La Transformación Social - 2

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. asimsimo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


   

1. Los factores de producción

        El análisis económico clásico tenía en sus inicios tres sólidos pilares: Naturaleza, capital y trabajo. Sus discípulos lo fundamentaban en una esencia común: el valor. Éste era el patrón que servía como base de referencia para categorizar y medir los fenómenos de carácter económico. Para los economistas de la primera y segunda generación (los llamados «clásicos») el trabajo (el valor «trabajo») era el patrón de medida utilizado convencionalmente para dar coherencia y unificar estos tres factores.
          La Naturaleza sería aquella «materia primera» a la cual todavía no se le ha impreso una manipulación en forma de trabajo humano. El capital tendría una doble caracterización: como Naturaleza ya transformada o en proceso de transformación, o como instrumento para tranformar más materia primera. El trabajo, según Marx, sería tanto una plasmación (la acción y el proceso de manipular o dar forma a la Naturaleza a través de útiles, la fuerza bruta animal, las propias manos o la inteligencia) como una capacidad o, dicho con otras palabras, una reserva de fuerza de trabajo, que es trasunto de unas determinadas aptitudes físicas, psíquicas o intelectuales (depositaria de una experiencia o cualificación).

          (Notemos que las primeras generaciones de pensadores económicos obviaron el valor intrínseco de la Naturaleza, como fuente de todo bien o riqueza más allá de su productividad económica: es decir, como fuente de vida. Si bien los fisiócratas daban a la tierra el valor de fuente de riqueza económica, reconociendo el carácter limitado de la tierra fértil, y los clásicos introdujeron el principio de los rendimientos marginales decrecientes —David Ricardo—, tanto unos como otros ignoraron que la Naturaleza es un sustrato vital más allá de su valor económico intrínseco. Por lo tanto no existía una consciencia de los «límites» naturales, lo que es ostensible al conocer su interpretación de crecimiento: con carácter ilimitado y acumulativo. Sería mucho después cuando se incorporaría el «valor sostenibilidad» a la función social de producción —entendamos, no sólo como fuente de «recursos económicos», sino como fuente de vida y calidad de vida—, aunque de manera parcial e intuitiva. 

         En otras palabras, más técnicas, podríamos afirmar que el factor «Naturaleza», es decir, el que incorpora los recursos naturales, renovables o no, económicos o no (los llamados «bienes libres»), ha sido marginado del análisis económico, al tener carácter de valor de uso*, y no el valor de cambio* de los llamados bienes económicos.)

         La cosmovisión clásica del hecho económico, como toda teoría que sea digna de tal nombre, parecía lógica, coherente, simple y redonda. Se la podría calificar, a partir de una fácil analogía, como un triángulo plano con tres lados iguales, pues ninguno de ellos podría considerarse la base fundamental sobre la que descansa el triángulo (es decir, ninguno de estos factores, al menos por lo que se refiere al hecho económico, sería más «fundamental» que cualquiera de los otros dos). Efectivamente, si bien el trabajo es aquel factor que sumándolo a la Naturaleza se convierte en capital (o que sumándolo al capital deviene un bien de consumo, u otro bien intermedio), en último término, ¿no es razonable pensar que la Naturaleza es el fundamento del capital y del trabajo? (en el primer caso, como materia primera, y en el segundo, como fuerza de trabajo, que no es más que una fuerza bruta a la cual se le ha sumado la inteligencia humana), ¿y no es cierto asimismo que la Naturaleza y el trabajo podrían ser considerados —como de hecho hacía León Walras en sus Elementos de economía política—, según el uso que se les de, como bienes de capital? (1).

           (Aquí se hace necesaria una acotación. No es nuestra intención convertir estas páginas en una «breve historia de la Economía», sino la de ilustrar unas consideraciones que servirán de nexo conductor en todo este trabajo. Por un lado, la economía es de una infinita complejidad, y no se la puede reducir a unos formalismos simplistas: por ejemplo, está claro que esta interpretación se refiere al hecho económico desde una óptica productiva, y por tanto relega a un segundo término todo lo que se aleja del proceso de asignación de recursos tangibles o intangibles, y en consecuencia a todo lo que de especulación o ingeniería financiera o cambiaria hay en la economía. Ésta será otra constante en nuestro análisis: nos ocuparemos fundamentalmente de la economía real, es decir, de aquella que produce y asigna bienes tangibles, sin que ello haya de suponer ignorar que hay una parcela del hecho económico que se reduce a traficar con papel —a veces, con simples anotaciones en la memoria de un ordenador— o con los llamados «bienes intangibles».)

          Pero, si bien esta teoría es atractiva, autosuficiente y razonable, padece de un grave defecto: su abstracción. Podría ser un bonito objeto de dispersión intelectual, pero no cumple con un requisito básico para poseer entidad científica: la capacidad de efectuar prognosis*, o al menos de explicar los hechos económicos con una cierta anticipación y concreción. Más que una teoría económica es una especulación metaeconómica. ¿Cuál es su debilidad? Antes hemos caracterizado esta visión como un triángulo plano, y no lo hemos hecho sin una intención.

          Como toda abstracción, esta visión no capta más que una intuición, una idea incorpórea; no tiene materia ni masa: es ingrávida. Ello no quiere decir en absoluto que sea falsa, ni tan sólo que sea espuria, pues estableció los cimientos y la estructura básica de aportaciones posteriores. Razonémoslo: antes hemos hablado del valor como de un concepto abstracto, como una convención que serviría de pauta y baremo para medir y calificar todo hecho económico. Desde el siglo XVIII se estableció que la materialización de este valor, su naturaleza tangible, venía dada por el trabajo.

          Pero a partir de aquí comenzaron los problemas: ¿cuál es la unidad de medida del trabajo, la hora (estándar)-trabajo, una fracción (estándar)-trabajo que se podía combinar o acumular en función del valor (trabajo) del trabajo de cada individuo...? Y más allá de este problema: ¿cómo se pasa del valor (trabajo) al precio de los productos; cuál es el valor (necesario) que determina la plusvalía (o explotación) del factor capital (o trabajo); el beneficio es el «premium» al trabajo del capitalista (o a la gestión del rentista) o es simplemente el residuo que hay entre el precio (de mercado) y el valor (trabajo)...? Vemos que la carencia de materialidad del valor (trabajo) fue un obstáculo insalvable para que esta visión (o cosmovisión) clásica se asentase.

          Sin embargo, la teoría del valor era una primera aproximación, fecunda y atractiva, que no degeneró en un callejón sin salida en la evolución de las ideas económicas. El «valor» es una idea intuitiva de gran atractivo pero con una carencia insalvable: como diría alguien, la teoría clásica era útil como ejercicio o dispersión intelectual, pero inservible para gestionar el día a día de la actividad económica, sea de una empresa o de un país.

          Una primera objeción contra su hegemonía conservaba el envoltorio pero desestimaba el contenido. La teoría marginalista* (o neoclásica) rechazaba el patrón de medida (el trabajo) pero aprovechaba la estructura (el concepto valor). Según esta teoría no era el trabajo aquello que daba valor a las cosas, sino la utilidad para quien las consumía. Este concepto, si bien puede parecer trivial, fue revolucionario pues permitía efectuar mediciones y cuantificaciones, e incluso plasmarlas gráficamente en diagramas. La teoría marginalista, al menos, permitía conocer la «curva de estado» de las principales variables económicas: la oferta y la demanda.

            (Recordemos que, en esencia, el marginalismo señala que un bien económico tendrá más o menos valor en función de: 1) el nivel de satisfacción de las necesidades del consumidor; 2) su elasticidad-precio*; 3) su elasticidad-renta*; y 4) el nivel de saturación de la oferta. Por lo cual, aquí el valor* es equiparable al precio* de mercado, que asimismo se descompone en dos variables que se oponen: costo y beneficio.)

          Para la teoría marginalista ya no hay una abstracción —denominada valor-trabajo— que a modo de ápeiron* griego dote de consistencia espiritual a todo bien económico (en forma de trabajo-acumulado). El valor-precio de un producto viene dado por el juego geométrico-predectible de las curvas de la oferta y la demanda (y de costos y beneficios marginales). No obstante, aún se seguía buscando aquel «estado de perfección» que dotase a la economía de armonía y equilibrio. La Economía pasó de un estado-fetiche a un estado-oráculo (2). La Economía fue divinizada, canonizada y elevada a los altares. En un período (como fue aquel que comprende desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta la primera guerra mundial) de una progresiva y paulatina pérdida de optimismo racionalista y cientifista, la Economía (como doctrina pretendidamente científica) atravesó su etapa dorada, de máximo esplendor.

          De esta manera se llegaron a defender postulados tan discutibles como aquel del óptimo de Pareto*, de la competencia perfecta, o de la ley de Say*, que redundaban en una misma idea: la del equilibrio de los factores, o dicho con otras palabras, la del carácter transitorio de los desequilibrios. Como acostumbra a pasar, lo que comenzó como un nuevo paradigma superador degeneró en escolasticismo académico con evidentes pretensiones legitimadoras del statu-quo existente en ese momento, por más que posteriormente se introdujese el concepto Economía Positiva*, un burdo subproducto de la Economía neoclásica (3).

          No caeremos en la fácil tentación de desembocar en la integración keynesiana del neoclasicismo* (lo que Samuelson llamaría la «síntesis keynesiana del neoclasicismo»), que es la que ha predominado hasta hace bien poco tiempo. Y aun menos de hacer una excursión por la tierra-de-nadie ideológica que impera hoy día. Pero sí sería conveniente extraer las ideas principales de esta sinopsis histórica que hemos esbozado aquí.

         Durante este trayecto diacrónico hemos observado cómo lo que comenzó constituyendo las tres substancias elementales del cuerpo económico (a la manera de las cuatro substancias de la materia que señaló Empédocles), es decir, la Naturaleza, el capital y el trabajo, y su plasmación teórica (el valor-trabajo), fue evolucionando hacia niveles teóricos de mayor concreción y comprehensión matemática y gráfica (es decir, no intuitiva), sin que como consecuencia de ello perdiesen pertinencia en la mencionada valoración de los hechos económicos.

          De la misma manera que en ciencias naturales las materias no intuitivas (fácilmente cuantificables) son válidas para dibujar los rasgos fundamentales de los fenómenos, pero por otro lado son inadecuadas para encadenar fenómenos evolutivos (y para explicar el cambio), y que por otro lado están apareciendo campos de estudio de carácter intuitivo (como la teoría de las bifurcaciones, de las catástrofes, o de la autoorganización...) que sí pueden cuanto menos observar el cambio, con el precio de una inevitable abstracción y simplificación de los modelos, en las ciencias sociales (y especialmente en Economía) son únicamente los estudios intuitivos los que explican el cambio, aunque lo que ganan en dinamismo lo pierden en concreción (4). La Naturaleza tiene una apariencia lógica (mecánica), pero se comporta con una increíble complejidad. Si consiguiéramos explicar la verdad, y además predecirla, dejaríamos de ser seres humanos para pasar a ser dioses.

          En las páginas que siguen, en esta primera sección, trascenderemos el paradigma económico actual para incidir en aspectos que éste ha soslayado hasta el momento: la incardinación del valor de los recursos naturales en el análisis económico, el análisis del cambio tecnológico (con una especial incidencia en las tecnologías ligeras e intermedias, elementos menospreciados o tenidos poco en cuenta en la concepción productivista actual), el impacto de este último en el mundo del trabajo, el cambio de las relaciones laborales dentro de la empresa (de las relaciones por fusión a las relaciones por asociación), u otros aspectos que conciernen a la organización y las estrategias empresariales. Evidentemente, ello supone una visión holística*, integrada, que sin embargo se fundamenta en una perspectiva empírica y práctica. Pero antes de entrar en materia, subrayaremos ciertas preocupaciones básicas que pasamos a apuntar.

 1.1. La consistencia de lo incorpóreo

          El sabio Platón decía que la realidad de las cosas —su esencia— es aprehensible por la mente. En definitiva, que en nuestro interior encontramos el ser ideal de las personas, de las manzanas o de las sillas, y que lo que nosotros observamos no es más que su apariencia —imperfecta— exterior. Leibniz (y anteriormente Zenón de Elea) nos indujo a pensar que una circunferencia es algo más que un polígono regular de infinitas caras, o que una línea es algo más que infinitos puntos amontonados y encajados formando fila india. Lumière demostró que la cinematografía (de cinemático: en movimiento) es algo más que una secuencia de imágenes sucesivas (5).

          Actualmente, un economista recoge un puñado de datos en bruto, los introduce en una procesadora de información (un ordenador) y de aquí extrae un reguero de puntos sucesivos, que conviene en llamar «tendencia» (o línea de regresión, cuando busca correlaciones). Esta «tendencia» no es más que una línea sucesiva de puntos que induce a pensar en una cierta evolución de los fenómenos. Pero al margen de que estos fenómenos puedan estar sesgados por unas fuentes estadísticas incorrectas, esta «tendencia» no señala más que la-lógica-de-los-hechos-en-un-momento-dado, a partir de unas bases y una coyuntura* determinada.

          ¿Ello qué indica? Ni más ni menos que el economista, desgraciadamente, asume el papel del galgo que persigue la liebre mecánica, en un circuito prefijado de antemano, sin alcanzarla nunca. Y ello es así porque el geniecillo de la Historia siempre se avanza a los «hechos», y desde la lejanía de la antelación, ve cómo siguiendo la «tendencia» los hombres vamos mirando el horizonte sin atender al suelo que pisamos: así, una vez y otra, vamos tropezando —no en la misma piedra, sino...— en piedras sucesivas, que son aquellas que posteriormente han de señalar los puntos del diagrama que dibujarán posteriores —y sucesivas— tendencias.

          De tal forma sucede que estamos inundados de información y somos incapaces de ni siquiera sospechar lo que sucederá mañana. Así, una vez y otra las crisis nos abruman, los informes de previsión son «corregidos» o «actualizados», y aquí —según los políticos y académicos— no pasa nada. La «tendencia» de mañana acaba equivaliendo a la «tendencia» de ayer corregida por la «coyuntura» de hoy (6).

          Tras esta excursión crítica se hace necesario reseguir el hilo argumental que iniciamos páginas atrás. Efectivamente, como consecuencia de la visión racionalista-materialista vulgar que impera, todo se reduce a coyunturas, evaluaciones, tendencias y correlaciones que en términos optimistas no son más que una gruesa aproximación de la evolución real de los fenómenos. Desde el minúsculo nicho de cada actor económico (para no hablar de los vigías que otean el horizonte económico) es muy posible que todavía pueda ser aprehensible la dinámica de los hechos inmediatos, pero es más improbable que se sea consciente de su incidencia real en el conjunto de la economía.

          (La planificación económica se ha confundido en demasiadas ocasiones con el establecimiento de unos objetivos económicos intermedios —muy alejados de las posibilida­des reales o de horizontes intergeneracionales—, o con la instrumentalización de unos recursos teóricos pretendidamente «científicos»: los llamados modelos económicos*, la investigación operativa, etc. Sin menoscabo de la llamada Economía cuantitativa, en todo aquello que tenga de riguroso, nosotros abogamos por la implementación de políticas —que atienden a fines— que se basan en el principio de proyectar en el futuro objetivos de maximización de bienestar, preservación de recursos —intergeneracionalidad—, universaliza­ción de derechos económicos y sociales —igualdad de oportunidades—, o de eficiencia en la obtención de resultados económicos. Por lo tanto, una planificación «formal» ha de tener un carácter sostenible, en atención a unos recursos dados y a un escenario de posibilidades reales. La Economía como ciencia aplicada ha de estar subordinada al servicio del bienestar general e intergeneracional.)

          De la misma manera que un punto no es consciente que —juntamente con otros puntos sucesivos— forma una línea, un actor económico no es consciente de que su acción —juntamente con la de otros actores económicos— pueda tener un resultado imprevisible más allá del diseño estratégico de la acción que se propuso. Se dice que aquí reside la grandeza —y la miseria— del capitalismo (7). Efectivamente, el capitalismo es un gran equilibrador del libre juego de las fuerzas del mercado, con oscilaciones previsiblemente cíclicas y a veces inesperadas. El capitalismo autorregulado garantiza que el mecanismo del mercado (en definitiva, de los precios) establezca un juego limpio en el gran escenario económico.

          Pero, como hemos visto, ello es así en perjuicio de la controlabilidad de los procesos económicos. Sin un gran regulador es fácil que el mercado se polarice, se acelere o se enfríe de forma espasmódica, irregular o sincopada, con unos costes sociales inmensos. Por otro lado, dejado a su libre juego, es un gran destructor de los recursos naturales sin un correctivo automático (y además, con un retardo que puede ser fatal en la adopción de medidas estabilizadoras de los fenómenos).

          A partir de lo dicho, queda claro que la abstracción, lo intuitivo, puede que sea menos atractivo o espectacular, pero al menos supera a lo cuantitativo en capacidad de predictibili­dad, de dibujar siquiera aproximadamente la evolución de los fenómenos. En este sentido lo incorpóreo —intuitivo— supera a lo tangible —o cuantitativo— (8).

          Cuando hablamos de factores como la Naturaleza, el capital y el trabajo, aun siendo conscientes de que son sólo una caricatura de una realidad infinitamente más compleja, es porque reconocemos que con estas piezas tan elementales y primarias se establecieron las bases de un aparato de leyes económicas poderosas, aunque a nivel descriptivo. Estos factores son, entonces, la materia primera sobre la que descansa el edificio económico.

 1.2. El juego de los factores

          La Naturaleza nos alimenta, nos viste, nos transporta, nos solaza y nos sana; pero la Naturaleza, además, tiene un valor intrínseco, que trasciende la visión antropocéntrica dominante hasta nuestros días. La Naturaleza es un gran proveedor de bienes económicos, pero es también la fuente de toda vida digna de tal nombre. Por ello la Naturaleza es el factor suministrador de la economía y, al mismo tiempo, el principal factor limitador (9).

          La actual escolástica economicista ha subsumido a la Naturaleza en el papel de una reliquia primigenia; un nuevo marco teórico requiere, pues, un nuevo marco económico y social, con carácter sostenible. El capitalismo salvaje y depredador (que menoscaba el valor específico de la Naturaleza) no tiene futuro. Su concepción productivista topa con el equilibrio ecológico. Antes avanzábamos que el capital equivale a la suma de Naturaleza y trabajo (al margen de otras realidades que, como el capital financiero, humano o inmobiliario, no anulan el genuino concepto de capital productivo). Pero ésta no es una adición de suma cero. Según nos hace entender la termodinámica, cualquier hecho que requiera el gasto de energía y materia absorbe recursos limitados y produce externalidades, en forma de entropía* (o, en otras palabras, en forma de residuos energéticos o materiales de difícil o imposible reaprovechamiento).

          El ser humano es como un niño que intenta retener el agua con sus manos: una parte ciertamente la aprovecha —y apaga su sed—, pero la mayor parte la malgasta, y lo que es peor, la degrada e inutiliza (10). De tal manera el capitalismo —hoy día único sistema vigente en la mayor parte del planeta— tiene la responsabilidad de aprovechar convenientemente los recursos, pues éstos no son ilimitados ni eternos.

          El concepto economía sostenible* traduce una aspiración cada día más clamorosa: la de dejar a nuestros hijos un mundo al menos tan viable ecológicamente como el que conocemos hoy día. Ello en el mejor de los casos, a la vista de la inexorabilidad de la segunda ley de la termodinámica. La fractura actualmente existente entre Norte y Sur, que ciertamente se ha de cerrar (nos inclinamos por el concepto «desarrollo humano» más que por el de crecimiento acumulativo ilimitado en los países menos desarrollados), no debe legitimar el actual esquema depredador de los recursos naturales, en aras de supuestos objetivos de convergencia entre primer y tercer mundo.

          Los hechos demuestran que el remolino productivista de la doctrina económica todavía vigente (deseamos que por poco tiempo) encamina al sistema económico a una carrera desenfrenada hacia el crecimiento ilimitado. Hasta hace bien poco no se era consciente de las limitaciones ecológicas. La farfolla de estadísticas macroeconómicas nos impedía ver el suelo que pisábamos, de tal manera que, tropiezo tras tropiezo, nuestras heridas se hacían cada vez más ulcerosas.

          Pero simultáneamente a esta carrera suicida a ciegas se ha abierto un nuevo horizonte, que cuanto menos nos hace intuir el camino correcto. La Naturaleza, la base que nos alimenta (y viste, y transporta, y solaza, y sana) está todavía por descubrir. Pero su principal dimensión (sus límites) nos ha sido revelada. Aún estamos a tiempo para rectificar el ritmo y, todavía mejor, el camino.

          El capital, la segunda gran incógnita, ha experimentado mutaciones poderosas, de tal forma que hoy ya es difícil saber dónde acaba el capital y dónde comienza el management* (o viceversa), o dónde acaba la esfera de lo privado y dónde empieza la de lo público. Como precisaremos en el próximo punto, el concepto empresa es ambiguo, y todavía lo es más el de empresario. El capital se ha concentrado en las grandes multinacionales, se ha hecho gaseoso en los paquetes bolsarios y en los mercados de divisas, y se ha desparramado en pequeñas moléculas en el tejido del plancton social, que está constituido fundamentalmente por la pequeña y mediana empresa. El capital lo encontramos así en los tres estados básicos de la Naturaleza. Lo que no está claro es de si cuando hablamos de capital estamos hablando siempre de lo mismo.

          Nuestra tesis es la de que sí, que forma una misma sustancia. El capital, como hemos visto, no nace por generación espontánea. El capital es Naturaleza transformada. Su estado depende de su masa y de su densidad (es decir, de su volumen). Hoy día la economía ficticia donde nos movemos consiste en una gran timba que se soporta sobre papel (que a su vez se soporta sobre más papel, y así sucesivamente, hasta encontrar un remoto pedazo de materia, de Naturaleza —transformada o no— en definitiva, que dé consistencia a esta burbuja). La economía ficticia es por ello inestable, gaseosa y, en ocasiones, altamente inflamable (11).

          La pequeña y mediana empresa es líquida, dinámica y flexible, y encaja perfectamente en el recipiente económico. Al ser fluida no necesita ser troceada artificialmente, desgajada o injertada por imperativos de competitividad. Sin pretender caer en el tópico, en la medida de lo posible este trabajo pretende recuperar para el análisis el sustrato económico que vivifica y sostiene la economía real: es decir, una base económica fundamentada en la pequeña y mediana empresa (componente del plancton social). Ésta ocupa la mayor parte de la población activa, y produce la mayor parte del producto de los países desarrollados. Pero es asimismo la gran ignorada por parte de las políticas económicas neoliberales, que anteponen el capitalismo financiero y monopolístico a los demás estratos económicos.

          (La economía real —productiva— es el principal factor de asignación de recursos económicos, es decir, es el protagonista del primer eslabón en la cadena del flujo de la renta, donde el Estado ejerce un importantísimo papel en posteriores niveles de asignación —mediante la remuneración a sus propios trabajadores, y su papel económico— y reasignación de recursos —mediante políticas redistribuidoras—. Pero, en todo caso, la intervención del Estado, que se sitúa entre la renta factorial y la renta disponible, no se entiende sin la función social de la empresa como fundamental asignadora de recursos.)

          El trabajo, tercer gran factor, que puede crear obras sublimes del mismo modo que aberraciones indignas del género humano, se desvela como la otra gran incógnita. Si la toma de conciencia del valor de la Naturaleza ha producido la primera sacudida del edificio capitalista, ciertas transformaciones en el factor trabajo han zarandeado las mismas entrañas del cuerpo social. Tras decenios de avances continuos en materia social (los llamados «derechos adquiridos») hemos tomado conciencia de que actualmente gran parte de los que quieren trabajar no lo pueden hacer (y es más, que la «cultura del trabajo», así como los derechos sociales que le son consustanciales, como es el de la estabilidad y seguridad en el empleo, han sido brutalmente devaluados).

          ¿Ello quiere decir que el trabajo es un «bien escaso», como se afirma repetidamente? A lo largo de esta obra demostraremos que —sustancialmente— el trabajo no es un bien ni es escaso. No es un bien porque no se puede equiparar la potencia (o capacidad) de trabajar con un bien tangible (en todo caso, lo que es un bien es lo que ha sido manipulado por el acto de trabajar, con la intención de satisfacer una necesidad humana). Por otro lado, no es escaso porque mientras existan necesidades insatisfechas existirá un déficit de fuerza de trabajo. Y precisamente lo que indica la idoneidad de las políticas económicas de cara a fomentar el mercado de trabajo (donde se compra o vende fuerza de trabajo) es la capacidad de correlacionar las necesidades insatisfechas con la oferta de capacidades y aptitudes laborales de las personas que están al margen de la vida activa.

          (Como observaremos posteriormente, el Estado puede ser un elemento no tan sólo «estimulador» sino también «activador» de la generación de riqueza, a través de políticas de impulso a la autoorganización y la autoocupación de los recursos ociosos.)

          La economía no es más que el marco donde se asienta el juego de estos tres factores, y que tiene como objetivo satisfacer con bienes económicos —partiendo de unos recursos escasos— las necesidades de la sociedad. Hasta el presente, en que este axioma ha sido el hegemónico, no se han tomado en consideración los costos ecológicos planetarios que esta función de producción ha comportado. De tal manera, la relación de producción que ha predominado hasta ahora (capital/trabajo) ha de variar hacia una nueva armonía superadora (Naturaleza/economía sostenible).

          La economía sostenible se relaciona con la Naturaleza bajo una nueva perspectiva, desde el momento en que se reconoce que no es una fuente de recursos ilimitados. La Naturaleza se ha de administrar de tal modo que sea durable y universal, de la misma manera que tratamos de garantizar un patrimonio para el futuro de nuestros hijos. Los mecanismos de administración y reciclaje de los recursos escasos han de tener un carácter intergeneracio­nal, con horizonte indefinido.        

 1.3. Economía legal y economía real

          Cuando hablamos de estructuras productivas hemos de saber bien a qué nos referimos: a aquello que la doctrina oficial define como «economía productiva» (emergida, es decir, con un cierto marchamo de legitimidad), o a toda actividad económica que atienda a los principios de lucro y eficiencia (racionalidad económica), independientemente de su caracterización legal o social. Tal como expresamos en la figura 1, economía legal (u oficial) es la economía contabilizada por los aparatos estadísticos, la que se ajusta a las normativas y reglamentacio­nes vigentes, la que soporta el sistema impositivo que recae sobre las empresas y la que sirve de marco negociador en las relaciones productivas. La economía real (aquella que produce bienes y servicios reales) comprende todo ello y mucho más, pues no excluye ni la actividad económica sumergida, ni otra serie de actividades sociales que de una forma u otra inciden en el marco económico actual (éste, entre otros, sería el caso del trabajo doméstico: si bien es de difícil contabilización económica, tiene una indudable repercusión social; en todo caso, su valor económico global puede ser estimado imputando a todo ese conjunto social denominado «amas de casa», a través de los datos aportados por la encuesta de salarios, la Seguridad Social y la estadística nacional, la remuneración media del «servicio doméstico» como categoría laboral y profesional).

          (A este respecto obsérvese la figura 1. Aquí hemos incorporado una nueva categoría, que hemos denominado «economía ficticia». Ésta incluye por un lado las figuras financieras e inmobiliarias puramente especulativas, que no crean riqueza, sino que la multiplica —en base al mecanismo de la capitalización o de la expectación especulativa—, sirviendo de base para flujos líquidos en forma de créditos y capital —más o menos productivo—; en segundo lugar, flujos redistributivos de renta en base a fines; y, por último, los mecanismos subterráneos de creación ilícita de grandes concentraciones de riqueza, posibilitados por un esquema legislativo propicio a actitudes irregulares: inconsistencias y agujeros normativos, legislación del suelo, contrataciones públicas, mercadeo político y financiación ilegal de partidos políticos, con sus «favores políticos» correspondientes, monopolios ilícitos y exclusividades, fraude fiscal, etc. Es de destacar que la economía irregular tiene carácter regresivo e ilegal, pero que a menudo se sostiene sobre vacíos legales clamorosos o por supuestos normativos tergiversados, por lo que en parte —e implícitamente— pueden insertarse dentro de la economía —subterráneamente— reconocida.)

          La doctrina económica oficial ignora manifiestamente (por activa o por pasiva: es decir, por voluntad o por incapacidad) una buena parte de la actividad económica «real» del sistema económico, haciendo un ejercicio intelectual que podríamos denominar como «daltonismo político». Es decir, la doctrina económica oficial «reconoce» (rubrica y legitima) sólo una parcela de los hechos económicos, excluyendo todas las demás. Nosotros estamos tentados a creer que no es un problema de «falta de información estadística», sino de simple conveniencia política.

          El adagio popular dice lo siguiente: «ojos que no ven, corazón que no siente». Este aserto explica bien a las claras que a la doctrina económica actual no le interesa asumir la existencia de un área importante de actividad económica al margen del sistema, pues ello supondría reconocer dos de sus principales fallas: la primera, la incapacidad o impotencia frente al primer principio legitimador del sistema de economía social de mercado, es decir, el que garantiza una igualdad de trato ante una igualdad de situaciones objetiva (equidad horizontal), lo que equivale a reconocer que el sistema normativo y regulador actual hace aguas; la segunda, un sistema patriarcal y machista que somete y excluye una buena parte de la sociedad, cerrándole su acceso al trabajo remunerado, y negándole ni tan siquiera el valor social de su aportación al bienestar colectivo (es el caso del no reconocimiento «oficial» de la actividad del llamado «trabajo doméstico» no remunerado).

          De esta constatación podemos extraer varias enseñanzas: 1) asistimos a una tácita tautología (es economía legal, u oficial, aquella que es reconocida por la doctrina oficial; todo lo demás sencillamente no existe); 2) sólo en la economía «oficial» (reconocida) son aplicables las reglas del juego legalmente reconocidas (negociación colectiva, derechos adquiridos de los trabajadores, reglamentaciones, política de rentas y social...), y el resto pasa a ser —implícitamente— un área afecta a la esfera de lo privado; 3) en definitiva, el reconocimiento legal público sólo cubre a una parcela (mayor o menor) de la economía real, por lo cual se rompe con el principio constitucional de que todos somos iguales ante la ley; y 4) se sobreentiende que la parcela de lo marginal (al margen de la ley y del reconocimiento oficial) tiene carácter secundario, precario, soslayable.

          Así pues, la doctrina oficial asume como un hecho dado que la economía real tiene dos ámbitos: la economía legalmente reconocida (sector oficial) y la economía soslayada u olvidada (sector marginal, o precario). Ello sanciona un sistema dual, implícitamente sancionado por las élites económicas, jurídicas y sociales, que se fundamenta en la desigualdad y la injusticia.

          ¿Es éste un olvido inocente, impremeditado? Nosotros creemos que no. Y ello es así porque es social y legalmente muy provechoso por parte del núcleo central (o hegemónico) explotar los beneficios del sometimiento de sectores enteros de la economía real (sector doméstico o sumergido) a través del artificio legal de no reconocerles entidad jurídica. Es decir, buena parte de la economía oficial reconocida extrae —ilegítimamente— rendimientos sociales o económicos de la economía real no reconocida sin que nadie repare en los inalienables derechos e intereses del sector marginal de la economía.

          Esta explotación (a veces despiadada) adquiere diversas fisonomías: empleo de trabajo negro; sumersión premeditada de antiguos sectores emergidos; subcontratación; trabajo doméstico no remunerado; ayuda familiar no remunerada; flujos regresivos de renta (inequidad, regresividad y fraude fiscal, aunque estos últimos cabría encuadrarlos en la categoría que hemos denominado como «economía ilegal»), etc. Todo ello, y más, ha de ser integrado en el balance económico y social para dibujar un cuadro del estado real de la economía.

          (No es admisible la pretensión de atribuir toda la responsabilidad de la sumersión y el trabajo negro únicamente a los agentes económicos responsables —los implicados más directamente—, pues estos de alguna manera trabajan concertadamente con sectores emergidos a los que aprovisionan o sirven bajo acuerdos informales y redes de subcontratación. Como veremos más adelante, el fenómeno de la economía sumergida trasciende las estrategias individuales de ciertos individuos o empresas —a los que se tilda de insolidarios— para integrarse en un nuevo ámbito socioeconómico caracterizado por la desvertebración social y la descentralización económica.)

          Cuando nosotros nos referimos al concepto plancton social* queremos integrar en el circuito económico, juntamente con el sector económico legalmente reconocido, el sector marginalizado (y olvidado) hasta ahora no reconocido, tanto en la esfera de la producción como de la distribución de la renta. El plancton social sería así el sustrato de agentes económicos que, de una manera u otra (jurídicamente reconocida o no), sirve de base a los encadenamientos de actividades económicas que tienen lugar en el circuito económico. Dicho sustrato económico viene representado, en puridad, por la pequeña y mediana empresa, que aporta la mayor parte del valor añadido y del empleo en los países más desarrollados (y a otra escala por las «ayudas familiares» y el llamado «trabajo doméstico» no remunerado, que constituyen asimismo una base social y económica que sostiene el entramado socioeconómico vigente).

          Antes hemos adelantado una dicotomía en el entorno económico: la que opone un sector central (u oficial), y un sector precario (o marginal) de la actividad económica. Del mismo modo, en términos agregados, cabe diferenciar un sector económico con economías de gran escala, que es el actualmente priorizado y premiado por las políticas económicas y sectoriales, y un sector económico minifundista (el constituido por la pequeña y mediana empresa), que es, hoy día, relegado y castigado por las políticas económicas y fiscales (y que participa, como hemos adelantado, en parte en el sector legal reconocido, y, en parte, en los valores y condiciones del sector oculto y marginal de la economía). Por lo tanto, cabe rescatar del olvido: 1) el sector marginalizado del plancton social (negado de reconocimiento y amparo legal, en términos jurídicos); y 2) el sector relegado de la política económica (en términos económicos).

          El plancton social subsume la mayor parte de la actividad económica real, y sirve de soporte a las llamadas economías de gran escala, a la superestructura estatal vigente, y al nivel jurídico y social superestructural. Como hemos visto, teniendo en cuenta que la PYME (como parte e híbrido de los sectores oficial —reconocido— y marginal —no reconocido—) engloba la mayor parte del valor añadido y el empleo de las economías desarrolladas, si agregamos la población activa jurídicamente marginada (economía doméstica y sumergida) y la actividad económicamente relegada (la PYME), el balance social es escasamente satisfactorio: una amplia mayoría de los individuos económicamente activos disfrutan del dudoso privilegio de formar parte del sector relegado o marginalizado del entorno económico.

 1.4. Sujeto y objeto económicos en un sistema productivo de economía de gran escala

          Aceptados los límites objetivos y las desventajas competitivas de la economía minifundista (a pequeña escala), y asumiendo la inexorabilidad de los principios inspiradores de la economía de gran escala, tanto por lo que se refiere a su participación e intervención en las estructuras productivas (tras la eclosión de concentraciones y fusiones iniciada a principios de este siglo, y muy acentuada a finales de los ochenta y principios de los noventa), como a su finalidad económica (maximización de beneficios y minimización de costos), y vista la experiencia y los resultados conseguidos, parece interesante reconsiderar cuál es el sujeto y cuál es el objeto económico en el actual paradigma productivo de economías de gran escala.

          Y ello es así porque a pesar de sus conquistas, en ocasiones realmente trascendentes (en función de los resultados obtenidos hasta ahora), parece que el modelo económico actual está perdiendo el rumbo que marca los principios y los valores inspiradores (es decir, la finalidad) de un código de conducta sano y ético.

          En el actual marco productivo, está claro que el sujeto económico es la empresa como ente jurídico, y el objeto económico sería la empresa como ente económico (en general, ambas esferas deberían ir unidas). Se dice que el fermento (o levadura) que puede hacer sana una economía es la confianza que se tenga en la empresa como ente jurídico y económico. En otras palabras, lo que da carta de credibilidad al modelo productivo de la economía de gran escala es tanto la solvencia económica como la asunción de responsabilidades por parte de los individuos que componen las empresas. Contrariamente, la credibilidad del modelo se va perdiendo a medida que los referidos valores se diluyen o se pierden.

          La Sociedad Anónima fue la intuición más lúcida por parte de la casta dominante para rehuir las responsabilidades en comandita* y diluirlas entre un gran número de accionistas anónimos. La última gran estrategia para sacarse de encima la poca cosa que quedaba de responsabilidad moral y social fue desentenderse de la gestión directa de la empresa: así nació el nuevo estamento managerial* de las grandes empresas, hecho extensivo a los monopolios y a los aparatos de Estado.

          Siempre se ha dicho que el beneficio es el premio del riesgo. Ahora queda poca cosa de tal aserto, porque con el reparto y la diversificación de los capitales en una cesta de paquetes accionariales (o la dilución de las responsabilidades del Estado entre una maraña de aparatos funcionariales), se juega con cartas marcadas en un juego trucado y ventajoso. El desarme de la carga moral y ética, o de la responsabilidad civil o penal ante el trago amargo de la quiebra o de la suspensión de pagos (o del déficit y endeudamiento institucional), ha hecho perder históricamente credibilidad a la dimensión jurídica de la empresa y del Estado.

          (Cuando en este capítulo hablamos conjuntamente de empresa y Estado queda claro que los subsumimos en un paralelismo conceptual y práctico en la asignación de recursos. Por otro lado reconocemos una equivalencia de facto entre los cuerpos burocráticos y tecnocráti­cos predominantes en los dos ámbitos.)

          La empresa y el Estado como entes jurídicos son hoy día un galimatías de tal envergadura que se requerirían legiones de auditores para tratar de desentrañar toda su complejidad. La transparencia, la solvencia, la moralidad, la entereza y el rigor son conceptos menospreciados. Constantemente nacen y desaparecen empresas pantalla, empresas tapadera, empresas fantasma, empresas apéndice, empresas intermediarias, etc., que desvirtúan el juego limpio en el mercado. (Un juego en el que el Estado se otorga un papel en ocasiones prepotente, desleal, con derechos de excepción y poderes de servidumbre casi feudal, que generalizan el «doble rasero» y la doble moral, al no aplicar el principio de igualdad ante la ley y de equidad ante situaciones manifiestamente injustas y sesgadas: priorización —y subsidio— de los grandes capitales, penalización de la pequeña y mediana empresa, expoliación de las rentas de fácil control, e impunidad de los grandes patrimonios sin transparencia fiscal, etc.)

          Es común el caso de empresarios que pululan por las empresas modestas y honradas, las deslumbran con el «negocio del siglo», y después las dejan exangües, descapitalizadas a través de impagados, fraudes, chanchullos legales, suspensiones de pagos, talones sin fondo, desfalcos y robos. (Sin hablar de las corruptelas, mordiscos, untadas, extorsiones, comisiones, prevariaciones, comisiones o sobornos, hoy en día tan de actualidad; o, en la esfera de lo público, el recurso sistemático al déficit y al endeudamiento, así como al subsidio indiscriminado.)

          Es decir, el actual modelo de empresa (como ente jurídico) está en crisis, por no decir gravemente enfermo. No hay un código de conducta que prevenga estas situaciones irregulares. El afán de lucro, la usura y el fraude se han impuesto al legítimo contraste de intereses. Y si ello es así entre las empresas, no es difícil imaginar lo que sucede en su marco de relaciones internas.

          La empresa como ente económico no goza de mucha mejor salud. Si las crisis económicas dibujan su estado de salud, la empresa padece de un cuadro de epilepsia.

                 En Economía hay un concepto que se llama «elasticidad». La hay de diversos tipos: de la demanda y de la oferta, elasticidad-renta y elasticidad-precio. En definitiva, un bien económico tiene una alta elasticidad de demanda (o de sustitución) cuando su consumo varía rápidamente en relación inversa a su precio en detrimento (o beneficio) de otros productos; este mismo bien económico tiene una alta elasticidad de oferta si la empresa tiene margen de maniobra para reaccionar con agilidad y rapidez ante un aumento repentino de la demanda. Elasticidad-renta y elasticidad-precio son conceptos complementarios: tienen una alta elasticidad-renta los bienes superiores (es decir, aquellos que más aumentan sus ventas cuando aumenta la renta), de la misma manera que son los bienes superiores los que más varían sus ventas en relación inversa a su precio (y sobre todo, a la situación del ciclo económico).

          Según los diagramas de los manuales de doctrina clásica, la economía es como un electrocardiograma con tres líneas de estado: una primera hace referencia a los bienes económicos primarios (o inferiores), de primera necesidad, que oscilan poco en función de los precios o niveles de renta; una segunda representa los bienes de lujo (o superiores), que fluctúan apreciablemente en función del estado del ciclo económico; pero una tercera se sitúa con una tendencia ininterrumpida al alza, aunque sosprendentemente estable, por encima del nivel de los bienes inferiores, muy cerca de las inflexiones de auge de las oscilaciones cíclicas de los bienes superiores.

          La primera y segunda líneas tienen elementos positivos y negativos. La primera (los llamados bienes inferiores) difícilmente trasluce grandes beneficios, pero tampoco grandes pérdidas, puesto que su demanda es estable y fácilmente previsible. La segunda igual puede evidenciar beneficios espectaculares como pérdidas catastróficas (el caso de las industrias automovilísticas es paradigmático). La tercera línea, en cambio, parece que se sitúa muy por encima de las otras dos en rentabilidad, y muy por debajo en riesgos. (No tenemos en consideración, evidentemente, los sectores económicos maduros o regresivos, sino tan sólo los que están en crecimiento o en un estado estacionario en torno a la media.)

          ¿Qué pasa aquí? En la primera y segunda líneas se trata efectivamente de bienes económicos tangibles, que como tales son objeto de intercambio económico; por ello están abiertos a la competencia exterior. En la tercera línea nos encontramos con otros bienes que, siendo asimismo económicos, son intangibles o inmateriales. Por ello los denominamos servicios. Estos bienes se asocian con servicios personales o a empresas y están menos expuestos a la libre competencia, pues están sometidos a menudo a monopolios de hecho (monopolios locacionales o mercados cautivos, por ejemplo), siendo de más difícil cuantificación. Por ello estos bienes están protegidos de las inclemencias del mercado. Si bien pueden resultar afectados indirectamente por coyunturas recesivas (en función de fenómenos de elasticidad-renta), su carácter de bienes no sometidos a la lógica del mercado los hace más refractarios a la elasticidad-precio, en razón de su carácter casi monopolístico.

          Éste, a grandes rasgos, es uno de los desajustes de la economía real: la rigidez de los servicios para acompasarse con las oscilaciones de la demanda, y su carácter procíclico claramente desequilibrador e inflacionario. Otro de los males de la economía moderna es la desatención de la dimensión estrictamente productiva en beneficio del sector servicios (y del financiero). Es cierto que una sociedad avanzada adquiere un conjunto de necesidades (como es el caso del ocio, la evasión, el bienestar, la cultura, etc.) que superan las puramente biológicas o reproductivas. Pero ello comporta un riesgo: obviar que una sociedad de servicios (o terciaria) ha de sostenerse sobre un sustrato productivo sólido. Si no es así puede pasar lo que le sucedió al imperio español en su Siglo de Oro: una sociedad de «hidalgos», ociosa e indolente, fue servida y suministrada por los banqueros genoveses y los artesanos flamencos, hasta el momento que se acabó el oro y la plata de América; entonces esta sociedad se encontró con las miserias que el Buscón o el Lazarillo ejemplifican tan fielmente (y aun cuando el oro llegaba en grandes cantidades, su consecuencia más inmediata era su desvalorización y, por ende, la carestía que afligía al pueblo llano).

          Sin pretender agotar todos los factores limitadores de la buena salud de la empresa, quisiéramos considerar otra variable importante: el concepto de economía de gran escala. En economía clásica es común el prejuicio de pensar que las economías de gran escala reducen los costos fijos y variables por unidad de producto, por lo cual sería más fácil que los beneficios se maximizaran. Por otro lado, también se acepta que, de la misma manera, si no se pasa de un cierto umbral de ventas, los costes fijos —aunque los variables desciendan)— producen un apalancamiento operativo que amplifica las pérdidas. En definitiva, las economías de gran escala (mediante integraciones* verticales u horizontales), de la misma manera que en períodos de prosperidad pueden generar grandes beneficios, en períodos de crisis agravan las pérdidas en razón de los costos fijos.

          En cambio, la pequeña empresa padece el fenómeno contrario: está más preparada —gracias a su mayor flexibilidad— para reducir las pérdidas en períodos de crisis —en función de sus menores costes fijos—, pero es incapaz de aprovechar plenamente los períodos de auge. Veamos por qué: la dimensión empresarial puede ser un lastre, de la misma manera que puede ser un motor de expansión y crecimiento. Así, la coalescencia —o sinergia*— de pequeñas empresas en unidades más grandes permite completar la masa crítica necesaria para aprovechar los factores dinamizadores de los que disfruta la gran empresa: la posibilidad de exportar, de innovar, de hacer campañas promocionales, o de defender mercados.

                 La economía de gran escala es una dimensión biunívoca: puede ser contraproducente o pertinente en función del grado de flexibilidad* que la acompañe. De aquí que para valorarla en toda su dimensión se haya de tener en cuenta los conceptos de masa crítica, umbral y coeficiente de apalancamiento, que son los que indican hasta qué punto una empresa puede verse descapitalizada por unas estructuras rígidas con altos costes fijos, o puede verse beneficiada por una estructura flexible y descentralizada.

          Es conveniente atender al hecho de que alrededor de la dimensión empresa gira un gran condicionante: la crisis económica. La crisis es el factor de ruptura de una tendencia de auge o de apogeo. Cómo no, dado su perfil sinusoidal, toda crisis viene precedida por una contracción en la inversión (en definitiva, puede ser repentina, pero nunca traidora). La crisis, y por extensión el ciclo económico, es la gran amenaza de la empresa. La falta de certidumbre, de estabilidad, o al menos de previsibilidad, es tanto un desencadenante de la crisis como su consecuencia. De aquí viene el retraimiento de la actividad económica.

          En esta obra tratamos de acercarnos someramente a este fenómeno, así como a sus consecuencias en la economía real. Por otro lado, no es ocioso señalar que consideramos inexcusable encarar el reto de enfrentarse con las causas (las consecuencias ya las conocemos) que dan origen a este curioso —y de momento inexplicable— fenómeno. En este momento sólo nos quedaría apuntar algo que profundizaremos en un epígrafe posterior: nuestra hipótesis se dirige hacia otro lado, en concreto hacia la actual noción de crecimiento ilimitado. Consideramos que el crecimiento en los países avanzados, como todo fenómeno que suponga una retroalimenta­ción negativa (con la intervención de un elemento regulador, como es el Estado, y del mecanismo de los precios relativos), está sometido a la ley de la entropía: es decir, la creación de orden (entropía negativa, o neguentropía) es a costa de un mayor desorden expelido a la Naturaleza, que a su vez hace más costoso —en concepto de energía necesaria— generar un nuevo orden. Este aspecto, apuntado anteriormente, requiere una atención especial que en este trabajo no le podremos dedicar.

          (Está claro que un capitalismo dejado a su libre juego, es decir, sin regulación externa, se aproxima más al modelo de retroalimentación positiva, es decir, de crecimiento ilimitado que a largo plazo desencadena consecuencias catastróficas tanto a nivel económico como ecológico. Pero partimos de la base de que las crisis cíclicas son autorreguladores —del sistema— que frenan la tendencia a una acumulación descontrolada; es desde este punto de vista que hablamos de autorregulación negativa. En todo caso la retroalimentación negativa es la expresión del balance final del proceso, a partir de la plasmación de los fenómenos de entropía negativa, entre los cuales podemos incluir el elemento regulador del Estado y de los precios relativos.)

          En definitiva, en este epígrafe hemos comprobado que la empresa (y el Estado) hoy día padece una crisis de identidad fruto del colapso de ciertos principios de responsabilidad individual, éticos y sociales, y es acosada por graves desequilibrios como consecuencia de la actual estructuración económica (donde un sector, los servicios, se escapa frecuentemente de los mecanismos competitivos, y donde las economías de gran escala desvirtúan las fluctuaciones de los precios), así como por las inestabilidades cíclicas endémicas del actual modelo productivo. En el siguiente punto nos ocuparemos de relativizar y reseguir el análisis de estos presupuestos teóricos.

 1.5. Las dimensiones del objeto económico

          El sistema económico, como cualquier sistema, se apoya en un sustrato que le sirve de soporte y alimento. De la misma manera que en los ecosistemas pelágicos* el primer nivel trófico es el plancton (el alimento del primer escalón depredador), en economía (y más concretamente en economía social), el primer escalón de la cadena es el plancton social.

          El plancton social es el tejido básico que conforma la economía social, sin el cual ésta no tiene base firme. A partir de este escalón comienza a adquirir cuerpo la actividad económica. Es, por decirlo de otra manera, el sustrato que aporta los «nutrientes» elementales a los diferentes sectores económicos. A partir de él la actividad económica cristaliza en la economía real.

          Desde la primitiva sociedad recolectora y cazadora, pasando por la economía de trueque, hasta la consolidación del mercado capitalista tal como lo conocemos hoy día, se han ido estructurando las condiciones elmentales que conforman la actividad económica. La división del trabajo (primitivamente establecida en función de criterios de sexo y edad, posteriormente consolidada a partir de diferenciaciones estamentales, gremiales, sociales, de casta o clasistas) fue el primer gran catalizador de la moderna economía capitalista. Posteriormente se añadieron nuevos avances: la introducción de la moneda y la letra de cambio, los sistemas financieros y las bolsas de valores, la contabilidad por partida doble, la vida urbana, la concentración de mano de obra en manufacturas, el trabajo a domicilio, los enclosure*, el comercio a gran escala, las concentraciones obreras, la revolución tecnológica... Hasta llegar a la economía avanzada que conocemos hoy día en los países de la Europa occidental (12).

          La pequeña y mediana empresa fue el primer retoño. Hasta llegar a finales del siglo XIX y principios del XX no se crearon las primeras megaempresas. Hasta aquel período había prosperado una sólida red de pequeñas y medianas empresas que conformaban lo que se llamó «capitalismo competitivo», donde cualquier decisión de un agente económico tendría un efecto despreciable en el conjunto de la economía, dado que ésta estaba todavía muy atomizada.

          Con la creación de oligopolios* —trusts, corporaciones, holdings, cartels...— la economía dejó de ser un marco competitivo: la pequeña y mediana empresa perdió su hegemonía. Tal como Marx señaló, legiones de artesanos y pequeños empresarios caían irremediablemente en la órbita asalariada, por su imposibilidad de competir con la gran empresa. Por otro lado, ésta subcontrataba una parte de su producción para aligerar costes fijos, sin que por ello la pequeña empresa dejase de tener un papel subordinado.

          La pequeña empresa hubo de buscar estrategias de supervivencia: la inmersión en el sector oculto (para, entre otras razones, abaratar costes laborales y evitar las cargas fiscales), la coalescencia, la subcontratación o, en clave positiva, la diferenciación en calidad y servicio. Nuevos sectores de bienes no tangibles —o servicios— se incorporaron al tejido de pequeñas y medianas empresas. Pero sea como sea las tasas de rotación —de creación y desaparición de empresas— eran altísimas, a pesar de que en general su rentabilidad era superior.

          Las ventajas competitivas de la pequeña empresa destacaban especialmente en los períodos de crisis —al ser más flexibles—, pero contrariamente no podía maximizar sus beneficios en las fases de auge. (Al sostenerse exclusivamente con capitales desembolsados efectivamente, su vulnerabilidad es mayor que la de empresas que se financian con acciones cotizadas en bolsa, muchas veces no desembolsadas, que fluctúan artificialmente en función de criterios especulativos.)

          La pequeña y mediana empresa, hoy día, ha perdido su hegemonía política y social, aunque mantiene posiciones mayoritarias en términos de creación de ocupación y valor añadido; son los poderes dominantes (financieros y especulativos) y gran parte de la «inteligencia» intelectual los que le atribuyen la calificación de fósil (o residuo) de otros tiempos. Su supervivencia es precaria, sus dificultades son constantes, los obstáculos que ha de enfrentar en los nuevos tiempos que corren son formidables. No obstante, continúa siendo la base más extensa en términos de creación de riqueza y empleo en los países desarrollados. Esta aparente paradoja no es contradictoria con otro fenómeno a nivel internacional: de forma espontánea, los ramos productivos se han estructurado de tal forma que se han repartido el mercado en función de los requisitos de capital fijo necesarios para elaborar un producto u otro.

          De ninguna manera se puede prejuzgar la existencia de cuasimonopolios o de oligopolios, cuando estos son necesarios para crear economías de gran escala —o sinergias— básicas para optimizar los recursos económicos. No se puede entender que las siderúrgicas, o las empresas de química básica, estén atomizadas en un universo de pequeñas empresas, pues ello supondría hacer ineficientes e inviables muchos mercados. Por otro lado, tal como establecieron teóricos como J. A. Schumpeter y otros, las grandes empresas son un elemento dinamizador y estimulador de actividades básicas como por ejemplo la innovación tecnológica, el desarrollo y perfeccionamiento de productos y métodos, la puesta en marcha de nuevas estrategias operativas, organizaciona­les y de gestión... Es decir, hay un margen de monopolios naturales* de incuestionable pertinencia.

          Otro caso es cuando se elabora el sofisma de que la actividad económica se reduce a un escenario de competencia oligopolística entre grandes empresas, siendo todo lo demás una especie de desierto árido y desolado. Y todavía más cuando de forma sesgada se elabora una política industrial (de reestructuraciones y bonificaciones) que beneficia especialmente a la gran empresa, dejando de lado todas las demás. Pero la pequeña empresa es el auténtico plancton social que sirve de sustrato de la economía de gran escala, y que alimenta y vivifica el sistema económico. Su desaparición supondría la ruptura de la cadena económica desde su base.

          Sin una pequeña y mediana empresa sólida, la eutrofización* del sistema económico está garantizada. Una prueba palpable de lo que decimos la han dado los países de economía planificada. Es bien sabido que su principal fracaso en la órbita económica viene dado por la escasa atención que las agencias de planificación central dieron a los productos de consumo, y muy especialmente a la imposibilidad de tal sistema de crear una base productiva eficiente, desde el momento en que la estructura productiva estaba conformada por empresas sobredimensionadas e ineficientes. Es decir, fue la falta de una base sólida de pequeñas y medianas empresas lo que hizo ineficiente su sistema económico.

          La existencia de una pequeña y mediana empresa viable es condición indispensable para la consolidación de un plancton social sólido, pero no la única condición. También se requiere una ética o moral del trabajo y de los negocios (la honradez de quien juega limpio), así como una población activa formada y cualificada. A la vista de la languidez y el cuestionamiento de ciertas virtudes o valores fundamentales para que este mundo no sea una jungla, es tan necesario como una base material sana una actitud moral diferente (para no prodigar fenómenos que, como el enriquecimiento fácil y la famosa «cultura del pelotazo», han calado en todo el tejido productivo, contaminando y degradando, cuando no destruyendo, buena parte de sus valores naturales; ello nos ha de hacer recapacitar sobre qué extremos no conviene traspasar en la legítima aspiración al lucro personal).

          Hasta ahora hemos hablado de economía de la empresa, que se fundamenta en costos, beneficios, salarios, rentas e inversiones, en curvas de oferta y demanda y en rentabilidades. Ya hace veinte siglos hubo un hombre de Galilea que difundía, entre otras, esta máxima: «dadle al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios». Sin entrar en consideracio­nes teológicas, de esta frase podemos extraer una lección importante: la economía (en este caso, la microeconomía*), tiene sus leyes, sus dinámicas, sus condicionantes y sus servidumbres; es por ello una mecánica. Pero detrás de esta mecánica ha de haber algo más que inexorabilidad. Los gnósticos dicen que detrás de cada piedra hay un alma. Asimismo, detrás de cada empresa hay un alma: el alma humana, que en modelo de economía de gran escala se convierte en un alma social (recordemos lo que Marx decía al respecto del carácter social del capital —y su atribución privada—, en un proceso en sus días incipiente de concentración del mismo).

          Ello es así porque la empresa es un ente jurídico, y al mismo tiempo es un ente social. De la sociedad se nutre, y a la sociedad provee. Sus bienes, aunque pertenezcan a una esfera privada, son bienes sociales. Su dimensión es por tanto social. Desde este punto de vista la empresa se inserta en la economía social de la misma manera que cualquier otro fenómeno de distribución o redistribución de la renta: desde el mismo momento en que la empresa produce, asimismo genera un flujo de renta (no olvidemos que renta y producción son dos caras de la misma moneda).

          (Este paradigma del objeto de la economía general se puede trasladar y mantener en todos los modelos de desarrollo.)

          De tal forma, el anterior adagio lo podemos transformar en el siguiente: «Dadle a la empresa (el cuerpo) lo que es de la empresa y a la sociedad (el alma) lo que es de la sociedad». Si perdemos de vista esta dimensión humana y social, el abuso y la rapiña están servidos. El Estado —en su función normativa, no intervencionista— ha de tutelar la observancia de este precepto (como de hecho reconoce la Constitución Española en algunos de sus principios fundamentales) (13).

          El Estado detenta el poder y la capacidad de hacer cumplir las leyes, así como de regular los principios fundamentales de la economía. El Estado es, entonces, el principal protagonista en la esfera macroeconómica. Sobre él recae la responsabilidad de orientar los objetivos y los instrumentos de política económica básicos. Como hemos visto, su presencia en el marco económico tanto puede ser positiva como negativa, en razón de los efectos reales de la aplicación de su política (subrayamos, no los previstos, sino los realmente producidos). Por ello ha de calibrar muy bien el alcance de sus medidas. A lo largo de este trabajo iremos repasando la pertinencia o no de algunas de sus actividades en el marco general de las estructuras productivas.

          No queremos acabar sin insistir en dos ideas: al igual que el hombre actual ha de considerar la Naturaleza como un recurso limitado, que ha de preservar como un bien que no le pertenece (de cara a las generaciones venideras), el hombre de empresa ha de ser consciente de que su protagonismo es básico para que este objetivo sea efectivo.

          Se ha de acabar con la actitud miope de pensar que «dentro de cien años todos estaremos muertos». El sistema actual necesariamente ha de entrar en crisis, si queremos que efectivamente sea viable. Y para que ello sea posible, el concepto de crecimiento ilimitado, asimismo, ha de entrar en crisis. Y no sólo porque el crecimiento desmesurado provoca desequilibrios (de inflación, de déficit exterior, etc.), sino sobre todo porque no podemos exportar un modo de desarrollo basado en necesidades ficticias, de impulsos compulsivos alienantes y deshumanizados, que por otra parte crea expectativas similares (de impotencia y fracaso) en un mundo con sed de opulencia. Este futuro, lógicamente, no es viable.

          Las nuevas estructuras productivas se han de fundamentar en otro modelo de desarrollo, igualmente abierto y competitivo, pero más humano y solidario, más universal, menos ficticio, más viable ecológicamente..., para poder aspirar a un horizonte con futuro.

 2. El universo «empresa»

          La empresa ha de ser, necesariamente, el foco de interés y el hilo conductor de este capítulo. Cuando nos referimos al concepto «estructuras productivas» estamos categorizando una realidad (la economía real) que se plasma en un universo de empresas (más grandes o más pequeñas) que compiten entre sí y con las de más allá de sus fronteras. La «empresa» es una entidad (o institución social) que pretende unos fines determinados y dispone de unos recursos. Pero lo que le da carta de naturaleza es el llamado «espíritu empresarial», a pesar de que éste haya sido en buena parte suplantado por el del lucro inmediato y a toda costa (lo que se inscribe en una corriente de «desmoralización» de la vida política, que ha salpicado a la economía).

          La empresa es la institución social que combina el factor capital con el factor trabajo para —transformando la Naturaleza, o generando un servicio— proveer a la sociedad de algún bien que sea demandado por ella, a partir de las reglas del mercado (es decir, del libre juego de los precios) o de otras reglas que la sociedad se quiera otorgar a sí misma (léase «economía planificada», o bienes y servicios subvenciona­dos). Es decir, la empresa es un ente productor de bienes y servicios, independientemente de las pautas de distribución de la renta que estos recursos generen. Pero, por lo que se refiere a esta obra, nos preocuparemos principalmente por el concepto «empresa» en su vertiente competitiva, libre de consideracio­nes que estén al margen del mecanismo del mercado.

          El concepto «capital» es asimismo neutro. El capital puede ser público o privado, pero necesariamente la renta que genera (en forma de beneficios o salarios) es social. Veamos por qué. Si partimos del concepto circuito económico* observaremos que en torno a la institución empresa se desarrolla un conjunto de flujos e interrelaciones con el resto de instituciones sociales (las familias, el Estado, las entidades sin ánimo de lucro, el resto de empresas, los rentistas, los especuladores y el extranjero). Estas relaciones se ejercen a través de un instrumento de cambio (el dinero) que sirve de medida de valor convencionalmente aceptada. Este instrumento de cambio es, por decirlo de alguna manera, el elemento líquido que circula por los vasos comunicantes del circuito económico, y que mantiene en funcionamiento todo el sistema.

          Al igual que en un sistema hidráulico (una caldera, por ejemplo), si en el circuito económico en algún momento se interrumpiese el flujo de capital líquido el sistema se colapsaría. Por ello, si una de las piezas del sistema retiene para sí (por ejemplo, en forma de rentas del capital a costa de las del trabajo, o viceversa) un volumen desproporcionado del elemento líquido (la renta), se produciría por un lado una disminución del flujo que alimenta el resto del sistema, y por otro un calentamiento o sobresaturación de uno de los nodos del circuito. Ello sucederá hasta el momento en que se restablezca el flujo a unos niveles óptimos para que el conjunto del sistema no resulte, a la larga, dañado por aquella disfunción (14).

          Es decir, el circuito económico se comporta como un sistema con un mecanismo de retroalimentación negativa: cuando se dispara el termostato (es decir, cuando se supera un umbral de sobrecalentamiento o enfriamiento) se pone en marcha un mecanismo regulador que intenta reconducir el sistema a un nuevo equilibrio (en cierta manera, siguiendo con la analogía, en un sistema de economía desarrollada el papel de termostato lo desempeñaría el mecanismo de los precios relativos, y en menor medida el Estado). Si no existiese el mecanismo disparador y reequilibrador (es decir, si la retroalimentación fuese positiva) el sistema acabaría, con el tiempo, colapsándose.

          El fenómeno de los ciclos económicos es un gran regulador del flujo económico: el exceso o la parsimonia en la circulación del elemento líquido (es decir, la velocidad del dinero*) es el indicador que pone en marcha los mecanismos disparadores de la crisis o de la reactivación económica. Pero, siempre que crezca proporcionalmente a como lo hace la renta, el elemento líquido (el dinero) es en principio neutro: lo que varía es su velocidad (es decir, su rotación) y su concentración. Siempre que se rompe la fluidez y se acumula en uno de los nodos el sistema necesariamente se resiente (15).

          (El carácter fluido del capital, como el de la renta, induce a pensar en su naturaleza social; ésta es notoria tanto en su utilización productiva como improductiva, a corto plazo o a plazo diferido, en su carácter privado o social —o anónimo—, en su componente «excedente» o en su componente «inversión», en su componente directo —factorial— o indirecto —contribuciones sociales—, etc. Por ello, en el marco productivo, la consideración restrictiva del concepto «propiedad» es más un obstáculo que un progreso de cara a establecer objetivos factibles de avance y transformación social. De ello hablaremos en un punto posterior.)

          Como hemos visto, el capital es un bien social. Si no lo fuese (es decir, si fuese acaparado improductivamente, tal como hacía Mr. Scrooge en el Cuento de Navidad de Charles Dickens), a la larga todo el sistema se hundiría, pues el flujo económico se interrumpiría en uno de sus nodos y los demás no podrían consumir lo que el rico avaricioso retiene; por lo que a la larga esta codicia «rompería el saco».

          Marx introdujo otro elemento de reflexión en torno al carácter social del capital: su paulatina «socialización». En los comienzos del capitalismo monopolístico* el capital tenía nombres y apellidos (Rothschild, Rockefeller, Thyssen, Siemens...), pero ahora ello no es así. Tanto el elemento líquido como los bienes de capital han sido repartidos entre un gran número de paquetes accionariales. Lo que queda del capital genuino, con nombres y apellidos, se ha concentrado en la pequeña y mediana empresa (plancton social). Ya quedan pocos grandes magnates que puedan decir que controlan sin cortapisas la gestión de sus empresas.

          A pesar de todo, en el contexto económico universal, la dicotomía entre gestión y propiedad empresarial —como veremos posteriormente— no deja de ser un fenómeno anecdótico si lo integramos en el gran paquete de la economía real (en el cual la pequeña y mediana empresa es mayoritaria). Más adelante incidiremos en la naturaleza y la función del capital, dada la importancia crucial que adquiere en la problemática empresarial global.

 2.1. El papel de la empresa en la sociedad

          La empresa, como hemos visto, puede ser de titularidad pública o privada, estar sujeta o no a las reglas del mercado, puede ser controlada por una persona o por un conjunto de socios, y estos a su vez pueden tener una responsabilidad individual, colectiva, limitada o ilimitada en su gestión. Es decir, la empresa puede adquirir muy diversas fisonomías, es un concepto multiforme. Pero lo que la distingue de otras instituciones sociales (como el Estado, la familia, u otras organizaciones sin ánimo de lucro) es su función social (producir bienes para el mercado), no su estructura o naturaleza. Esta función social se fundamenta en unas expectativas de carácter lucrativo (no solidario, como en el caso de las otras entidades que hemos mencionado), y está limitada por dos principios: el de eficacia económica (es decir, la consecución de unos objetivos...) y el de eficiencia (con un uso mínimo de recursos).

          (Pensar que el carácter de la empresa viene definido por la titularidad pública o privada de su capital o por la categoría funcionarial de su personal es uno de los graves equívocos que han contribuido a perpetuar numerosos sinsentidos doctrinales, el statu quo actual y la conflictividad social —de carácter gregario— que acompaña al presente modelo social. Por lo tanto, entendiendo que el capital, como veremos, es un bien de naturaleza social, el elemento diferenciador entre lo público y lo privado no podrá ser fundamentalmente la titularidad del capital, sino los objetivos planteados por ambos sectores.)

          Pero no es sólo su carácter lucrativo lo que distingue la empresa privada de otras entidades con fines no lucrativos, sino fundamentalmente el tipo o parcela de producción que tiene asignada socialmente, el modelo normativo escogido (relaciones de intercambio o mercantil que se le asigna), la atribución privada de su capital, así como el nivel competitivo y de libre competencia de su ejercicio social. (No confundamos el concepto «atribución» con el de «titularidad».)

          Sin estos condicionantes una empresa no puede ser considerada como tal. En definitiva, lo que diferencia a la empresa del resto de instituciones sociales es la aplicación de una serie de reglas y mecanismos rigurosos y ordenados, con el fin de atender al principio de economicidad*, que se resume en la combinación de los dos principios anteriormente expuestos (eficacia y eficiencia), y en el objetivo de maximización de los beneficios (o de máximo lucro), siempre que no se rebasen otros principios sociales que la colectividad libremente se haya otorgado (el del respeto a los legítimos intereses de los demás, o el de la conservación de los recursos y la Naturaleza).

          La empresa es, así, una organización, estructurada de una manera determinada, que como toda organización ha de establecer unos objetivos, unos estatutos, y unas pautas de trabajo: estas se resumirían en la secuencia «objetivos-planificación-ejecución-control», de la que volveremos a hablar más adelante.

          Se podría objetar que el principio de economicidad y estos métodos de trabajo son transplantables al resto de organizaciones sociales. Efectivamente, como veremos, el Estado está efectuando una decisiva labor de integrar en el cuerpo reglamentario y organizativo de la función pública las reglas de eficacia y eficiencia (no tanto las de procedimiento, como hasta ahora), que son consideradas consustanciales al principio de economicidad. No obstante, es en relación a los objetivos (maximización de los beneficios, apropiación privada de la Naturaleza, el capital y el trabajo, y de las rentas de estos factores, etc.) donde se produce una diferenciación, aparentemente contradictoria, con otras organizaciones.

          En el actual sistema, podría suceder fácilmente que una organización no lucrativa (por ejemplo, supuestamente solidaria y sin ánimo de lucro) pretendiese optimizar su gestión, aplicando el principio de economicidad, con el fin de obtener un resultado que inspiraría la actuación de la organización (por ejemplo, la acción solidaria en el llamado Tercer Mundo). Pero si este objetivo de «economicidad» degenera en la pura y simple autoperpetuación de la organización, lo que comenzó siendo un objetivo intermedio —economicidad— para obtener un objetivo superior —solidaridad— se convertiría en un ejercicio de hipocresía, es decir, en un gran fraude social.

          En definitiva, en según que ámbitos —no lucrativos—, si bien es precisa la aplicación razonable del objetivo intermedio de economicidad, su exacerbación produciría un cambio irreversible en la naturaleza de la organización: entendiendo que si se subordinase el objetivo superior (la acción solidaria) al objetivo intermedio (el principio de economicidad), la organización derivaría automáticamente en una institución lucrativa, que se mueve en un ámbito —su ámbito de actuación— que en puridad habría de ser solidario. En definitiva, el cambio de objetivo final (solidaridad por lucro) habría determinado el cambio de naturaleza de la organización: el órgano se habría convertido en un fin en sí mismo, y el fin último habría sido subordinado a la mera supervivencia de la organización.

          De la misma manera una escuela, por ejemplo, no debe soslayar su objetivo final (la calidad de su enseñanza) en beneficio del objetivo intermedio inspirado por el principio de economicidad. La contraposición de ambos objetivos ha producido, en numerosas organizacio­nes de ámbito privado y público que ofrecen servicios catalogados como sociales (las escuelas y los hospitales, por ejemplo), una minusvaloración de lo que es su responsabilidad social (ofrecer una buena calidad de servicio) en beneficio de un objetivo de lucro desmedido, a costa de los usuarios.

          En cambio, el encarte de la empresa —privada o pública— en la sociedad viene dado por su papel productor de bienes y servicios, con un objetivo final —legítimo— de lucro y con una escala de valores acordes con el principio de economicidad. (Ello, sin embargo, no excluye su control social y menos aún la exigencia de respetar las normas que aseguran el equilibrio de todos los intereses legítimos en juego.) La empresa capitalista aspira a responder a la satisfacción de las necesidades de la población, con lo cual se establece un mecanismo regulador —indicativo— de precios (de bienes, de servicios, de capitales, y de trabajo) que viene dado por los mecanismos competitivos del mercado. El flujo de renta que se produce por el libre juego de la oferta y la demanda (y por su variable dependiente, los precios), circula desde la empresa al resto de organismos sociales, con una velocidad y un ritmo que son aquellos que, en definitiva, determinan la fase en la que se sitúa el ciclo económico.

          En este sistema el Estado ejerce de mecanismo reequilibrador, que actúa cuando el disparador indica que se ha producido alguna disfunción en el circuito económico (por ejemplo, un desajuste de los precios, o de la oferta y demanda de factores). La empresa es, entonces, una pieza más (puede que, a partir del desarrollo de las economías de mercado, la pieza central) en el complejo entramado del circuito económico. Es, por decirlo de otra manera, la fuente principal de la riqueza social, que aporta el fluido necesario para que la sociedad continúe funcionando. Pero como toda organización social, está impulsada por seres humanos, que piensan, anhelan, aspiran, perseveran y a menudo se equivocan. No perdamos, por tanto, su dimensión humana (que en último término es fundamental).

          Huyendo de estereotipos convencionales, si bien el objetivo fundamental del empresario y del trabajador es la renta, en definitiva lo que pretende el hombre que trabaja es trascender la inmediatez de sobrevivir para realizar sus capacidades intelectuales, afectivas y humanas. Pero, inevitablemente, el desenlace objetivo del marco económico determina un correctivo que imbuye al hombre-ser humano en el trasiego de la empresa, pues si bien la esfera de lo deseable pretende justificar que la dimensión humana supera la dimensión económica, ello no obsta para que si no se atiende a las razones económicas, las razones humanas sufran una grave merma (en último término, la económica es una actividad tan humana como cualquier otra).

          El hombre de empresa —empresario o no— hoy día es irremisiblemente arrastrado por el proceso de cambio y transformación al que obliga la necesidad de competir en el entorno económico. Esta obviedad da pie a una falsa dialéctica entre las razones humanas y las razones económicas, según la cual —para algunas interpretaciones ingenuas que son incapaces de reconocer la complementariedad de ambas esferas— serían las segundas las que se acaban imponiendo, en demérito de las primeras.

          En este trabajo explicaremos por qué nos parece que esta dialéctica ha de variar su enfoque: como ya hemos señalado, si la sociedad quiere aspirar a horizontes de perpetuación, ha de cambiar el tratamiento de sus problemas, pero fundamentalmente ha de variar el enfoque de sus prioridades. Si no se supera la aparente competencia entre la dimensión humana y la dimensión económica (es decir, si no se las integra en un enfoque unidimensio­nal que las haga compatibles), el sistema se hará insostenible y la conflictividad social y el colapso ecológico estarán garantizados. Sin menoscabo de los principios de eficiencia y rentabilidad, y de las necesidades básicas humanas, la dimensión ecológica y humanista (integrada y a largo plazo) tendría que imponerse en ese falso debate, frente a concepciones productivistas (unidimensionales, a corto plazo) sin viabilidad futura. Se trataría, entonces, de variar el concepto que se tiene de las «necesidades básicas», y reajustar el entorno económico a estas prioridades alternativas.

 2.2. La empresa como sujeto jurídico económico

          Anteriormente hemos caracterizado a la empresa como un sujeto económico con naturaleza jurídica, con unas reglas de acción, unas responsabilidades y unos condicionantes sociales.

          La dimensión jurídica de la empresa, al igual que la del Estado, es capital para otorgar una carta de credibilidad y de seguridad jurídica a los seres humanos que la conforman, o que de un modo u otro se relacionan con ella. En la mayor parte de los análisis clásicos la empresa es subordinada a su función económica: pocos creadores de doctrina económica se detienen a pensar en las consecuencias sociales de lo que dicen. De tal manera, los «teóricos» de la empresa dan unos principios y reglas de actuación encaminados a la maximización del lucro, con muy escaso énfasis en las consecuencias sociales que este lucro pueda comportar.

          La implementación de los objetivos lucrativos de la empresa, sin un marco jurídico que regule su actuación (e incluso, su constitución y liquidación), sin atender al marco social donde se inserta, es necesariamente contraproducente para la propia empresa:

          «Conviene situar la empresa en su justa dimensión, es decir, no pedirle más de lo que puede dar, lo que no quiere decir, en absoluto, que las empresas que se mueven en el campo económico hayan de perseguir únicamente sus propios objetivos y dotarse sólo de aquellos medios que sirvan para satisfacerlos. La insolidaridad respecto a los principales problemas sociales sólo comportaría la destrucción a plazo, más o menos largo, de la organización que actuase con desprecio de las necesidades del resto de componentes de la comunidad social» (16).

          Por lo tanto, la dimensión jurídica de la empresa es el marco de reglas de comporta­miento que no conviene traspasar para no perjudicar al resto de actores sociales. Es asimismo el marco de reglas de procedimiento a las cuales se ha de ajustar la empresa para que ésta tenga un marchamo de legitimidad.

 2.2.1. Tipos de empresa

                 En el epígrafe anterior hemos apuntado el primer condicionante al que se ha de someter una empresa: ésto es, atenerse al principio de legitimidad. Hoy en día, para que legalmente exista una sociedad mercantil, han de cumplirse tres requisitos: 1) la previa existencia de un contrato (en virtud del cual las partes se comprometen a compartir ciertas obligaciones y ciertos derechos, propios de la forma de relación que acuerden constituir); 2) que el contrato de sociedad esté documentado en escritura pública, es decir, otorgado ante notario; 3) que esta escritura esté inscrita en el registro mercantil. Si no se cumple cualquiera de estos requisitos, la agrupación fundada por los socios está falta de personalidad jurídica y es calificada de irregular.

                 Dicho ello, la forma jurídica de empresa que se escoge depende de diversos factores: 1) del estudio previo de mercado y del sector económico donde se quiera insertar la empresa; 2) de factores «objetivos» (tamaño y localización de la empresa); 3) de su carácter productor o distribuidor de bienes y servicios; 4) de la existencia de un único capitalista o de una agrupación de socios; 5) de la disponibilidad de capital; 6) de la voluntad de ejercer el control de la acción de la empresa; 7) del nivel de asunción de riesgos que se está dispuesto a admitir.

                 Son los tres últimos factores antes mencionados (es decir, la disponibilidad de capital, la preferencia por ejercer el control y el nivel de riesgo admisible por parte de los socios) los que en mayor medida determinan la naturaleza de la empresa con personalidad jurídica de sociedad mercantil. Efectivamente, si una sola persona aporta o consigue a través de créditos los recursos financieros necesarios para la fundación y puesta en funcionamiento de la empresa, se convierte en propietaria exclusiva de los factores de capital técnico (edificaciones, maquinaria, etc.) y asume personalmente todo el riesgo que comporta el ejercicio de su actividad empresarial, respondiendo con todos sus bienes (por tanto, ilimitadamente) de los compromisos contraídos como consecuencia de sus actuaciones empresariales. En contrapartida, dirige su empresa con absoluta libertad, adoptando las decisiones que considera más oportunas y con los únicos límites que impongan las leyes y las otras normas jurídicas.

                 No obstante, no siempre resulta posible que una sola persona aporte o consiga la totalidad de los recursos financieros previos a la creación y funcionamiento de determinadas empresas, las cuales —por las especiales características tecnológicas de su actividad, por la dimensión del mercado en que operan, etc.— requieren unas dimensiones que superan las posibilidades de financiación de un único capitalista individual.

                 Por otro lado, aunque no se produjese la circunstancia que acabamos de señalar, en muchas ocasiones —y ello dependiendo del carácter y la personali­dad de los empresarios— el tipo de responsabilidad legal asumida por el empresario individual puede parecer excesivamente arriesgada, lo que confiere un cierto atractivo a la posibilidad de compartir estas responsabilidades con otras personas.

                 Con la exposición de estas dos situaciones-tipo hemos querido ilustrar los principios determinantes que orientan la elección de los socios a la hora de decidir la naturaleza jurídica de la empresa de naturaleza societaria. En función de los tres factores ya expuestos (capital, decisión, riesgo), se puede realizar la siguiente clasificación: 1) empresas cuyo criterio agrupador se fundamenta en aquellos que son socios (Sociedad Regular Colectiva y Sociedad Comanditaria); 2) y empresas cuyo criterio agrupador se basa en lo que aportan los socios (Sociedad Anónima y Sociedad de Responsabilidad Limitada). Por ello, a las primeras se las califica como personalistas, y a las segundas como capitalistas (o bien, «sociedad de personas» y «sociedad de capitales»).

                 Las sociedades personalistas tienen en común los siguientes aspectos: 1) todos los socios tienen los mismos derechos y obligaciones; 2) todos pueden compartir las tareas de gestión de la empresa, si bien éstas pueden ser delegadas en uno o más socios; 3) las decisiones son refrendadas por unanimidad de los socios; 4) las responsabilides son solidarias e ilimitadas (es decir, los socios responden con todo su patrimonio). Lo que diferencia las Sociedades Comanditarias de las Regulares Colectivas es que las primeras, conservando todos los rasgos antes expuestos, pueden acceder (incluso a través de acciones*) al capital de los socios comanditarios*, que a diferencia de los socios colectivos de la empresa sólo responden de los capitales desembolsados o que se obligan a desembolsar (por lo cual la dirección de la empresa sólo puede ser ejercida por los socios colectivos). Por lo tanto, la Sociedad Regular Colectiva está condicionada por el margen de proximidad o conocimiento entre los miembros de la empresa: es por ello la más adecuada para las empresas familiares.

                 Cuando los volúmenes de capital y de riesgos necesarios para ejercer la actividad de la empresa superan las posibilidades que permiten las sociedades comanditarias, es conveniente acudir a otra forma jurídica. Así, la Sociedad Anónima (creada a partir del siglo XVII, con la finalidad de captar capitales para la explotación de las colonias ultramarinas de los grandes imperios europeos, si bien todos los indicios apuntan a fórmulas jurídicas similares en la época romana), combina diversas ventajas con, simultáneamente, paralelos inconvenientes: se gana en seguridad ante el riesgo (pues posibilita su reparto), pero se pierde en control (17); se gana en volumen de capital, pero se pierde en derechos exclusivos...

                 La Sociedad Anónima presenta estas principales características: 1) la responsabilidad de los socios se limita a la parte de capital que cada uno de ellos se ha comprometido a aportar; 2) las acciones (que pueden ser nominativas o al portador) son libremente transmisibles; 3) los fundadores tienen acciones privilegiadas; 4) los socios participan de la autoridad interna en función del número de acciones que posean; 5) los acuerdos se adoptan por mayoría de capital; y 6) la sociedad está dirigida por administra­dores elegidos por los socios.

                 Las Sociedades de Responsabilidad Limitada comparten con las anteriores el régimen de responsabilidad, la forma de adopción de los acuerdos y la posibilidad de delegar la gestión a profesionales no socios, pero discrepan en otras características: 1) las participaciones son títulos no negociables (y por ello no se denominan «acciones»); 2) el capital social está limitado a un máximo; 3) éste ha de estar íntegramente desembolsado en el momento de crearse la sociedad. Es decir, la Sociedad de Responsabilidad Limitada conserva las ventajas de la Sociedad Anónima (es decir, fundamentalmente, el reparto del riesgo y su carácter no ilimitado) ajustándolas a las caracterís­ticas específicas de la pequeña y mediana empresa.

                 (Hay otras formas de sociedad mercantil, de carácter diferente, que por su evolución histórica —generalmente, de filiación obrerista y de talante social— discrepan de las anteriormente señaladas, de carácter netamente capitalista. Éstas son: la Sociedad Cooperativa, la Sociedad Anónima Laboral, y la Sociedad Civil Privada, aunque las continuas variaciones normativas hacen este capítulo inestable y voluble.)

                 En este punto ni mucho menos hemos agotado las muchas variables que conforman la dimensión jurídica de la empresa (hay otras obras específicamente destinadas a este fin). Nuestra intención es la de dar a conocer al lector unos cuantos elementos que dotan de personalidad legal a la empresa de hoy, para posteriormente ir desentrañando los diferentes condicionantes y actuaciones que, en muchas ocasiones, como hemos visto, desvirtúan la genuina misión de la empresa (o sus reglas de actuación). Por otro lado reconocemos que esta caracterización es pobre y precaria, pero es un paso ineludible de cara a introducir temas de inobjetable pertinencia, como es la desnaturaliza­ción del concepto «legitimidad jurídica», y los llamados «objetivos» empresariales, que trataremos en un punto posterior. Para comenzar, en el próximo punto nos ocupamos de las actuaciones que vician y vacían de contenido el papel de un tipo de empresa muy extendido en el actual sistema de economía de gran escala: la Sociedad Anónima.

 2.2.2. El artificio de la Sociedad Anónima

          En la introducción de esta sección afirmábamos que la economía capitalista ha establecido las bases para crear un marco económico favorable a los intereses de los grandes acumuladores de capital (para no denominarlos «capitalistas», un término hoy cuestionable en según qué situaciones empresariales). Efectiva­mente, mientras que los pequeños y medianos empresarios por lo general responden a título personal e ilimitado de sus propios errores (mediante la descapitalización e, incluso, en ciertos casos, responsabilidades penales), las grandes empresas diluyen los errores de sus gestores en la pérdida de valor de unas acciones que están muy atomizadas (estas pérdidas de valor, a consecuencia de los artificios del mercado bursátil, muchas veces son disfrazadas o se mitigan con revalorizaciones especulativas).

          En las economías de gran escala, la forma jurídica de Sociedad Anónima ha devenido un mecanismo ideal para que las instituciones financieras y los grandes especuladores se hagan con el control efectivo de empresas productivas, con el fin de extraer el mayor provecho propio. A la vista de las característi­cas fundamentales de la Sociedad Anónima ello es fácilmente comprensible. En primer lugar, no todo el capital ha de estar forzosamente desembolsado, sino que puede ser virtual (en otras palabras, tan sólo hay una obligación de desembolsarlo cuando sea preciso, no necesariamente en el momento de la subscripción). En segundo lugar, la ley permite el agrupamiento de acciones (18) y, lo que es más interesante, que se adopte la decisión en la Junta General de Accionistas por mayoría cualificada (es decir, en función del número de acciones, no de accionistas presentes o representados) (19). En tercer lugar, en la práctica ni tan sólo es importante disponer de la mayor parte del capital para controlar una empresa: basta con poseer o representar la mayor parte del capital «presente» en la Junta (pues una buena parte de los ahorradores accionistas no se molestan en atender al día a día de la gestión de la empresa, sino que en muchas ocasiones delegan la gestión de sus activos a los intermediarios financie­ros).

          Como la ley en España no prohíbe que la representación de las acciones sea conferida a una persona jurídica (20), en la práctica los bancos suelen disponer de «hombres de paja» para controlar los Consejos de Administración a su gusto y medida, pues una vez que se controla la Junta de Accionistas es fácil controlar los Consejos de Administración, que junto con el (o los) consejeros delegados, son los que determinan la orientación de la empresa (21). Estos «asalariados de lujo» (que no forzosa­mente han de ser accionistas de la empresa) forman la nueva clase managerial de la que hablaremos más adelante.

          (John Kennet Galbraith, afirma que a la vista de la consolidación de las nuevas estructuras empresariales y manage­riales, el concepto «propiedad» capitalista, al menos por lo que se refiere a la gran empresa, ha perdido razón de ser. Según este autor, la atomización del capital y el hecho de que el manager sea responsable civilmente de sus actos —no ante los accionistas— desdibuja la noción de empresario capitalista tradicional. Nosotros consideramos que esta es una cuestión periférica que no atañe a la lógica del discurso que estamos siguiendo aquí.)

         El profesor Francesco Galgano, en su libro Las instituciones de la economía capitalista. Sociedad Anónima, Estado y Clases Sociales desenmascara varios de los mitos que se han establecido en torno a la supuesta «democratización» del capital por parte de las Sociedades Anónimas. Según él, lo que esconde el desarro­llo empresarial de la Sociedad Anónima es una socialización de las pérdidas, así como un acaparamiento (por parte de la gran empresa) de los beneficios.

          Según este análisis, la sociedad por acciones como ente jurídico es parte integrante de la filosofía jurídica de la burguesía del siglo XIX. Con la creación de la «personalidad jurídica» llega a ser posible argumentar que, en una Sociedad Anónima, el socio no responde de las obligaciones sociales con el patrimonio propio por la razón «natural» de que se trata de obligaciones ajenas, o sea, por la misma razón por la cual el señor A (físico) no responde del señor B (jurídico) (22).

          (Anteriormente vimos que inicialmente la sociedad anónima fue una fórmula adecuada de financiación de las iniciativas empresariales de cierto alcance, elevado riesgo o gran escala; pero con el tiempo esta misión —de financiación— ha ido derivando en fórmulas de protección de riesgos, desvirtuando su papel originario, como iremos viendo a partir de aquí.)

          Así, la misma burguesía que había predicado la igualdad de todos los ciudadanos no podía contradecirse; tenía que elaborar doctrinas que sirvieran para ocultar —en determinados casos— los privilegios que se reservaba, que permitieran reconciliarlos con el principio de igualdad. A estos requisitos se ajusta, cómo no, el concepto de personalidad jurídica*:

          «En ésta, como en cualquier otra concepción suya, el concepto de persona jurídica juega una función ideológica y no normativa: la función, en todo caso, de ocultar las condiciones de privilegio y las posiciones hegemónicas que la disciplina normativa crea a favor de la clase dominante; la función de superar, con un expediente conceptual, la contradicción existente entre el proclamado principio de igualdad y las desigualdades en concreto constituidas» (23).

          Veamos, a partir de este análisis, en qué se basa la afirmación de que la Sociedad Anónima agrava la situación de desigualdad entre los sectores sociales privilegiados y los periféricos (en este caso, no podemos hablar de clases, porque entre los sectores periféricos se encuadran un conjunto de individuos poseedores de capital, y con ideas políticas proclives al conservadurismo económico). La primera clave de la estrategia de la gran empresa, es de sobra conocido, es la concentración industrial y comercial. No obstante, ¿cómo se puede compatibili­zar esta concentración con la flexibilidad y la minimización de riesgos? La segunda clave (que es la respuesta a esta pregunta) viene dada por el fraccionamiento (jurídico) empresarial, y la tercera por la aplicación viciada de todas las posibilidades de régimen jurídico de las Sociedades Anónimas.

          La gran empresa, en la actualidad, se ha atomizado en un buen número de sociedades periféricas vinculadas a la casa matriz por relaciones más o menos estrechas y visibles, pero de incuestionable profundidad. Esto es, la Sociedad Anónimaha fraccionado sus iniciativas económicas en tantas otras Sociedades Anónimas como ramas o sectores de la empresa. Cada una de ellas no corresponde a una empresa diferente, sino a un fragmento de empresa. Ello, que desde un punto de vista económico se presenta como una empresa unitaria, jurídicamente su justifica como una pluralidad de sociedades, las acciones de las cuales pueden pertenecer, directa o indirectamente, a las mismas personas.

          De esta manera —en dicho supuesto práctico— se goza de modo más intenso del beneficio de la responsabilidad limitada (el capital invertido en cada rama o sector se sustrae de los riesgos relativos a cualquier otra rama o sector). Es decir, las diferentes sociedades, siendo jurídicamente diferentes, responden únicamente de las deudas propias, dejando totalmente indemne el patrimonio de las demás (24).

          La fragmentación de la empresa en una pluralidad de sociedades adquiere los límites extremos cuando éstas se separan entre sí, constituyendo el objeto de sociedades separadas: la dirección (o «sociedad-madre») por un lado, y la actividad de producción o de cambio por otro. Se da lugar, entonces, a un «cabeza de grupo» (que en términos económicos tiene el nombre de holding* puro), que no desarrolla ninguna actividad productiva y se limita a administrar sus propias acciones y a dirigir las sociedades del grupo (sociedades que asumen el nombre de sociedades operantes*). La construcción en pirámide (o en abanico) que así resulta puede adquirir proporciones gigantescas (en ocasiones, superiores al PIB de países no muy pequeños).

          Pero lo que indica el efecto perjudicial de esta ficción jurídica es el reparto de responsabilidades, pérdidas y cargas —claramente desequilibrado— en relación con otros agentes económicos: hace posible una parcial traslación del riesgo conexo a las actividades económicas del grupo empresarial a otros sectores sociales. La esencia de la responsabilidad limitada reside en el hecho de que el riesgo de la empresa es soportado por los socios sólo en parte, en los límites de su aportación a la sociedad; en lo que excede de este límite el riesgo se transfiere a los acreedores de la sociedad (proveedores, auxiliares, usuarios y, en general, a todos aquellos que le hayan concedido crédito).

          Este efecto traslativo se verifica, entonces, sólo en perjuicio de los acreedores económicamente más débiles (los pequeños proveedores, la masa de trabajadores dependien­tes, los empresarios auxiliares o satélites, los agentes, concesionarios, comisionistas, etc.) Los acreedores económicamente más fuertes, en cambio, están en condiciones de exigir, cuando conceden crédito, formas suplementarias de garantía, y en particular, la garantía real o personal de uno o más socios, que serviría de aval para la realización de cualquier operación.

          Desde el momento en que el beneficio de la responsabilidad limitada favorece fundamentalmente a los más fuertes, los pequeños y medianos empresarios no pueden aprovechar las ventajas de las formas jurídicas de la Sociedad Anónima o de la Sociedad de Responsabilidad Limitada. Más bien al contrario: las capas productivas más débiles soportan los costes —en forma de impagados o suspensiones de pago— y los riesgos pasivos de la gran empresa.

          Y una última consideración: si estas facilidades para el ejercicio de la actividad de la gran empresa no fuesen suficien­tes, el Estado, otorgándose un papel que no le corresponde (el de reflotador o capitalizador a fondo perdido de empresas privadas), en casos en que la gran empresa, aun con todas sus facilidades, no pueda evitar la quiebra, y consiguientemente su expulsión del mercado, suple la responsabilidad de la casa matriz (que cuando le interesa sí presta asistencia financiera a sus sociedades operantes) mediante la inyección de caudales públicos bajo diversas fórmulas: reestructuraciones, bonificaciones, condonaciones de deudas, jubilaciones anticipadas, utilización de fondos de garantía salarial —o bancaria—, asistencia técnica, etc. (25). Ciertamente, la pequeña y mediana empresa no puede decir lo mismo sobre la generosidad del Estado:

          «Se ha concedido así otra inmunidad; y ha sido concedida, también esta vez, al gran o medio capital industrial: las empresas de pequeñas dimensiones, que no presentan problemas de empleo, o no los plantean en términos dramáticos, continúan estando sometidas a la quiebra; sus administradores, menos afortunados que sus colegas de las empresas más grandes, son todavía perseguidos por los delitos cometidos en las quiebras» (26).

          (La actual naturaleza gregaria del Estado, así como otros factores sociales, han desnivelado la balanza de la justicia y la equidad social en favor de determinados intereses económicos y sociales que de ninguna manera se pueden identificar con los de la sociedad civil. Más bien son las cúpulas y las élites económicas, políticas y sociales las que disfrutan de los —irregulares, por arbitrarios— beneficios de la actual legisla­ción mercantil. Este entramado, que conforma lo que hemos convenido en llamar las «estructuras gregarias», contribuye a desvirtuar el juego limpio a partir de una situación ventajosa en el actual —viciado— sistema de relaciones productivas, que es generado por un modelo oligopólico —cuando no monopólico— de economía de gran escala.)

          En definitiva, los hechos han vuelto a demostrar que el escenario económico y sus leyes, en la práctica, favorecen a las élites y al gran capital; que las leyes no se cumplen de la misma manera según a quien se apliquen; que el Estado salvaguarda ante todo los intereses de los poderosos; y que el régimen jurídico de la empresa está viciado desde la base, pues permite situacio­nes de privilegio y de monopolios de hecho.

          Para que las estructuras productivas se enfrenten con un mismo marco jurídico y económico, equilibrado y armónico, independientemente del tamaño y del sector empresarial, es necesario cambiar de arriba a abajo la legislación mercantil. No es éste el lugar más adecuado para dar respuestas precisas a esta necesidad (por incapacidad y por voluntad), pero al menos ha quedado reflejada una problemática que afecta de forma perentoria a las pequeñas y medianas empresas, que son las que, en definiti­va, conforman la masa sustancial, el entramado principal de la economía real. En epígrafes posteriores nos referiremos a otros aspectos que atañen a la empresa como ente jurídico.

 2.2.3. La cultura empresarial del actual marco econó­mico

          En este punto, que intenta explorar los aspectos no estrictamente económicos del mundo de la empresa (en los dos anteriores, como hemos visto, nos hemos acercado a los aspectos formales y jurídicos) y que, no lo olvidemos, no pretende exponer lo que habría de ser un modelo alternativo de empresa según nuestras premisas económicas y sociales, sino el que existe efectivamente, es necesario reseñar una faceta posiblemente valorativa, pero no por ello carente de trascendencia en el mundo empresarial: la de la cultura empresarial. Ésta (también llamada «cultura de gestión») se refiere a las orientaciones estratégicas globales, así como a las mentalidades, normas, valores, usos y costumbres del tejido empresarial. Lógicamente la cultura empresarial varía en función de las características de cada ramo o sector.

          En el cuadro de texto número 1 podemos observar una referencia a unos aspectos muy concretos de la cultura empresa­rial (la cultura fabril/comercial de la empresa, el factor distinción/precio, las alianzas estratégicas y el talante exportador), con unas conclusiones desalentadoras: entre una parcela muy importante del tejido productivo español persiste una actitud conservadora, que a costa de su propio futuro empresarial —pues abre las puertas a la competencia de los países más competitivos en factor precio, y retrae una parte del valor añadido en forma de distribución e imagen de marca—, se acomoda a una cultura empresarial de inclinación fabril, ajena a los cambios que están provocando la globalización de mercados y la existencia de los Nuevos Países Industriales*, en abierta competencia con las empresas españolas.

          Dicho ejemplo puede servir como referente de un escaso interés por ajustar la cultura empresarial a una realidad cambiante. El lema «piensa a escala mundial, actúa a escala local», pronunciado por el director general de la empresa sueca ABB, resume las transformaciones que está experimentando la gran empresa en estos días. Un ejemplo ya mencionado, como explicamos en el epígrafe anterior, es la descentralización de la empresa matriz en un conjunto de sociedades operativas (no hablamos únicamente de filiales), con unos vínculos y una identidad corporativa coincidente con el cabeza de grupo, aunque con un margen de maniobra para ajustarse a las peculiaridades de cada país o sector donde opera.

          Hay empresas que han comprendido que las nuevas estrategias (que iremos especificando) son vitales si se pretende competir y contar en el mundo; pero como en ocasiones sucede, también las hay que operan de forma imitativa, sin contar con una variable fundamental: la cultural y normativa. Una vez que se adoptan estas estrategias los sistemas formales y los planes operativos —que desarrollaremos posteriormente— son imprescindibles, aunque no suficientes, puesto que las reformas estructurales han de ir siempre precedidas de un cambio en los esquemas mentales de las direcciones, es decir, de un cambio de la cultura empresarial. La reconfiguración de una estructura formal, por sí sola, es una acción demasiado brutal si no va acompañada por una alteración de las creencias y las normas empresariales generales que conforman las percepciones y actuaciones de los directivos. En definitiva, el cambio cultural ha de anteceder el cambio formal o estructural.

          Ciertamente, la realidad española no es prometedora en este aspecto. Tanto el modelo económico de los gobiernos de la época franquista como el de los que los sucedieron enquistó en las actitudes y los modos de hacer del empresario español una inercia mental y un hábito de subsidiariedad y tutela que, en cierta medida, han inhibido el progreso derivado de las novedades en dirección estratégica. Los resultados ante esta actitud pasiva se pueden resumir en los siguientes: 1) la ineficacia de las tradicionales técnicas de gestión ante el proceso de cambio; 2) la búsqueda de soluciones parciales a corto plazo, olvidando los problemas de fondo; 3) la tensión y turbulencia endémicas en los estratos directivos, que ponen en riesgo de crisis la organiza­ción.

          Ante esta situación de degeneración de la vertiente subjetiva de los estilos de dirección, se impone una nueva cultura de empresa, que conecte con un enfoque estratégico donde estén presentes factores normativos y culturales.

          El trabajo titulado La empresa española: estructura y resultados, dirigido por Eduardo Bueno Campos, hace hincapié en el abanico de actitudes empresariales distinguibles en el panorama español (unos más complejos y burocratizados, otros más flexibles y descentraliza­dos, en función de factores tales como el tamaño y otras características tipológicas), y las engloba en tres tipologías de estilos de dirección (o de culturas empresa­riales): 1) la primera (denominada tradicional, o dependiente) es propia de un conservadurismo liberal, en empresas que basan su función principal en la actividad comercial, según un aprovechamiento reactivo del entorno; 2) la segunda (denominada táctica, o productivista) es propia de un productivis­mo competi­tivo, característico de empresas medianas-grandes y multinaciona­les, más preocupadas por mejorar su productividad y reducir sus costes (aquí juega un papel importante la innovación tecnológica y la diversificación de productos y mercados); y 3) la tercera (estratégica, o reestructurante), propia de un reformismo estructural (característico de algunas multinacionales), es representativa de las actitudes innovadoras-gerenciales a las cuales nos hemos referido en este punto (es por ello más sensible a las variaciones del entorno).

          En la actualidad, entre el empresariado español, se echa en falta una actitud empresarial más proclive al cambio o a la creatividad, propia de una esencia empresarial adaptativa, innovadora y negociadora. En su lugar se observa una inclinación por la rentabilidad inmediata propia de las tendencias producti­vistas, más que el fortalecimiento de la cuota de mercado o de la estabilidad en el medio-largo plazo. Sobra, entonces, mentalidad productivista-especuladora, y falta mentalidad estratégica-innovadora.

          La cuota de responsabilidad que pueda tener la herencia mental-cultural del pasado es un tema objeto de debate, pero en ningún caso sirve de excusa para justificar el vacío cultural-estratégico de la casta gerencial de la empresa española. De esta manera, se hace difícil entender cómo con unas ventajas competi­tivas que se reducen a los costes laborales, España pretenda competir con unos países que la inundan con unos productos que se singularizan y diferencian en factores tales como calidad, diseño, innovación o marca (es el caso de diversos países de la UE), y menos todavía con unos Nuevos Países Industriales que, evidentemente, son infinitamente más competitivos en factor precio.

 2.2.4. El liderazgo empresarial

          Uno de los mitos heredados de la corriente irracionalista y subjetivista del siglo XIX y principios del XX es el liderazgo (que ejemplifica la noción que Carlyle tiene del «líder carismá­tico», o —en un plano más trascendente— de Nietzche sobre el «superhombre»). De una manera u otra esta clase de mitos impregnó toda la vida política y cultural de su tiempo, ya sea en los países democráticos como —con resultados dramáticos— en las potencias totalitarias de Italia, Alemania y Rusia. E, inexplica­blemente, este mito ha subsistido hasta nuestros días en la figura del «líder» de empresa, del «superhombre» de negocios.

          En este punto nos ocuparemos de desenmascarar lo que tiene de ficticio y tramposo la noción de liderazgo empresarial. Nadie puede negar que la responsabilidad directiva presupone unas cualidades carismáticas, una capacidad concertadora y mediadora, una credibilidad y seguridad determinadas; pero estas virtudes no se han de sobrevalorar hasta el punto de llegar a cotizaciones «minuto de trabajo/remuneración/repercusión pública» tan desorbitadas como las actuales (más que líderes de empresa, algunas celebridades han sido consideradas «sansones de empre­sa»). Lo mismo cabe decir sobre el rol del «jefe» en la pequeña empresa. La visión del jefe como «superior jerárquico infalible en sus dictámenes y decisiones» es obsoleta y caduca, pero, curiosamente, ha sido potenciada y exhibida hasta extremos nauseabundos, como un residuo de la cultura patriarcal-medieval que nos ha precedido.

          Hay tres visiones sobre la noción de líder. Una primera hace referencia a sus rasgos personales (atractivo, sólido, maduro, paciente, agresivo, seguro de sí mismo, trabajador, responsable, cargado de títulos o «másters»...) sin atender a la percepción y las necesidades de sus subordinados (y mucho menos al ambiente donde se encuadra el ejercicio de su función). Es por decirlo así, la interpretación tradicional.

          Una segunda visión atiende a su comportamiento con los subordinados, que resume en dos actitudes básicas: liderazgo de apoyo (comportamiento indicativo de confianza mutua, amistad, respaldo y respeto entre líder y subordinados), e instrumental (dirigido a asegurar los objetivos, la definición de la relación de papeles, los canales de comunicación, la asignación del trabajo y los procedimientos; en definitiva, buscaría el aumento de la producción y no tendría en consideración a los subordinados más que como medios para conseguir sus objetivos). Sería la interpretación conductista.

          Una tercera visión tendría en consideración los conceptos sistémicos de totalidad, de interdependencia de los elementos y subfunciones y, sobre todo, de influencia del contexto (o el ambiente) en la configuración y funcionamiento organizativo.Todos estos factores, conjuntamente, actuarían dentro de un modelo multivariable o de influencia múltiple, en el cual el medio ambiente organizativo determinaría la pauta de actuación del líder. Sería la interpretación contingente (o sistémica).

          Estas tres interpretaciones del papel del liderazgo padecen de una misma falla: la confusión entre los términos de adminis­tración, gestión, dirección y liderazgo. Por razones que ya hemos enunciado el foco de interés en los estudios del liderazgo se dirige a la dirección, al carisma, a las cualidades excepcionales de la persona y a su comportamiento: a su legitimación, en definitiva. Esta noción incluye un «decálogo del buen (o perfecto) directivo», pero pocas veces se habla de sus responsa­bilidades, objetivos, resultados, etc. (en definitiva, se atiende más al «protocolo» que a los estilos de dirección):

          «El liderazgo forma parte de la administración, aunque no lo es todo. Los gerentes han de planificar y organizar, por ejemplo, pero lo único que se les pide a los líderes es que influyan para que otros los sigan. El hecho de que influyan a otros a seguirlos no garantiza que vayan en la dirección correcta. Esto significa que los grandes líderes pueden ser gerentes mediocres, a causa de deficiencias en la planificación o en alguna otra tarea empresarial. Aunque puedan impulsar a su grupo no consiguen encaminarlo por la dirección que sirva mejor a los objetivos de la organización» (27).

          En España los grupos directivos de las medianas-grandes empresas (los líderes) presentan la característica ya mencionada de que acostumbran a estar constituidos preferentemente por profesionales no propietarios de las empresas que dirigen (se considera «directivo» toda aquella persona que tiene mando o alguna responsabilidad de línea —o en caso de estar delegado, de staff— o similar, que tiene influencia importante en las orientaciones de la empresa, siendo superior jerárquicamente a otros cargos intermedios) (28).

          En ello no hay nada que objetar, pues es una realidad generalizada en todo el capitalismo desarrollado. Lo que sí es un elemento distintivo a considerar —y ciertamente peculiar— es la magnitud de las remuneraciones de estos «asalariados de lujo». La privilegiada situación de los altos directivos se puede caracterizar con los siguientes rasgos distintivos de sus condiciones retributivas: 1) el criterio de «bonus» (es decir, remuneraciones personalizadas y a la carta, rompiendo las estructuras organizativas establecidas), ligado a comportamientos clientelistas y, a veces, a estrategias a corto plazo (por ejemplo, de ingeniería financiera*); 2) el disfrute de contratos blindados y de primas de fichaje, que elevan el salario del directivo sobre lo que sería razonable, si se considera su contribución específica a la empresa; 3) el beneficio de salarios, prebendas y servicios en especie; 4) el cobro de un fijo anual al margen de los resultados de la empresa...

          En este contexto, los observadores y expertos neutrales, y el público en general, no consiguen entender que a menudo se mantengan o suban las remuneraciones de directivos y técnicos de alto nivel, que simultáneamente están despidiendo personal masivamente, en empresas que —a causa de su gestión— tienen grandes pérdidas, están en suspensión de pagos o incluso cercanas a la quiebra:

          «Los especialistas que diseñan los planes de remuneraciones basados en estos criterios, han de asegurarse de que los objetivos sean perfectamente medibles y contrastables, haciendo a los directivos remunerados responsables del éxito o del fracaso ante los empleados, los accionistas y el propio equipo directivo de la empresa. No obstante, si observamos este aspecto, es difícilmente explicable que, en situaciones críticas, se despida a los trabajadores de la empresa o se les congele el salario, y no haya actuaciones similares sobre las acciones de los directi­vos, siendo éstos directamente más responsables. En el mejor de los casos, padecerán una congelación salarial, pero rara vez una reducción de salarios (...) En muchas ocasiones se trataría de una cuestión de imagen y solidaridad» (29).

                 (Para enmendar los defectos inherentes a este cuadro de privilegios, los especialistas en la materia se inclinan por las siguientes medidas: 1) tender a sustituir las remuneraciones basadas en el corto plazo por sistemas de remuneraciones basadas en el largo plazo; 2) establecerlas en función de las variaciones de valor añadido que aporten los nuevos directivos; 3) no fundamentarlas en un elevado fijo anual, sino en un fijo —que no superaría un 30%— y unos complementos o primas en función de los resultados de la empresa; 4) remunerar una parte de la cuantía total en forma de acciones de la empresa; 5) la valoración de los planes y objetivos diseñados por el directivo; 6) establecer un mercado estandarizado de oportunida­des de trabajo, acabando con la actividad de los «cazadores de cerebros», que inflan artificialmente las cotizaciones de los directivos; y 7) hacer uso de las promociones internas de la propia empresa.)

          A la vista de todo lo dicho se comprende mejor la artificio­sa imagen del manager como un superhombre. El conocimiento ni tan siquiera aproximado de la vertiente prosaica de los fenómenos humanos o divinos suele descorrer muchas cortinas de leyenda y misterio. Es decir, la evidencia de las prácticas viciadas y escandalosas que esconde el management descubre las estrategias propagandísticas que ocultan enriquecimien­tos inmorales e inconfesables. No hemos de olvidar, tampoco, el componente fetichista de ciertos fichajes por parte de ciertas empresas consolidadas.

          En definitiva, una conjunción de los aspectos aquí analiza­dos (el auténtico papel de las Sociedades Anónimas, la ruptura de la cultura empresarial, el liderazgo) nos hacen sospechar que algo no funciona en determinados ambientes del universo empresa, al menos por lo que respecta a su componente subjetivo. Da la sensación de que detrás de su supuesta solvencia, respetabilidad e integridad se esconde un conjunto de mitos, falsedades y estereotipos que suponen una dimensión desvirtuadora de la verdad cruda de una parte de la empresa actual.

          Nosotros pensamos que el paradigma managerial desvincula al gestor (manager) de las raíces de la empresa, y lo extraña de sus resultados económicos y sociales, de tal modo que no se encuentra una correspondencia adecuada entre su papel dentro de la empresa y la asunción de sus responsabilidades profesionales, diluyendo éstas, al igual que los resultados económicos, en el sustrato empresarial y en los agentes participantes (trabajadores, proveedores, acreedores...), por lo cual una vez más el actual modelo de la Sociedad Anónima hace posible el falseamiento del correcto desarrollo de la actividad económica (por lo que se refiere a las externalidades negativas que ella provoca, al desdoro de la función social de la empresa, a la perturbación del espíritu empresarial, al menoscabo de las responsabilidades civiles y penales en caso de quiebra, al aletargamiento de los estímulos innovadores, etc.) Contrariamente, los beneficios y prebendas arbitrarias de la casta managerial destacan sobremanera sobre los inconvenientes de este sistema de gestión, lo que es nuevamente fuente de todo tipo de abusos y disfunciones del mercado (30).

          A lo largo de esta obra nos ocuparemos de las dimensiones esenciales de la empresa, al margen de las prefiguraciones que circulan en sociedad, exaltadoras del protagonismo de ciertas élites corruptas que, en el orbe capitalista, desvirtúan el auténtico protagonismo del hombre de empresa.

 2.2.5. La función social del empresario

          Si en Economía hay un término con multiplicidad de lecturas y de matices éste es el de «empresario». Para la economía clásica el concepto de empresa no ofrecía ninguna duda: empleando la moderna Teoría General de Sistemas, la empresa sería una «caja negra» donde entrarían unos inputs* y saldrían unos outputs*, sin que les preocupase para nada en qué consiste el mecanismo de funcionamiento de tal caja negra (hemos de recordar que, en lo fundamental, imperaba la noción newtoniana de un orden universal, que inspiró el orden económico que Smith caracterizaba como la «mano invisible»).

          Pero respecto al concepto de empresario no había una tal unanimidad. David Ricardo lo veía como aquel individuo que aportaba capital financiero a la empresa y a cambio recibía una remuneración en forma de beneficio (Karl Marx compartió esta interpretación). Richard de Cantillon (inventor del término «enterpreneur») y Adam Smith destacaron el aspecto riesgo, que subraya el hecho de que quien aporta el capital incurre en la posibilidad de no recuperarlo íntegramente. J. B. Say lo vio como un combinador o coordinador de los factores productivos, es decir, como un director de la actividad empresarial, que se anticipa a las necesidades de los consumidores y establece previsiones sobre la demanda (31). Schumpeter, en su obra Teoría del desarrollo económico, destacó la faceta innovación, cuya función característica era la de identificar y generalizar nuevos bienes, métodos, mercados, organizaciones, posibilidades o combinaciones de factores productivos, diferenciándolo así del empresario-capitalista (o del simpre director de empresa), que aporta el capital y asume el riesgo (32). Hay quien introduce también el concepto de empresario completador, que enmienda, completa o suple las deficiencias del mercado (a diferencia del empresario tradicional, o rutinario, que se limita a coordinar o a dirigir una empresa ya en funcionamien­to).

          Todas estas interpretaciones otorgan un papel social al empresario, que como hemos visto no es unívoco ni homogéneo (puede aportar capital, hacer planificaciones y previsiones, dirigir administrativamente, innovar, coordinar o controlar la empresa). J. K. Galbraith, con una interpretación hecha a la medida de la gran corporación capitalista, niega taxativamente el rol de empresario, sustituyéndolo por el de manager* o, por extensión, por el de la tecnoestructura*. A la vista del cuadro de texto número 2 observamos cómo él separa las funciones de dirección y propiedad, hasta el punto de que interpreta que el empresario (tal como este concepto es conocido popularmente) «ha dejado de existir como persona individual en la empresa indus­trial madura» (33). Su lugar lo habría ocupado un equipo de especialistas (la inteligencia empresarial organizada, o tecnoestructura) que ni tan sólo participa en la propiedad, y que en ocasiones ejerce el control en contra de la opinión de los propios accionistas.

          En este sentido, esta misma interpretación afirma que las finalidades de la tecnoestruc­tura estarían más encaminadas a la planificación estratégica, es decir, al largo plazo, que a los beneficios inmediatos a corto plazo (34).

          Hoy día esta interpretación parece excesiva. Más bien se comprueba que, por lo que se refiere a la gran empresa, pervive un empresariado que, por un lado, puede asumir cualquiera de las facetas que antes hemos enunciado (capitalista, innovador, controlador, planificador, anticipador, etc.), y por el otro puede adquirir una fisonomía plural (de grupos de personas, cada una de las cuales ejercería una función diferente, aunque alguna de ellas disfrute de algún tipo de relevancia sobre el resto de miembros del equipo directivo).

          Es necesario, siguiendo este razonamiento, distinguir entre empresario y manager. El primero hace referencia al directivo que se ocupa de las relaciones externas de la empresa (es decir, del entorno económico donde se sitúa). El segundo, el manager o gerente, contempla la empresa como un mecanismo que es preciso mantener en funcionamiento con los menores problemas posibles: sus preocupaciones serían, pues, de orden interno (35).

          Huelga insistir en que la pequeña y mediana empresa se sitúa fuera de este escenario, por lo que los problemas de orden semántico y metodológico antes enunciados no tendrían razón de ser. Y ello es así porque en ella el papel del empresario sí que está claramente perfilado: éste sería, simultáneamente, el capitalista-promotor, el planificador, el controlador y el decisor. En un punto posterior veremos cómo se estructura la organización managerial para que las diferentes funciones de la empresa se ejerciten paralelamente con una coordinación que las haga coherentes y compatibles.

          Esta serie de consideraciones están sensiblemente viciadas por el punto de vista —gregario— de economía de gran escala actualmente hegemónico, y por tanto por el enfoque que la gran empresa ha difundido en el cuerpo doctrinario actual, sancionado por las interpretaciones autorizadas vigentes hoy día. Lo cual genera una visión deformada de la realidad, que está caracteriza­da no tanto por el protagonismo de la gran empresa como por el de la pequeña empresa, que como hemos visto compone el plancton social del que se nutre el circuito económico. (La pequeña y mediana empresa configura, en el circuito substancial de la economía real —a pesar de su olvido por parte de los estudiosos «académicos»—, una economía productiva con características propias, socialmente más equilibrada y flexible que la gran empresa.)

          Hay dos cuestiones de índole teórica que se escapan del ámbito de nuestro trabajo, pero que posiblemente vale la pena reseñar: por un lado la legitimación social del empresario, la cual, según algunos, habría mejorado a costa de la imagen pública de otros sectores sociales, como es el caso de los sindicatos; por otro lado, se ha de hablar de las cuotas de control de las entidades financieras, multinacionales, sector público y particulares en el capital de las empresas. A este respecto, se han realizado varios estudios que se contradicen, por lo que ha de interpretarse que, o bien las fuentes estadísticas consultadas no son correctas o suficientemente representativas, o bien el concepto que se tiene de estas categorías discrepa según el estudio del que se trate.

          Resumidamente, el concepto «empresario» es múltiple y rico, y es necesario diferenciarlo del de manager o gestor (cualquiera que sea la dimensión, la naturaleza jurídica o la forma de propiedad de la empresa). Por otro lado, no se puede equiparar el papel del empresario en la pequeña empresa y en la gran corporación. En esta última ha aparecido una nueva casta social —la tecnoestructura— que ejerce funciones de dirección (a veces) o de asesoramiento, pero que tiene en común su faceta técnica (de inteligencia especializada), la cual no deslegitima la función social —tradicional— del empresario, tal como fue definido desde la época clásica.

          Pero sí hemos de disociar, como veremos en su momento, los conceptos capital y empresario. La estructura clásica de empresa los ha unido indisolublemente pues confunde la «titularidad» y la «atribución» privada del capital. Un nuevo concepto de «capital como bien social», es decir, de titularidad social (o pública) y de atribución privada (con la retribución correspon­diente a la fuente de capital, que puede ser el Estado o fuentes de inversión privada), acabaría de facto con la identificación implícita entre propiedad del capital y empresario (entre titularidad y atribución del capital y de su renta). Un replan­teamiento en este sentido haría innecesarias y espurias las soluciones artificiales como la creación de castas manageriales y el reparto de riesgos (y de participaciones) entre las Sociedades Anónimas. En el próximo punto iremos más allá e intentaremos conocer dónde empieza y dónde acaba la noción «empresa».

 2.2.6. Empresa pública y privada

          Hasta aquí hemos esbozado las bases de una primera defini­ción de empresa, que es la que sirve de nexo común a lo largo de todo este capítulo. No obstante, todavía no hemos hablado de los límites de la empresa. ¿Dónde comienza y dónde acaba la noción «empresa»? Ya sabemos que una empresa se caracteriza por dos objetivos fundamentales: la aplicación del principio de economi­cidad y la maximización del beneficio. Pero igualmente un órgano del Estado (por ejemplo, la Agencia Tributaria) puede tener estos mismos objetivos finales. Hay algo, en cambio, que lo distingue de una empresa: que no está sujeto a las reglas del mercado, sino que su intervención en la economía es de carácter coactivo.

          Así, tenemos que es la inserción en el marco competitivo el tercer gran factor que determina el carácter empresarial. Pero aquí volvemos a encontrar otra dificultad. ¿Para que una empresa sea tal ha de ser necesariamente privada? Aquí es necesario distinguir dos extremos: el teórico y el ideológico. Desde un punto de vista teórico nada impide que una entidad pública pueda tener un carácter empresarial, abierto al mercado, siempre que se ajuste a las mismas reglas que la empresa privada.

          El Estado-empresario (que ha derivado, en gran parte, de ciertos postulados favorables al llamado «Estado del Bienestar») puede entrar, en circunstancias que convencionalmente se determinan, en el juego económico del mercado (es decir, en lo que es terreno «natural» de la iniciativa privada), moviéndose —en teoría— en este terreno según las reglas de comportamiento que son propias del marco competitivo. En principio ha de ajustarse a las prescripciones del derecho privado, que en el artículo 116 del Código de Comercio español señala: «El contrato de compañía, por el cual dos o más personas se obligan a poner en fondo común bienes, industria o alguna de estas cosas, para obtener lucro, será mercantil, cualquiera que fuese su clase, siempre que se haya constituido con arreglo a las disposiciones de este Código».

          Ello implica que la empresa pública ha de sujetarse a las normas sobre actividad empresarial en general, a las normas sobre la empresa, a las de la competencia, y a los signos distintivos (así como a las normas que hacen referencia al «estatuto» de empresario mercantil: inscripción en el registro mercantil, sobre la representación mercantil, y sobre los documentos contables, si bien —de facto— se le excluye el sometimiento a la quiebra).

          En el modelo actual de Estado intervencionista, el concepto de empresa ha devenido un concepto de «derecho común» o, más bien: el derecho privado se ha transformado en derecho común a los sujetos públicos y privados en la actividad económica:

          «Hay aquí una perfecta identidad de condiciones jurídicas entre empresa pública y empresa privada. Se puede hablar todavía, si se quiere, de "empresa pública" (calificación que no obstante se atribuye, y se reserva habitualmente, a la empresa ejercida por entes públicos); pero de ella se puede hablar siendo conscientes de que "público" es, en este caso, el sujeto que participa como accionista en la sociedad y que la sociedad con participación pública es regulada por las mismas normas que la sociedad en mano privada» (36).

          La doctrina oficial utiliza, desde hace decenios, una fórmula tranquilizadora: la intervención pública en la economía capitalista da lugar a un tipo específico de sistema económico, que ella denomina de economía mixta*, como un compromiso de coexistencia estable entre lo público y lo privado en economía. Por ello entendemos que la intervención pública, desde este punto de vista, ya no es contemplada como un fenómeno «anti-capitalis­ta» (o una «cabeza de playa» en el territorio capitalista).

          Otro concepto que ha sido acuñado, según este artificio conceptual, es el de capital mixto*, cuando el Estado utiliza, para sus intervenciones en la producción, no sólo capital público sino también una apelación al capital privado, en forma de capital-riesgo* (en la práctica, cuando estas empresas se encuentran en dificultades, siempre se sacrifican los interesos públicos para salvaguardar la rentabilidad de los activos privados).

          Por lo que hemos comprobado, en principio el capital público intenta entrar en el juego económico respetando sus reglas y deberes. Pero en la práctica se imponen graves interrogantes: 1) en casos de quiebra técnica* el Estado se reserva el derecho de financiar ilimitadamente y a fondo perdido a las empresas afectadas (a cargo del erario público); 2) en caso de saturación de plantillas o de rendimientos insuficientes, por lo general el Estado mantiene contra todo criterio de economicidad plantillas excesivas, acumulando pérdidas continuas que, naturalmente, acaban socializándose (una respuesta a este fenómeno son las reestructuraciones, de las que hablaremos más adelante); 3) en caso de pérdidas, el Estado antepone los dividendos privados a sus propios derechos.

          Es decir, a la hora de la verdad el Estado no juega el juego del mercado hasta sus últimas consecuencias, sino que hace valer sus cartas marcadas, a costa del erario público. En el cuadro de texto número 3 se expone la postura tradicional que se opone frontalmente a la actuación del Estado en la actividad producti­va: en parte por razones teóricas, en parte por razones prácti­cas, y en parte por motivaciones ideológicas. (Por nuestro lado, no encontramos base racional que justifique que no se cumplan las reglas de derecho privado —asunción de responsabilidades— en la empresa pública, del mismo modo que sucede con la empresa privada. Como veremos, en lo que trasciende de los bienes cuasi-públicos* y de la producción de bienes y servicios estratégicos y sociales, todo alejamiento de las reglas de competencia —incluyendo el principio de riesgo y quiebra— no evoca otra actitud que la puramente gregaria.)

          Las definiciones más comunes sobre la empresa pública la caracterizan de la siguiente manera: «Son todos aquellos organismos, servicios o empresas que son propiedad total o parcial de los poderes públicos o están bajo su control efectivo, y la actividad de los cuales está orientada a la producción de bienes y servicios (financieros o no financieros) destinados a ser vendidos a precios que, en general, tienden a cubrir sus costes de producción».

         Asimismo, el artículo 128 de la Constitución Española afirma lo siguiente: «1) Toda la riqueza del país en sus diferentes formas, y sea cual sea su titularidad, está subordinada al interés general. 2) Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante Ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales especialmente en caso de monopolio y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exija el interés general». Con este artículo la Constitu­ción acota el principio de subsidiariedad al que en puridad estaría sometida la actuación de la empresa pública. Éste sería, entonces, un instrumento en manos del Estado (con una orientación democratizadora cuanto menos interpretable, si no custionable), a través del cual puede tomar el control de la economía y orientarlo hacia un supuesto interés general.

          En particular, los objetivos que las economías europeas han asignado a la empresa pública son los siguientes: 1) producción de bienes o servicios básicos a precios competitivos (y, en su caso, políticos); 2) producción de bienes y servicios que por razones de seguridad interesa que estén controlados por el Estado; 3) compra de materias primas básicas para el desarrollo interno (por ejemplo, el petróleo o el carbón); 4) incautación de empresas privadas ineficientes de carácter estratégico; 5) promoción económica en zonas retrasadas; 6) contribución al desarrollo de las exportaciones; y 7) reestructuración de sectores en crisis.

          En el orden práctico, la experiencia de la empresa pública a escala europea presenta las siguientes características: 1) el índice de productividad de la empresa pública, cuando actúa en condiciones monopolísticas o de cuasi-monopolio (sectores relacionados con la producción de energía, por ejemplo), es superior al de la economía nacional (está claro que en este caso cuenta con una capitalización privilegiada); 2) por otro lado, cuando la empresa pública actúa en mercados competitivos y no energéticos, los índices de productividad son inferiores a los correspondientes al conjunto de la economía (37).

          (Hay expertos que atribuyen a la empresa pública un brillante futuro como catalizador, complemento y avanzadilla de los sectores emergentes, en una política activa de promoción industrial. Así, se consideran los sectores nuclear, aeronáutico, de defensa, electrónico e informático, turístico y agroalimenta­rio los más idóneos para ejercer una política de apoyo público. El tema de la promoción industrial lo trataremos más extensamente con posteriori­dad.)

          Consiguientemente, hemos separado las tres vertientes del debate en torno a la posible conveniencia de ejercer o no una política de apoyo y mantenimiento de la empresa pública; éstas són la jurídica (o teórica), la ideológica y la práctica. Hemos visto que ambas posturas —la favorable y la remisa— tienen argumentos que sobre el papel parecen sólidos, a favor y en contra de su existencia. Más tarde entraremos más a fondo en este debate, intentando aplicar la racionalidad y la ponderación —y por qué no, el sentido común—, con la finalidad de encontrar una conclusión integradora y superadora en esta divergencia de criterios.

 2.3. La empresa como objeto económico

          Hasta este momento hemos considerado a la empresa como un ente o sujeto jurídico, con un conjunto de atributos y condicio­nantes jurídicos, teóricos, ideológicos, morales y culturales. En definitiva, hemos visto a la empresa como una «persona», si bien persona jurídica. Pero además de una personalidad, como todo ente (ya sea animado o inanimado), la empresa actúa como un organismo, con unas funciones y unos fines determinados, que entran de lleno en la órbita práctica.

          Anteriormente definimos a la empresa como aquella organiza­ción productora de bienes económicos, a partir de unos recursos (en forma de Naturaleza, capital y trabajo) limitados, de cara a satisfacer unas necesidades entre la población y obtener un beneficio (o renta, o salario) como contrapartida a tal activi­dad. También expresamos que esta actuación, si bien tiene carácter de lucro y atiende a criterios de economicidad, no puede separarse de su rol de actor social. Entonces, los bienes que produce, así como sus rentas, son bienes sociales y circulan por el sistema económico (y social) como savia que alimenta el cuerpo económico (y social).

          Esta definición abstracta —casi filosófica— puede parecer pobre, e incluso insuficiente, a más de un economista. Estos suelen referirse a las actividades económicas dejando de lado apreciaciones subjetivas y centrándose en los componentes cuantitativos, estructurales u organizacionales de carácter práctico. En este subapartado, por ello, nos centraremos en los condicionantes de la empresa en calidad de objeto económico, es decir, como marco de relaciones con el entorno económico, que tanto pueden ser monetarias, como estratégicas, como de otra índole. Sujeto y objeto son las dos vertientes de una misma realidad: la actividad económica. Al igual que un ser humano, una empresa tiene identidad, pero asimismo tiene una vida, unas experiencias, unos retos o unos condicionantes. A todo ello nos referiremos a partir de ahora.

 2.3.1. Los objetivos de la empresa

          La actividad económica es consustancial al género humano. Es la función primaria del cuerpo social, sobre la que se sustenta el resto de funciones sociales (en términos marxistas: es la infraestructura* que soporta la superestructura* social, cultural y normativa). Hay quien dice que «donde hay seres humanos habrá sociedad, y donde haya sociedad, habrá actividad económica». Se puede entender que la actividad recolectora de los bosquimanos marca el estrato más primitivo de la actividad económica, pero no por ello deja de serla. (Está claro que la diferencia entre los bosquimanos y nosotros es que aquellos tienen todavía un modo de vida cooperativo y tribal, mientras que nosotros nos fundamentamos en relaciones humanas y económicas maduras e individualistas.)

          La actividad económica arranca sin embargo de la voluntad del hombre. Partiendo de la ley universal del mínimo esfuerzo (o del derecho a la pereza que reivindicaba Paul Lafargue) lo que impulsa al hombre a trabajar y a producir es, lógicamente, la percepción de un conjunto de necesidades y carencias que han de ser satisfechas a través de bienes económicos. Así entonces, el objetivo de la actividad económica no puede ser otro que el de proveer a las personas de aquellos bienes de los que —en una sociedad desarrollada— requieren para su subsistencia o para satisfacer otras necesidades humanas: el ocio, la cultura, el transporte...

          Pero, como hemos visto, el tejido económico se descompone en una miríada de individualidades y células productivas que, emergiendo del plancton social, se estructuran y compiten entre sí en el mercado: las empresas productivas. Se trata, entonces —para huir de una interpretación deshumanizada de la actividad económica—, de pasar de la dimensión macroeconómica a la microeconómica, es decir, de explicitar los objetivos de la empresa singular e individual. Consideramos «objetivos», en la organización empresarial, aquella serie de fines que persigue y que constituyen su «razón de ser» (o de «existir»). La organiza­ción existe para conseguirlos, y si no fuese capaz de garantizar­los —de manera continuada, no circunstancialmente— habría de desaparecer como tal.

          Los objetivos, así definidos, así como los resultados a largo plazo, suponen el primer instrumento valorativo para la dirección de la empresa. Los objetivos son, de esta manera, los elementos valorativos de los resultados —y, en consecuencia, un punto de partida para el análisis de sus desviaciones— en relación a las decisiones adoptadas por la dirección en aplica­ción de una planificación estratégica determinada.

          Los economistas clásicos (inspirados en los avances de las ciencias físicas) siempre han considerado que en último término lo que cuenta en Economía son las leyes de los grandes números (en forma de cantidades y precios), desligando el hecho económico de otras dimensiones humanas —históricas, políticas, sociales, etc.— El análisis económico, de esta manera, se desagregó de otras materias sociales, e incluso utilizó indicadores* de fenómenos aislados que de ninguna manera eran significativos de las tendencias y realidades del panorama económico. Uno de los subproductos de este talante reduccionista es el concepto homo economicus*, reiteradamente empleado por la doctrina económica clásica (38).

          Esta visión interpretaba al hombre como a un individuo aislado, bien informado, con pretensiones de obtener un beneficio económico, en un marco competitivo y en igualdad de oportunidades respecto al resto de los seres humanos. Lógicamente, esta caracterización es poco creíble —ni tan sólo se ajusta a la realidad—. No obstante, inexplicablemente, esta interpretación se ha mantenido hasta ahora —y se sigue manteniendo— en el centro de los estudios y de los modelos económicos. Presupone que el individuo —o la empresa— pretende un beneficio individual, al margen de sus congéneres o del contexto, como un premio lícito y honorable a su esfuerzo, a su ingenio o a su riesgo.

          (Éste sería un ejemplo más de los estereotipos y los esquemas irreales con los que la ciencia económica nos ha surtido. Ello, claro, determina su fracaso en el intento de explicar los fenómenos que suceden en el mundo real, donde difícilmente se encontrarán homini-economici arquetípicos, ni armonías de intereses, ni tendencias al equilibrio, etc. La sociedad es un ente complejo, donde confluyen múltiples problemas y necesidades, con determinantes políticos, sociales, cívicos, morales y, cómo no, también económicos. Por ello ha de ser estudiada desde un punto de vista integrado.)

          De la concepción del homo economicus a la del interés egoísta del hombre de empresa hay un camino muy corto. En la concepción clásica hay dos categorías de interesados en la buena marcha de la empresa: por un lado los capitalistas (ya sean accionistas u obligacionis­tas, que aportan capital no a título de propietarios, como los accionistas, sino de acreedores); y por otro el personal (gestor u operario), que evidentemente aspira a rentas, salarios y condiciones de trabajo óptimos para sus intereses. (Otra cuestión es la del reparto de los beneficios. Es bien sabido que el reparto de dividendos es el «premium» de los accionistas; que los beneficios sean asimismo repartidos entre los trabajadores es una de las posibilidades de remunera­ción del personal.)

          En este caso un primer objetivo empresarial sería dotar a sus componentes de forma conveniente (39). Pero nosotros pensamos que sus obligaciones no se agotan aquí. De la misma manera que el hombre de empresa ha de ser remunerado suficientemente para mantener su interés por la actividad empresarial, también lo han de ser otros componentes «externos» de la empresa. No olvidemos que la empresa entra en contacto con otros grupos y personas que establecen con ella relaciones de diverso tipo (proveedores, clientes, subcontratistas, financiadores, etc.)

          La empresa es un sistema complejo, constituido por un conjunto de órganos funcionales que se encuentran relacionados entre sí y con otras organizaciones o individuos externos, el conjunto de los cuales constituye el conjunto de «partícipes sociales de la empresa» con los que se relaciona. Los partícipes sociales acuden a la empresa para satisfacer algunos de sus objetivos, y la empresa pide a cambio una contraprestación que servirá para cubrir sus propios objetivos.

          Los principios que rigen estas relaciones entre empresa y partícipes sociales de la empresa han de ser los siguientes: 1) no se han de postergar los objetivos de ninguno de los otros grupos o individuos relacionados con la empresa; 2) cada uno de ellos ha de obtener de la empresa una satisfacción al menos igual a la de cualquier otra alternativa del mercado; 3) otra clase de relaciones (con los clientes, con los perjudicados por las externalidades* de la empresa) no han de ser ignoradas, pues a largo plazo todos los partícipes sociales han de hacer valer sus derechos.

          En consecuencia, en este segundo nivel (donde también se recogen los intereses de los partícipes sociales), los objetivos de la empresa han de enfocarse hacia el equilibrio de los objetivos de los grupos y personas que se relacionan con ella, y hacia la garantía de la continuidad de este equilibrio. Del acierto o incapacidad para mantener este equilibrio dependerán tanto los resultados como la misma viabilidad de la empresa.

          A un tercer nivel, la empresa ha de asegurar no sólo el interés de los que la componen, así como el de otros partícipes sociales que mantengan relaciones con ella, sino la misma supervivencia de su estructura orgánica empresarial. Ello es comprensible, pues si la empresa no aporta a la sociedad —en forma de superávit— más de lo que recibe, resultaría socialmente perniciosa, porque estaría tomando del cuerpo social un valor mayor del que le restituye. Consecuentemente, la empresa se justifica socialmente cuando retorna a la sociedad, en forma de producto, lo que ella tomó en forma de factores, después de transformarlos en algo más valioso.

          Parece obligado convenir que la empresa ha de obtener un excedente entendido, insistimos, como diferencia entre el valor de lo producido y el coste en que fue preciso incurrir para producirlo. Nuestra pretensión no es la de entronizar el beneficio (y en general las rentas entendidas como valor añadido, es decir, aquel que incorpora el beneficio bruto y las rentas salariales) como valor supremo e incondicionado, sino la de hacer notar que si éste no existiera se incurriría en un derroche de medios y la empresa incumpliría su misión asignadora de recursos como célula del organismo social.

          Continuando nuestro análisis de los objetivos empresariales (siendo el primero la viabilidad del proyecto empresarial), además del excedente (o beneficio) según la interpreta­ción clásica, un segundo imperativo sería el de la propia continuidad de la empresa. Un tercer imperativo, el mantenimiento del equilibrio —dentro de la empresa— entre los diferentes intereses en un estado de sostenibilidad (una relación de desconfianza mutua o de conflicto continuado no son el mejor recurso para asegurar la continuidad de la empresa). Y, por último, no hemos de olvidar el imperativo del desarrollo continuo —o flexibilidad— ante los cambios del panorama económico.

          Si la empresa alcanza esta tetralogía de objetivos (que atiende al interés particular de sus partícipes sociales y a su mera supervivencia) es más fácil que se produzca una identifica­ción o concordancia entre la prosperidad de la empresa y el interés general. Pero si ello es condición imprescindible —para la prosperidad general— no es suficiente, pues perfectamente puede suceder que la empresa pretenda conseguir sus fines particulares a costa de los intereses generales (incurriendo —en el ejercicio de su actividad productiva— en competencia ilícita, en fraude fiscal, contaminando, adulterando la calidad de sus productos, derrochando recursos...) Los teóricos de la doctrina clásica afirman que, ante esta eventualidad, el mercado se encarga de sancionar estas actitudes dañinas e insolidarias: se dice que en una economía de mercado el sistema premia a las empresas eficientes permitiéndoles obtener un excedente y castiga a las ineficientes en forma de pérdidas.

          Ante esta interpretación, que postula que el mercado regula y castiga los comporta­mientos antisociales, a falta de algún agente externo que ejerza este papel, nosotros nos inclinamos por pensar que la principal —y primera— garantía que protege a la sociedad de estos abusos y asegura un margen de confianza en relación al comportamiento de sus empresas es la existencia de un marco jurídico neutral que regule y corrija actitudes y actividades que no se ajusten al interés público (entendido en el marco del ejercicio de la libertad y la igualdad de derechos y oportunidades, tanto a nivel universal como intergenera­cional), así como de una organización administrativa eficiente que vele por el estricto cumplimiento de estos derechos:

          «El razonamiento sobre las relaciones entre empresario privado y prosperidad colectiva se traslada, en este punto, de la Constitución a las leyes ordinarias. De éstas se ha de obtener la determinación del concepto de «utilidad social», como un límite a la libertad de iniciativa económica: de su examen se ha de extraer elementos para un juicio sobre cómo es realmente concebida, en nuestro sistema, la relación entre empresario privado y utilidad social: si como una relación que, para poderse realizar, exige múltiples y penetrantes intervenciones legislati­vas, o más bien, como relación que se realiza "naturalmente", siendo la actividad de los particulares, impulsados por la búsqueda del beneficio, elemento por sí suficiente —según los postulados del beneficio clásico— para garantizar la prosperidad general» (40).

 2.3.2. El entorno económico

          Tal como hemos señalado en el epígrafe anterior, la empresa se relaciona con otros actores económicos de forma continua y bidireccional: recibe de todos los partícipes sociales y a todos aporta algo (la única relación unidireccional que sostiene con un agente económico es el pago de impuestos a la Agencia Tributaria; si bien se puede objetar que la empresa también recibe a cambio contraprestaciones del Estado en forma de servicios públicos, infraestructuras, seguridad, equipamientos, formación y cualificación de los trabajadores, etc.) Nosotros, fundamentalmente, nos centraremos en cuatro interrelaciones: con su entorno ambiental, con sus clientes, con sus proveedores y acreedores, y con sus competidores.

          El ámbito interno de la empresa es aquel que se sitúa —en la cadena económica—entre el ámbito de proveedores y aprovisio­nadores, y el ámbito de los clientes. El ámbito interno, de hecho, está sometido a unas relaciones que se establecen entre sus partes y que se resuelven mediante un reparto de recursos entre trabajadores y capitalistas (en forma de rentas de trabajo y de beneficios). Asimismo, constituye el producto de sumar a los costes básicos o directos (mano de obra, materias primas y energía) los gastos de amortización del capital, los de adminis­tración y ventas, y los costes financieros.

          Pero la empresa no es un ente aislado, sino un procesador de materia, energía, información, capital y trabajo —a través de una transformación— en un conjunto de bienes económicos y desechos que van a parar al entorno: en forma de productos que llegan a los clientes, en forma de bienes intermedios que son destinados a otras empresas, en forma de contaminación (que se acumula en la Naturaleza), etc.

          En una esfera estrictamente económica, la empresa mantiene relaciones a diversos niveles. A un nivel interno, con el personal, la tecnoestructura que la dirige y los accionistas; a un nivel externo, con los clientes, los proveedores y el público en general; a un nivel competitivo, con las empresas de la competencia; y a un nivel coactivo, con la autoridad pública.

          Con los clientes puede mantener relaciones directas o en exclusiva (cuando la empresa dispone de comerciales o represen­tantes en exclusiva, que mantienen una relación directa con la clientela), mediante canales directos (establecimientos propios, vendedores a domicilio, ventas por correo...), o intermediarios mayoristas o al detalle. A su vez, de los clientes recibe los ingresos por ventas mediante los cuales retribuye el capital y las rentas del trabajo, las facturas de sus proveedores y los impuestos de las administraciones públicas. Con los proveedores mantiene asimismo unas entradas bidireccionales: estos reciben unos ingresos económicos, a cambio de unos ingresos en forma de consumos intermedios (inputs) por parte de la empresa.

          En la figura 2 hemos resumido estos flujos de relaciones de la empresa con el resto de componentes del entorno económico. Como se puede comprobar, en este esquema se han introducido otros elementos que hasta ahora no hemos incorporado, como pueden ser los aspectos financieros de la actividad empresarial, los aspectos sociales de carácter cualitativo o normativo, los aspectos infraestructurales y educacionales, etc. En definitiva, no se pueden entender las interrelaciones empresa-entorno económico sin tener en cuenta una visión sistémica e integrada de las diferentes realidades que se mezclan en el acontecer social.

          Por lo que se refiere a la relación estrictamente competiti­va entre las empresas, querríamos apuntar una idea que no se ha prodigado en demasía entre los interesados por los hechos económicos. Ésta es la del tejido industrial*, que juntamente con la noción de empresa reticular* sugiere una serie de vínculos y de relaciones de cooperación entre las empresas que, en un país tan anárquico e individualista como España, no han tenido excesivo seguimiento (una excepción sería la del corporativismo vasco, ejemplificado por la cooperativa Mondragón).

          En páginas anteriores ya enunciábamos que una estrategia interesante que permitiese a la empresa ciertos objetivos de comercialización, diferenciación, imagen, exportación, innovación y otros sería la de establecer acuerdos de cooperación flexible entre empresas independientes (e incluso ir más allá, produciendo sinergias de cara a competir o a ofrecer productos al extranjero, ya sea como proveedores o como vendedores finales). Por otro lado, hay poca cosa hecha en materia de coordinación de cara a establecer tejidos industriales, especialmente en la localización de empresas suministradoras y subcontratadas en las proximidades de las grandes corporaciones o, sencillamente, en el estableci­miento de relaciones de proximidad que beneficien a los polígonos industriales, disminuyendo costes logísticos* y de servicios intermedios.

          Así pues, estas dos estrategias (las de la empresa reticular y la del tejido industrial), no excesivamente desarrolladas en España, son dos posturas inteligentes de cara a crear vínculos entre la empresa y su entorno. Dado su carácter estratégico, y sus implicaciones en materia de política industrial de carácter microeconómico, la apelación a estas políticas industriales se irá repitiendo a lo largo de toda esta sección (haciéndolas compatibles con los objetivos de sostenibilidad económica y ecológica por lo que se refiere a la actividad productiva y los llamados límites ecológicos.)

          Por último, querríamos evocar lo que dijimos respecto a la existencia de una dimensión social en la actividad de la empresa. Si atendemos a todo lo que se ha dicho en este epígrafe, así como en el anterior, comprenderemos mejor el concepto «economía social». Pues efectivamente la actividad de la empresa es social desde el momento en que cumple una función asignadora de recursos y que de ella se generan consecuencias sociales (en forma de externalidades, positivas o negativas). De la misma manera, el tercer gran agente social (además de los capitalistas y los trabajadores), el Estado, ha de contemplar la dimensión económica con una visión que trascienda la habitual clasificación macro y micro de la realidad económica (otra de las herencias perniciosas de la doctrina económica clásica), que relega al ámbito de lo «privado» la esfera empresarial, sin atender a sus externalidades (positivas) y deseconomías en el entorno económico. El Estado ha de regular las consecuen­cias sociales y ecológicas de la actuación empresarial, a la vista de su incuestionable trascen­dencia social.

 2.3.3. Estrategias operativas

          En un epígrafe anterior nos hemos ocupado del concepto «objetivo económico», estableciendo tres categorías de objetivos: la que hace referencia al beneficio particular de cada uno de los componentes de la empresa; la que atañe al beneficio de todas las personas relacionadas directamente o indirectamente con la actividad de la empresa (y, por extensión, de la sociedad); y por último la que asegura la propia supervivencia y viabilidad de la empresa. Posteriormente nos hemos ocupado del entorno empresa­rial, distinguiendo los diferentes ámbitos con los cuales la empresa mantiene relaciones (en la mayor parte de los casos de tipo bidireccional). En este punto, sin embargo, nos centraremos en los niveles de decisión de la empresa para ajustar sus objetivos a las circunstancias de su entorno.

          El factor clave indicador del éxito de la empresa en la consecución de sus objetivos, en un entorno determinado, es su competitividad*. Este término es reflejo de todas las actividades y procesos necesarios para crear y continuar una actividad empresarial y, consiguientemente, abarca tanto la generación de la idea de negocio (los objetivos) como la definición y utiliza­ción de las diferentes variables necesarias para explotar esta idea a lo largo del tiempo (planificación estratégica).

          La estrategia empresarial* es la expresión de los medios con los cuales la empresa desarrollará y explotará la función de oportunidades de mercado que justifican su existencia, con el fin de obtener una configuración óptima que permita, primeramente, mantener una ventaja comparativa* sobre sus competidores e imitadores más próximos (basada en la buena gestión de la innovación, en su sentido más amplio); y, en segundo lugar, desarrollar una gestión eficiente con la cual se mantenga una estructura de costes y organizativa ajustada a la competencia (41). Es decir, la planificación estratégica es el segundo nivel de concreción del proceso de decisiones de una empresa (que resumiremos en la secuencia: objetivos, planificación, ejecución y control). (Los niveles tercero y cuarto —ejecución y control—, por su carácter netamente operativo, se sitúan al margen del ámbito de estudio de esta obra.)

          Más concretamente, la estrategia es la pauta de objetivos, propósitos o metas de organización, así como las normas y proyectos (o programas) principales para conseguir estos objetivos. Define los negocios donde está o estará involucrada la empresa, así como el tipo de organización humana y económica que tiene la intención de ser. Asimismo, la estrategia ha de incluir la identificación de las oportunidades y los peligros del entorno de la organización, y la evaluación de los puntos fuertes y débiles, en la búsqueda de ventajas que se puedan mantener en el largo plazo en cada uno de los negocios; ha de comprometer todos los niveles de empresa (corporativo, de negocios y funcional); y ha de preservar la naturaleza de la contribución económica y no económica de cada uno de los accionistas, empleados, clientes y el entorno económico con el que se relaciona.

          Desde este punto de vista la estrategia es un instrumento fundamental para asegurar la continuidad vital de la organización y, al mismo tiempo, facilita la forzosa adaptación al entorno cambiante. Por tanto, la esencia de la estrategia consiste en una intencionada gestión del cambio hacia la consecución de ventajas competitivas de cada negocio en que esté involucrada la empresa. No obstante, la estrategia no es un concepto unidimensional: diversificación, integración, adquisiciones y fusiones de empresas, acuerdos de cooperación y alianzas comerciales son erróneamente asociadas a estrategias propiamente dichas, cuando no son más que parte de la concreción de una estrategia. La estrategia, entonces, es un concepto multidimensional que abarca todas las actividades críticas de la empresa, proporcionándole un sentido de unidad, dirección y propósito, y que facilita los cambios necesarios inducidos por el entorno.

          Es necesario diferenciar también entre los conceptos de previsión y estrategia. El primero hace referencia a la revisión continua de la planificación a largo plazo (de tal manera que si su horizonte fuese de cuatro años, cada año se reconsideraría el plan para el horizonte de los cuatro años siguientes), es decir, a la mejora de la gestión en el negocio a corto plazo. Perfila la adopción de aquellas medidas de gestión que, sin comprometer recursos adicionales, es decir, sin desvirtuar o agotar el perfil estratégico por el desvío de recursos que lo aparten de su rumbo originario, perfeccionan el desarrollo de las medidas estratégi­cas y garantizan el cumplimiento de los objetivos. Dicho de otra manera, es el mecanismo de seguimiento, control y puesta a punto del dispositivo táctico de las empresas.

          Las motivaciones que inducen a la elaboración de diseños estratégicos a largo plazo son básicamente tres: atendiendo al imperativo competitivo, la necesidad de someter a revisión constante el tipo de negocio de cada empresa, así como de escrutar las posibles oportunidades que puedan presentarse en el entorno; atendiendo al imperativo flexibilizador, la necesidad de los agentes económicos (particularmente las empresas), y del sistema productivo en general, de adaptarse rápidamente a las condiciones creadas por un mundo en constante proceso de cambio, y que ha entronizado ciertos principios del mercado y la competencia (calidad, distinción y productividad); atendiendo al imperativo globalizador, la necesidad de comportarse con más agresividad en los mercados nacionales e internacionales.

          La estrategia empresarial, como hemos visto, es un concepto multidimensional, por lo cual puede adoptar diversas tácticas que pueden coexistir entre sí. Puede ser, cómo no, también de carácter unidimensional y unidireccional. Así entonces, podemos resumir en cinco las principales políticas estratégicas:

                 1. Penetración en el mercado: Una estrategia de este tipo supone mantener una «postura de expansión», que puede ser de carácter expansivo, o bien, en ciertos casos (cuando se eliminan productos o líneas de fabricación con pérdidas, excesivos costes comparativos o baja productividad, para mantener sano y ágil el cuerpo general del negocio), de carácter contractivo.

                 2. Desarrollo de productos: Sería la estrategia que combina productos nuevos con necesidades antiguas, es decir, tendiendo al crecimiento por vía de productos mejorados o de productos innovadores. También se puede dar el caso de que, partiendo de los conocimientos y recursos necesarios para los productos tradicionales, se desarrollasen productos para necesidades distintas, por lo cual serán necesarias nuevas prácticas de gestión especiales para nuevos productos desarrollados, que pueden ser de desarrollo propio o adquiridos a empresas ajenas.

                 En general, se ha entendido como estrategias de innovación las que se soportan sobre esfuerzos de Investigación y Desarrollo (I+D), con la finalidad de que la empresa pueda llevar a cabo políticas de lanzamiento de nuevos productos y de independencia tecnológica respecto del mundo externo. Pero estas estrategias de innovación no tienen por qué conducir necesariamente, como dijimos en el epígrafe anterior, al crecimiento de la empresa, sino que pueden perseguir asegurar su supervivencia (o la concentración en actividades con mejores perspectivas) o defender su posición competitiva: ya sea para consolidar su propia continuidad, para conservar su cuota de mercado, o para garantizar su lanzamiento económico.

                 3. Desarrollo de mercados: Puede tener tres acepciones. Una primera iría ligada a las estrategias de innovación antes mencionadas, es decir, a la búsqueda de nuevas aplicaciones de productos ya fabricados por la empresa (por ejemplo, materiales que cumplen determinadas condiciones de flexibilidad, resistencia, etc., pueden en muchos casos ejercer funciones diferentes de aquellas para las que estaban pensadas inicialmente). Una segunda se fundamenta en la extensión de los productos actuales a otras áreas geográfi­cas, que puede tener diversas variantes: exportaciones, creaciones de filiales o franquicias*, etc.

                 La internacionalización de mercados y la concentración empresarial son los dos requisitos básicos para la concreción de esta estrategia. Para obtener una masa crítica a partir de la cual poder exportar son necesarios tres escenarios: o bien una cierta multinacionalización, una concentración empresarial, o bien acuerdos de cooperación o alianzas estratégicas de carácter empresarial. A este último aspecto nos iremos refiriendo repetidamen­te a lo largo de esta sección.

                 4. Diversificación: Se adopta una política diversificadora cuando la empresa se separa del área de actividad en que venía actuando, para comenzar nuevas actividades en otras áreas, en las cuales vendería productos, hasta ahora nuevos para ella, que satisfarían nuevas misiones. La diversificación puede ser horizontal, cuando la empresa pasa a vender productos anteriormente desarrollados por ella (por ejemplo, la fabricación de todas las piezas, sea del material que sean, que forman parte de una máquina). La diversificación es vertical cuando la empresa pasa a ser su propio cliente, o su propio proveedor (es el caso del grupo Volkswagen, que ha creado un mercado cautivo en SEAT para garantizar las ventas de sus propios bienes intermedios).

                 Tanto en el caso de diversificación (o integración) horizontal como vertical, a cambio de una cierta mejora en la eficiencia, se ha producido una grave merma (sobre todo en el caso de la integración vertical) en el principio de flexibilidad, ya que no supone de manera alguna cambio del sector de demanda final: tanto en un caso como en el otro se hace depender del mismo mercado final una mayor eficiencia (de escala), aumentando consiguientemente el factor riesgo.

                 Otras dos variantes de diversificación productiva serían la concéntrica y el conglomerado de diversificación. La primera supone la entrada en un campo de actividad, o sea, de producto-mercado, donde con productos nuevos para la empresa se cubren misiones con algún grado de conexión o semejanza respecto a la actividad primigenia (fábrica de automóviles que entra también en el mercado de vehículos industriales). La segunda consiste en la entrada en un campo de productos y misiones completamente alejadas de la actividad tradicional (es el caso de los holdings).

                 5. Diferenciación: Son los llamados factores «complejos» de competitivi­dad, como por ejemplo las políticas de singularización, de marca, de comercialización, de asistencia técnica, o de marketing*. En esta táctica la pequeña empresa puede competir mediante políticas estratégicas tendientes a acompañar los productos de activos intangibles que los revaloricen y distingan de los productos de otras empresas, aunque éstas sean más competitivas atendiendo al factor precio.

          La adopción de decisiones estratégicas puede adoptar dos métodos: la elaboración de programas y líneas de actuación (a un nivel cualitativo, si bien racional y lógico), o bien el diseño de modelos matemáticos que se ocupen de problemas concretos y sectoriales. La investigación operativa*, a este respecto, ha creado pautas —modelos y métodos— para la solución práctica de problemas, tan variadas como los problemas que se trata de solucionar: asignación de recursos, administración o gestión de inventarios, estrategias competitivas, fenómenos de espera (o cola), renovación de equipos, stocks*, transportes, etc. (42).

          La programación lineal* (que pretende obtener planes de producción que garanticen un resultado óptimo, una vez sometidos a las restricciones que suponen la limitación de recursos) constituye el núcleo central de la investigación operativa, por el alcance de sus aplicaciones y el desarrollo que ha experimen­tado. Hay, sin embargo, otros métodos de programación, como por ejemplo la dinámica de sistemas, o la teoría matemática de la cola. Las técnicas de simulación matemática (teoría de los juegos) se aplican asimismo a una gran variedad de problemas de análisis de sistemas.

          Si bien la investigación operativa permite ofrecer modelos que posibilitan conseguir óptimos en determinadas actividades parciales de la empresa, no se ha de olvidar que sus responsables han de intentar seguir estrategias que faciliten la consecución de objetivos globales, más que parciales. A este respecto, la introducción de la Teoría General de Sistemas* ha servido para provocar o, al menos, para favorecer una toma de conciencia formal sobre las relaciones o interacciones que tienen lugar entre las diferentes partes o áreas funcionales de la empresa, y entre ésta y su entorno (43).

          En definitiva, la investigación operativa se ocupa de muchos problemas esencialmente similares a aquellos que se encuentran en la ingeniería industrial clásica, o en el análisis económico. Implica la consideración de hombres, materiales, equipos, tiempos y otros recursos, y del problema de su asignación óptima con vistas a la consecución de objetivos determinados (44). Una peculiaridad distintiva de estos métodos es su carácter interdis­ciplinario. Por la amplitud de los problemas de los que se preocupa, y del tratamiento integral de muchos factores implica­dos, es frecuente que trabajen en colaboración especialistas provenientes de diferentes campos.

          Un obstáculo en este enfoque viene dado por el importante componente subjetivo en la selección de variables aplicadas en la modelización de los fenómenos, que inevitablemente sesga el estudio. Otro condicionante es la elección de los supuestos o los objetivos válidos. Hoy se ha generalizado ya, entre los tratadis­tas y estudiosos, el convencimiento de que el supuesto de maximización de beneficios es inadecuado, y han surgido propues­tas para que sea substituido por otro (por ejemplo, el de la maximización de una función de preferencia general o de una función de utilidad*, donde influiría —obviamente— el beneficio, pero no con carácter de exclusividad).

          No cabe hablar de un solo objetivo empresarial. La empresa, en su tarea real, está guiada por diversos y muy variados objetivos, que en general son difícilmente integrables en una función única. Para no extendernos excesivamente sobre este tema tan sólo enunciaremos dos objetivos perseguidos simultáneamente: los objetivos «a corto» y «a largo» plazo. Los objetivos a corto plazo (básicamente, la maximización de beneficios) son básicos como elemento de juicio, pero no podemos olvidar que hay diseños estratégicos que pueden considerar prioritarios los objetivos a largo plazo, como por ejemplo, la diversificación de mercados, el desarrollo de nuevos mercados o el desarrollo de productos. (En general, los objetivos a largo plazo atañen a las estrategias própiamente dichas, y los objetivos a corto plazo, a las previsiones.)

          En el próximo punto nos referiremos a una pieza insustitui­ble en la elaboración de estrategias empresariales: su plasmación en las estructuras organizativas de la empresa. Tanto una —las estrategias— como la otra —la organización— son complementarias: la primera no se puede entender sin la segunda, y al revés.

 2.3.4. Estructuras organizativas

          Cuando hablábamos de la cultura empresarial enunciábamos el principio de que simultáneamente a la realización de cambios estructurales eran necesarios asimismo cambios en la organización de la empresa; y que, previamente, era preciso variar la cultura empresarial. Es de sentido común que —como ha sucedido en demasiadas ocasiones en España— la pura adopción imitativa de estrategias empresariales avanzadas, sin cambiar el esquema organizacional, está destinada al fracaso, de la misma manera que una estructura orgánica nueva no es tal si la cultura de gestión de la nueva estructura no cambia.

          El hecho de que la estructura organizativa sea intangible —es decir, que no presupone excesivos gastos en activos fijos— no evita que sea esencial para el buen funcionamiento de la empresa, pues las actividades derivadas de la organización son vitales para una mejor asimilación y aprovechamiento de la inversión en bienes fijos. Además, la integración de las piezas aisladas del equipo de producción depende totalmente de un conjunto de inversiones complementarias en recursos humanos, organización, formación, sistemas de información, etc.

          La inversión en formación de recursos humanos, la organiza­ción y el sistema de información, son la parte más importante de la llamada «inversión intangible». Estamos en una etapa en la que se ha abandonado el «más es mejor» en beneficio de un mayor protagonismo de otros aspectos que afectan a la actividad productiva y que condicionan el éxito final y la realización de la producción (45).

          Las tres variables básicas que determinan la tipología de una organización empresarial son las siguientes: 1) el grado de coherencia de las partes (dependiendo del margen de independen­cia, o bien de interdependencia de los componentes); 2) el grado de centralización (es decir, el control del sistema por parte de un —o más— órgano especializado; 3) su estabilidad (o permanencia dentro de los límites definidos de la estructura básica de la organización).

          Hay tres pautas de organización gerencial, que son las más empleadas (si bien la mayor parte de las veces de forma incons­ciente) en la estructura organizacional de la empresa estándar. Una primera, la organización lineal, la forma de organización más antigua (de carácter patriarcal o autoritario), se caracteriza por los canales de comunicación vertical, donde se establecen relaciones de superior a subordinado. Su forma básica es el triángulo, en el cual los subordinados forman la base y el gerente ocupa el vértice superior (a su vez, los gerentes que ocupan el vértice de los triángulos de cierto nivel forman la base de otros triángulos más amplios y de mayor nivel).

          Es decir, se trata de una estructura muy interdependiente y altamente centralizada jerárquicamente, por lo que sus principales objeciones son: 1) la falta de previsiones para la especialización (cada gerente ha de alcanzar la actividad total de todos sus subordinados, por lo que la organización no puede ser muy compleja si se quiere que el gerente pueda dirigirla con eficacia); 2) la peligrosa limitación que supone las dificultades de comunicación, por lo que no es apropiada para estructuras grandes y complejas.

          Una segunda pauta es la llamada funcional, que básicamente consiste en la incorporación a la organización lineal de un nivel consultivo (staff*) que atiende a la necesidad de especialización del nivel jerárquico superior. En la práctica ello conduce a la departamentalización funcional, es decir, cada porción funcional de la tarea total se asigna al departamento funcional más cualificado para realizar con eficacia sus tareas individuales. En definitiva, consiste en un triángulo invertido, donde un subordinado atiende, según cuál sea su necesidad inmediata, a la consulta de uno u otro departamento funcional, dirigido por un gerente especializado. Esta estructura se caracteriza por un alto nivel de independencia de sus partes, y por un bajo nivel de centralización de las decisiones.

          La tercera pauta básica es una combinación de las dos anteriores: la pauta organizacio­nal de línea y cuerpo directivo (o estructura jerárquico-funcional), que recoge las mejores características de las organizaciones lineal y funcional. La pauta lineal es la forma básica a la cual se superponen grupos funcionales que colaboran con los gerentes de la forma básica. En la figura 3 (a) representamos sus características esenciales. Como vemos, la función de línea es la parte vital del negocio principal de la organización. El staff hace el papel de asesor de línea. En la figura 3 (b) se representan las partes constitu­yentes de la estructura managerial de la gran empresa: ápice estratégico (managerial), tecnoestructura (planificación), staff (apoyo), línea media y núcleo operacional.

          La línea se caracteriza por tener un carácter decisorio y ser básica en el organigrama de la empresa; el staff, en cambio, sólo puede ejercer una autoridad —con respecto a su función y especialidad, y sobre los individuos de línea— cuando le ha sido delegada por parte del gerente de línea. Éste, por ello, es responsable directo ante su supervisor de las acciones de todos los subordinados por lo que respecta al cumplimiento de los objetivos del sistema (46). En definitiva, tanto en coherencia comoen centralización, esta pauta se sitúa a un nivel interme­dio entre las pautas anteriormente mencionadas. (Está claro que, en organizaciones pequeñas y medianas que utilicen esta estructu­ra, las funciones de staff son ejercidas en su mayor parte por personal de línea, a no ser que utilicen consultores externos a la empresa.)

          En el ámbito de la producción —hasta ahora nos hemos centrado en el nivel directivo o de gestión— es necesario tener en cuenta tres sistemas organizativos: por talleres, por cadena y por proyecto. La producción por talleres se realiza mediante unidades técnicas especializadas y en cierta manera autónomas desde el punto de vista organizativo. Se sobreentiende que las unidades técnicas de producción son homogéneas, que las piezas o unidades de producto pasan de un taller a otro cada vez que se han operado las manipulacio­nes propias de aquel taller, y que el flujo es discontinuo. La producción en cadena supone que las diferentes fases o tareas de que consta el proceso productivo se realicen a través de módulos de trabajo ordenados según una secuencia de operaciones (el flujo es, entonces, continuo). Por último, la producción por proyecto tiene lugar cuando se trata de producir bienes cuyas unidades presentan características de singularidad —a causa de su originalidad o dimensiones físicas— que requieren de una organización del trabajo apropiada a cada unidad.

          La función de producción variará en relación a las circuns­tancias propias del producto, del nivel tecnológico, de la maquinaria, de las pautas del mercado, de la política de existencias, de la logística, de los plazos de entrega, de las singularidades de la clientela, etc. Ello implica una diferencia­ción en la secuencia de operaciones, en los flujos operacionales, en los tiempos preestablecidos, en el almacenamiento, en el equilibrado de la cadena*, etc.

          Por lo que se refiere a las formas de organización del trabajo* (tema en el que insistiremos en un próximo capítulo), es necesario distinguir tres estructuras básicas. Una primera, de carácter burocrático, que viene representada sobre todo por las firmas fabriles y pueden ser descritas en términos de las características distintivas de la burocracia*, tal com estableció Max Weber: especialización, coordinación jerárquica, dominancia de las reglas e impersonalidad (la dimensión gerencial jerárqui­co-funcional se ajusta perfectamente a esta estructura). Tiene, entonces, un carácter centralizado, jerárquico, y con un grado de cohesión que depende de la visión funcional en áreas especia­lizadas.

          Una segunda forma de organización, menos frecuente, es la de tipo colegial, común en los departamentos universitarios, organizaciones de investigación y desarrollo, organizacio­nes artesanales y profesionales. Sus características principales son la falta de estructura jerárquica y su fuerte descentralización. El caso opuesto es la estructura patriarcal, o paternalista, que refleja una tradición feudal con vínculos incluso afectivos. Es muy común en sociedades, como por ejemplo la japonesa o la de influencia prusiana, con una herencia feudal muy reciente. Lógicamente, aquí tanto la cohesión como la centralización son muy estrechas (47).

          Un último escalón organizativo es el llamado funcional. Estructura los diferentes subsistemas organizativos configurado­res de la dirección estratégica y de los tipos de organización de la empresa, es decir, la formalización y complejidad de la estructura organizativa. En la figura 4 hemos representado la diferente orientación estratégica de la estructura organizacional de una empresa tipo española y otra norteamericana: anteriormente señalábamos que en la empresa española (sobre todo la grande y mediana empresa) predomina una actitud táctica productivista. (En función del tamaño de la empresa la distinción funcional es mayor o menor: generalmente, a más tamaño, mayor número de departamen­tos específicos.)

          A partir de este gráfico queda claro que la estructuración de la empresa española se subordina al objetivo «productivista» y «financiación», a diferencia de la empresa norteamericana, donde su preferencia estratégica «reestructurante» subordina el objetivo «productivista» a la táctica innovadora. De ello se deduce que la importancia de los subsistemas organizativos discrepa en función de las diferentes estrategias empresariales.

          Hasta ahora, nos hemos referido a las estructuras organiza­tivas desde cuatro ángulos: el gerencial, el productivo, el laboral y el funcional. Hemos hecho un enorme esfuerzo sintetiza­dor —forzosamente simplificador y reduccionista—, y hemos intentado calibrar las consecuencias de las distintas variantes organizacionales a la luz de las dos variables principales que atañen a la tipología de las organizaciones: su coherencia y su centralización. No obstante, en aplicación de este objetivo tipificador, hemos obviado otra variable fundamental: el factor cambio, o visto en pasiva, el factor estabilidad. Por ello querríamos finalizar este punto haciendo una somera reflexión en torno al cambio en las organizaciones.

          Ya hemos expresado que la estructura sigue a la estrategia o, en otras palabras, que no se puede entender una estrategia si no viene acompañada por un cambio en la organiza­ción. Por ello, la estructura organizativa ha de adecuarse al negocio que nace o que se reestructura. En la práctica, una organización presenta una cierta rigidez ante el cambio por tres motivos: 1) por falta de órganos en su estructura que den el aviso de la necesidad de cambio; 2) por una actitud de resistencia de la organización, incluso reconociendo la necesidad del cambio; y 3) por la dificultad de adoptar medidas por falta de recursos materiales o intangibles (información, organización...)

          Las formas de introducción del cambio en la organización (por coerción, por imitación, por crisis, por adaptación) han de implementarse con el pleno conocimiento de los intereses que hay en juego, del equilibrio de fuerzas —o sociológico— de la empresa, y con respeto a los intereses de las personas con una cierta cualificación o status. En general, el cambio organizacio­nal ha de adoptar formas evolutivas y no traumáticas, mediante la estrategia de una difícil combinación de introducción de la mayor cantidad de cambio, con la mínima ruptura del equilibrio sociológico y con la menor lesión a las expectativas o lealtades de las personas. Éste es un esfuerzo aproximativo y fruto del tanteo, la negociación y la firmeza. Pero si no se aplica una cierta flexibilidad, como suele pasar en demasiadas ocasiones, el cambio puede ser para peor, y además traumático.

          (Más allá de la importancia de las estrategias y las estructuras organizativas, no podemos olvidar que estos no son más que elementos instrumentales, de naturaleza técnica, siempre subordinados al substrato estructural que les da sentido. Pensando con perspectiva, nos tendríamos que preguntar qué variables estratégicas y organizativas se corresponderían con un modelo más avanzado de economía sostenible. Aparte de aventurada, esta especulación sería poco relevante, pues la vida se construye en el día a día, y un nuevo paradigma productivo construiría —con más o menos dificultades— su propia superestructura ideológica y organizativa. Sin embargo, cabe pensar que el impacto instru­mental de estas variables se reajustaría en función del nuevo marco —sostenible— de producción y consumo. En el último epígrafe de este capítulo comprenderemos por qué, en último término, el imperativo global guía y determina las políticas estratégicas, las estructuras organizativas y la necesidad de adaptación al cambio.)

 2.3.5. El marco global

          Sería un error pensar que la mera adopción de cambios en la estrategia y estructura organizacional de una empresa ya suponen su adaptabilidad al medio global. Ni mucho menos es así. A medida que el marco global se hace cada vez más integrado, y que la supervivencia de la empresa depende del reto de, primero, aprovechar las oportunidades que aquel le brinda y, segundo, defender las cuotas de mercado ya conquistadas, la implementación de las estrategias ha de ir acompañada por la consolidación de políticas internas de empresa, así como del replanteamiento de las estrategias a la luz de la realidad global.

          Vayamos por partes. A medida que las estrategias y las organizaciones se hacen más complejas y evolucionadas, los directivos de primer nivel han de comenzar a poner orden en su propia casa, espurgando todas aquellas estructuras que, nacidas para explotar políticas expansivas, resultan incontrolables e inoperantes. Si partimos de la base de que uno de los puntales de la competitividad es la flexibilidad de las organizaciones (según el paradigma actual), la misión organizativa clave no es la de diseñar la estructura matricial* teóricamente perfecta, sino la de explotar las potencialidades de todos y cada uno de los miembros de la organización y ajustarlas a la realidad del entorno. (Por ello no basta con una determinada estructura funcional orientada a la obertura al marco global, sino que ésta ha de ir acompañada de una orientación estratégica correcta, unas dimensiones adecuadas y una información suficiente.)

          La segunda política ha de consistir en adaptarse a las condiciones reales del ámbito global. Ello quiere decir que para poder competir en el exterior es necesario conocer muy bien las peculiariedades de cada mercado. Hay productos de buena calidad desde un punto de vista estrictamente técnico que pueden suponer fracasos comerciales por una falta de adaptación al mercado. En otras palabras, cualquier empresa que en su estrategia se imponga el objetivo de la globalización de sus productos o mercados necesita ser suficientemente flexible como para atender a las peculiaridades locales dentro de una coherencia global. En el mundo real, la globalización no es simple, y por ello la estrategia y la estructura de las empresas han de reflejar esta realidad, teniendo bien presente los mercados a los que intenta dirigirse, para saber si están preparados para ofrecer los productos que estos mercados demandan.

          El estudio detallado y pormenorizado de las características de cada mercado es un buen preliminar antes de iniciar aventuras comerciales en el exterior. Es decir, como en todo, no es «moderno» exportar, sino saber exportar. Exportar para «abrir mercados» a costa de resultados mediocres o incluso pérdidas no es un buen negocio. Nuevamente se hace necesario aplicar la máxima «pensar a escala global, actuar a escala local». Si no se actúa siguiendo esta consigna es fácil incurrir en esfuerzos —y derroches— inútiles.

          El marco global está cada vez más integrado, pero asimismo es más amplio. Hoy en día las tres áreas económicas centrales (Norteamérica, Europa y el Pacífico) son mercados cada vez más difíciles. Pero se están abriendo nuevas perspectivas comerciales en otras partes del mundo. ¿Cómo aprovechar estas nuevas oportunidades de negocio? Se han establecido tres políticas estratégicas básicas de cara a implementar una expansión comercial a nivel global: 1) la fusión de empresas para alcanzar la masa crítica necesaria para competir en el exterior; 2) la gestión de cartera, es decir, la adquisición de empresas sólidas y la formación de estructuras en holding; y 3) el establecimiento de alianzas estratégicas.

          En la práctica —sin atender a criterios «sostenibles», que como el lector ha intuido, de momento hemos obviado de nuestro discurso, para recuperarlos más tarde— la última de estas políticas es la más barata, viable y flexible. Los enfoques actuales presentan las alianzas empresariales, bien administradas y con el compromiso de las direcciones, como el instrumento más eficaz con el cual las empresas pueden responder a la globaliza­ción de los mercados. Los elevados gastos que supone operar con márgenes de éxito a nivel mundial (mayores esfuerzos en I+D para innovar productos o procesos en el menor tiempo posible, el establecimiento de una logística a nivel mundial, etc.) justifica el establecimiento de estos acuerdos como medio de compartir el riesgo y adquirir ventajas comparativas más rápidamente y menos traumáticamente.

 

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