el cálculo residual agregado del «efecto tecnológico» con el cálculo residual del «fondo de comercio» en una empresa, que expresaría (en el momento de la adquisión de una empresa por un tercero) el exceso de coste sobre el valor justo de mercado del inmovilizado tangible neto adquirido en una transacción contabilizada como compra (tras una investigación cuidadosa del valor de dicho activo), y por tanto una serie de activos intangibles (cartera de clientes, prestigio, tecnología, organización, etc.), que tienen incluso carácter amortizable.
128. Un ejemplo: «Los coeficientes standard capital/producto, conocidos como la función Cobb-Douglas, presuponen, en su utilización tradicional, que el output se elevará un 1 por 100 por cada incremento de capital en un 3 por 100, permaneciendo constante la fuerza de trabajo. Entre 1909 y 1949, el capital por hora y hombre empleado en el sector privado no agrícola de la economía norteamericana se elevó un 31,5 por 100... Por lo mismo, el aumento del output debería haber sido del 10 por 100, aproximadamente. En resumen, se produjo un aumento en la productividad del 90 por 100 que no se explica por el incremento de capital por trabajador. La explicación... el cambio tecnológico» (D. Bell. El advenimiento de la sociedad postindustrial. Alianza, Madrid, 1976. Citado por José Antonio Garmendia et al.: Sociología industrial y de la empresa, Madrid, Aguilar, 1988. Pág. 159).
La función de producción Cobb-Douglas se expresa como Y=N1-γ×Kγ (1), siendo Y el nivel de producción, N la cantidad de trabajo, K el capital, y γ una constante que señala la participación del capital en la renta total (cuando los pagos de los factores se igualan a su productividad marginal). Otra expresión sería K=(γ×Y)/cu (2), siendo cu el coste de uso* al aumentar en una unidad suplementaria el capital, estando expresado por el tipo de interés corriente (el incremento del capital equivaldría a lo que cuesta su financiación, ya sea con recursos ajenos o propios, en forma de coste de oportunidad* del rendimiento de dichos fondos propios al tipo de interés corriente), así como por el grado de depreciación del capital fijo.
La función (1) indica que un nivel Y de producción varía directamente en función de la aplicación de mayores cantidades de factor capital y trabajo, de modo que la producción crece proporcionalmente al uso de dichos factores de producción. La función (2) dice que el stock de capital deseado varía directamente en función del producto (ponderado por la participación del capital en Y) e inversamente en función del costo de uso del capital, expresado en forma de tasa de interés corriente. Sin embargo, tanto una como otra pecan de una grave carencia: la imposibilidad de expresar el efecto de la tecnología en la productividad marginal del capital.
Para evidenciar el protagonismo de la tecnología hemos de emplear la siguiente fórmula: P.M.K.=(γ/α)×100 (3), siendo γ la participación del capital en la renta total y α el coeficiente capital/producto, que a su vez se expresa de la siguiente manera: α=K/Y (4). Si γ=0,3 (30% de la renta total) y α es, como indica la cita previa, igual a 3, entonces la P.M.K. (Productividad Marginal del Capital) sería de un 10% anual, que expresaría el valor añadido que la tecnología incorporada en K (ponderado por la participación γ de K en la producción total Y, siendo 1-γ la participación de la fuerza de trabajo) aporta a la producción: es decir, el efecto tecnológico.
Huelga decir que el valor de P.M.K. varía inversamente a α: mientras menor sea α mayor será el efecto tecnológico, lo que equivale a decir que mientras mayor capacidad tecnológica esté incorporada en K menos cantidad de capital físico será necesaria para obtener una unidad de producto Y, y por lo tanto mayor será la productividad marginal del capital. Sin embargo, parece que éste es un detalle que a Roy Harrod —que emplea el coeficiente capital/producto como una variable clave en su célebre modelo, como inmediatamente explicaremos— se le escapa. Éste considera que un aumento del coeficiente capital/producto equivale a una mejora en el progreso tecnológico, cuando de hecho —como acabamos de ver— sucede lo contrario. Expresémoslo con sus propias palabras: «Un progreso tecnológico que ahorre mano de obra lleva consigo una Cr [coeficiente deseado de capital/producto] creciente (lo cual implica una Gn [crecimiento natural] decreciente), y ocurre lo mismo cuando hay tendencia a un paquete de bienes y servicios que requieren más capital, dada la tecnología vigente, como consecuencia de un incremento de la renta» (R. Harrod. Dinámica económica. Opus cit., pág. 179).
El efecto tecnológico viene dado por dos estrategias de capitalización: 1) la primera aumenta el producto por una inyección masiva de capital con bajo contenido tecnológico; 2) la segunda aumenta el producto con, incluso, una reducción de capital, que incorpora mayor productividad por su mayor eficiencia técnica. Ilustramos esta distinción con la siguiente cita de Maurice Dobb: «Aunque pudiera parecer elemental distinguir entre la inversión y el objeto de la inversión, la discusión de este tipo de temas se ha oscurecido a menudo porque no se ha sabido separar los efectos del perfeccionamiento técnico como tal, de los producidos por la simple acumulación de capital ["ensanchamiento" del capital], a saber: el efecto de un cambio en el conocimiento técnico, en condiciones de relativa constancia de la masa de capital, y el de una acumulación de capital, dado un cierto estado de la técnica. Ciertamente, raras veces o nunca será posible separar en la práctica los dos tipos de cambio. Pero si no se establece la distinción a los fines del análisis, puede evidentemente caerse en una grave confusión teórica» (Maurice Dobb. Estudio sobre el desarrollo del capitalismo. Opus cit., pág. 338).
Roy Harrod, como hemos visto, asume la interpretación (1) [ensanchamiento del capital] que, por supuesto, tiene un efecto desfavorable sobre la productividad y el crecimiento, y obvia la interpretación (2), que es la empleada por Robert Solow y por nosotros mismos.
R. M. Solow, En su libro La teoría del crecimiento [Growth Theory: An Exposition, 1970] (basado en las conferencias Radcliffe, dictadas en la Universidad de Warwick, en 1969, y editado por el Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976), recupera el coeficiente standard capital/producto (α) y lo incorpora a la llamada condición Harrod-Domar: s=n×α (5), siendo s la tasa de ahorro, n el crecimiento de la ocupación —por causas demográficas— y α la relación capital/producto. Según la condición Harrod-Domar, el crecimiento estable requiere una tasa de ahorro (s) igual a la relación de inversión a producto (n×α), y ésta ha de ser compatible con un crecimiento equilibrado del capital, del trabajo y del producto (ΔK/K=ΔY/Y=n): «En el estado estable, la ocupación, el producto y el acervo de capital crecen todos a una misma tasa, porque todos ellos guardan una relación constante entre sí (...) En este relato, la tasa de crecimiento de la población es la tasa "natural" de crecimiento de la economía» (R. M. Solow. Ibid., pág. 31).
R. M. Solow intenta demostrar cómo va cambiando el carácter del equilibrio en las condiciones de crecimiento y plena ocupación, y cómo repercuten aquí otros supuestos como tecnología, obsolescencia, ahorro y activos monetarios. Por lo que respecta al primer supuesto, el cambio tecnológico, dice lo siguiente: «Se sigue que siempre que sea constante la razón capital/producto, también tendrá que ser constante la razón capital/trabajo. La introducción del progreso tecnológico cambiaría esta situación: tanto el capital como el producto podrían crecer a lo largo del tiempo a un ritmo más acelerado que la ocupación. La innovación continua podría evitar los efectos del rendimiento decreciente que de otra suerte podría hacer que se detuviese el proceso» (Ibid., pág. 41).
Ello se expresa con la siguiente fórmula: CT=Y-(N1-γ×Kγ) (6), a partir de su artículo «Technical Change and the Aggregate Production Function», en The Review of Economics and Statistics, 1957. CT (efecto cambio tecnológico) sería el residuo entre la renta y la inversión. Su plasmación estadística la tenemos de nuevo en la tabla 3. En ella podemos observar que mientras el producto crece en el período de referencia (1970-1993) un 68% en cifras constantes, y la población ocupada se reduce en un 2,7%, la inversión en capital fijo se incrementa en un 62%. Por lo tanto, se produce un incremento de la productividad del trabajo de un 70%, y un incremento de la productividad del capital de un 6%, lo que es lo mismo que decir que el coeficiente trabajo/producto disminuye y el coeficiente capital/producto se mantiene prácticamente constante.
En otros términos, el capital crece en relación al trabajo, y el producto crece correlativamente en relación al capital: el producto, con una ocupación dada, crece a una tasa dada por el incremento neto de capital. La eficiencia global (efecto cambio tecnológico) viene dada por el residuo entre el producto (que crece un 68%) y la inversión ponderada (con un incremento del 29%): en total, un 39%. Es lógico suponer que si no se produce una cualificación de la mano de obra equivalente a la tecnología incorporada en el nuevo capital fijo, éste ha de protagonizar en su mayor parte el efecto «cambio tecnológico», tal como supone Robert Solow en la cita anterior.
Sin embargo, tal como afirma P. F. Drucker, la teoría económica todavía no ha introducido el cambio tecnológico como una variable interna al sistema económico: «(...) No hay en la teoría económica contemporánea lugar para la tecnología, para la innovación, para el cambio en su conjunto. Como sus predecesores, los neoclásicos, los economistas postulan una economía invariable, una economía en equilibrio. La tecnología, la innovación y el cambio son externos» (Las nuevas realidades [The New Realities in Government and in Society, in Economy and Economics and in World View, 1989]. EDHASA, Barcelona, 1989. Pág. 239). Expresiones como las de la destrucción creadora schumpeteriana no dejan de tener un carácter cualitativo, y recordemos que el efecto tecnológico tiene para Solow un carácter residual. Sin embargo, no se ha integrado en el sistema la tecnología como un factor más, al modo del trabajo y del capital, de manera que pudiese ser incorporado en un modelo de desarrollo —es decir, dinámico— como el de Sraffa (Producción de mercancías por medio de mercancías [Production of Commodities by means of Commodities, 1960]. Oikos-Tau, Barcelona, 1983).
129. A David Ricardo, en la historia del pensamiento económico, se le conoce como un gran anticipador. En el campo que nos ocupa en este momento se adelantó a su tiempo al insistir en la componente «tecnología» como factor de desarrollo económico (y de ventajas comparativas*), así como de ahorro de mano de obra: «En la distribución de los empleos de capital entre todos los países, el de las naciones más pobres será empleado de forma natural en los fines que utilicen en el país una gran cantidad de trabajo, porque en estos países se puede obtener con mucha facilidad los alimentos y los productos de primera necesidad para una población creciente. En los países ricos, por el contrario, los alimentos son caros; el capital fluirá de forma natural —cuando el comercio sea libre— a los empleos donde será necesario mantener la menor cantidad posible de trabajo del país, como en la industria del transporte, el comercio exterior con países lejanos, y las industrias que requieren maquinaria costosa; en las industrias, en definitiva, donde los beneficios sean proporcionales al capital empleado, y no a la cantidad de trabajo» (David Ricardo. Els principis d'economia política i tributació [Principles of Political Economy and Taxation, 1817]. Edicions 62, Barcelona, 1984. Pág. 185).
Por ello es escéptico sobre la posibilidad del paro estructural. El empleo de tecnología ahorra trabajo, pero también aumenta la capacidad de ahorro, y por tanto de capital: «Con cada aumento de capital (...) daría trabajo a más trabajadores y, por tanto, una parte de los que se habían quedado sin él (...) sería contratada a continuación; y si el aumento de producción debido a la utilización de la máquina fuera tan grande que proporcionase, en forma de producto neto, una cantidad de alimentos y productos de primera necesidad igual que la que había antes en forma de producto bruto, existirían las mismas posibilidades de dar trabajo a toda la población y, en consecuencia, no tendría por qué existir ningún exceso» (Ibid., pág. 317).
(La primacía dada por Ricardo a la tecnología dentro de la teoría del capital ha hecho pensar a algunos autores que es posible distinguir dos corrientes económicas clásicas: ricardiana y walrasiana. La primera se centraría en el análisis del mundo de la producción —y de las posibilidades técnicas—, y la segunda en el de la demanda y de la utilidad subjetiva.)
Sin embargo, John Stuart Mill no está de acuerdo con este argumento tan optimista: «Los que afirman que el empleo de maquinaria no puede nunca perjudicar a la clase trabajadora se fundan en que el abaratamiento de la producción crea un aumento tal en la demanda de la mercancía, que hace posible, en poco tiempo, que un mayor número de personas encuentre empleo en producirla. No me parece que este argumento tenga el peso que generalmente se le asigna.
(...) Es cierto que los consumidores disponen ahora de medios adicionales para comprar otras cosas, pero no crearán esas otras cosas a menos que exista capital para producirlas, y la mejora no ha liberado ningún capital, sino que ha absorbido alguno de otros empleos. El supuesto aumento de la producción y del empleo de trabajadores en otros sectores, no tendrá, pues, lugar; y el aumento en la demanda de algunas mercancías por parte de algunos consumidores estará contrapesado por el cese de la demanda por parte de otros, a saber, los trabajadores que fueron sustituidos por la mejora y que en adelante tendrán que mantenerse, si se mantienen, compartiendo, bien sea por la competencia, bien por la caridad, aquello que era antes consumido por otras gentes» (J. S. Mill. Principios de economía política. Opus cit., pp. 106-107).
Sin embargo, este autor reconoce que el carácter gradual en la introducción de los avances tecnológicos y del capital en las empresas mitiga y, en buena parte, contrarresta el efecto anteriormente explicado.
130. José Botella Espejo. ¿Hacia dónde va el trabajo? Las exigencias para una acción sindical innovadora. Primer Congreso del sindicato CC.OO. del Baix Llobregat, septiembre de 1987. Pág. 5. Asimismo, como señala J. N. García Nieto, en el Sillycon Valley de California, el parque tecnológico más grande del mundo, un tanto por ciento muy elevado de la población que vive y trabaja allí, contrariamente a lo que se suele afirmar, está ocupado en labores de limpieza, vigilancia, preparación de comidas rápidas, y otros trabajos repetitivos que a duras penas requiren cualificación. Tal como dice: «dentro de cincuenta años todos conserjes y, además, eventuales...» (en La crisis actual: análisis desde una perspectiva de futuro, Fundación Santamaría, Madrid, 1988. Pág. 19). En definitiva, contra la opinión de la «ideología tecnocrática», que ha profetizado el fin de la fatiga, el conflicto y la alienación a resultas del cambio tecnológico, cabría preguntar a sus defensores a quién o quiénes beneficiará realmente estas «idílicas» perspectivas.
131. Por ejemplo, en «Ocupación y trabajo», en Microelectrónica y sociedad, Alhambra, Madrid, 1982 (pp. 275-279); también en «La crisis de la civilización industrial», en Jornades «atur i ocupació juvenil», Barcelona, 1985; finalmente, en La revolución industrial y el socialismo del futuro, publicado por Fundació Utopia d'Estudis Socials del Baix Llobregat, Cornellà de Llobregat, 1991.
132. Charles Handy. El futuro del trabajo humano [The Future of Work, 1984]. Barcelona, Ariel, 1986. Pp. 244-246.
133. Tres ejemplos: por lo que se refiere a la primera visión de futuro véase José Botella Espejo (opus cit.); respecto a la segunda consúltese Adam Schaff (opus cit.); la tercera «fórmula» la ejemplificaría R. Collins (La sociedad credencialista [The Credential Society: Historical Sociology of Education and Stratification, 1979], Akal Universitaria, Madrid, 1989). Este último es un firme defensor de transformar el modelo educativo en un sentido no «credencialista» (el actual fragmenta el mercado de trabajo en función del valor que se da a las credenciales regladas o académicas, o incluso informales), es decir, más abierto y competitivo, que tenga más en cuenta el trabajo y los conocimientos efectivamente aportados (en definitiva, la experiencia previa).
134. José Manzanares Núñez: «Un reto social y sindical», en Trabajo y nuevas tecnologías. Fundesco, Madrid, 1989. Pág. 15.
135. Movibaix. «Societat i valors», en Azimut (coordenada 1), Coordenades per al futur. Pág. 9.
136. K. Kumar. «Industrialismo y postindustrialismo», en Revista de trabajo, número 54-55 (1976). Citado por Salvador Carrasco: «La polémica sobre la transición al post-industrialismo y la evolución de la empresa y del trabajo», en R.T.S. (Revista de Trabajo Social) número 108, diciembre de 1987. Pág. 118.
137. K. Kumar. Ibid. Pág. 118.
138. Una interpretación muy difundida afirma que la información ha pasado a tener un carácter tangible, y se ha incorporado como un factor más (añadido a los de Naturaleza, capital y trabajo) al moderno mundo industrial: «La economía se está rápidamente volviendo menos material-intensiva. Alrededor del 60 por ciento de los costes del producto industrial representativo de los años veinte, el automóvil, eran materiales y energía. Las materias primas y los costes energéticos del producto industrial representativo de los años ochenta, el microchip semiconductor, son menos del 2 por ciento. El alambre de cobre, que supone alrededor del ochenta por ciento en materiales y energía, está viéndose rápidamente reemplazado en los cables telefónicos por fibra óptica, que supone un 10 por ciento en materiales y energía. Japón ha incrementado su producción industrial, entre 1965 y 1985, en dos veces y media; apenas ha incrementado el conjunto de su consumo de materias primas y de energía. Sus productos manufacturados suponían en 1985 menos de la mitad, como mucho, de las materias primas y de la energía que llevaban consigo veinte años antes. La "energía" más nueva de todas —la información— no requiere en absoluto materiales o energía. Es totalmente "intensiva en conocimiento"» (P. F. Drucker. Las nuevas realidades. Opus cit., pág. 182).
Pero no todos los pensadores valoran del mismo modo la significación de la «información» en el mundo moderno. Neil Postman (Tecnópolis [Technopoly, 1992]. Círculo de Lectores, Barcelona, 1994. Pp. 85-95) considera que en los tiempos que corren se ha producido una inflación de información, de forma tal que «la información se ha convertido en una forma de basura, apenas útil para proporcionar una orientación coherente para la solución de incluso los problemas triviales» (Ibid., pág. 95). Hasta tal punto llega la distancia entre el acopio y el tratamiento de la información y las necesidades humanas, que la mera «cuantificación» en sí ha sido elevada al rango de ciencia, al margen de su significación real: «El científico utiliza las matemáticas para ayudarse en su investigación y describir la estructura de la Naturaleza. En el mejor de los casos, los sociólogos (por poner un ejemplo) utilizan la cuantificación meramente para dar alguna precisión a sus ideas. Pero no hay nada especialmente científico en eso. Personas de todo tipo cuentan cosas para conseguir mayor precisión sin proclamar que son científicos... La información generada por el contar puede ser algunas veces valiosa para ayudar a que una persona capte una idea, o, incluso, más que eso, para apoyar una idea. Pero la mera actividad de contar no equivale a una ciencia» (Ibid., pp. 192-193).
Ludwig von Bertalanffy (Teoría general de los sistemas. Opus cit., pág. 104) extiende este razonamiento al campo de las ciencias experimentales, al afirmar: «No hay que dejar sin mencionar un peligro de adelantos recientes. La ciencia del pasado (y en parte la actual) estaba dominada por un empirismo unilateral. Sólo se consideraba "científico" en biología (y psicología) el acopio de datos y experimentos; la "teoría" era equiparada a "especulación" o "filosofía", olvidando que el mero acopio de datos, por incesante que sea, no constituye una "ciencia"».
139. Ángel Castiñeira. «Les arrels de l'Estat del Benestar», en Món Laboral, número 6, segundo semestre de 1988. Pág. 46. Hermann Heller posterga los grandes principios para centrarse en la solución de los problemas inmediatos, concretos, de su propio país: «Un socialismo que no construye de abajo arriba y de dentro afuera; que no se sienta sobre un suelo, un pueblo y un Estado concretos; un socialismo que se agota en una lucha de clases abstracta, carece de sentido» (Hermann Heller. «Socialismo y nación» [1925], en Escritos políticos [Ausgewählte Schriften]. Alianza, Madrid, 1985. Pág. 201).
Su socialismo posibilista lo traduce en su visión de «democracia social», alternativa a la «democracia liberal» burguesa: «Mientras que para la democracia liberal el sujeto económico queda abstraído de toda organización, la democracia social, orientada hacia la realidad, concede la mayor importancia a la organización equitativa de las relaciones socioeconómicas» («Las ideas socialistas» [1930]. En Escritos políticos. Ibid., pág. 304). También: «La igualdad formal de la democracia política, aplicada a situaciones jurídicas desiguales, produce un Derecho material desigual, contra el cual declara su hostilidad la democracia social» (Ibid., pág. 322).
140. Ángel Castiñeira. Ibid. Pp. 43-47. Un botón de muestra: «El estudio longitudinal de los datos de encuesta indica que los ciudadanos españoles creen, mayoritariamente, que el Estado es el responsable de su bienestar y que tiene la obligación de ayudarles a resolver todos sus problemas. Ideológicamente justifican sus obligaciones tributarias adhiriéndose a una concepción utilitarista de la fiscalidad: los impuestos son la contraprestación necesaria para recibir servicios públicos; quedando en franca minoría quienes se adhieren a la opción solidaria según la cual los impuestos son un medio para redistribuir la riqueza» (Instituto de Estudios Fiscales. Informe sobre el fraude en España. Opus cit., pág. 61).
141. Esta teoría tiene su origen en el trabajo de P. B. Doeringer y M. J. Piore Internal Labor Markets and Manpower Analysis (D. C. Heath, Lexington —Massachusetts—, 1971). Su esquema estaba basado en dos sectores: el primario y el secundario (el segundo no incluiría el tercer sector que según nuestra interpretación incorpora a los «nuevos pobres», pero tendría un carácter precario e inestable). (Citado por A. B. Atkinson: La economía de la desigualdad [The Economics of Inequality, 1975]. Crítica, Barcelona, 1981. Pág. 155).
142. Por contra, el Grupo de Lisboa (que recoge a un amplio espectro de investigadores sociales a escala mundial) replica que «los principales vehículos de la "fabricación" del mundo global son las personas, sus sistemas de valores, sus objetivos y los medios de los cuales disponen para obtener sus metas» (Grupo de Lisboa. Limites à la compétitivité. Les Éditions du Bóreal, Québec —Canadá—, 1995. Pág. 51).
143. Éste es el caso de la hostelería: los servicios turísticos y de restauración «exportan» bienes al extranjero (intangibles), pero están protegidos por el monopolio de la exclusividad (beneficio del sol o del arte), por tácitas barreras a la competencia de otros países (culturales, infraestructurales, ambientales, etc.), así como por el hábito o la costumbre.
144. La visión más tradicional del concepto «deslocalización» la describe muy bien la siguiente cita: «En un número cada vez mayor de países "subdesarrollados", las empresas multinacionales hacen trabajar al personal, frecuentemente mediante empresas autóctonas, conjugando una productividad relativamente alta con unos bajos niveles salariales debido al desempleo. El alto nivel de productividad se consigue sobre todo con el empleo de un moderno material de producción, pero también por la forma de contratación de la mano de obra, ya que se puede elegir entre una masa de población sin trabajo los elementos más "eficaces". Los trabajos de subcontratación se efectúan a muy bajo precio, principalmente en Asia, gracias a la explotación forzada del trabajo de mujeres y niños.
La mercancía obtenida de esta forma entra en los mercados mundiales a unos precios relativamente elevados, mediante las redes comerciales de las firmas multinacionales, principalmente en los países "desarrollados", pero también entre las clientelas ricas de los "subdesarrollados" (...) La importancia de la plusvalía que se puede deducir de una mano de obra de alta productividad y de bajos salarios, determina los considerables márgenes de beneficio que se reparten en proporciones variables las grandes firmas multinacionales (...) y los capitales autóctonos y el sector capitalista estatal. Sus intereses están cada vez más asociados» (Yves Lacoste. Los países subdesarrollados [Les pays sous-développés, 1991]. Oikos-Tau, Barcelona, 1991. Pág. 84). El mismo autor afirma más adelante que se está produciendo una nueva forma de deslocalización, que exporta al llamado «Tercer Mundo» las industrias más contaminantes y peligrosas.
145. Un ejemplo del escepticismo hacia esta visión viene dado por el siguiente párrafo: «Sin embargo, ¿cómo es posible poner en paralelo la competitividad de países donde se gana 1000 $ US por año por 2.200 horas de trabajo y de aquellos otros donde se recibe 30.000 $ US por 1.600 horas de trabajo? Es pura demagogia pretender que la competitividad de estos últimos aumentará de forma significativa si se comprime un poco los costos de la mano de obra (...) Esta nivelación por lo bajo tiene algo de sorprendente en la boca de los partidarios de la libertad absoluta de los mercados» (Grupo de Lisboa. Limites à la compétitivité. Opus cit. Pág. 167).
146. «Un país en el que la productividad en las industrias que producen artículos comerciales sube más rápidamente que en el resto del mundo, tiende a lograr una ventaja competitiva que puede estar menos que compensada por una relativa elevación de su nivel de salarios monetarios. Una nación que tenga unos capitalistas excepcionalmente activos y unos sindicatos pacíficos logra ventajas competitivas sobre los demás, mientras que un país con capitalistas perezosos y con sindicatos fuertes las pierde. Es bien sabido que el país que sufre el déficit más grave es el que tiene la tasa de inflación más rápida» (Joan Robinson y John Eatwell. Introducción a la economía moderna [An Introduction to Modern Economics, 1973]. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1982. Pág. 292).
147. Ministerio de Industria y Energía. España en Europa: un futuro industrial. Madrid, 1987. Pág. 83.
148. Esta visión se ajusta a la noción clásica del fondo de salarios* (apuntada por J. S. Mill —de la que posteriormente se retractaría— y defendida por A. C. Pigou), es decir, al convencimiento de que el empresario «anticipa» un fondo para subvenir a los gastos en empleo, lo que induce a pensar que cuando el capitalista gana más en forma de beneficios dedicará un fondo mayor a contratar trabajo: «El argumento consiste sencillamente en que una reducción en los salarios nominales estimulará, ceteris paribus, la demanda al hacer bajar el precio de los productos acabados, y aumentará, por tanto, la producción y la ocupación hasta el punto en que la baja que los obreros han convenido aceptar en sus salarios nominales quede compensada precisamente por el descenso de la eficiencia marginal del trabajo a medida que se aumente la producción» (es decir, hasta que la ineficiencia consecuente a la productividad marginal decreciente y a la disminución de las expectativas, compense el ahorro en costes laborales. J. M. Keynes. Teoría general sobre la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Pág. 227).
El argumento que Keynes refuta en este párrafo no es completamente válido, por las siguientes razones:
1) El consumo se reduce colateralmente a la bajada de salarios, lo que inicia un círculo vicioso en forma de multiplicador* negativo. Ello perjudica a las expectativas de los empresarios (J. M. Keynes. Ibid., pág. 230).
2) Inmediatamente después de la reducción salarial hace aparición una caída de los precios, a causa de la brecha del consumo a la que hicimos referencia en el párrafo anterior (y del principio que iguala los precios a los costes marginales en una situación de competencia perfecta): «Como los empresarios no usan en seguida los medios que han retraído a los trabajadores para comprar bienes de consumo o de inversión, los ingresos de la industria se reducen en una cantidad igual. Lo que los empresarios ganan por medio de la reducción de los salarios, lo pierden pronto a través del descenso de los precios» (M. Kalecki. Estudios sobre la teoría de los ciclos económicos [Studies in the Theory of Business Cycles, 1939]. Ariel, Barcelona, 1970. Pág. 60).
A este razonamiento, A. C. Pigou alega que el argumento de J. M. Keynes es válido únicamente si se tienen en cuenta las expectativas de los agentes económicos: «Si se reduce el tipo de salarios monetarios y esto hace que el público crea que se reducirá aún más, entonces tanto los compradores de bienes como los de trabajo se abstendrán de adquirir bienes o servicios que no sean muy urgentes, con la esperanza de obtenerlos para más adelante en condiciones más ventajosas. Por consiguiente, se mostrarán más dispuestos que antes a conservar su dinero en lugar de gastarlo... Y si esto es cierto, entonces no podemos tener la certeza de que una política de reducción de salarios monetarios, en un momento en que el volumen de ocupación muestra una tendencia a disminuir, vaya a ser más eficaz para amortiguar la depresión que la política contraria. Como observa Keynes, aquella causará sin duda una cierta inestabilidad de los precios, mientras que no necesariamente garantizará la estabilidad del nivel de ocupación. Por consiguiente, la afirmación de que un tipo de salarios monetarios menor está asociado con un mayor volumen de ocupación no es inconsistente con la opinión de Keynes, que afirma que en el mundo real el volumen de ocupación sería probablemente menor» (A. C. Pigou. «La "teoría general" de Keynes». En Socialismo y capitalismo comparados/La «teoría general» de Keynes [Socialism versus Capitalism-Keyne's "General Theory", 1964 and 1959]. Alianza, Barcelona, 1973. Pp. 177-178).
Hemos de tener en cuenta que estos argumentos se fundamentan en un escenario de mercado no intervenido, en el que «los trabajadores gastan lo que ganan y los capitalistas ganan lo que gastan» (M. Kalecki). En una situación intervenida (con regulaciones y variados mecanismos —públicos— de sostenimiento de rentas) estas objeciones pueden perder gran parte de su fuerza.
149. J. Hicks afirma en «La inflación y la estructura salarial» (J. Hicks. Dinero, interés y salarios. Opus cit., pág. 191) que por lo general los trabajadores, en sus reclamaciones de aumentos salariales, suelen seguir la estela de la productividad; sin embargo, es la existencia de una inflación subyacente «externa a la empresa» lo que les induce a la defensa de su poder adquisitivo: «Las elevaciones de los salarios reales derivan en su mayor parte de los incrementos de productividad (dentro o fuera del país), sin que la política salarial desempeñe, en realidad, más que un papel pasivo en el proceso. La motivación del costo de la vida cobra importancia, en relación con las reclamaciones salariales, cuando los factores externos tienden a producir una elevación del costo de la vida en relación con los salarios o, lo que es lo mismo, una baja de los salarios reales. En tales circunstancias la motivación del costo de la vida pasa al primer plano y se convierte, en el patrón laboral, en una fuerza independiente impulsora de la inflación».
Según J. Hicks, cuando el aumento de la productividad se detiene (y por tanto también el aumento de los salarios reales), el aumento del coste de la vida (la inflación) es un síntoma de que algo más fundamental anda mal: en definitiva, de que el proceso económico está en proceso de contracción.
K. K. F. Zawadzki va más allá al afirmar: «Asimismo, no puede decirse que todo incremento salarial que exceda el aumento de la productividad es necesariamente inflacionista en el sentido de acentuar la violencia del proceso. Sólo aquellos incrementos que eleven los salarios más de lo que se habrían elevado sobre la base del principio de reajuste del coste de la vida, aceptado en ausencia de un aumento de la productividad, son genuinamente inflacionistas en este sentido, y aun así, sólo en la medida en que rebasan el reajuste del coste de la vida» (en La economía en los procesos inflacionarios [The Economics of Inflationary Processes, 1959]. Labor, Barcelona, 1974. Pág. 217).
No podemos obviar otro importante determinante en el análisis de la inflación de costos: ésta es muy regresiva para la mano de obra. La inflación que erosiona el poder de compra de los salarios supone una distribución directa de renta a favor de las rentas del capital: «Una redistribución inflacionaria del ingreso que logra reducir el salario real constituye uno de los sistemas impositivos más regresivos que puede enfrentar la clase trabajadora. Incluso más regresivo que un impuesto directo sobre los salarios. Sin regulación alguna de mercados el aumento de inversión se financia con el ahorro adicional generado por el aumento de las ganancias. Pero el consumo adicional por parte de los capitalistas a medida que aumentan las ganancias se apoya también en la redistribución inflacionaria en contra de los trabajadores. En suma, el financiamiento de la inversión adicional y del consumo adicional por parte de los capitalistas recae en los trabajadores» (Amit Bhaduri. Macroeconomía. La dinámica de la producción de mercancías [Macroeconomics. The Dynamics of Commodity Production, 1986]. Fondo de Cultura Económica, México, 1990. Pág. 224).
150. Así lo expresa Roy Harrod: «Si, en su promedio global, la producción de bienes y servicios está sujeta a rendimientos a escala crecientes [monopolios], las medidas monetarias y fiscales montadas para reducir la demanda elevarán los costes. En este sector, los precios pedidos dependen de los costes, de modo que una reducción de la demanda agregada es probable que obligue a los oferentes de bienes y servicios a elevar los precios. Por el contrario, las medidas monetarias y fiscales expansionistas les permitirían reducir los precios (...) Pero si los salarios empujan, un alza de la demanda puede permitir a las empresas absorber, por la reducción de los costes unitarios, una parte mayor del alza de los salarios de lo que en otro caso habrían podido absorber. Un aumento de la demanda, en ese caso, reduciría la tasa de inflación de los precios. Si en tales circunstancias las autoridades utilizan medidas monetarias y fiscales para reducir la demanda agregada, el indeseable efecto será un aumento de la inflación de precios» (R. Harrod. Dinámica económica. Opus cit., pág. 105).
151. Tal como anticipó Keynes, más allá de presiones de costes provenientes de los salarios, cabe hablar de una «rigidez a la baja» de los salarios, fruto de los acuerdos contractuales entre empresarios y trabajadores para evitar altas tasas de rotación laboral, que disminuyen la motivación laboral e incrementan los costes provenientes del aprendizaje y la ineficiencia de nuevas promociones laborales: «Entre los diversos aspectos de un mercado laboral de carrera antes descritos, sólo la rigidez del nivel salarial hacia abajo indica un sesgo inflacionario de los salarios. En virtud de que una reducción salarial es un resultado cualitativamente diferente y anormal, puede tener efectos en las tasas de renuncia a largo plazo suficientemente adversas para que se torne inconveniente para los empleadores» (A. M. Okun. «Precios fijos y precios flexibles» [Inflation: its Mechanics and Welfare Costs. Brooking Papers on Economic Activities, number 2, pp. 358-383, 1975]. En Economía poskeynesiana —selección de J. A. Ocampo—. Opus cit., pág. 168).
152. Según un estudio de José Ramón Lorente, publicado en 1987 por el Ministerio de Economía y Hacienda, mientras la productividad observada del trabajo entre 1974 y 1985 aumentó un 48,5%, la productividad con ocupación máxima (es decir, sin disminución de la mano de obra) habría crecido menos de la mitad: un 20,4%.
153. J. B. Donges. La industria española en la transición. Orbis, Barcelona, 1985. Pág. 159.
154. En La larga noche neoliberal. Edita Icaria-Instituto Sindical de Estudios, Madrid, 1993. Pág. 206.
155. A partir de los datos de la Central de Balances del Banco de España, queda claro que la apelación a la financiación a corto plazo con coste está asumiendo un protagonismo que no le habría de corresponder: en 1982 representaba un 18,4% respecto al total de recursos permanentes (que incluye recursos propios, recursos a medio y largo plazo con costes estables y provisiones); este porcentaje fue disminuyendo con la recuperación económica, hasta llegar a 1988, cuando se produce un mínimo coyuntural, un 12,4%. A partir de aquí vuelve a subir hasta llegar al 20% de 1991 y al 22,2% de 1993 (según la C.B.B.E. de 1994). A lo largo de este punto iremos comprobando que este proceso dibuja grandes sombras sobre la situación financiera de la empresa en el futuro inmediato.
156. Leopold A. Bernstein, en Análisis de estados financieros (Opus cit., pp. 614-615) esgrime los siguientes riesgos derivados de altos efectos-apalancamiento: 1) cuanto mayor es la proporción de deuda en la estructura de capital total de una empresa, más altos son los gastos fijos y compromisos de pago derivados, y mayor es la posibilidad de que se encadenen una serie de hechos que impidan pagar los intereses y el principal a su vencimiento; 2) un exceso de deuda puede limitar la iniciativa y flexibilidad de la dirección para emprender acciones rentables; 3) el apalancamiento magnifica los errores gerenciales; y 4) asimismo puede incrementar el riesgo por factores imponderables o causas externas (precio de las materias primas u obsolescencia tecnológica).
Como sus principales ventajas señala las siguientes: 1) como el coste de la deuda es fijo, siempre que sea inferior al rendimiento de los fondos proporcionados por esta deuda, este exceso de rendimiento se acumula en beneficio de los fondos propios; y 2) los intereses financieros se consideran un gasto, y en consecuencia son deducibles fiscalmente.
157. Según la tabla 10, sólo durante los años 1988 y 1989 (hasta las cifras disponibles de 1993) las empresas españolas gozaban de niveles de apalancamiento, amplificación y sensibilidad tolerables. Joaquín Trigo (Economía y empresa en España. Opus cit., pág. 241) llega a las mismas conclusiones que nosotros al considerar que «la rentabilidad real del conjunto de empresas sólo fue positiva en los ejercicios 1987-89».
158. «El empresario se encuentra siempre ante el dilema de emplear capitales ajenos, que aumentan la rentabilidad de los capitales propios (...) pero disminuyen su estabilidad y autonomía, o emplear capitales propios, que tienen el efecto contrario.
Naturalmente, entre los dos supuestos extremos citados, se pueden dar multitud de situaciones y será misión del empresario lograr un equilibrio entre estos tipos de medios financieros, tal que proporcione una seguridad y estabilidad suficientes a la empresa como para permitirle un desarrollo armónico y equilibrado, al mismo tiempo que le asegure la obtención de una rentabilidad adecuada de los recursos propios» (J. A. Fernández, I. Navarro. Cómo interpretar un balance. Ediciones Deusto, Bilbao, 1989. Pág. 108).
Adrian Wood, en «El margen de ganancia a largo plazo» [A Theory of Profits, chapter 3, pp. 61-92, 1975] (J. A. Ocampo: Economía poskeynesiana, Opus cit., pág. 192) se atreve a afinar respecto al punto donde se situaría el margen óptimo de riesgo para una frontera de oportunidad (a largo plazo) determinada: «El deseo de maximizar el crecimiento frente a la competencia de otras empresas (o sea el deseo de mantener el margen de ganancia [dada la voluntad de hegemonía en el mercado] al menor nivel posible) impulsa a la empresa a adquirir sólo la cantidad mínima necesaria de activos financieros y utilizar la cantidad máxima posible de financiamiento externo [con un alto efecto de apalancamiento*]».
Ello supone que si se ha de maximizar la tasa de crecimiento, el margen de ganancia ha de satisfacer las siguientes dos ecuaciones: π=μ(g,k) (1) y π=[(1+f-x)/r]×gk (2). Siendo π el margen de ganancia (P/V, siendo P los beneficios y V las ventas totales), g el incremento proporcional del valor de las ventas (ΔV), k el coeficiente de inversión (I/ΔV, con I como gasto en inversión), f el porcentaje de financiación interna, x el porcentaje de financiación externa y r el porcentaje de beneficios retenidos (que alimentan los recursos propios).
Esta fórmula nos indica que, cuando se conoce el valor del coeficiente de inversión aplicado k (es decir, cuando se necesita una cantidad fija de inversión para obtener un resultado predeterminado de aumento de la capacidad productiva), el margen de ganancia π es el resultado de dos presiones opuestas, surgidas del deseo de los empresarios de incrementar su hegemonía en el mercado (aumentando sus ventas y ampliando la demanda):
a) La competencia de otras empresas, que obliga a decrementos de precios, así como a aumentos de costes, y determina un margen de ganancia bajo: expresión (1).
b) La necesidad de una financiación externa, que incrementa la capacidad productiva para atender al imperativo a), y que obliga a altas tasas de ganancia: expresión (2).
Así pues, el margen de ganancia escogido en última instancia es el que logre un equilibrio entre ambas presiones, de modo que π iguale la tasa de crecimiento de la demanda máxima alcanzable con la tasa de endeudamiento externo financieramente viable.
En último término π es la variable independiente que permite unos u otros niveles de endeudamiento y de crecimiento de la capacidad productiva.
159. Las condiciones contractuales que se pactan entre los cedentes y los adquirentes de tecnología no incorporada son muy ilustrativas del carácter del sistema receptor: limitan el mercado, desestimulan la inversión y aumentan los costes unitarios. El trato desigual en el intercambio de información técnica elimina cualquier estímulo a mejorar la tecnología cedida y a utilizar la transferencia como una medida de refuerzo o complemento de las iniciativas de investigación o desarrollo propias. Las cláusulas más comunes son: limitaciones a la exportación y al intercambio de información técnica, obligación de ceder gratuitamente al oferente las mejoras sobre el diseño original, con derecho por parte de esta última parte para poder venderlas o alquilarlas libremente, etc.
160. María Paloma Sánchez. La demanda de tecnología en España en la década de los 90. Edita el Ministerio de Economía y Hacienda (Secretaría de Estado de Economía), Madrid, 1993. Pág.238.
161. J. B. Donges. Opus cit. Pág. 52.
162. P. F. Drucker, en su obra Las nuevas realidades (Opus cit., pág. 221), considera a Toyota una empresa «eficiente», al tener unos costes laborales que se sitúan en torno al 18% de la producción total, mientras que considera a la empresa Ford, con un 25%, una empresa atrasada.
163. Según este informe (C. Martín: «Impacto del Mercado Único en los sectores industriales», 1991; citado por el Instituto Sindical de Estudios: «La industria española: un problema estructural», en Evolución Social en España, 1993, pág. 413) entre 1985 y 1990 se triplicó el déficit en tasa de cobertura de los sectores con demanda fuerte, al tiempo que se perdieron 10,5 puntos en el grado de abastecimiento del mercado nacional, 10,7 puntos en el de demanda media, y sólo 5,6 en el de demanda débil. Esta pérdida generalizada de cobertura global de los mercados, concentrada además en actividades de mayor crecimiento de la demanda, indica un notable deterioro en la evolución de la competitividad industrial.
164. Commission des Communautés Éuropéennes. L'impact sectoriel du marché intérieur sur l'industrie: les enjeux por les États membres. Número especial de la revista Europe Sociale, 1990. Pág. 223.
165. Arturo González Romero. «Las PYMES y la política industrial en España». En CEOE: Cumbre de la industria española, Madrid, 1990. Pág. 328.
166. A este respecto, P. F. Drucker se hace la siguiente pregunta: «Esos empleados que trabajan indirectamente [él lo llama costo invisible de la burocracia] para el gobierno son totalmente improductivos. ¿Acaso alguno de ellos cree por ejemplo, que los contadores que calculan los impuestos contribuyen a la riqueza nacional o a la productividad, agregan algo de bienestar social, ya sea material, físico o espiritual? Sin embargo en todo país desarrollado el gobierno exige que se destine una parte cada vez más grande de nuestro recurso más escaso: personas educadas, diligentes, capaces, a propósitos esencialmente estériles» (P. F. Drucker. La innovación y el empresario innovador. Opus cit., pág. 300).
167. Joachim Jens Hesse. «La modernización administrativa y la reforma del sector público en Alemania», en Modernización de la Administración Pública, revista Política y Sociedad, número 13, año 1993. Pág. 81.
168. Alfredo Pastor. «Sueño y realidad en la economía española», en España 1992. Un balance, revista Economistas, año 1993. Pág. 83.
169. G. W. Jones. «La modernización administrativa en el Reino Unido», en Modernización de la Administración Pública, revista Política y Sociedad, número 13, año 1993. Pág. 48.
170. Carlos Solchaga, en el Libro Blanco de la Reindustrialización, editado por el Ministerio de Industria y Energía en 1983. Pág. 10.
171. Julio Segura. «La competitividad industrial de la economía española», en Europa y la competitividad de la economía española, Ariel, 1992. Pág. 69.
172. Las consecuencias de la aplicación en España de las medidas de reestructuración industrial entre 1980 y 1986 son decepcionantes. Se enterró más de un billón de pesetas en «reconvertir» sectores clave (siderurgia integral, aceros especiales, construcción naval, electrodomésticos de línea blanca, textil, fertilizantes, etc.), a lo que hemos de añadir una serie de medidas de apoyo (Fondo de Promoción de Empleo, Zonas de Urgente Reindustrialización) con la finalidad de recolocar los excedentes laborales y restituir el tejido industrial perdido por estas acciones, con la consecuencia de obtener resultados espectaculares en los ratios de costes (financieros y de personal, sobre todo). No obstante, este «éxito» es engañoso: se produce a costa de unos pobres resultados en las políticas compensadoras en materia de empleo y de promoción territorial, de una pérdida neta de tejido productivo y de un aumento artificial (es decir, producto de la reducción de mano de obra, más que de la introducción de capital técnico) de la productividad, lo cual queda en evidencia cuando vuelve a producirse condiciones cíclicas coyunturales similares a las que dieron origen a aquellas medidas. Los resultados llevan, entonces, a valorar como poco rentable el esfuerzo social y económico que produjo este ajuste, más considerando lo lejos que España se encuentra de los principales países europeos por lo que se refiere a competitividad, PIB industrial per capita, tecnología y valor añadido.
173. Julio César Naffa. «Transformaciones del proceso de trabajo y de la relación salarial en el marco de un nuevo paradigma productivo. Sus repercusiones sobre la acción sindical», en ¿Modelo japonés?, revista Sociología del Trabajo, número 18, 1993. Pág. 87.
174. Julio César Naffa. Ibid. Pág. 87.
175. Rafael Fernández de Frutos. «La negociación colectiva en España: su estructura y evolución», en CEOE: La negociación colectiva en España y en Europa, 1989. Pág. 43.
176. «Los casos de Hong Kong, Singapur y Taiwan, son célebres por las exportaciones, no ya de "artículos de pacotilla", sino de objetos de gran valor (aparatos fotográficos de grandes marcas alemanas), cuya puesta a punto exige unas unidades particularmente municiosas. Pero el fenómeno tiende a afectar cada vez a más países del Tercer Mundo: por ejemplo, ahora Paquistán importa algodones de alta calidad para fabricar tejidos destinados a la confección de camisas de lujo, que serán vendidas en Europa o Estados Unidos por las marcas más acreditadas» (Yves Lacoste. Los países subdesarrollados. Opus cit., pág. 83).
177. Ante esta situación de «ventajas comparativas», a causa del dumping social aplicado por los países industriales emergentes, caben dos posturas: una política cerril y proteccionista, de defensa de los intereses de los trabajadores de los países más desarrollados; o una política abierta y generosa, de defensa de los legítimos intereses de los países del llamado Tercer Mundo. La posición correcta, como es lógico, estaría a medio camino entre esas dos políticas: «En el comercio con los países en desarrollo, al igual que en caso de las medidas de defensa comercial anteriormente tratadas [antidumping y antisubvenciones], es de fundamental importancia definir los puntos de equilibrio entre cada uno de los ámbitos de la política exterior europea. Las esferas institucional o comercial deben conjugarse con la exigencia de contribuir al desarrollo de las naciones más pobres, sin dejar de tener en consideración las conexiones de dichas políticas externas con las políticas interiores de la Unión Europea, particularmente en los temas de mayor sensibilidad para el tejido social y productivo de los Estados miembros. Se trata de puntos de permanente conflicto, por lo que su análisis merece una atención constante por parte de las instituciones implicadas en su gestión» (J. A. Nieto Solís. Fundamentos y políticas de la Unión Europea. Siglo XXI, Madrid, 1995. Pág. 147).
178. A este respecto, un informe del Banco de España afirma: «El esquema europeo exigiría, o bien una elevada integración de los mercados de trabajo —que no se va a producir—, o bien una gran flexibilidad de cada uno de ellos a nivel nacional; los de la mayoría de los países europeos adolecen más bien de excesiva rigidez, por lo que dotarlos de mayor flexibilidad es una tarea prioritaria para la preparación de la Unión Monetaria Europea» (Banco de España. La Unión Monetaria Europea, 1977. Pág. 34).
179. Esta constatación no desmerece el hecho de que, tal como indica E. J. Misham «la pobreza (...) es un término relativo: incluso si los pobres participaran de la creciente riqueza "real" en la misma proporción que el resto de la comunidad, seguirían calificados como pobres» (E. J. Misham. Falacias económicas populares [Twenty-one Popular Economic Fallacies, 1969]. Orbis, Barcelona, 1985. Pág. 220). La explicación se fundamenta en el mismo principio que impide desenganchar el «último vagón» de un tren, si este tren tiene más de un vagón.
180. P. A. Baran y P. M. Sweezy, en su obra El capital monopolista (Siglo XXI, Madrid, 1986) sostienen la tesis de que el capital de los grandes monopolios, y el retorno de los capitales invertidos en el exterior de los países exportadores de capital, al no encontrar fácil acomodo en el interior de las sociedades avanzadas, es dilapidado y malgastado en diversas ocupaciones de una nula rentabilidad social: campañas de ventas, gastos públicos innecesarios o redundantes, militarismo e imperialismo...
Mark Blaug, en La teoría económica actual [Economic Theory in Retrospect] (Editorial Luís Miracle, Barcelona, 1973. Pág. 234), contrariamente, afirma que «existe siempre un volumen de inversión bastante elevado como para crear una demanda que absorba el producto adicional de la inversión de un período anterior». Esta idea la fundamenta con la condición Harrod-Domar.
Efectivamente, puesto que el equilibrio general requiere que el ahorro planeado iguale a la inversión planeada (y que la demanda iguale al ingreso: ley de Say), tenemos (S/Y)=(I/Y)=(ΔK/Y) (1), siendo S=ahorro planeado, I=inversión planeada, Y=ingreso y ΔK=incremento del capital productivo. Si multiplicamos (1) por (ΔY/ΔY) tendremos (S/Y)=(ΔK/Y)×(ΔY/ΔY), es decir, (S/Y)=(ΔY/Y)×(ΔK/ΔY) (2), lo que equivale a la expresión s=Gn×α (3), la condición Harrod-Domar que vimos en la nota 128 (aquí Gn=n), siendo s=tasa de ahorro respecto al ingreso, Gn=tasa de crecimiento económico al ritmo del incremento vegetativo y de las posibilidades tecnológicas y α=coeficiente capital/producto.
Sin embargo, esta demostración peca de tres objeciones: 1) se supone que S=I, lo que no es siempre el caso; 2) se supone un coeficiente capital/producto rígido, pues K tendría que incrementarse al mismo ritmo que Y, si se pretende absorber el incremento de la producción y del ingreso: «Hasta aquí el razonamiento presupone que toda inversión es inducida por el crecimiento del producto; tan pronto como el ingreso aumenta, el "acelerador" K [nuestra α] muestra cómo la inversión tiene que subir para acomodarse a la mayor cantidad de producto» (Ibid., pág. 234); y 3) se supone que αrelaciona un stock (K) con un flujo (Y), cuando en realidad, a largo plazo, ambas variables son flujos: «Así pues, el período medio ponderado de producción de toda la economía es igual al valor del fondo de maquinaria, dividido por la renta nacional [recordemos que la «renta», por definición, es un flujo, frente al «fondo de capital», que es un stock]; en pocas palabras, ¡la razón capital-producto!» (Ibid., pág. 693). (A partir de esta presunción hace la analogía de un depósito —stock de capital— a través del cual circula, con un ritmo dado por la capacidad del depósito, un flujo de renta anual destinada a la inversión: es decir, identifica la relación capital-producto con el tiempo medio de «espera» necesario para aumentar la corriente de producto cuando se invierte más capital, a partir de la noción de «rodeo productivo» de Böhm-Bawerk.)
En definitiva, el citado autor pretende que, dadas unas ciertas condiciones (igualdad entre inversión y ahorro, constancia de la relación capital-producto en el tiempo, y «rodeo productivo» del capital), no son previsibles estrangulamientos productivos (una disminución de la eficiencia marginal del capital) a consecuencia de un aumento de la eficiencia productiva, lo cual se inscribe en la noción clásica del «vaciamiento de los mercados» (la demanda se iguala a la oferta en base al juego de los precios relativos).
Kennet Boulding, en su obra Análisis Económico (Opus cit., pp. 996-998) contempla de manera más realista el protagonismo de la inversión al negar, por un lado, que ésta iguale el incremento necesario para mantener el pleno empleo, y al considerar que de hecho no existe el «exceso de inversión» al que se refieren Baran y Sweezy. Si bien comparte la idea de que la tasa garantizada de crecimiento viene dada por unos ritmos de inversión ajustados al límite de capacidad requerido para mantener el pleno empleo, considera por otra parte que este hecho se produce muy raramente. Más bien, el crecimiento de la capacidad de producción del sistema va por un lado y el crecimiento de la población activa va por otro. Por ello, cuando la inversión trata de seguir la senda del crecimiento de pleno empleo suele topar con una curva de desarrollo económico dada por la capacidad potencial de crecimiento económico a corto plazo; en ese momento (en el cual se produce una situación de pleno empleo con agotamiento de la capacidad productiva del sistema, el clásico «cuello de botella»), si la población activa sigue un ritmo ascendente, deja de mantenerse la producción de pleno empleo y el multiplicador de la inversión pasa a tener signo negativo (no existe capacidad productiva ociosa, por lo que los precios han de dispararse, lo que reajusta la demanda a la baja y da inicio a una etapa de contracción de la inversión, con carácter de bola de nieve), hasta llegar a un nuevo punto de inflexión en el que existe un gran stock de recursos productivos ociosos. Esta situación renueva las expectativas de crecimiento y, así sucesivamente, se desencadena un cuadro de crisis cíclicas con un crecimiento tendencial neto positivo a largo plazo.
Aquí nos encontramos en un escenario malthusiano: la capacidad de crecimiento de la producción es limitada a corto plazo, mientras que la capacidad de crecimiento de la población activa (no exclusivamente crecimiento vegetativo, pues puede adquirir la forma de la incorporación de nuevos sectores sociales al mercado de trabajo: amas de casa, inmigrantes, jóvenes, etc.) puede no serlo en absoluto. Supuestamente este hecho podría desencadenar crisis cíclicas recurrentes.
181. Alain Touraine. La sociedad postindustrial [La société post-industrielle, 1969]. Ariel, Barcelona, 1971. Pág. 10.
182. «... Nuestro patrón de decoro en materia de gastos, como en los demás aspectos donde interviene la emulación, lo establece el uso de quienes se encuentran inmediatamente por encima de nosotros en cuanto reputación» (Thorstein Veblen. Teoría de la clase ociosa [Theory of the Leisure Class, 1899]. Orbis, Barcelona, 1988. Pág. 103).
183. El poder tecnoestructural no es un estamento cerrado, sino que se va nutriendo de la incorporación de todos aquellos individuos que pueden disfrutar de canales de enculturación* y de las oportunidades para su promoción: «La Nueva Clase no es un coto cerrado. En tanto que virtualmente nadie se separa de ella, cada año se le unen millones. El requisito más importante que se exige, sin lugar a dudas, es la educación. Todo sujeto cuya posición adolescente sea tal que hayan sido invertidos en su preparación suficiente tiempo y dinero, y que disfrute, al menos, de las dotes necesarias para marchar a lo largo de la rutina académica formal, puede ser uno de sus miembros. Existe una jerarquía dentro de la clase. El hijo del obrero de fábrica que llega a ser un ingeniero eléctrico se encuentra en el escalón más bajo; su hijo, que realiza estudios superiores y llega a ser un físico universitario, se encamina hacia eslabones más elevados, pero en cualquiera de los casos, la llave mágica es la oportunidad de adquirir educación» (J. K. Galbraith. La sociedad opulenta [The Affluent Society, 1958]. Opus cit., pág. 287).
184. «El sujeto alienado es devorado por su existencia alienada. Hay una sola dimensión que está por todas partes y en todas las formas. Los logros del progreso desafían tanto la denuncia como la justificación ideológica: ante su tribunal, la "falsa conciencia" de su racionalidad se convierte en la verdadera conciencia» (Herbert Marcuse. El hombre unidimensional [One-dimensional Man, 1954]. Planeta, Barcelona, 1993. Pág. 41).
185. Una de las consecuencias más señeras de la despersonalización y la enajenación contemporánea es la degradación del uso del ocio y el menoscabo de la comunicación interpersonal: «Las consecuencias de la enajenación son por cierto enormes. Cuando la organización y la finalidad del rol principal que uno asume en la vida —es decir, el trabajo— se controlan y motivan externamente, tanto el rol asumido como la vida misma tienden a transformarse en algo sin sentido. El desarrollo del carácter y la autoexpresión son distorsionados y desplazados por el entorno laboral y alcanzan sólo una realización mezquina a través de actividades realizadas en el tiempo libre. La consecuencia es el cinismo —hacia uno mismo, hacia los otros y hacia la sociedad» (R. C. Edwards, A. McEwan et al. «Un enfoque crítico de la enseñanza actual de la economía» [A Radical Approach to Economics: Basis for a New Curriculum. American Economic Review, pp. 352-363, 1970]. En P. Sweezy et al.: Crítica a la ciencia económica. Ediciones Periferia, Buenos Aires, 1972. Pág. 143).
186. W. Leontief. Análisis económico input-output [Input-Output Economics, 1966]. Orbis, Barcelona, 1988.
187. El segundo informe del Club de Roma (M. Mesarovic y E. Pestel. La Humanidad en la encrucijada. Opus cit., pág. 187) no hace incompatible el llamado «crecimiento cero» con lo que ellos llaman «crecimiento orgánico», que compatibilizaría el crecimiento positivo del mundo pobre con el crecimiento negativo (en el uso de los recursos) del mundo rico. Los autores consideran que el balance de ambos resultados sería una cifra positiva. Nosotros pensamos que un crecimiento planificado a escala mundial (por ejemplo, en el uso de ciertos recursos naturales, tal como estipuló la Conferencia de Río, de junio de 1992) podría garantizar un crecimiento coordinado del uso de los recursos que permitiese un balance cero a escala global.
Por otro lado, Alfred Sauvy rechaza este concepto porque estima que iría en detrimento del progreso técnico: «Como nuestra tecnología está en movimiento, la idea de estacionariedad está desprovista de significación, a menos de condenar (...) toda innovación, lo cual (...) sería renunciar a un arma esencial. Al vehículo que debe cambiar de camino, no se le suprime el motor» (Alfred Sauvy. Croissance zéro? Opus cit., pág. 262). Creemos innecesario rechazar este argumento: se descalifica por sí solo.
188. No nos resistimos a citar este famoso pasaje de J. S. Mill, que a diferencia de otros economistas clásicos no evidenciaba ningún desagrado hacia el llamado estado estacionario*: «Confieso que no me agrada el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar; y que el pisotear, empujar, dar codazos y pisarle los talones al que va delante, que son características del tipo actual de vida social, constituyen el género de vida más deseable para la especie humana; para mí no son otra cosa que síntomas desagradables de una de las fases del progreso industrial (...) Pero la mejor situación para la naturaleza humana es aquella en la cual, mientras nadie es pobre, nadie desea tampoco ser más rico ni tiene ningún motivo para temer ser rechazado por los esfuerzos de otros que quieren adelantarse» (J. S. Mill. Principios de economía política. Opus cit., pág. 641). Este economista, anticipador en tantos aspectos (feminismo, moderna noción de igualdad de oportunidades...) también lo fue en lo que se refiere al ideal de poner límites a la propiedad, para preservar el patrimonio natural, paisajístico y ambiental: a este respecto abogó abiertamente por la regulación del uso que se hace de los recursos naturales (Ibid., pág. 683).
189. «Por tanto, cuando decimos que el placer constituye un fin, no nos referimos a los placeres de los corruptos ni a los que se encuentran en la disipación —como creen algunos que ignoran o discrepan o interpretan capciosamente lo que decimos—, sino al hecho de que no haya dolor en el cuerpo ni perturbación en el espíritu» (Epicuro. «Carta a Meneceo», en Sobre la felicitat [300 a.C.]. Edicions 62, Barcelona, 1995. Pág. 15).
190. «Ves, pues, qué mala y funesta servidumbre tendrá que sufrir aquel a quien poseerán alternativamente los placeres y los dolores, los dominios más caprichosos y arrebatados. Hay que encontrar, por tanto, una salida hacia la libertad. Esta libertad no la da más que la indiferencia por la fortuna; entonces nacerá ese inestimable bien, la calma del espíritu [ataraxia] puesto en seguro y la elevación» (Séneca. Sobre la felicidad [De vita beata, 58]. Alianza, Madrid, 1997. Pág. 51).
191. «Porque lo que lleva a una vida feliz no son los banquetes y saraos continuos, ni las delicias de chicos y mujeres, ni las de los pescados y todas las otras cosas que ofrece una mesa refinada, sino el razonamiento sobrio, que analiza las causas de cada elección y de cada rechazo y erradica las opiniones, que son la causa de la perturbación más grande que se impone al espíritu» (Epicuro. Opus cit., pp. 15-16).
192. «Se ultraja a sí misma [el alma del hombre], cuando es vencida por el placer o el dolor» (Marco Aurelio. Meditaciones [Ta eis beautón]. Alianza, Madrid, 1996. Pág. 34). «Pues, por lo que se refiere al placer, aun cuando se difunda por todas partes en torno nuestro y se insinúe por todas las vías, y halague el ánimo con sus caricias y acumule unas tras otras para seducirnos total o parcialmente, ¿qué mortal a quien quede algún vestigio de ser hombre querría sentir su cosquilleo día y noche y abandonar el alma para consagrarse al cuerpo?» (Séneca. Opus cit., pág. 52).
193. La coincidencia de ambas doctrinas en sus puntos más esenciales la reconoce tácitamente Séneca cuando afirma: «Yo mismo soy de la opinión (lo diré a pesar de nuestros partidarios) de que los preceptos de Epicuro son venerables, rectos y, si los miramos más de cerca, tristes: pues reduce el placer a algo escaso y mezquino, y la ley que nosotros asignamos a la virtud, él la asigna al placer: le ordena obedecer a la naturaleza; pero es poco para la sensualidad lo que para la naturaleza es bastante (...) Por esto no diré, como la mayoría de los nuestros, que la escuela de Epicuro es maestra de infamias, sino que digo: tiene mala reputación, tiene mala fama, y no la merece» (Ibid., pp. 69-70).
194. «Para usar un ejemplo... la mera supresión de todo tipo de anuncios y de todos los medios adoctrinadores de información y diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático en el que tendría la oportunidad de sorprenderse y de pensar, de conocerse a sí mismo (o más bien a la negación de sí mismo) y a su sociedad. Privado de sus falsos padres, guías, amigos y representantes, tendría que aprender su vocabulario otra vez. Pero las palabras y frases que formaría podrían resultar muy diferentes, y lo mismo sucedería con sus aspiraciones y temores» (H. Marcuse. El hombre unidimensional. Opus cit., pág. 274).
195. «La gente no necesita coches inmensos; necesita respeto. No necesita armarios atestados de ropa; necesita sentirse atractiva y requiere excitación, variedad y belleza. La gente no necesita entretenimientos electrónicos; necesita hacer con sus vidas algo que valga la pena. Estos son sólo algunos ejemplos. La gente necesita identidad, comunidad, retos, reconocimiento, amor, alegría. Intentar rellenar estos huecos con objetos materiales es desatar un apetito insaciable de falsas soluciones para problemas reales que nunca se satisfacen. El vacío psicológico resultante es una de las principales fuerzas que se encuentran detrás del deseo de crecimiento material. Una sociedad que puede admitir y articular sus necesidades inmateriales y hallar formas inmateriales de satisfacerlas, requeriría un nivel mucho menor de insumos globales materiales y energéticos y sería capaz de proveer niveles mucho mayores de satisfacción humana» (D. H. y D. L. Meadows y J. Randers. Más allá de los límites del crecimiento [Beyond the Limits, 1991]. EL PAÍS-Aguilar, Madrid, 1993. Pág. 256).
196. Sebastián Dormido («La sociedad tecnológica», sección tercera de Sociedad y nuevas tecnologías. Trotta, Madrid, 1990. Pp. 129-136) va un poco más allá y transforma el concepto «tecnologías intermedias» en el de «tecnología adecuada», es decir, la que «crea un proceso de autorreforzamiento interno de la propia comunidad», soportando «el crecimiento de las actividades locales y el desarrollo de las capacidades endógenas tal como lo decide la sociedad en la que se va a incardinar».
La evaluación del carácter adecuado (o no) de la tecnología vendrá dada por la elección política entre soluciones alternativas: maximizar la renta nacional (tecnologías eficientes en productividad) o la creación de puestos de trabajo (tecnologías intensivas en mano de obra). De todos modos, según el autor, en los países menos desarrollados, no cabe adoptar una postura imitativa de las políticas tecnológicas más avanzadas: es necesario respetar su tradición cultural, los valores imperantes y sus carencias (educacionales, de capacitación, infraestructurales) intrínsecas. Como máxima prioridad estaría desarrollar los recursos humanos del país.
197. No basta con aceptar la necesidad de este transvase de capital desde el Norte hasta el Sur; hemos de decidir también en qué invertimos este capital. Nosotros consideramos un grave error emplear un flujo escaso de capital en proyectos capital-intensivos, del modo como aboga Samir Amin: «Los países que se han industrializado tardíamente respecto a otros han tenido, efectivamente, ritmos más rápidos de crecimiento, tanto en la productividad como en el empleo cada vez que han dado prioridad en su desarrollo a las industrias más avanzadas apelando a las técnicas más avanzadas. Por regla general, en una economía subdesarrollada no es posible realizar opciones diferentes de las que se realizarían en un país ya bien industrializado; hay que elegir la técnica más eficaz, la que maximice el excedente con los niveles de remuneración de los factores efectivamente practicados» (Samir Amin. El desarrollo desigual [Le développement inégal, 1973]. Fontanella, Barcelona, 1975. Pág. 222). Más adelante aduce que la introducción en la periferia de ramas ligeras, junto con la priorización de las actividades terciarias y exportadoras, perpetúa la integración asimétrica de los países subdesarrollados en el mercado mundial (Ibid., pág. 279).
Pero la experiencia ha demostrado que las consecuencias fácticas de la introducción de industrias capital-intensivas en el Tercer Mundo son: 1) la pervivencia de un alto desempleo; 2) la acumulación de un éxodo rural y la eliminación de industrias artesanales laboral-intensivas; 3) un desajuste entre lo que el mercado produce y lo que puede consumir efectivamente; 4) una subutilización crónica de tales invenciones; y 5) una ineficiencia y derroche al producir con mayores costes productos más económicos en el mercado mundial (Yves Lacoste. Los países subdesarrollados Opus cit., pág. 113).
Por último, cabe señalar otro peligro de la financiación Norte-Sur: su carácter condicionado. A este respecto, el Banco Mundial, en su informe «Las perspectivas económicas mundiales y los países en desarrollo» (véase Colom, O. y Espejo, J. L.: «L'altra cara de la "cooperació internacional per al desenvolupament"», en Arguments i Propostes número 2, 1993) advertía que un 53% de la ayuda al desarrollo estaba condicionada. El coste directo de esta ayuda (es decir, el coste de la compra de mercancías a través de ayudas condicionadas, a precios superiores a los de mercado) no bajaría del 15% de la ayuda, a lo que se ha de añadir otra serie de costes indirectos. Por lo que se refiere a los capitales facilitados por entidades privadas, no es desdeñable el añadido de las primas de riesgo* sobre el coste habitual de dichos capitales.
198. El desarrollo de los países actualmente atrasados no tiene por qué imitar las pautas de desarrollo occidentales (el planeta no soportaría unos ritmos de crecimiento mundiales equivalentes a los de los países más industrializados). Si en lugar de emplear el concepto P.I.B. per capita
empleamos el llamado Índice de Desarrollo Humano (I.D.H.), ideado por las Naciones Unidas para medir los niveles de bienestar efectivos (éste engloba tres indicadores: longevidad, alfabetización y renta per capita ajustada al poder de compra de cada país), nos acercaremos a una unidad de medida más «sostenible» de los progresos del desarrollo del mal llamado Tercer Mundo.
Este ajuste permite valorar que, en términos de desarrollo humano y de calidad de vida, Malasia es un país con un índice de desarrollo (en unidades I.D.H.) sólo un 18% más bajo que Suecia, mientras que utilizando el P.I.B. per capita sería un 90% inferior. Es decir, en este caso, un ingreso de 1.000$ per capita utilizado adecuadamente en educación y en salud, ubicaría a este país en los primeros puestos del índice I.D.H., al lado de países con ingresos de 20.000$ por persona. Lo dicho no pretende justificar las disparidades de riqueza, sino relativizarlas en atención al objetivo último de comparar niveles de calidad de vida, que por lo dicho no son equiparables a niveles de consumo.
W. W. Rostow, en Las etapas del crecimiento económico [The Stages of Economic Growth. A Non-communist Manifesto, 1960] (editado por el Ministerio de trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1993), es un ejemplo del paradigma de desarrollo «cuantitativista» que tiene como modelo a los países hoy en día más rapaces en materia de extracción, derroche y dilapidación de recursos (los «países más desarrollados» según la jerga al uso). Este modelo consta de cinco fases de desarrollo desde la etapa preindustrial hasta la plenamente desarrollada: 1) sociedad tradicional, 2) condiciones previas para el despegue, 3) el despegue, 4) la marcha hacia la madurez; y 5) la era del consumo de masas.
Según este autor, la condición básica para el despegue de una sociedad atrasada es la posesión de capital dirigido a los sectores de mayor productividad: «¿Qué podemos decir, pues, en general, de la oferta de fondos durante el período de despegue? En primer lugar, parece necesario, como condición previa, que el excedente que le queda a la comunidad una vez alcanzado el nivel de consumo de masas no pase a manos de quienes lo esterilizarían atesorándolo, gastándolo en bienes de lujo o realizando inversiones de escasa productividad. En segundo lugar, parece necesario, como condición previa, que se creen instituciones que suministren un capital circulante barato y adecuado. En tercer lugar, parece necesario, como condición previa, que uno o más sectores de la comunidad crezcan rápidamente, provocando un proceso más general de industrialización, y que los empresarios de esos sectores reinviertan una proporción significativa de sus beneficios en nuevas inversiones productivas; una de las versiones posibles y repetidas del proceso de reinversión es la inversión de los ingresos procedentes de un sector de exportación que esté experimentando un rápido crecimiento» (Ibid., pág. 105).
No seríamos justos si no admitiésemos que este mismo autor no pretendió de ningún modo generalizar su modelo de desarrollo (Ibid., pág. 53). A pesar de todo, queda clara la visión unidimensional del concepto «desarrollo», que identifica con el crecimiento masivo de los medios de producción y está alejado del concepto «tecnologías intermedias» (más propio de países con escaso capital físico y abundantes recursos humanos) y de «calidad de vida» en el sentido cualitativo (educación, trabajo y salud), no cuantitativo (consumo de masas, derroche) del término. No obstante, este mismo autor reconoce que el concepto tradicional (Robert Solow) de crecimiento no engloba la riqueza y complejidad de los recursos humanos. De aquí que contraponga un supuesto enfoque «orgánico» de crecimiento a uno «neo-newtoniano» clásico (Ibid., pág. 316).
199. El primer informe del Club de Roma (D. H. y D. L. Meadows, et al. Los límites del crecimiento [The Limits to Growth, 1972]. Fondo de Cultura Económica, México, 1972. Pág. 219) engloba dentro de las actividades de carácter cualitativo susceptibles de crecimiento ilimitado las siguientes: la educación, el arte, la música, la religión, la investigación científica básica, los deportes y las interacciones sociales.
200. He aquí un ejemplo de esta interpretación: Fritz Machlup define el desarrollo como «los cambios en la utilización de los recursos productivos cuyo resultado es un crecimiento continuo y virtualmente ilimitado del ingreso nacional por habitante en una sociedad cuya población aumenta o permanece estable» (J. Attali y M. Guillaume. El antieconómico. Opus cit., pág. 138).
201. J. M. Keynes. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Pág. 333.
202. Robert Lekachman. «Utilidad actual de Keynes» [Encounter, Desember 1963, pp. 34-43], en Crítica a la economía clásica, Ariel, Madrid, 1972. Pág. 214.
203. J. M. Keynes. Opus cit. Pág. 334.
204. Mark Blaug, en La teoría económica actual (Opus cit., pp. 716-717) remarca las dos facetas del interés: su significación real y su significación monetaria. La primera (significado real) lo identifica con el rendimiento puro del capital, con la recompensa por abstenerse del consumo corriente (la espera), o como un precio relativo; la segunda (significado monetario) lo identifica con el precio del dinero (precio absoluto) o con la recompensa por renunciar a la liquidez (noción de Keynes). En definitiva, la concepción monetarista (interés como recompensa por renunciar al atesoramiento) implica que la cantidad de dinero inyectada por las autoridades monetarias o la preferencia por atesorar (o ambas circunstancias simultáneamente) determinan el precio (absoluto) del dinero, siendo un factor activo (o causa) en el mercado monetario que influye decisivamente en el circuito económico (representado en el modelo IS-LM).
Nuestra interpretación, en cambio, se inclina por el concepto de interés influido por el cambio técnico, el rendimiento del capital y los cambios en la preferencia temporal por el consumo o la inversión (dentro de los mercados de bienes), lo que afecta a las decisiones de ahorro, a la inversión, a los precios relativos y, por supuesto, a la tasa de interés (interés como «efecto» de los cambios en la eficiencia productiva). A este respecto, hacemos nuestra la concepción clásica del interés, expresada por David Hume: «Un beneficio escaso en el comercio induce a los comerciantes a aceptar con menos repugnancia un interés módico, cuando dejando los negocios quieren gozar de la comodidad y del reposo.
Después de esto, es inútil preguntar cuál de estas dos cosas, interés módico o módico provecho, es la causa o el efecto. Tanto uno como otro son producto de la extensión del comercio y se sostienen mutuamente (...) Un comercio extenso, produciendo grandes capitales, disminuye igualmente el interés y el beneficio, correspondiéndose siempre la disminución de uno con la rebaja proporcionada del otro (...) El interés es el verdadero barómetro del Estado y que su modicidad es la señal infalible de la situación floreciente de un pueblo» (David Hume. Ensayos políticos. Opus cit. Pp. 96-97). También: «La mayor o menor cantidad de dinero en un Estado no tiene influencia alguna sobre el interés. Por el contrario, es evidente que la mayor o menor cantidad de mano de obra y de mercancías debe ejercer un gran influjo porque realmente estas cosas son las que buscamos cuando tomamos dinero a interés» (Ibid., pág. 99).
205. Ante la confianza hacia los precios como mecanismo autorregulador en materia de deseconomías, E. J. Misham objeta lo siguiente: «Una de las pretendidas virtudes del sistema de precios, en comparación con el sistema de decisiones basadas en los votos de la mayoría, es la de que un sistema de precios que funcione adecuadamente es sensible a los gustos de la minoría. Incluso en el contexto en que normalmente se entiende esta generalización, su veracidad depende ampliamente de la organización del mercado y de la tecnología existente. Sin embargo, una vez que se ha alcanzado aquella fase del desarrollo económico a partir de la cual la generación de deseconomías externas entre en competencia con la generación del producto nacional, los deseos de las minorías —e, incluso, de las mayorías— son ignorados cada vez más por el sistema de precios de la empresa privada. Entonces, tan sólo el poder político puede remediar esta injusticia social mediante la intervención del gobierno, directa e indirecta, y/o a través de una legislación que establezca derechos a la apacibilidad [compromisos entre las partes]» (E. J. Misham. Los costes del desarrollo económico. Opus cit., pág. 77, n).
206. La fórmula del crecimiento explosivo no autorregulado mediante un mecanismo de retroalimentación negativa es asimilable al principio del interés compuesto, y tiene un carácter exponencial. El Club de Roma define así el principio de retroalimentación positiva: «La teoría de la modelación dinámica indica que cualquier cantidad que crezca exponencialmente tiene de alguna manera relación con un circuito positivo de retroalimentación; algunas veces se le llama "círculo vicioso" (...) En un circuito positivo de retroalimentación se cierra una cadena de relaciones causa-efecto, de manera que el aumento de cualquiera de esos elementos iniciará una secuencia de cambios que resultará en un aumento todavía mayor del elemento que originalmente sufrió el cambio» (D. H. y D. L. Meadows, et al. Los límites del crecimiento. Opus cit. Pág. 50).
También: «Más capital crea más producto, alguna fracción variable del producto es inversión, y más inversión significa más capital. El nuevo y mayor monto de capital acumulado genera todavía más producto, y así progresivamente» (Ibid., pág. 61).
(...) «Los efectos de los rezagos [retardos] en el sistema dinámico sólo son graves cuando el sistema mismo está sufriendo cambios acelerados. Tal vez podamos aclarar esta afirmación con un ejemplo muy sencillo. Cuando manejamos un automóvil existe un rezago muy pequeño, pero inevitable, entre nuestra percepción del camino y nuestra reacción a él (...) Hemos aprendido a adaptarnos a sus rezagos. Sabemos que, a causa de ellos, resulta peligroso manejar a determinada velocidad (...)
Exactamente lo mismo sucede con los rezagos que aparecen en los circuitos de retroalimentación del sistema mundial, que no representaría problema alguno si el sistema creciera con lentitud o no creciera en lo absoluto (...) Bajo condiciones de rápido crecimiento aplicamos al sistema nuevas políticas y acciones mucho antes de que hayamos podido evaluar de manera adecuada los resultados de cambios anteriores. La situación es todavía peor cuando el crecimiento es exponencial y el sistema está cambiando con creciente rapidez» (Ibid., pág. 180).
En último término, el freno al crecimiento exponencial que está experimentando el mundo moderno es catastrófico: «En cualquier sistema finito debe haber frenos que actúen para detener el crecimiento exponencial. Estos frenos son los circuitos negativos de retroalimentación. Estos últimos se fortalecen a medida que el crecimiento se acerca a los límites últimos, o capacidad última de sostenimiento, del medio ambiente del sistema. Por último, los circuitos negativos equilibran o dominan a los positivos, poniendo fin al crecimiento. En el sistema mundial los circuitos negativos de retroalimentación implican procesos como la contaminación ambiental, el agotamiento de los recursos no renovables y el hambre» (Ibid., pág. 196).
Cabe decir que en Economía el papel de la retroalimentación negativa (termostato) lo ejercería el mecanismo de los precios relativos y el Estado. Ya hemos visto que la efectividad real de tales estabilizadores es imperfecta.
207. «La razón a la supuesta negativa a la segunda pregunta [¿debemos esperar hasta que los avisos de peligro sean inminentes y entonces actuar?] es la presencia de demoras en el sistema mundial que requieren acciones de naturaleza "anticipatoria" más que de "retroalimentación", es decir, las acciones deben tomarse incluso antes de que los síntomas sean completamente obvios, pues de lo contrario será demasiado tarde» (M. Mesarovic y E. Pestel. La Humanidad en la encrucijada. Opus cit., pág. 103).
208. Ministerio de Industria y Energía. España en Europa: un futuro industrial. Opus cit. Pág. 113.
209. El darwinismo social estipula que las leyes de la sociedad se han de ajustar a las leyes de la Naturaleza, que anteponen la adaptación de los más aptos: «El mandamiento "comerás el pan con el sudor de tu frente" es sencillamente el enunciado cristiano de una ley universal de la naturaleza, ley a que debe su estado actual de progreso la humanidad y por la cual cada criatura incapaz de bastarse a sí mismo debe perecer» (Herbert Spencer. El individuo contra el Estado [Man versus State, 1884]. Júcar, Madrid, 1977. Pág. 28). «Si los beneficios recibidos por cada individuo fuesen proporcionales a su inferioridad, si, por consiguiente, se favoreciese la propagación de los individuos inferiores y se entorpeciera la de los mejor dotados, la especie degeneraría progresivamente, y desaparecería bien pronto ante la especie que compitiese y la que luchase con ella» (Ibid., pág. 78). «La pobreza de los incapaces, la angustia de los imprudentes, la miseria de los holgazanes, ese soterramiento de los débiles por los fuertes obedece a los decretos de una benevolencia [providencia] inmensa y preciosa» (Ibid., pág. 81). Para mitigar este sufrimiento, Spencer ve lícita una simpatía espontánea que ligue a los hombres, aun sus consecuencias funestas para la «marcha natural de las cosas». Lógicamente, esta «simpatía» tendría carácter individual, voluntario y espontáneo.
210. «En lo que concierne a la inteligencia humana, no se ha considerado bastante que la invención mecánica ha constituido su primer paso esencial, que aún hoy día nuestra vida social gravita en torno a la fabricación y utilización de instrumentos artificiales, que los inventos que jalonan el camino del progreso han trazado así su dirección. Nos cuesta trabajo darnos cuenta de ello, porque las modificaciones de la humanidad se retrasan, de ordinario, con respecto a las transformaciones de los utensilios. Nuestros hábitos individuales e, incluso, sociales sobreviven mucho tiempo a las circunstancias para las cuales se produjeron, de modo que los profundos efectos de un invento se dejan sentir cuando ya hemos perdido de vista su novedad» (Henri Bergson. La evolución creadora. Opus cit., pág. 130).