La Transformación Social - 5

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


5. Factores de competitividad

         La palabra «competitividad» es un neologismo —de fonética ciertamente cacofónica— que, junto con los términos «flexibilidad» y «globalización», ha conformado la trilogía de moda durante la década de los ochenta. Los discípulos de la «Escuela de Chicago» han difundido esta terminología por todo el orbe hasta que, finalmente, ha echado raíces en los discursos y programas económicos de los tecnócratas de todo el mundo. La duda sería si estos nuevos principios (competitividad, flexibilidad, globalidad) se ajustan a unas circunstancias diferentes o no son más que una maniobra de legitimación de una regresión en las políticas sociales de las sociedades avanzadas.

         Ahora que nuevamente el péndulo de la Historia ha desterrado algunos de los extremos de la cultura del enriquecimiento fácil, del monetarismo y del paleocapitalismo, algo ha quedado —no obstante— de esta onda: una caracola donde se escucha un rumor insondable, a guisa de «competitividad, competitividad...» Este rumor recurrente incita el interés de los diferentes agentes sociales: empresarios, burócratas, sindicalistas... La realidad parece clara: los tiempos en los cuales los países desarrollados eran los señores indiscutibles de los mercados internacionales ya se han acabado; no sólo esto: ahora incluso han de enrocarse en lo que les queda de sus mercados internos no conquistados por las nuevas economías emergentes.

         Nuevos actores económicos, poderosos y temibles, se alzan sobre sus cabezas. Ante ellos no caben actitudes arrogantes, o tan manifiestamente imperialistas (difícilmente podrían cañonear Seúl o Taipei, como hicieron con Yokohama en el siglo XIX), sino una pugna pacífica —aunque implacable— en lo que se refiere a las llamadas «ventajas comparativas». Si los tigres del Pacífico inundan Europa con dumping social*, Europa responde con diferenciación*. ¿Basta con ello? A lo largo de este capítulo nos ocuparemos de resolver esta incógnita.

         En esta exposición nos centraremos en un nivel estrictamente microeconómico, es decir, empresarial y sectorial. Ello no obstante, en algunas ocasiones haremos excursiones por ámbitos de orden macroeconómico, lo que nos permitirá acercarnos al marco de los nichos de competitividad que todavía conserva un Estado, España, que ha perdido lo que hasta ahora era su principal ventaja económica: el factor-precio. Ahora este país es uno más del furgón de países más o menos desarrollados que pugnan por defender a la desesperada sus nichos de mercado, pero con el factor agravante de que, a diferencia de otros, no dispone de otras ventajas comparativas suplementarias: distinción, tecnología o imagen de marca. Su principal obstáculo es la falta de una imagen exterior convincente, de una cultura empresarial dinámica, emprendedora o innovadora.

         La capacidad de una empresa para desarrollar y mantener sistemáticamente unas ventajas comparativas que le permitan disfrutar y sostener un nicho destacado de competencia en el mercado está íntimamente relacionada con la actitud estratégica de la empresa, con sus tácticas empresariales (excelencia, innovación, desarrollo de mercados y productos, integración, etc.), así como con la eficiencia de su esquema organizativo.

         El objetivo de la competitividad descansa en dos orientaciones estratégicas: una que se inspira en la competitividad interna, es decir, el afán de superación, la imposición de objetivos, el análisis —en su caso— del desvío de esos objetivos, etc. (lo que se puede catalogar en términos de economicidad y de productividad); una segunda, a la que nos referiremos preferentemente, sobrepasa las previsiones a corto plazo para establecer una política de empresa realmente estratégica, es decir, a largo plazo, cuya finalidad sería ganar cuotas de mercado, o al menos defender las posiciones ya consolidadas. (A escala macroeconómica cuando hablamos de «competitividad» nos referimos a una competitividad respecto al extranjero.)

         La competitividad externa es la propia de las empresas dinámicas e innovadoras, ya sea en sectores emergentes*, donde no hay una experiencia previa que pueda tomarse como «modelo», o en sectores maduros* que, contrariamente, intentan defender o consolidar sus posiciones en el mercado mediante factores de diferenciación u otras ventajas comparativas. Está claro, entonces, que la competitividad interna es más propia de las empresas productivis­tas, con objetivos a corto plazo, y que la competitividad externa es el eje de las empresas innovadoras, dinámicas y experimentadoras.

         (Ello no prejuzga que una de las dos supere a la otra en su implementación práctica: ambas estrategias son útiles en función del horizonte estratégico de la empresa. De hecho, hay un listado bien largo de empresas cuya imprudencia las ha llevado a la quiebra. La competitividad no surge espontáneamente, sino que es más bien consecuencia de un proceso más o menos largo de aprendizaje y tanteo, y por ello está salpicado de errores y cambios de orientación. Tales dificultades justifican la elevada tasa de fracasos de iniciativas —tanto en los sectores tradicionales como emergentes— que parecían poseer un futuro venturoso.)

         En cuanto a las estrategias a seguir para el mantenimiento de los nichos de mercado conseguidos a través de políticas orientadas hacia la competitividad externa, ésta se puede garantizar de dos maneras: la primera, robusteciendo las directrices hacia la consolidación de lo ya conquistado, es decir, hacia la implantación de una estrategia productivista, la cual comportaría una postura meramente defensiva, tacticista y conservadora; la segunda, haciendo un despliegue extraordinario de energía con el objetivo de conquistar nuevos mercados, innovar productos y tomar posiciones hegemónicas, es decir, implementando una estrategia beligerante, lo que supondría el riesgo de mantener constantes pugnas comerciales con los competidores, lo que a la postre acaba perjudicando a todos en general.

         A este respecto, la existencia de un marco global, de mercados cada día más reglamentados, más competitivos, más interdependientes, obliga a una actitud despierta, flexible, atenta a los cambios continuos en la tecnología, en la competencia y en los gustos de los consumidores; lo cual conlleva que no podamos comenzar un capítulo que se ocupe de la «competitividad» sin aludir a su factor determinante: la globalidad de los mercados.

         (Hasta el momento hemos razonado —acríticamente— atendiendo al bagaje ideológico y teórico bendecido por la doctrina económica «oficial». Posteriormente, como vimos en la introducción, añadiremos a este análisis «convencional» nuevos argumentos alternativos a la visión competitiva-productivista predominante actualmente, utilizando, sin embargo —para no crear confusión al lector— el marco de referencia de la doctrina actualmente vigente.)

5.1. Mundialización y globalización

         La consecuencia más importante de las transformaciones tecnológicas y económicas en el sistema productivo es la confirmación y aceleración de un proceso de internacionaliza­ción de la economía, cuya manifestación más palpable ha sido la formación de un sistema económico mundial desigualmente interdependiente. En 1987 la Conferencia de los ministros de la OCDE, sobre ciencia y tecnología, definía la internacionalización como la serie de procesos y relaciones cuyo resultado ha sido la mayor interrelación de las economías nacionales, que ahora son económicamente interdependientes en un grado como nunca antes lo habían sido. Este proceso incluye la importación y exportación de bienes y servicios, flujos externos e internos de tecnología incorporada y no incorporada, movimiento internacional de personal capacitado y flujos de información transnacional.

         El término globalización comporta, respecto al de internacionalización, unos rasgos diferenciales que son trasunto de los cambios económicos y técnicos que se han sucedido a partir de los años 70 a escala planetaria: 1) un cambio en el orden de los diferentes elementos distintivos del proceso de internacionalización, así como un mayor grado de interrelación (los flujos comerciales han dejado paso a flujos de capitales, a acuerdos interempresariales y a la difusión tecnológica: acuerdos joint-venture*, acuerdos de cooperación, etc); 2) un incremento de la importancia de las grandes multinacionales, tanto en forma individual como colectiva (a través de sus redes o alianzas) (142).

         Podemos dividir en tres los grandes ámbitos de intercambio internacional: el mercado de bienes, el mercado de capitales y el mercado tecnológico (el mercado de personas no entra dentro del área de estudio de este capítulo). El segundo de estos mercados, el financiero o de capitales, es producto de la internacionalización y desregulación de los mercados financieros y monetarios, la globalización de la banca privada y la nueva escala y velocidad de los flujos de capital. El mercado tecnológico se ha desarrollado especialmente en las tecnologías de amplio espectro (informática, ofimática, telemática, etc.), donde el factor información es clave; las nuevas tecnologías, en la medida en que se centran en la generación y tratamiento de la información, han contribuido a aumentar sistemáticamente los flujos informativos. Junto a las formas tradicionales de transferencia internacional de tecnología (concesión de licencias y comercio de patentes), se han venido desarrollando nuevos acuerdos (de carácter tecnológico) entre las empresas, que han pasado a ser el medio más importante para las empresas y los países de acceder al nuevo conocimiento y a las tecnologías claves (joint-venture, redes formales y acuerdos interempresariales).

         Por lo que se refiere al mercado de bienes, es necesario distinguir entre dos tipos de productos: los tangibles y los intangibles. El comercio internacional del primer tipo no es ninguna novedad, pero el de los segundos (servicios) no es previsible que pueda adquirir un carácter más expuesto a la competencia, a causa de sus características intrínsecas (monopolios localizacionales y naturales); y si se ha producido algún incremento del intercambio de bienes intangibles entre países, ha sido más a través de la inversión extranjera directa o de la venta de derechos de representación comercial (franquicias) que de las exportaciones. Posteriormen­te comprobaremos las desfavorables consecuencias que la no exposición a la competencia exterior del sector servicios ha supuesto para los equilibrios básicos de la economía (143).

         El paradigma de la integración, de la mundialización y del tecnoglobalismo no está exento de mitos y de visiones erróneas. El primero es aquel que afirma que, para los países desarrollados, es prioritaria la deslocalización* del capital hacia aquellos países con menores costes laborales, con vistas a lo cual se efectuarían políticas estratégicas laboral-intensivas (144). Esto fue válido (al menos por lo que respecta a las multinacionales serias y solventes) durante la década de los setenta, durante la cual efectivamente era normal que las grandes empresas de la OCDE dispusieran de sedes centrales o factorías de producción avanzada en las metrópolis, y localizaran sus factorías de montaje y acoplamiento (de piezas producidas en las casas matrices) en países con un escaso control gubernamental sobre las condiciones de trabajo, lo cual garantizaría —según el paradigma productivista vigente— condiciones óptimas para la maximización de los beneficios.

         Pero en estos tiempos que corren, durante los cuales ha aumentado los niveles de exigencia en calidad, diseño o imagen, se ha reducido la importancia del trabajo no cualificado (especialmente en los sectores de demanda fuerte), y en cambio se precisa un nivel adecuado de cualificación técnica del estrato laboral superior, escenario únicamente posible en un contexto tecnológico desarrollado, es decir, en los países de la OCDE o en aquellos países en desarrollo que han sido capaces de conseguir una mejora sustancial de su nivel tecnológico.

         La descentralización productiva es, dentro de este contexto, únicamente posible donde se encuentran las condiciones económicas y tecnológicas necesarias para garantizar un buen nivel de calidad de la producción y una oferta de factores productivos cualitativa y cuantitativamente importante, perdiendo así relevancia en la decisión de nuevas localizaciones la simple búsqueda de los costes laborales unitarios más bajos. (La apertura de los mercados de los países del Este, tecnológicamente cualificados y con una población disciplinada y sumisa, ha sido todo un regalo para los inversores que pretenden ahorrar en costes laborales, y simultáneamente poseer una mano de obra competente.)

         Un segundo mito es el que expresa los valores de competitividad en atención a los costes laborales unitarios (145). De hecho, en la actualidad, las nuevas tecnologías son el factor determinante de la competitividad de las empresas a escala internacional (como veremos posteriormente, las tasas de crecimiento más elevadas de los diferentes ramos productivos se están experimentando en los más intensivos en tecnología; lo mismo se puede decir de las tasas de crecimiento de las exportaciones). Tanto es así, que la ausencia de un sector doméstico de nuevas tecnologías, en función de las características de cada país, conduce en último término a un desequilibrio importante en la balanza comercial, lo que tiene influencias negativas en el largo plazo sobre la estabilidad del sector exterior y, más concretamente, sobre la actividad productiva y las potencialidades de crecimiento futuro.

         (La idea preconcebida que afirmaba que los Nuevos Países Industriales fundamentaban sus ventajas comparativas en el factor precio tampoco responde a la realidad: de hecho Corea es un ejemplo del éxito producido, en gran medida, por el incremento de su base científico-técnica como punto de arranque de una estrategia de desarrollo basada en la penetración de los mercados internacionales con productos altamente cualificados, así como por la organización de un aparato productivo flexible, dinámico y autosostenido.)

                El factor tecnológico es, hoy más que nunca, un factor condicionante de los procesos de desarrollo y un elemento diferenciador de la nueva situación económica mundial. No nos extenderemos más en ello porque, como tal, le dedicaremos un espacio de reflexión más adelante. Antes de acabar este punto, sin embargo, querríamos hacer una pequeña consideración sobre la posición competitiva de España en el mundo.

                Todos los análisis de la OCDE son reveladores en este aspecto: la economía española se posiciona en el grupo «de cola» para la mayor parte de los indicadores de competitividad, perdiendo incluso posiciones en algunas categorías que podríamos calificar como vitales, como son el dinamismo de la economía, el papel del Estado y la orientación innovadora (nuevamente, el factor clave es su escasa cultura empresarial). Todo ello justifica la pérdida de competitividad, no sólo en las ventajas comparativas tradicionales, sino también en las de mayor futuro, respecto a la mayor parte de países de la OCDE.

                Los informes clásicos sobre la competitividad no señalan únicamente la pérdida relativa de competitividad de España respecto a los países más desarrollados sino, especialmente, ante los Nuevos Países Industriales. La rigidez de las actitudes estratégicas de sus empresas, la estrechez de miras de sus directivos, la lenta adaptación a las variaciones de la demanda, y la inexistencia de los ajustes estructurales necesarios, parecen ser la causa de tal desfase.

                La inexistencia de grandes grupos empresariales, o ni siquiera de empresas con vocación internacional y exportadora de talla; el crónico déficit de su tasa de cobertura* de las exportaciones; la exigüidad de la presencia de capital español en el extranjero; la actitud (hasta hace poco) expectante y apocada del sector financiero español, que disfrutaba de condiciones de protección ante los mercados exteriores de las que se ha aprovechado de forma codiciosa y usurera; y la presencia de un sector tecnológico dependiente del exterior (la balanza tecnológica es elocuente en este sentido), son señales inequívocas de unas estrategias empresariales pusilánimes y domésticas.

                Pero si hay dos aspectos especialmente preocupantes por lo que se refiere a la situación española, estos vienen dados por su subordinación tecnológica y por su reducida presencia y talla exterior. El primero es indicativo de la adopción de una actitud conformista y táctica (a corto plazo), poco ambiciosa, que conduce al país a una situación de marginalidad económica y, lo que es peor, a un enquistamiento en posiciones de déficit de balanza de pagos estructural. El segundo ejemplifica su falta de iniciativa y de carácter emprendedor (países considerablmente más pequeños, como Holanda, Suecia o Suiza, tienen multinacionales de talla global).

         En el próximo punto haremos una somera reflexión sobre lo que une y separa a los españoles del contexto europeo. Más adelante abordaremos mucho más detalladamente diferentes factores de competitividad, dedicando una mayor atención a su situación relativa por lo que se refiere a los diferentes enfoques que caracterizan otras tantas ventajas (o desventajas) comparativas en relación al mercado global.

5.2. El desafío europeo a finales del siglo XX

         Este epígrafe puede tener una doble lectura: la que hace referencia a los retos de la competitividad de Europa ante el resto del mundo, y la que se centra en el desafío de la economía española ante la incorporación ya efectiva en la Unión Europea (por lo que respecta a su integración económica, pero no a la armonización social). Vistos desde cualquiera de ambas perspectivas, los interrogantes son muchos e inquietantes: por un lado parece que Europa se está descolgando de los lugares preeminentes en la pugna por la innovación tecnológica; por el otro, España está doblemente descolocada, al arruinar lo poco que le quedaba de presencia en los sectores de tecnología punta, y replegarse en sectores de crecimiento medio o lento, con escasas perspectivas de futuro (dado el inevitable avance —a escala planetaria— de los Nuevos Países Industriales, que restan cuotas de mercado en estos sectores).

         En este punto efectuaremos un repaso de las posiciones competitivas de España (a nivel global) respecto a Europa, y de Europa respecto a otros competidores a escala planetaria. Comenzaremos con un análisis del marco estructural: en concreto, de variados indicadores que nos señalarán los rasgos diferenciadores fundamentales por lo que se refiere a infraestructuras, costes energéticos, agregados macroeconómicos, investigación, tasas de interés, costes salariales y otros aspectos de índole laboral.

                En la tabla 4 hemos expuesto diversos indicadores por lo que se refiere a los principales agregados macroeconómicos, infraestructuras básicas y costes de energía. Es de destacar en primer lugar la importante circunstancia de que España es uno de los países europeos donde —con diferencia— más se han elevado los precios del consumo desde 1985 —año base de la muestra— hasta 1992, únicamente por detrás de Grecia y Portugal. No obstante, por lo que se refiere a los precios industriales, si bien se sitúa en las posiciones de cabeza, su ritmo de incremento ha sido mucho más moderado (y mucho más cercano al de la media europea).

                Ello parece indicar que el índice de precios del consumo (IPC) sigue un impulso que no viene dado por los precios industriales, sino por otro tipo de bienes (posteriormente comprobaremos cómo aquellos se han de enfrentar con la dura competencia exterior y, en cambio, otros bienes, en concreto los servicios, se ven protegidos de ella, por lo cual sus ritmos de incremento de precios siguen tendencias cuasimonopólicas, a diferencia de los aumentos más restringidos de los bienes industriales). Por lo que se refiere a otros agregados en conexión con el sector industrial, se puede hacer —a la vista de la tabla— una nueva reflexión: tanto el ritmo de incremento de la producción, como el de la productividad, se ajusta casi milimétricamente a la media de la Unión, lo que no es especialmente prometedor, teniendo en cuenta que, en términos relativos, nuestra productividad ha disminuido significativamente respecto a los principales países industriales europeos (Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo), e incluso respecto a otros países de parecido status económico (Irlanda y Portugal). Lógicamente ello ilustra la dificultad de converger hacia los niveles de productividad media existentes en Europa.

                España ha de competir con sus vecinos europeos con dos importantes lastres a sus espaldas. En la tabla vemos cómo uno de ellos es el precio de la energía. Analizando los costes de la energía eléctrica para la industria, teniendo en cuenta el nivel de potencia contratada, se observa cómo para la pequeña y mediana industria española sus precios se colocan en cuarto lugar en un orden de mayor a menor (por detrás de Alemania, Portugal e Italia). Para alta tensión, que es la propiamente de uso industrial, paga unos precios sólo superados por los de Portugal.

                (Si bien los costes de la energía para la empresa española no son muy determinantes, en relación al total de los bienes intermedios, es necesario señalar que aquellos dependen de la intensidad del capital, por lo cual afectan sobre todo a las empresas más capital-intensivas. Es necesario ver esta desventaja competitiva, a escala europea, como un factor diferenciador que no ayuda a mantener costes comparativos —que no se agotan en el coste de la mano de obra— sostenibles para una economía de escala media como la española.)

                El segundo lastre de consideración viene determinado por su déficit histórico en infraestructuras: como vemos, el ratio Km. de carretera/Km2 es el más bajo de Europa, aunque si se tiene en cuenta el ratio km. de carretera/1000 habitantes se sitúa por encima de los niveles de Alemania e Italia. Otro aspecto importante es la calidad de su red viaria (tanto de carreteras como de ferrocarriles), hacia la que se están desplegando importantes esfuerzos. (Un aspecto positivo, aunque posiblemente involuntario, es la existencia de un menor nivel de emisión de contaminantes: la tasa que señala el CO2 emitido por habitante se sitúa como la segunda más baja de la Unión; su gasto energético se coloca asimismo muy lejos de la media de la Unión. Ello no significa que España sea más eficiente en cuanto al tratamiento de los residuos industriales o al consumo de energía, ni mucho menos, sino que su nivel de desarrollo está muy por debajo de la media europea.)

                En la tabla 5 ilustramos otros dos importantes factores de competitividad: el precio del dinero y la capacidad investigadora. Por lo que se refiere a los tipos de interés, comprobamos cómo estos (según las cifras de la fecha, que como es sabido han sufrido un brusco descenso y una tácita convergencia a partir de 1996 a medida que se ha ido aproximando el horizonte de Maastricht) se sitúan, tanto a medio como a largo plazo, por encima de la media europea, con lo que ello supone para los costes financieros de las empresas (y para el estímulo de actividades improductivas y especulativas). Por lo que se refiere a los gastos en investigación y desarrollo (I+D), España se sitúa de nuevo en las posiciones de cola: es uno de los países (junto con Bélgica, Irlanda y Portugal) con menor financiación pública de I+D (por lo que se refiere a la inversión total, pública y privada, el porcentaje se estima en un 0,9% del PIB, cifra claramente inferior a la media registrada por la CEE en 1991, en torno al 2%, y todavía más si la comparamos con la de los Estados Unidos y Japón, cuyo gasto total —incluyendo el de aplicación militar— ronda el 3% del PIB). Nuevamente, el gasto en I+D per capita y el personal investigador por mil ocupados confirman lo dicho.

                (Otro aspecto diferenciador de la estructura investigadora en España es el menor esfuerzo relativo efectuado por las empresas en relación a los competidores europeos, y especialmente japoneses y americanos, así como la superior importancia de la Administración Pública y de la Universidad en el esfuerzo tecnológico y científico global.)

                En la tabla 6 acabamos este análisis comparativo sobre el marco estructural con una referencia hacia diferentes aspectos relativos a la ocupación y los costes laborales. Lo primero que llama la atención (no por sabido menos escandaloso) es la tasa española de paro que, al margen de errores u omisiones contables, dobla a la europea; a continuación destaca la evolución de los salarios industriales, que a pesar de los mayores niveles de paro está por encima de la de sus colegas europeos (en sintonía, como hemos visto, con mayores índices de aumento de precios).

                Es decir, hasta fechas recientes (mediados de los noventa) se ha evidenciado una cierta rigidez a la baja de los salarios a pesar de la inobjetable evidencia del paro estructural, lo que por sí mismo sirve de toque de atención a aquellos que se escudan en el gastado argumento del diferencial de costes laborales respecto a Europa (que, en 1991, contabilizados en términos de paridad de poder de compra*, superaban los de Francia).

                Otros datos dignos de atención son el nivel de los costes no salariales (especialmente los relativos a la Seguridad Social), que se sitúan en torno a la media europea y, especialmente, sus niveles de conflictividad, que son de los más altos de Europa. Llama la atención que ello sea compatible con el nivel más bajo (junto con Francia) de afiliación sindical, y el más alto (después de Portugal) de siniestrabilidad laboral. ¿Qué supone todo ello? Podríamos resumirlo en la siguiente consideración: España, a pesar de tener una base sindical débil, tiene unos niveles de conflictividad y movilización fuertes, lo cual determina unas ganancias medias (en paridad de poder de compra) por encima de su nivel relativo respecto a Europa, y una evolución de los salarios que no ha sido hasta hace poco, en absoluto, compatible con su realidad macroeconómica, caracterizada por altas tasas da paro, inestabilidad laboral, y por una estructura productiva ineficiente que, entre otros defectos, determina altas tasas de siniestralidad laboral. (Volvemos a insistir que a la «cultura del conflicto» imperante hasta hace poco se le ha de añadir otros factores determinantes, como la inflación rígida a la baja y la falta de espíritu de empresa —emprendedor— de la casta empresarial dominante.) (146).

         En posteriores puntos iremos desgranando estos determinantes, pero a la luz de los hechos (no de las doctrinas ni de los principios establecidos) está claro que el análisis de los problemas económicos no ha de ser realizado en términos absolutos (por ejemplo, relacionando los costes laborales con la productividad interior de un país), sino relativos, lo cual es especialmente ilustrativo de cuestiones que escapan del control de un país (por ejemplo, de la situación competitiva respecto al extranjero, a partir de los datos sobre correspondencia entre la situación económica real y la evolución salarial y, no lo olvidemos, de la aplicación que se haga de los beneficios: productiva o improductiva). La miopía ante estos hechos por ambas partes (la empresarial y la sindical) puede ser fatal. A ello coadyuva posiblemente, en España, la carencia de una cultura positiva del trabajo, por parte de buena parte de los trabajadores, y de una cultura empresarial homologable a la predominante en Europa, por parte de los empresarios.

         Así pues, a lo largo de las páginas anteriores hemos visto cómo, durante los años 90, la empresa española se encuentra, a escala europea, en una posición desfavorable por lo que se refiere a los costes financieros, energéticos y a las infraestructuras. Hemos comprobado también que la empresa española es remisa a efectuar inversiones en tecnología incorporada* (es decir, en investigación y desarrollo en nuevos productos y procesos productivos) y en seguridad e higiene en el trabajo. Por lo que se refiere a la fuerza de trabajo, su actitud tampoco ha sido tradicionalmente positiva, sino más bien beligerante y, en ocasiones, irresponsable. Nuevamente nos encontramos con un cuadro donde cada parte (el Estado, las entidades financieras, las empresas productivas y el personal laboral) estira de su extremo de la manta, en busca del mayor provecho a corto plazo, con un absoluto olvido del estado de la economía real. Más adelante profundizaremos en la necesidad de cambiar de escenario, aunque sea tan sólo atendiendo a los retos que impone el marco exterior.

         Por lo que se refiere a la empresa, su primera —y no la única— responsabilidad es invertir. Sin invertir el empresario no cumpliría su papel social: la creación y conservación de empleo, por un lado, y la generación de riqueza, por el otro. Hay básicamente tres culturas de inversión: 1) el modelo americano, basado en una rápida recuperación del excedente, a costa de los sectores que aun siendo estratégicos no sean rentables (como la siderurgia, por ejemplo); 2) el modelo japonés, que se orienta al largo plazo, es decir, a la continua actualización de su nivel tecnológico y a la ampliación de sus capacidades productivas; y 3) el europeo, donde la inversión es discontinua, por lo cual está más sujeto a crisis cíclicas (de mayor intensidad y profundidad que en los modelos anteriormente mencionados).

         Este diagnóstico es plenamente aplicable a la situación comparativa entre la industria europea y la de las otras grandes potencias industriales: durante la primera mitad de los años ochenta la tasa de crecimiento de la inversión industrial en la CEE fue inferior a las de Japón y los Estados Unidos, lo que dio lugar a una regeneración insuficiente del equipo capital —patente especialmente en los sectores de demanda fuerte— y, seguramente, a una menor capacidad para la competencia a medio plazo (la reducción de los costes laborales unitarios relativos, en Europa, fue el factor determinante para rellenar el gap* con estos competidores respecto al factor capital).

         Tanto en la CEE como en los Estados Unidos y Japón la inversión ha jugado un papel esencial en el ajuste de los sectores en crisis, como lo demuestra el hecho de que en todos los casos los procesos de sustitución del trabajo por capital parecen explicar más del 50% del crecimiento de la productividad aparente del trabajo de estos sectores. Aun así, Europa ha perdido protagonismo respecto a aquellos competidores en los sectores de demanda fuerte, por su posición vulnerable en la creación de innovaciones tecnológicas: Europa ha perdido impulso en los sectores de alta intensidad tecnológica, mientras que en los USA se mantuvo y en Japón se incrementó. Un factor determinante en esta situación es, sin duda, la segmentación de sus mercados, frente a la unidad de los de los gigantes americano y japonés (ello es palpable en el mercado de las telecomunicaciones, uno de los sectores de cabeza).

         La tabla 7 nos permite comprobar (partiendo de valores totales, pues desgraciadamente no disponemos de cifras desagregadas de valor añadido) los principales rasgos distintivos del crecimiento de los principales sectores industriales en Europa durante la segunda mitad de la década de los ochenta. Con ello podremos hacernos una idea de las orientaciones que han adoptado los mercados en función de las características de la demanda (elasticidad-precio y elasticidad-renta) y de la oferta (innovación, diseño, diferenciación).

         Observamos cómo, en Europa (entre 1985 y 1992), los sectores de crecimiento más rápido han sido los de mayor contenido tecnológico (por este orden, caucho y plásticos, máquinas de oficina, papel y artes gráficas, ingeniería eléctrica). Los sectores de crecimiento medio (o maduros) utilizan tecnologías medias (automóviles, metal, química y alimentación) o están influidos por los cambios en los hábitos de consumo (materiales no metálicos, como vidrio y cerámica, madera y muebles). Los sectores de crecimiento lento o decrecimiento (excepto el de instrumentos de precisión, que constata el repliegue tecnológico en Europa) son de bajo nivel tecnológico y, en ocasiones, caracterizan a industrias en regresión (confección, material de transporte —que incluye los grandes astilleros—, textil, calzado y cuero y construcciones mecánicas).

         (Es necesario recalcar que hay ramos concretos dentro de cada uno de estos sectores que se escapan de la pauta del sector; por ejemplo, dentro del químico, es el caso de la química fina o de la farmacia, como áreas de tecnologías en constante avance, más allá de la categorización de «sector maduro» que hemos dado a la química en función de la evolución de la demanda.)

         España ha seguido unas pautas algo diferentes a las europeas por lo que se refiere a su industria y a los niveles de crecimiento relativo de sus sectores productivos. Sin perjuicio de altas tasas de crecimiento de los sectores de «demanda fuerte» (excepto en el de máquinas de oficina e informática, en el que se observa un rotundo repliegue), donde se opera un empuje mayor es en sectores que en Europa son de crecimiento medio, como automoción y madera. Por debajo de estos encontramos, a ritmos intensos, productos metálicos, material de transporte y textil, y más allá de aquí observamos tasas de crecimiento más moderadas (caucho y plásticos, metal, construcción mecánica), cuando no estacionarias o negativas (alimentación, instrumentos de precisión, calzado y cuero, máquinas de oficina). En conjunto, como vemos, la tasa promedio de crecimiento es inferior a la europea (tanto si la calculamos a partir de datos absolutos como ponderados).

         Es importante observar asimismo las diferencias existentes en los índices estadísticos de productividad, los cuales son sobradamente elocuentes: la productividad media española, calculada a partir de la producción bruta, representaría en torno a un 72% de la europea, si bien España converge con Europa, por lo que respecta a su productividad, en dos sectores: ingeniería eléctrica y automoción. Se aproximan, por este orden, a la media europea, los de papel y artes gráficas, productos no metálicos y caucho y plásticos, es decir, en general de demanda fuerte.

         El análisis más extendido entre los especialistas es el siguiente: a mediados de los noventa España posee ventajas comparativas en las producciones de demanda débil y en automóviles y alimentación, mientras que la Unión Europea posee ventajas comparativas en las producciones de demanda fuerte y media en general. No obstante, como sucede en los principales países europeos, la demanda industrial española, durante los noventa, se ha orientado principalmente hacia las producciones informática, electrónica, aeronáutica y farmacéutica, consideradas de demanda fuerte, en detrimento de las de demanda débil (textil, piel, calzado y siderurgia) ¿Cómo se resuelve este gap entre lo que se produce y lo que se consume? Básicamente en razón a dos circunstancias: una balanza comercial crónicamente deficitaria en los bienes de demanda fuerte (por tanto, con mayor contenido tecnológico) y, en contrapartida, en un intento exportador de los sectores de demanda débil o media (bebidas, alimentación, automóviles, construcción mecánica y material de transporte, vestido y calzado), con escasos resultados (vista la competencia) por lo que se refiere a la tasa de cobertura global.

         (Pero aunque España llenase el gap existente entre la oferta y la demanda de bienes con más nivel tecnológico, no sería suficiente para cubrir el diferencial que la separa en los sectores de demanda fuerte en Europa, por lo que igualmente sería necesario hacer un mayor esfuerzo exportador de cara a dotar de mayor futuro a la industria española, y dejar los bienes de demanda débil, en su mayor parte bienes primarios —de baja elasticidad-precio— en el lugar que les corresponde teniendo en cuenta su nivel de desarrollo.)

         Es de notar que los Nuevos Países Industriales ya no disponen únicamente de ventajas comparativas en los bienes de demanda débil y media, con menos contenido tecnológico. Ello supone un doble reto para España, que no sólo ha de competir en los sectores que tradicionalmente tenían mayor contenido valor-trabajo, sino que ahora también encuentra competidores solventes en sectores de tecnología media o alta. Así pues, ¿qué ventaja comparativa le queda a España?

         Respecto a Europa, hemos visto que, inexorablemente, se han ido acercando sus costes laborales (en paridad de poder de compra) a los medios en Europa. Soluciones ficticias, como las devaluaciones de la peseta a principios de los noventa, no son paliativos creíbles y tienen carácter provisional. Contrariamente, cabe plantearse otro tipo de soluciones más de fondo, a largo plazo:

         «La competitividad de la industria española no puede descansar en el futuro en la evolución favorable de los costes laborales (entre otras cosas, porque éstos suponen una cada vez menor proporción sobre las ventas) o, como recurso de última instancia, en la depreciación del tipo de cambio de la peseta. Hay otros factores que ejercen una influencia creciente sobre la competitividad de la industria, para los cuales España se encuentra actualmente en desventaja comparativa respecto a la Comunidad, y ésta enfrente de los Estados Unidos y Japón (...) Efectivamente, la menor inversión en innovación tecnológica y diferenciación del producto, el escaso énfasis en la calidad del producto, la reducida dimensión relativa y el grado de internacionalización de la empresa industrial española (y las mayores dificultades para obtener economías de escala a nivel de producto y de proceso), y la menor eficiencia energética son, entre otros, factores actualmente limitativos de la competitividad de la industria española en el mercado europeo» (147).

         La industria española, a finales del siglo XX, se enfrenta a dos problemas básicos por lo que se refiere a la compatibilidad de sus estructuras productivas respecto al mercado internacional: un relativo desajuste entre la estructura de la demanda y la de la producción industrial, como lo pone de manifiesto el peso inferior que los sectores de futuro tienen en la producción industrial en comparación con su peso en la composición de la demanda y en el de la producción en la industria europea; y una crónica falta de competitividad relativa ante la Unión Europea, ya que las ventajas asociadas a los costes laborales se han ido deteriorando progresivamente, y correlativamente han ido desarrollando otro tipo de ventajas comparativas respecto de las cuales España está en franca desventaja (sus exportaciones comerciales todavía se fundamentan en los sectores de demanda débil y media, y sus tasas de cobertura, al menos hasta 1994, son cada vez más preocupantes).

         A partir de ahora nos ocuparemos de desgranar los diferentes factores de competitivi­dad, que son los que determinan al fin y al cabo las ventajas comparativas con las que hemos de contar en el futuro. Introduciremos desde los más tradicionales (costes laborales, productividad, dimensión empresarial, flexibilidad) hasta otros cada vez más subrayados en la literatura de empresa (distinción, financiación, tecnología).

5.3. Determinantes de competitividad

         Como ya hemos avanzado, la competitividad comienza, dentro de las empresas, en la elaboración de sus estrategias empresariales y en el diseño de su estructura organizativa. Si el equipo directivo de una empresa no acierta a medir los costes, a programar la dimensión más adecuada, a conseguir una rentabilidad que permita afianzar el presente y potenciar el futuro, a orientarse en uno o varios mercados y a mantener e incrementar la clientela, la empresa estará condenada al fracaso. Si los directivos no son capaces de captar los cambios que puedan producirse en el mercado y adaptar, de forma casi automática, la actividad de la empresa a estos cambios, la empresa irá siendo progresivamente desplazada de los mercados y su extinción no tardará en evidenciarse.

         Podemos decir, entonces, con toda seguridad, que la competitividad de la empresa depende, en primera instancia, de los factores endógenos, que son responsabilidad del empresario. La responsabilidad empresarial es compleja y arriesgada pues, además de fundamentarse en previsiones analítico-contables, se alimenta de expectativas e intuiciones que no siempre se materializan.

         Un segundo pilar sobre el que descansa la capacidad de competencia de las empresas es el estado general de la economía, resultado en parte de la política económica que aplique el Estado: tiene, así, carácter exógeno a la empresa. En economías abiertas, hasta cierto punto, la competitividad de las empresas depende de la aplicación de las políticas económicas de los países competidores. (Está claro que nos referimos a aquellos países con los cuales se comparte un estado general de la economía comparable. Es difícil competir con países que aplican prácticas laborales semifeudales, que constituyen su principal ventaja comparativa; con estos sólo cabe desplegar otro tipo de ventajas diferenciadoras, que no se reduzcan a factores de coste, sino de calidad, tecnología o distinción.)

         Por último, recordemos que como principal factor limitante de cualquier tentativa «competitiva» tenemos el stock finito de recursos naturales, que hemos de preservar para nuestros coetáneos y para nuestros descendientes. Conviene, pues, plantearse nuevos paradigmas productivos en los cuales estos determinantes puedan ser ajustados, sin entrar en contradicción, como veremos más adelante, con objetivos de sostenibilidad medioambiental.

5.3.1. El factor dimensión

                Según el Banco Mundial, España ocuparía (en 1992) el octavo puesto en el ranking de países según su Producto Nacional Bruto, con un 2,3% del Producto Mundial Bruto; pero paradójicamente, a pesar de su peso en el contexto mundial, ocupa el lugar número 15 entre los principales países exportadores del mundo, con un 1,8% del total de bienes exportados (y el número 11, con el 2,6% del total, en la clasificación de países importadores). Simultáneamente, España ocupa el noveno puesto de los países con empresas entre las cien primeras del mundo (2 empresas, INI y Repsol, que se sitúan en los puestos 54 y 64, respectivamente).

                (Es necesario retener que un país como Corea, que ocupa el puesto 15 en el ranking de países con mayor PNB, dispone de 4 empresas entre las 100 mayores del mundo. Por cierto, a este país se le ha impuesto la etiqueta de «Nuevo País Industrial», excluyéndolo del privilegio de ser un país «desarrollado».)

                En definitiva, España, que ha tenido durante mucho tiempo un mercado doméstico y poco abierto al exterior, dispone de empresas con una masa crítica insuficiente para poder competir y exportar, y lo que es peor, con un nivel tecnológico bajo y dependiente. Su lugar en el conjunto de naciones no se corresponde con su potencial (real) exportador, y así la brecha entre lo que exporta e importa se hace cada vez más grande.

                Según la visión vigente, sería necesario realizar un esfuerzo superior en el camino de construir empresas viables con potencial exportador, para lo cual se abrirían diversos caminos: desde las fusiones y concentraciones de empresas, que han sido impulsadas en los últimos años entre empresas industriales y financieras (a veces al precio de perder su control, y de subsumirlas en grupos empresariales extranjeros), hasta las agrupaciones de empresas con finalidades exportadoras.

                (Los mecanismos de concentración empresarial son muy diversos. A nivel nacional cabe hablar de cinco categorías: las fusiones, la absorción, las adquisiciones, las corporaciones industriales y la constitución de agrupaciones de empresas; si la empresa pretende «internacionalizarse» dispone asimismo de variadas posibilidades: constitución de joint-ventures, formalización de pactos de distribución o compra de redes comerciales, absorciones, fusiones, adquisiciones, intercambio de participaciones, etc. Como vemos cada uno de estos modelos supone un grado de riesgo y de control diferente, por lo cual la gama de posibilidades es casi ilimitada.)

                Está claro que no siempre son necesarias economías de escala para producir sinergias que abaraten costes y faciliten la salida externa de los productos. Se producen economías de alcance cuando el coste de los productos que se producen en una unidad económica es menor que el de estos mismos productos por separado. Pero como hemos tenido ocasión de comprobar en repetidas ocasiones, no siempre hay equivalencia entre lo que se produce y lo que se vende. Por ello, cada empresa ha de diseñar su propia estrategia atendiendo a la función de consumo que corresponde a su nicho en el mercado: posiblemente le interese especializarse, y por ello no requiera un excesivo grado de concentración empresarial o de economía de alcance.

5.3.2. El factor precio

                Cuando nos referimos al factor precio consideramos fundamentalmente el factor «costes laborales», que es el más repetido en las diatribas entre los economistas oficiales y los sindicatos. Este factor, aunque como hemos visto cuenta cada vez menos en el concierto de las naciones avanzadas (en los sectores de alto valor añadido), no deja de tener una fuerte carga emocional. A este respecto, intentaremos mantener una actitud desapasionada, aunque no se nos escapa que el conflicto costes laborales/beneficios empresariales descarga frecuentes chispas. De esta pugna recuperaremos sólo lo que resulte significativo para tener una caracterización de la política de rentas dentro de la empresa.

                Hay dos interpretaciones sobre el concepto «Costes Laborales Unitarios». La primera, y más utilizada, es la que los define como el cociente entre los costes laborales y la productividad media (entendemos como «costes laborales» todos aquellos gastos que le reporta a la empresa el mantenimiento de un trabajador; incluye, por tanto, el salario bruto y las cotizaciones de la Seguridad Social a cargo de la empresa, así como otras partidas menores, como por ejemplo los fondos de pensiones, gastos de formación y diversos gastos sociales, cotizaciones ficticias*, gastos por despido y —sin cuantificar— determinadas actuaciones burocráticas que habrían de ser competencia de la Administración). Sería, pues, un indicador de la evolución de la participación de la remuneración del factor trabajo en el producto total o en el valor añadido (dependiendo de cómo se haya calculado la productividad).

                Este cálculo, sin embargo, no es correcto, pues olvida que la evolución salarial está fuertemente determinada por la del Índice de Precios al Consumo (IPC) y por los impuestos indirectos, que de una manera indirecta gravan la capacidad adquisitiva de los salarios. De tal modo que, hasta hace bien poco, una de las constantes de la doctrina pactista a escala de empresa se fundamentaba en el establecimiento de una indexación* de los salarios (al nivel del IPC del año anterior se le añadía un factor calculado en base a las expectativas generadas por el período anterior) para calcular los de un año determinado, aplicándose en ciertos casos cláusulas de revisión para recuperar pérdidas de poder adquisitivo.

                Esta práctica impone un círculo vicioso: si por un lado la indexación de los salarios se ajusta a la evolución de los precios, los empresarios reaccionarán repercutiendo los aumentos salariales en los precios, por lo cual se genera una retroalimentación positiva peligrosa que los economistas denominan como «espiral inflacionista». (Más adelante, en este mismo punto, efectuaremos alguna reflexión sobre este particular.)

                Una interpretación correcta del concepto «Costes Laborales Unitarios Reales» (CLUR) ha de tener en consideración los siguientes aspectos: el aumento de las remuneraciones salariales, neto del incremento de precios (el cual se calcula restando del incremento salarial el Deflactor del PIB a precios de mercado, neto de impuestos indirectos: es decir, al coste de los factores); a esta cantidad se le resta la productividad aparente. Del producto de esta operación aritmética obtendremos el conocimiento «real» (completo) de la evolución de los salarios en relación a la productividad y a su capacidad de poder de compra. (Nosotros hemos añadido las columnas del índice de precios al consumo y del deflactor del PIB a precios de mercado por su relevancia estadística y por el uso que inmediatamente haremos de estas variables. Pero como hemos visto no son en absoluto necesarias para el cálculo de los CLUR.)

                El Deflactor del PIB a precios de mercado se calcula a través del llamado índice de precios de Paasche, que relaciona el Producto Interior Bruto a precios corrientes del año actual con el PIB a precios constantes de un determinado año base: P=Sp1q1/Sp0q1. Así pues, este indicador es la medida de la inflación entre el año corriente y aquel al que corresponden los precios base utilizados para calcular el PIB (lo cual nos permite conocer la evolución de la producción a través del tiempo). A diferencia del índice utilizado para calcular el IPC (Índice de Precios de Consumo), que estudiaremos en la sección segunda, el Deflactor del PIB no se calcula mediante un muestreo a partir de una cesta predeterminada —y ponderada— de productos, sino a partir del producto bruto, por lo cual incluye prácticamente todos los bienes producidos en el interior de una economía. En cambio el IPC recoge los precios de los productos de importación, cosa que no hace el Deflactor del PIB. El PIB neto, es decir, el PIB nominal corriente menos los impuestos indirectos, es el PIB a coste de los factores, que es la cantidad que reciben en realidad los factores económicos, excluido el Estado. El valor de la producción medida al coste de los factores se denomina renta nacional, o renta percibida por los factores productivos.

                (La significación estadística del índice de Paasche nos la da el hecho de que si se divide el valor actual del PIB a precios corrientes por un índice de Paasche calculado a partir de un determinado año base se tiene automáticamente expresado el valor del producto bruto del año corriente en pesetas constantes del año base. Por ello el índice de Paasche se emplea para deflactar el PIB, es decir, para valorar el PIB en valores constantes de un determinado año.)

                En la tabla 8 reflejamos esta operación. En primer lugar se recoge la diferencia entre las remuneracio­nes salariales (para que no se nos acuse de minusvalorar este dato hemos seleccionado las que nos ofrece la Encuesta de Salarios, que como vemos las sitúa por encima de la media de convenios) y el IPC. En un segundo paso, al producto de esta operación se le resta la productividad aparente (calculada a partir de datos de producción bruta, al no disponer de series históricas de valor añadido). Ello nos indica el grado en el cual los costes laborales netos (deflactados con el IPC) superan o están por debajo de la productividad, o lo que es lo mismo, lo que en la primera interpretación a la que hemos aludido hemos denominado como «Costes Laborales Unitarios». No obstante, esta operación es insuficiente pues no tiene en cuenta el poder adquisitivo «real» de los salarios.

                Para tener en cuenta la capacidad adquisitiva real al IPC se le ha de restar el Deflactor del PIB a precios de mercado, pues ello nos indicará lo que está más allá de los bienes que aparecen reflejados en la encuesta de precios al consumo (que, como sabemos, está muy sesgada a favor de los productos básicos, especialmente la alimentación, y deja de lado otros bienes, como la vivienda, y otros sectores, como el consumo público, la inversión, las exportaciones...) Más adelante se ha de calcular la diferencia entre el Deflactor del PIB a precios de mercado y el Deflactor del PIB a coste de los factores, que será la que nos indique definitivamente el Deflactor del PIB neto de impuestos indirectos. La incorporación de estos ajustes (encuesta de salarios-IPC-productividad aparente+ajuste entre IPC y Deflactor del PIB p.m.+ajuste entre Deflactor del PIB p.m. y Deflactor del PIB c.f.) será, definitivamente, el índice que refleje la evolución de los Costes Laborales Unitarios Reales.

                (Como hemos visto, esta operación se puede simplificar si no utilizamos el IPC ni el Deflactor del PIB p.m., por lo cual los datos básicos serían las remuneraciones salariales, el Deflactor del PIB c.f., y la productividad aparente.)

                Esta tabla nos permite conocer qué parte de la evolución del pastel de la renta va a parar a los bolsillos de los trabajadores (en forma de incrementos salariales), a los de los empresarios (en forma de aumentos de precios), o a los del Estado (en forma de impuestos indirectos). Asimismo clarificamos el impacto exterior (precios de los productos importados) en un cálculo que tradicionalmente se ha considerado como doméstico (recordemos que el IPC incluye los precios de los productos importados, y que el Deflactor del PIB los excluye; por ello si eliminamos del cálculo al IPC eliminamos el impacto inflacionista de los productos importados).

                (Cuando los salarios superan al Deflactor del PIB p.m. los trabajadores ganan poder adquisitivo, y las empresas pierden excedente bruto de explotación; cuando el IPC sobrepasa el Deflactor del PIB p.m. los trabajadores ganan asimismo margen para aumentar su remuneración salarial a costa de los empresarios y del Estado; cuando los costes laborales reales —deflactados— superan la productividad aparente, el trabajador gana a costa de los excedentes del empresario.)

                En la tabla 8 hemos visto plasmada esta serie de operaciones aritméticas sin que nos informe de la evolución dinámica de los CLUR. Generalmente se ha aducido entre los economistas oficiales que los costes laborales literalmente «devoraban» las ganancias en productividad, sin permitir que las empresas pudiesen competir por lo que se refiere a este factor. A nivel absoluto, como podemos observar en la tabla 9, ello es incorrecto, puesto que el sumatorio de la productividad (partiendo de una base 100) indica que ha evolucionado a ritmo superior al de los salarios. Los CLUR acaban de recalcar esta constatación pues, aplicando los factores correctores antes mencionados, queda claro que los costes laborales unitarios reales no tan sólo no han aumentado sino que, en el intervalo comprendido entre 1976 y 1992, incluso se han reducido en un 4,2% en relación a su nivel inicial.

                Podemos destacar un punto de inflexión, en 1981, en el cual se constata un aumento de los costes laborales unitarios reales de un 5,2% respecto a 1977. Ello sería producto de un aumento intenso de las remuneraciones salariales. A partir de aquella fecha se inicia una moderación salarial —relativa a los precios— que hace bajar súbitamente los CLUR, si bien la productividad aparente también desciende, como consecuencia de la reactivación económica que se produce a partir de 1985. En la figura 12 comprobamos cómo la productividad remonta muy por encima de los CLUR (entendidos como el aumento de capacidad real de poder de compra de los salarios), si bien hemos de tener en cuenta que el crecimiento de los salarios, deflactado con el IPC, está sólo diez puntos por debajo del de la productividad (véase la tabla 9).

                No obstante, este hecho aparente es incompleto. En la figura 13 comprobamos cómo los CLUR se comportan rígidamente si los relacionamos con el aumento de la ocupación: efectivamente, se produce la paradoja de que los costes reales por trabajador son superiores al ritmo de crecimiento de la ocupación (o de decrecimiento, si nos referimos a la situación hasta 1986), hasta el momento en que son superados por éste, y a partir de aquí se mantienen a unos ritmos mucho más razonables de estabilidad. ¿Ello qué quiere decir? Si nos fijamos en la mitad izquierda del gráfico constataremos simple y llanamente una evolución salarial explosiva y rígida, sin atender a la situación real de la economía (era tanto la causa como el efecto de los aumentos del IPC). Más adelante, a partir de los primeros años de los ochenta, hasta 1985, se produce una relativa moderación salarial. Pero a partir de entonces se observa una elevación considerable de otros aspectos que no son integrados en el cálculo del IPC (pensamos en los precios de la vivienda), que a su vez benefician los ingresos del Estado en forma de impuestos indirectos. De tal manera los CLUR caen, para volver a remontar debido al aumento de los salarios y la disminución de la productividad.

                En definitiva, durante los años 70 y principios de los 80 (hasta 1984) se produce una traslación de renta hacia los trabajadores ocupados; a partir de este momento la balanza se inclinó a favor de los empresarios. Según algunos análisis, ello desmentiría las diatribas oficiales respecto a la subida de salarios como factor determinante de la pérdida de competitividad de las empresas, de la pérdida de empleo y de la debilidad de nuestras estructuras empresariales. Pero este argumento no está del todo claro: primero, porque es un hecho que los costes laborales unitarios reales han subido muy por encima de las posibilidades que permiten los ritmos de creación de empleo; en segundo lugar, porque —como ya dijimos en su momento— no podemos perder de vista el horizonte internacional; en tercer lugar, porque estos aumentos salariales son insolidarios con los que no tienen trabajo; en cuarto lugar, porque de todas maneras las ganancias en productividad son tan poco significativas que no aseguran un ritmo sostenido de creación de empleo.

                (Hagamos un inciso. Hemos de tener en cuenta que, por un lado, los aumentos salariales no están igualmente repartidos. Como veremos en la segunda sección, los salarios más rígidos y que más aumentan son los de una cierta «élite obrera»; ello es compatible con la existencia de salarios precarios, abusivos o de miseria: evidentemente ninguno de estos extremos es bueno, y más bien lo primero implica lo segundo. Por otro lado, gran parte del aumento de la productividad no es tal, sino el efecto que produce el aumento de la producción en una función de producción dada —es decir, sin aumento del factor capital— cuando disminuye la fuerza de trabajo excedente o inactiva; ello hace doblemente preocupante el escaso crecimiento de los ritmos de la productividad. Por otro lado, hemos de tener en cuenta el déficit salarial del franquismo, que en determinados momentos explicaba márgenes realmente intolerables de pluriempleo y sobreexplotación. Este déficit se intentó paliar, desde la adopción de los Acuerdos de la Moncloa, con subidas ciertamente espectaculares de los salarios, pero al mismo tiempo generó una carga para los que no disponían de un puesto de trabajo y, en concepto de déficit público —por las actuaciones de protección social—, para las generaciones futuras.)

                Hay una noción muy extendida que afirma que la reducción de los CLUR es una condición para la mejora de los márgenes de beneficio empresarial, de las ventajas comparativas —factor precio—, de la inversión productiva y del empleo (148). Puesto que los CLUR vienen dados por dos factores básicos, salarios y productividad, se haría necesario que los incrementos salariales fuesen inferiores al crecimiento de la productividad (149). (El proceso de comprensión de los márgenes empresariales habría sido especialmente acusado en la industria, que, por ser un sector abierto a la competencia exterior, ve difícil repercutir los aumentos salariales sobre los precios.)

                La disminución del excedente del empresario, como consecuencia de la presión de los asalariados, explicaría, entonces, los procesos inflacionarios (que asimismo servirían de base para posteriores escaladas de precios). La receta oficial para abordar esta espiral inflacionaria sería la de adoptar una política de rentas* restrictiva, acompañada por una política monetaria* estricta, que a la larga produciría un enfriamiento económico y paro. La teoría de la «presión de los costes», que hemos explicado tan someramente, serviría de legitimación para una terapia que podría ser más dañina que la propia enfermedad: «Conseguir una estabilidad de precios en base a una tasa de crecimiento del output muy por debajo de su nivel potencial y con preocupantes tasas de paro es un camino que implica, en ocasiones, un derroche de recursos socialmente inaceptable» (Ministerio de Industria y Energía: «Política antiinflacionista y precios industriales»).

                Más bien los hechos señalan que en la situación actual de estanflación* una reducción de la demanda y una contracción de la actividad económica tiene efectos contraproducentes, pues generan incrementos en los costes unitarios reales (por la existencia de los costes de marcha en vacío), y por tanto favorecen nuevas tendencias hacia procesos inflacionistas, especialmente en los mercados oligopolísticos o de competencia imperfecta. Un mayor nivel de demanda agregada, como es bien sabido, siempre que existan recursos ociosos (capacidad productiva no utilizada), o si va acompañado de aumentos en el factor capital, tiende a incrementar la tasa de crecimiento económico sin que por ello haya de provocar tendencias inflacionistas. El factor clave que delimita los procesos inflacionarios viene dado tanto por la oferta —el factor precio— como por la demanda.

                Una contracción de la demanda a consecuencia de políticas monetarias restrictivas acaba generando una infrautilización de los recursos, lo que a su vez, a consecuencia de la existencia de unos costes fijos que han de ser absorbidos (si no se quiere afectar a los beneficios empresariales), renueva el proceso inflacionista (150). Si el aumento de los costes laborales dispara toda esta cadena de repercusiones, sería bueno avanzarse a posteriores escaladas de precios, es decir, regular de alguna manera los aumentos salariales, si es posible anticipando sus posibles efectos perturbadores de cara a la inflación (por lo cual no consideramos adecuado el método de la indexación; o si se aplica, habría de tener como punto de referencia objetivos predeterminados, que rompan la espiral que inexorablemente generan las escaladas inflacionistas). Si ello repercute en una mejora del empleo, como es previsible, tanto mejor.

                La existencia de pactos de solidaridad, con contrapartidas reales entre la parte laboral y la empresarial, es la mejor garantía para evitar posteriores —e indeseables— repercusiones en forma de inflación, de pérdida de puestos de trabajo, de presión sobre los niveles salariales más débiles, de exacciones impositivas, etc (151). Es razonable que los aumentos salariales se acompasen con los niveles de productividad nacionales (y también con los del entorno). También lo es que los beneficios no vengan dados a costa del empeoramiento de las condiciones laborales de los sectores subcontratados o precarios. Es cierto que sin competitividad no hay futuro, y que el factor precio es importante a este respecto, pero inmediatamente comprobaremos que hay otros factores a tener en cuenta.

                Es necesario, por último, un nuevo compromiso: el del Estado (y si se nos permite, el de la sociedad en general), para completar este pacto «preventivo» de rentas (pues haría innecesario un pacto «coactivo» impulsado desde arriba), con medidas sociales tendentes a rellenar el hueco existente entre las posibilidades del poder adquisitivo de los salarios y la situación real en que se encuentran millones de asalariados. Así pues, para rellenar este gap social es imprescindible una política de vivienda asequible (y de protección social) con carácter universal; así como de fomento de la actividad productiva de la mujer (lo que implicaría una red de guarderías públicas asequibles), de los disminuidos, etc. El complemento público, en una línea eficaz aunque restrictiva (ligada al servicio público, no tanto a la intervención contra natura en la actividad económica), de carácter universalista (en lo referente a la normativa y a las prestaciones sociales), haría suplerfuas muchas de las batallas y batallitas que se desarrollan en el interior de las empresas.

         (Volvemos a recordar que nos estamos circunscribiendo a un marco teórico y doctrinario estrictamente «convencional». Más adelante habremos de cambiar de escenario al integrar otros factores más allá de la pura competitividad economicista, como puede ser el precio de la naturaleza, la igualdad de derechos y oportunidades, la potenciación de la sociedad civil frente a los poderes gregarios, el estímulo a las potencialidades creativas humanas, el desarrollo de un marco económico donde primen mayormente los aspectos cualitativos —de calidad de vida— frente a los cuantitativos —consumismo y derroche—, etc. Por ello, esta serie de consideraciones han de entenderse como medidas paliativas de un modelo agotado, en el camino de transición hacia un nuevo paradigma donde las variables ahora existentes —papel del Estado, poderes gregarios, propiedad de los medios de producción, precio y posesión de los recursos naturales, conceptos de bienestar y necesidad social, etc.— se vean replanteados.)

5.3.3. El factor competencia

                Son sectores expuestos aquellos en los cuales el producto de su actividad está constituido por bienes sometidos a la competencia internacional, destinados a mercados amplios y bien organizados donde predomina la libre competencia. Inversamente, son protegidos aquellos sectores que se caracterizan por su mayor autonomía ante el exterior, puesto que su producción está esencialmente destinada a distribuirse en el mercado doméstico y no tiene sustitutivos adecuados procedentes del extranjero, o disfruta de una fuerte protección arancelaria. El sector expuesto estará más directamente sometido a los avatares del tipo de cambio, y ante un aumento relativo de los costes de producción, podrá repercutirlo en menor medida que el sector protegido en el precio de venta. Ello explica que la adaptación del sector protegido a la coyuntura internacional sea más lenta que la que se opera en el sector expuesto.

                Numerosos analistas añaden, a la supuesta rigidez de los aumentos salariales (véase el punto anterior), la escasa exposición de algunos sectores productivos al entorno competitivo internacional, como factor desencadenante de las espirales inflacionistas y, consiguientemente, de la disminución de la competitividad de numerosos sectores productivos. (Es necesario destacar que, como veremos en la sección segunda, la repercusión de los servicios y de los bienes importados de lujo explicaría hasta un 75% de la inflación experimentada en el período de los años ochenta, lo que perjudicó —a través de las políticas monetarias y de rentas restrictivas— especialmente la capacidad adquisitiva de los sectores más precarios de la estructura social.) Los incrementos de precios en el sector servicios tienden a trasladarse al resto de la economía, con independencia de la situación concreta de cada ramo: los beneficios de los sectores expuestos, de esta manera, se resienten especialmente, del mismo modo que la inversión y la productividad, que se fundamentan no en un aumento del capital productivo, sino en una disminución de la mano de obra asalariada.

                Ello explicaría en parte la situación de desmantelamiento industrial experimentada por España durante los años 80, de sobredimensionamiento del sector servicios, de rigidez en los precios y de la baja tasa de cobertura de las exportaciones. Ante esta clase de situaciones es recomendable actuar enérgicamente contra los «paraísos competitivos» de ciertos ramos productivos (especialmente en el sector servicios), si es que se quiere cortar de raíz el endémico proceso inflacionario que acompaña la no exposición de estos mercados a la competencia exterior, lo cual condiciona el correcto funcionamiento del resto de sectores productivos.

5.3.4. El factor productividad

                Esta variable es una de las más significativas de la competitividad empresarial, a pesar de la dificultad de su medida a nivel agregado. La productividad es la expresión de la eficiencia operativa y económica de un sistema económico o empresa expresada como la relación del valor del producto generado por unidad de factor de producción. Desde el punto de vista técnico se utilizaría la relación entre cantidades de input y de producto (o de valor añadido). El cálculo de la productividad se puede desagregar todavía más y se puede realizar a partir del componente laboral (trabajo) o del componente técnico (de capital), aunque lo más común y significativo es hacerlo a partir de la fuerza de trabajo (si se realiza a través del capital siempre habríamos de distinguir entre lo que es capital fijo y lo que son variaciones de existencias).

                (Para que este cálculo sea más ajustado, la productividad se habría de calcular en función del número de horas trabajadas, no del número de trabajadores. Por ejemplo, una empresa industrial con una capacidad productiva infrautilizada puede pasar a una situación de plena ocupación de los factores sin incrementar el número de trabajadores; de esta manera aumentaría la productividad entendida según la definición común, lo que no quiere decir que haya aumentado la productividad por hora trabajada.)

                La productividad es, pues, un concepto resbaladizo, con múltiples interpretaciones que se ajustan a muy variados intereses. La interpretación clásica o economicista la identifica con la «productividad aparente», es decir, la simple relación entre input y output. Pero no podemos olvidar que esta interpretación, en sí, esconde un equívoco: la «productividad observada» (aparente) se ha de descomponer entre aumentos de productividad «activa» (producto del progreso técnico o del aumento del factor capital), que es la que definiríamos como «productividad normal», y aumentos de la productividad provocados únicamente por la reducción de la ocupación (152). El crecimiento de la productividad del trabajo en la industria española no es tanto consecuencia de un incremento del output para el mismo nivel de utilización del input trabajo, como del mantenimiento del mismo nivel de output obtenido con cantidades decrecientes de input:

                «La opinión recurrente y extendida en determinados círculos sobre que el aumento de la productividad registrada en los últimos años ha contribuido notablemente al incremento del paro laboral constituye una falacia. Resulta de confundir una relación estadística con desarrollos reales en la economía, concretamente la creciente obsolescencia incorporada en el aparato productivo. Lo que medimos estadísticamente como avance de la productividad no es la causa sino, en gran medida, la consecuencia del creciente paro. La única cosa que se escapa al análisis es el impacto de la «economía oculta», el despliegue de la cual ha debido de ser considerable durante los últimos años; en la medida en que los factores productivos, que la estadística (todavía) registra como ocupados en la economía oficial, son utilizados (también) para producir un output que permanece oculto, la productividad total habrá tenido un comportamiento más favorable (aunque desconocido)» (153).

                Es decir, del factor productividad se sabe bien poca cosa, y lo único que podemos establecer son conjeturas, provisionales y de escaso peso. La productividad puede ser el resultado, de tal manera, de la incidencia del ritmo de incorporación del progreso técnico a la estructura industrial, de su carácter ahorrador de trabajo, de las variaciones del nivel de la capacidad productiva rentable instalada, de la economía oculta y de las variaciones coyunturales (estacionales) de empleo. En la figura 14 observamos la más clara de estas correlaciones: la existente entre los niveles de empleo y de productividad aparente. Vemos que la correlación —aunque inversa— es estrecha. Ello desmiente muchas dudas sobre una buena parte de la significación del factor productividad, aunque como hemos visto anteriormente pueda existir una «productividad oculta» que no sea posible observar dados los altos índices de economía sumergida que en parte la explican.

                Vistas estas consideraciones queda la polémica sobre el grado de «significación» del concepto «productividad» a la hora de establecer márgenes de incrementos salariales. Los agentes sociales que incurren en este tipo de diatribas a veces pierden el «oremus» cuando se dejan arrastrar por el fragor de la batalla intelectual. Así, Jordi Roca, en su artículo «Evolución de los salarios y evolución del discurso "oficial" sobre los salarios» (154) afirma que no hay correspondencia clara entre disminución de empleo y aumentos de productividad, con un nivel de conocimiento tecnológico dado. Incluso llega a decir algo que es manifiestamente erróneo: «(...) En general no se observa en absoluto un comportamiento "anticíclico" de la productividad [creciendo más cuando la economía va mal] sino en todo caso lo contrario».

                No sabemos si Jordi Roca se refiere a la productividad aparente o a la «normal», pero lo que sí queda claro, si observamos la figura 14, es que los mayores índices de productividad aparente se han producido en las fases de crisis más rigurosa, y que posteriormente comenzaron a disminuir, en una correspondencia negativa clara con los índices de crecimiento del empleo. Otra cosa es, y en ello tiene razón, que se haya utilizado la variable «competitividad» como una arma arrojadiza para aplicar medidas restrictivas respecto a las rentas salariales, o para justificar despidos laborales, o para salvaguardar márgenes empresariales. (Sí compartimos la impresión de que la productividad normal tiene una tendencia decreciente, a consecuencia de los efectos del paro estructural y de la alta precariedad laboral sobre el consumo agregado.)

                Efectivamente, siguiendo el razonamiento clásico, si bajamos los salarios para ajustarlos a la productividad, y ello estimula el crecimiento del empleo, el crecimiento «activo» (es decir, no ficticio) de la productividad daría un mayor margen para el crecimiento de los salarios. Pero, nuevamente, no podemos olvidar el entorno donde nos movemos: ¿de qué sirven mayores márgenes salariales que después se comerá la inflación? ¿De qué sirve aumentar los costes laborales si ello redunda en una disminución de la capacidad de competir y a la larga supondrá la pérdida de empleo?

                En la figura 15 vemos representada la diferente evolución de la productividad relativa —respecto a la media agregada de todos los sectores productivos— de los distintos sectores (agrario y ganadero, construcción, servicios e industria). Comprobamos lo que ya hemos mencionado anteriormente: el sector industrial experimenta, entre 1970 y 1992, un ligerísimo aumento de su productividad relativa, a costa de la productividad del sector servicios, que se resiente de su carácter protegido y, por tanto, rígido (es necesario destacar asimismo el papel que tiene la disminución de la mano de obra en el sector secundario como variable explicativa en relación a tal aumento de la productividad relativa).

                La constatación de la importancia del factor exterior, o de la variable competencia, nos recuerda las servidumbres que impone el hecho de que un país se integre en una economía abierta. No podemos limitarnos a pensar que cualquier medida a corto plazo (como el aumento indiscriminado de los salarios o de los beneficios improductivos) tendrá una repercusión despreciable en la competitividad económica y, por consiguiente, en la solvencia del sistema productivo. Más adelante explicaremos que, además, nuestra interpretación del «bienestar social» va por otro lado: no por el del consumo consuntivo, sino por el del perfeccionamiento de las capacidades específicamente humanas (no meramente depredadoras o hedonistas), por el de la realización de las personas. Mal se entiende que se pretenda una humanización de las relaciones de trabajo dentro de la empresa, y una fetichización (o alienación) del consumo fuera de ella.

                Lo progresivo no viene dado por la opulencia ni por el derroche, sino por establecer las bases de un sistema social y productivo donde se atienda a las posibilidades reales de este planeta y a las necesidades básicas y genuinas del género humano. Atiéndase, pues, a dar un trabajo digno a todos los seres humanos, a satisfacer sus expectativas vitales más profundas, y a colmar sus necesidades más perentorias; más allá de ello estamos estimulando las potencialidades de autodestrucción del género humano.

5.3.5. El factor financiación

                Antes de abordar un tema tan complejo como el del financiación de la empresa española, hemos decidido dedicar un preliminar a estudiar, a partir de la Central de Balances del Banco de España (resultados anuales de la empresas no financieras), la estructura de la cuenta de pérdidas y ganancias agregada de la empresa española (así comprenderemos el lugar que ocupan los diferentes ítems que se enmarcan en la estructura global financiera de la empresa). Veamos la figura 16, que no es más que una representación gráfica (ajustada a los datos de 1991) de la cuenta de pérdidas y ganancias en una empresa «media» representativa del conjunto global. En primer lugar comprobaremos que el valor añadido es todo aquello que no corresponde a consumos intermedios, respecto al valor total de la producción.

                El valor añadido lo hemos de dividir en dos partes. La primera la constituye la remuneración de los asalariados; la segunda, el excedente bruto de explotación. Pero este último no está a plena disposición del empresario sino que, a su vez, lo ha de dividir en otras tres partes: la primera consiste en las amortizaciones, provisiones y reservas, que constituirá el grueso de los recursos propios que harán posible su autofinanciación; la segunda la ha de dedicar a pagar la carga financiera neta de los recursos ajenos con coste financiero; la tercera es la parte que le corresponde (previo pago de impuestos) como beneficio de explotación, o resultado neto total.

                En cifras agregadas, el empresario empleaba en España, en 1993 (según los resultados anuales de las empresas no financieras, 1994), como media, un 6,7% del valor de la producción como fondos de amortización y provisiones —recursos propios— y dedicaba un 3,9% a gastos financieros —deducidos otros ingresos netos—, con lo cual le quedaba un resultado antes de impuestos de un -0,45% y un resultado neto total del -1,45% (en 1991 estas cifras serían, respectivamente, de un 5,7, 3,5, 4y 2,5 por ciento).

                Todos los informes que hemos consultado nos indican unas mismas constantes: la fuerte incidencia de los costes de financiación sobre la estructura de resultados, a causa de la excesiva tendencia a operar a corto plazo y de la rigidez (casi monopolística) del mercado bancario. La apelación a los recursos a corto plazo es una constante que se agudiza año tras año, que puede tener efectos catastróficos para la solvencia de la empresa (155). Otra valoración redundante es la que se refiere a la dificultad de la pequeña empresa para apelar al crédito bancario, lo que explica que la relación de recursos propios/ajenos de la PYME fuese, en 1988, de 4/1, respecto a un 1/1 de la gran empresa. Lo que a primera vista puede parecer un dato favorable, en la práctica denota una imposibilidad tácita por parte de la PYME para invertir en su empresa en condiciones viables y competitivas (para apalancarla financieramente). Con el factor agravante de que más del 50% de los créditos que recibe son a corto plazo, con lo cual sus necesidades de inversión a largo plazo se ven limitadas a su propia capacidad de autofinanciación.

                Los altos tipos de interés que ha venido padeciendo la empresa española, en su apelación a créditos a largo plazo, han supuesto un agravio comparativo y un lastre por lo que se refiere a sus posibilidades de inversión, especialmente respecto a los principales países competidores (de la UE, Japón y los Estados Unidos). Y a su vez, los altos tipos de interés atraen grandes masas de capital especulativo externo que buscan altos rendimientos a corto plazo, produciendo una fuerte demanda monetaria y, por tanto, una sobrevaloración artificial del tipo de cambio, lo cual se añade a los altos tipos de interés por lo que se refiere a los déficits externos de rentabilidad (y competitividad). Lógicamente, ello tiene grave repercusiones para la balanza de pagos.

                Respecto a la evolución de la situación financiera de la empresa española, en la tabla 10 hemos resumido sus aspectos más significativos, divididos en cuatro apartados. En el primero, que se refleja en la figura 17, hemos expuesto unos indicadores que nos señalan la carga financiera respecto a los recursos propios corrientes, así como la tendencia global al endeudamiento. El primer ratio (recursos ajenos con coste/autofinan­ciación) nos indica el número de años requeridos, en cada año corriente, para amortizar la carga financiera de cada momento, a partir de los niveles de Cash-Flow (autofinanciación) corrientes, o dicho con otras palabras, los plazos medios de amortización. (Hemos de reseñar que, de hecho, al incluir los resultados netos totales y las provisiones en la categoría de la autofinanciación, de hecho nos referimos a Cash-Flow, aunque con exclusión de los beneficios repartidos). Como vemos, en 1985 se partía de una situación muy poco saneada, que fue mejorando progresivamente hasta llegar al punto de inflexión de 1989, a partir del cual se observa una progresiva tendencia a asumir nuevas cargas financieras que culminan, en 1993, con un plazo medio de amortización de 9,3 años.

                El segundo ratio (autofinanciación/intereses por financiación recibida) nos informa de la tasa de cobertura de la autofinanciación respecto a la carga financiera, con una evolución similar al ratio anterior (plazos medios de amortización). El tercer ratio (recursos propios anuales/intereses por financiación recibida) nos indica, con las mismas constantes de los dos anteriores, la tasa de cobertura de los recursos propios (que añaden a la autofinanciación el capital desembolsado corriente y las subvenciones de capital, fundamentalmente) respecto a la carga financiera.

                Como conclusión fundamental podemos establecer que, según los datos que expone esta figura (no olvidemos que la autofinanciación incluye las subvenciones a la explotación, lo que sesga la capacidad «interna» de financiación de las empresas), en general —excepto en 1985 y 1993— la autofinanciación ha bastado para enjugar las deudas financieras corrientes. En caso de no ser así (teniendo en cuenta que hemos de contar con recursos «externos» de la empresa, provenientes del sector público: las llamadas subvenciones de explotación) la autofinanciación sólo podría cubrir una fracción de los gastos financieros totales. En otras palabras, en un contexto donde los plazos de amortización de los créditos a medio y largo plazo raramente sobrepasan los cinco años, las empresas habrían de practicar un endeudamiento permanente, con lo cual la capacidad de expansión financiera se reduciría, y la financiación de los procesos de inversión se vería perjudicada, resultando condicionadas las políticas de crecimiento a largo plazo de las empresas. (Asimismo, el peso relativo de los recursos a corto plazo adquiriría proporciones excesivas, lo que implicaría que la financiación del circulante*, tanto estructural como coyuntural, supondría un incremento del riesgo financiero.)

                En la figura 18 hemos representado, a partir de la tabla 10, el potencial de endeudamiento, que es aquel que determina la capacidad de absorción de los recursos ajenos con coste en base al límite máximo de endeudamiento que marcan los recursos propios anuales, a una tasa de interés media de un 12% (que nosotros hemos establecido convencionalmente), o dicho de otro modo, la tasa de cobertura del límite máximo de endeudamiento en relación a los recursos ajenos con coste. Como vemos (con la salvedad de la inclusión de unos recursos externos de origen público, como son las subvenciones de explotación) este ratio ha sido positivo en todo momento, con unos niveles óptimos en 1988, para pasar a experimentar fuertes recortes a partir de entonces.                ¿Ello indica que la empresa española no está sujeta a restricciones por lo que se refiere a su potencial de endeudamiento? Ni mucho menos, porque los recursos propios corrientes incluyen, además de las amortizaciones y las provisiones, el capital desembolsado neto, los beneficios no distribuidos (excluido el reparto de dividendos), las subvenciones de explotación, las reservas y otros conceptos que no deberían dirigirse en puridad a la amortización de la deuda, sino a la capitalización futura y a la liquidez corriente. Si a pesar de ello se apela al Cash-Flow* para enjugar la deuda, y aun así no existen fondos corrientes suficientes, habrá de recurrirse al accionista, a nuevos endeudamientos o a la disminución de la liquidez. En definitiva, lo que nos indica este concepto es que los recursos generados por las sociedades han de ser los suficientes para poder absorber los costes financieros derivados de los recursos ajenos, a unas tasas expresadas por el segundo ratio de la figura 18 (tasa de interés media).

                El límite máximo aconsejable de endeudamiento corriente se sitúa en la equivalencia entre la autofinanciación empresarial y los costes financieros netos (expresado anteriormente como tasa de cobertura de la autofinanciación respecto a la carga financiera), ya que un exceso de estos últimos obligaría a la empresa a un endeudamiento adicional dedicado a pagar los intereses. De producirse esta circunstancia la sociedad entraría en una fase que podría calificarse como de «huida hacia adelante», lo que a medio plazo comportaría una suspensión de pagos. Según nuestros datos, podemos afirmar que la empresa media española, hasta 1985, y en 1993, se encontraba en esta situación.

                Otra lección importante es la de que, en último término, como veremos inmediatamente, es la actividad económica la que determina el estado de equilibrio financiero de la empresa. Históricamente la empresa española se ha mantenido en un listón mínimo tolerable de equilibrio financiero; la ruptura de este equilibrio viene determinado, entonces, por el nivel de actividad económica. No obstante, el cambio de entorno económico, por lo que se refiere a la infrautilización elevada de las capacidades productivas instaladas, la crisis de la demanda o el exceso de stocks invendidos, puede romper en cualquier momento este frágil equilibrio.

                En la figura 19 hemos representado otras ratio fundamentales para el equilibrio financiero de la empresa. La primera, la rentabilidad de los recursos propios (también llamada «rentabilidad financiera»), relaciona los beneficios antes de impuestos con los recursos propios acumulados. La segunda, la rentabilidad de la inversión (o «rentabilidad económica») relaciona los beneficios antes de impuestos e intereses (BAII) con el pasivo remunerado (que comprende los recursos propios y los ajenos con coste); como podemos observar, si la rentabilidad de la inversión supera a los niveles de los intereses medios la rentabilidad de los recursos propios supera a la rentabilidad de la inversión, y viceversa (tabla 10). Ello aparece expresado en la columna 9, que nos muestra los grados de apalancamiento financiero. Si esta columna la comparamos con la columna 10 entenderemos la relación fundamental que pasamos a explicar.

                Si relacionamos la rentabilidad de los recursos propios con la rentabilidad de la inversión (que más propiamente habríamos de denominar rentabilidad de la inversión total, dado que expresa la situación financiera global de la empresa, al incluir recursos propios y ajenos con coste) obtendremos un índice clave, la amplificación de la rentabilidad. Esta ratio nos indica de una manera precisa el estado financiero de la empresa: la introducción de la deuda en los recursos de la sociedad hace disminuir la rentabilidad global (efectivamente, mientras mayor sea la carga financiera menor será el resultado neto total), por lo cual la amplificación de la rentabilidad se ha de situar en el intervalo 0-infinito: si la amplificación baja de cero ello significa que se entra en una fase de pérdidas para los recursos propios (tal cosa sucede cuando el resultado neto es negativo, a lo que contribuye decisivamente la carga financiera, dado su carácter rígido en el tiempo, al menos a nivel agregado); si sube de uno, como vimos, la rentabilidad de los recursos propios supera la de la inversión (que es lo mismo que decir que la rentabilidad de la inversión supera el volumen de los gastos financieros). (Si fuese igual a 1 ello podría significar que la rentabilidad de los recursos propios es idéntica a la de la inversión, lo que indicaría la inexistencia de recursos ajenos con coste.)

                La amplificación de la rentabilidad ejerce un apalancamiento* (en inglés leverage, que expresa la evolución de la rentabilidad de los recursos propios en función de la aportación de capital ajeno con coste) indicativo de la rentabilidad global: mientras más se aproxime a cero (o lo supere, pasando a tener valor negativo) más se evidenciará el estado de desequilibrio financiero; mientras más lo haga a infinito, mejor será la situación financiera de la empresa, suponiendo el 1 el óptimo, pues equivaldría a un estado sin cargas financieras y sin necesidad de amortizar créditos. En definitiva, la amplificación se optimiza cuando se minimizan los recursos ajenos y, consiguientemente, los costes financieros (que tienen carácter rígido).

                No obstante, si se valora la evolución del equilibrio financiero en función de la maximización del beneficio, independientemente de su coste financiero (que en determinados momentos puede provocar problemas de liquidez), es bien cierto que la capitalización con coste financiero puede aumentar el apalancamiento positivo de los resultados de la empresa. Es decir, el aumento de la rentabilidad empresarial gracias a la financiación externa (rentabilidad de la inversión) puede aumentar la rentabilidad de los recursos propios, y si aquellos resultados superan a la carga financiera mejorarían la amplificación de la rentabilidad (recordemos que la amplificación supera la unidad cuando el apalancamiento financiero es positivo) (156).

                En la figura 20 representamos diversas ratio que expresan el grado de correlación entre los resultados netos totales (o del ejercicio corriente) y las variables financieras. En resumidas cuentas, la salud financiera de la empresa depende en mayor medida de los resultados del ejercicio que de los tipos de interés medio, que como vemos son relativamente estables. La evolución de la sensibilidad de la inversión (beneficios antes de impuestos y pago de intereses —BAII—, en relación con los beneficios antes de impuestos tras el pago de intereses) nos indica el riesgo de la inversión, y por tanto tiene una evolución inversa a la de la amplificación: como vemos, la sensibilidad de la inversión adquirió tasas tolerables durante los años 1988 y 1989, y posteriormente evolucionó al alza hasta llegar a límites muy negativos en 1993 (157). El aumento de los costes financieros, en situaciones de escasos o nulos beneficios empresariales, multiplica por un factor importante los riesgos de la inversión. Finalmente, en la misma figura, podemos encontrar la evolución de la ratio de endeudamiento, que relaciona los recursos propios con el pasivo remunerado. La última línea nos indica la evolución de los beneficios empresariales antes de impuestos, que como podemos observar determina el resto de las ratio aquí enunciadas.

                Los criterios de amplificación y sensibilidad se han de compatibilizar: el carácter de «listón mínimo» de recursos propios (o, consiguientemente, de máximo soportable de recursos ajenos con coste: amplificación), determinado en base al criterio derivado del efecto apalancamiento, lleva inherente un riesgo de sensibilidad de la inversión muy elevado, lo cual constituye un factor limitativo del potencial de endeudamiento. Ignorar esta realidad supondría practicar políticas financieras con aversión al riesgo. Por otro lado, como hemos visto antes, la insuficiencia de los flujos de tesorería de explotación (para absorber los costes financieros derivados del endeudamiento), obliga a las sociedades a adoptar políticas de activación de costes financieros (es decir, de apelación de nuevos créditos, muy a menudo a corto plazo), con lo que ello supone de sensibilidad (o riesgo) financiero sobreañadido (158).

                En definitiva, a partir de este análisis hemos extraído las siguientes conclusiones:

                1) la cuantificación y el nivel de los beneficios antes de impuestos, así como su gran variabilidad, constituye un factor esencial en orden a calificar una estructura financiera determinada (resulta obvio que una sociedad con riesgo económico débil puede permitirse asumir un riesgo financiero mayor).

                2) Existe una excesiva apelación a los activos a corto plazo para financiar circulante estructural (que habría de ser financiado con activos a medio y largo plazo). Por tanto se puede afirmar que la financiación ya no se dirige a abordar inversiones, sino a sostener la inmediatez de la deuda, que adquiere un carácter permanente. La empresa actúa en base a un endeudamiento que no se puede retornar.

                3) Por ello los préstamos no se amortizan, sino que constantemente se renuevan. Los costes financieros se hacen insoportables. Los riesgos financieros (la sensibilidad de la inversión) aumentan. La rentabilidad de los recursos propios respecto a la rentabilidad de la inversión (la amplificación) disminuye. Los plazos de amortización de los créditos son demasiado cortos, atendiendo al potencial de autofinanciación de las empresas.

                4) Este marco conduce a la conclusión de que hay una insuficiencia grave de recursos propios que haga innecesario —o más gravoso— apelar a los mercados de la deuda. Se hace necesario una mayor capacidad de autofinanciación de las empresas y la captación de nuevos recursos vía capital-riesgo o endeudamiento a largo plazo.

                5) Por tanto, es imprescindible potenciar y desarrollar un mercado de capitales eficaz, si se pretende establecer las bases para un crecimiento y desarrollo armónico de las empresas. En este escenario es necesario aumentar la competencia entre las entidades financieras para que ofrezcan productos financieros en mejores condiciones.

                6) Se ha de primar el concepto de «seguridad» ante el de «rentabilidad» de las inversiones. El riesgo financiero ha de ser el criterio corrector de políticas de «huida hacia delante». Los casos de quiebra de emporios financieros importantes que no atendieron suficientemente al criterio de «riesgo» han de servir de punto de referencia.

                La situación financiera de la empresa española, en correspondencia con el ciclo económico, empezó a salir de una fuerte depresión en 1985, para llegar a un auge en 1988; a partir de aquí los índices financieros (como vemos en la tabla 10) volvieron a mostrar señales inquietantes. La inexistencia de un marco estable que garantice unos resultados económicos previsibles marca uno de los grandes condicionantes de la empresa española en la presente coyuntura: el que atañe al riesgo financiero y a sus posibilidades de autofinanciación. No prejuzgamos la necesidad de un mercado de capitales potente siempre que éste se ajuste al potencial de endeudamiento de la empresa española, así como a sus condicionamientos básicos. Pero este mercado ha de funcionar con otro criterio, facilitando el acceso a créditos más baratos a medio y largo plazo, y a capital-riesgo. (Por ello la legitimación de permanentes tendencias especulativas, de déficit público sistemático, y de ciertos clientelismos financieros, no son más que un obstáculo al necesario saneamiento del sistema financiero, que ha de comenzar por el enarbolamiento de renovados referentes éticos y de sentido común.)

5.3.6. El factor tecnológico

                El corolario de las conclusiones que van surgiendo a lo largo de esta sección es claro y preciso: el desarrollo tecnológico es una variable exógena al modelo de desarrollo económico español. Las razones por las cuales ello es así se han de buscar fuera y dentro del marco económico. Fuera, por la carencia de un entorno social favorable para potenciar la innovación: falta de una infraestructura científica y tecnológica creíble, y divorcio entre los centros de investigación y la sociedad, ausencia de coordinación entre las entidades y las instituciones públicas y privadas, desprecio por la investigación «pura», en beneficio del resultado inmediato... Dentro, por la inexistencia de una «masa crítica» que genere un proceso autosostenido de desarrollo: atomización de la empresa española, escasa demanda tecnológica por parte del Estado, rechazo a las «economías externas» de la investigación propia, preferencia por la «inmediatez» de la tecnología no incorporada, inexistencia de un mercado potente, la hasta no hace mucho relativa protección ante la competencia exterior...

                España ha perdido el tren del proceso autosostenido de innovación, pues ha llegado tarde y mal a una situación relativamente industrializada (según los parámetros de desarrollo vigentes), que es lo que en último término fomenta el desarrollo económico. El empresarioespañol no se arriesga a innovar tecnológicamente, en gran parte por su aversión al riesgo de tener que compartir las economías externas* que la innovación produce para la sociedad en su conjunto. La indeseada apropiación social de los beneficios de la innovación privada es un prejuicio erróneo que el sector público ha de encauzar con una acción propia, a veces sustitutiva (especialmente en los capítulos de investigación básica), estimuladora o ejemplificadora, para corregir la inmadurez de la iniciativa innovadora en España. (La existencia de una «masa crítica» de investigación genera un proceso retroalimentador: la investigación abre nuevas posibilidades que demandan más investigación, y paulatinamente se va formando un sistema tecnológico.)

                El empresario español ha adoptado una marcada preferencia por la adquisición de tecnología foránea, tanto incorporada (en los bienes importados) como no incorporada: compra de patentes, asistencia técnica, know-how... (159) Esto en si no sería ni bueno ni malo: una política de adquisiciones de tecnología exterior puede ser muy favorable si complementa una política autosostenida de investigación propia (recuérdese que estamos hablando de investigación en I+D, no de investigación básica, que en España se realiza básicamente en Universidades y centros públicos). Si, en cambio, la adquisición únicamente sustituye un esfuerzo investigador propio, con el objetivo de evitar inmovilizaciones inmediatas de recursos y resultados inciertos, lo más probable es que genere un proceso, también autosostenido, de dependencia tecnológica ante el exterior, que se añade a la dependencia económica, pues una parte elevada de esta adquisición tecnológica es efectuada por filiales en España de empresas multinacionales.

                (La compra de tecnología tiene un significado diferente si se realiza desde un sistema tecnológico propio fuerte o desde uno débil. En el primer caso puede significar un complemento importante al propio potencial tecnológico; en el segundo suele sustituir el esfuerzo propio de investigación y desarrollo, e incluso limitarlo.)

                Si observamos la tabla 11 comprobaremos más gráficamente este extremo. Una simple ojeada a los valores medios de las variables pone claramente de manifiesto una acentuada dependencia tecnológica por parte de España. De cada 100 millones de pesetas de valor añadido del sector manufacturero español en 1988 (si descontamos el ramo de máquinas de oficina que, por su magnitud, desvirtúa el cálculo), 8,92 millones constituyen lo que podríamos denominar como componente tecnológico. De ellos tan sólo 2,21 millones son de origen nacional, mientras que el resto, 6,7 millones, es de origen foráneo (y de estos, tan sólo 2,5 millones vienen en forma de licencias de patentes y asistencia técnica, estando el resto incorporado en las importaciones). Asimismo, más del 60% del contenido tecnológico importante se localiza en tres ramos de la industria: el eléctrico, la automoción y el de máquinas de oficina, los más dependientes de la tecnología externa (y de carácter oligopolístico).

                Es decir, en la casi totalidad de la industria, incluidos aquellos ramos donde España tiene ventajas comparativas, como el textil o el naval, el componente tecnológico importado supera con creces el nacional (las únicas excepciones son los ramos de productos metálicos y de productos minerales no metálicos). Es de notar que en los sectores donde España ha mostrado, al menos en el pasado, cierta firmeza en términos de competitividad internacional, como son el naval, la máquina mecánica y la maquinaria eléctrica, el componente tecnológico importado duplica o casi triplica al nacional.

                Las empresas industriales cuyas ventas dependen mayoritariamente de productos con licencias o tecnologías foráneas no son entidades plenamente soberanas, sino meros talleres de cofabricación, que se acercan más bien a las empresas comercializadoras. No disponen de personalidad propia que les permita libertad para su expansión tecnológica o mercantil, de cara al mercado europeo o mundial. Así pues, no es extraño que en España no existan multinacionales de proyección mundial, ya que no se ha promocionado suficientemente la tecnología propia. Como resultado de ello la economía del país presenta una vulnerabilidad peligrosa, que puede estallar repentinamente (los casos de Gillette, SEAT, Suzuki y tantos otros son suficientemente elocuentes), incluso en épocas de aparente estabilidad económica. (Recordemos que, ante situaciones de crisis, las casas matrices siempre anteponen sus propios intereses a los de las filiales.) Consiguientemente la mayor soberanía de un país está vinculada con un mayor control en la propiedad y la tecnología de sus empresas industriales.

                Son claramente diferentes los intereses de las empresas de capital nacional y los de las empresas de capital extranjero. Tanto la investigación como la compra de tecnología extranjera de las primeras está más diversificada, y alcanza áreas de acusado desarrollo tecnológico así como otras de carácter más tradicional. En cambio, las multinacionales, con mucha menos investigación y mucha más compra de tecnología no incorporada, se centran en sectores de actividad mucho más restringida: el automóvil, la informática y la ofimática, la electrónica, las telecomunicaciones, la farmacia y la química fina. Las multinacionales concentran el 70% de la tecnología no incorporada.

                Es decir, la dependencia es mayor todavía en los sectores clave (con mayor futuro, con mayor crecimiento de la demanda) de la economía española. En este sentido corresponde a la clase empresarial el reto de dejar de obsesionarse por la competitividad-precio (es decir, por los costes laborales), y de hacer un mayor esfuerzo por centrarse en los auténticos determinantes de la competitividad, entre los cuales el más importante es la tecnología. Corresponde al Estado establecer las bases para un desarrollo tecnológico autosostenido, que supla la inoperancia e incompetencia (fruto de posturas estratégicas conservadoras y de una cultura empresarial productivista) del sector empresarial predominante en España ante el compromiso tecnológico. El sector público y otros entidades y fundaciones sin ánimo de lucro no sólo pueden (y deben) ejercer un importante papel en la investigación básica, sino que además han de complementar y dar apoyo a la escasa investigación aplicada que realiza la empresa española (sin por ello caer en la tentación de asumir —por parte del Estado— un papel que no le corresponde, mediante una tutela o intromisión en la libertad creadora e innovadora de las estructuras productivas, excepto la que se fundamenta en motivos de interés social: salud pública, defensa, opciones sobre sectores estratégicos, etc.)

5.3.7. El factor distinción

                Hay otros elementos que condicionan la capacidad de competir de un país y que, por otro lado, son intangibles, es decir, difícilmente cuantificables. Éste es el caso de factores tales como la calidad, la imagen de marca, la red de distribución, el servicio post-venta, el diseño, etc. Estas ventajas comparativas son resultado de una estrategia consciente orientada a singularizar la diferenciación o excelencia del productor. La cultura empresarial tiene mucho que ver con el compromiso por la calidad y la distinción: lógicamente, una cultura de la chapuza poco puede vender en países con consumidores inteligentes (o, si nos centramos en el propio país de producción, poco puede hacer frente a la irrupción de productos foráneos de superior calidad o más atractivos, con independencia del factor precio).

                Hay quien incluso va más allá y llega a afirmar que la empresa no sólo «tiene» una cultura, sino que «es» una cultura. Como la organización empresarial es un ente evolutivo y cambiante, que se va constituyendo en función de sus objetivos, la empresa española está atravesando un momento de cambio cultural impuesto por la creciente competitividad y la exigencia de calidad y diferenciación de productos y servicios. Ésta puede ser una estrategia adecuada para países con un bajo nivel tecnológico y un volumen medio de capacidad productiva, como España, que se encuentran en una situación compleja, pues ni poseen una autonomía tecnológica ni, naturalmente, parten de una situación de dumping social generalizado.

                El factor distinción es la estrategia de países que, como Italia, han sabido compensar sus desventajas comparativas con imaginación e iniciativa (pero no olvidemos que no sirve de nada un buen diseño, por ejemplo, sin la previa existencia de una base industrial y comercial sólida que dé consistencia a tal ventaja comparativa). Otros países, como Alemanaia, han compensado —hasta el momento— sus altos costes laborales con una imagen forjada a pulso de calidad, innovación tecnológica y seriedad. Por consiguiente, se equivoca quien piensa que la garantía de la competitividad reside en los bajos costes laborales:

                «La competitividad basada en el factor precio tiende a desaparecer, por mucho que lo esencial del discurso político de los principales agentes sociales (Gobierno, patronal y sindicatos) siga insistiendo en este elemento. Cada vez más el éxito en los mercados viene dado por la calidad, el adecuado servicio post-venta, la adecuación a las necesidades del cliente, la variedad de gama y la regularidad en los suministros, etc., y la consecución de todos estos objetivos requiere un clima de trabajo difícilmente compatible con la lucha social existente. La permanente mención de la elevación de los salarios como factor negativo para la competitividad y consiguiente conversión de este elemento en el núcleo central de la negociación colectiva, con olvido de otras finalidades y del diseño de medidas para su obtención, nos parece un factor enormemente negativo» (160).

5.3.8. El factor flexibilidad

         El concepto «flexibilidad» ha sido una constante a lo largo de esta sección. Se lo ha invocado con muy diferentes objetivos: liberalizar los mercados, desnormativizar facetas de la contratación laboral, desregular la estructura salarial (contemplando aspectos de motivación e incentivación, residuo de la concepción fordista-taylorista), facilitar la movilidad geográfica y funcional, distribuir el tiempo de trabajo (cambios de jornada, jornadas intensivas compensadas con períodos de descanso, etc.), desconflictivizar las relaciones laborales (prescindiendo de «intermediarios», como pueden ser los sindicatos), estimular la polivalencia dentro de las funciones productivas (acabando con las categorías profesionales rígidas o produciendo una rotación productiva), permitir el despido por razones coyunturales...

         En definitiva, este concepto ha sido empleado como si se tratase de un «Bálsamo de Fierabrás» que lo cura, resuelve y revoluciona todo. Pero fieles a nuestros principios, no podemos aceptar que la flexibilización sea un remedio infalible si no tiene en cuenta la dimensión humana de la empresa. Cuando es una imposición empresarial que supedita el subsistema social al técnico deja de ser un elemento de adaptación al medio ambiente para convertirse en una nueva imposición tecnocrática. (Recordemos que los empresarios de la primera revolución industrial también aducían los requerimientos de la «competitividad» y la «flexibilidad» para justificar las restricciones infrahumanas que imponían a la fuerza de trabajo.)

         El cuadro de texto número 9 se inscribe en este razonamiento, aunque no podemos compartir algunas de sus consideraciones. La adaptación (creemos que este concepto es más pertinente) al medio es necesaria: la polivalencia, la desconflictivización, la movilidad, la liberalización y la «reregulación» pueden ser (y de hecho han de ser) factores negociables, siempre que se parta del mínimo histórico adquirido tras generaciones de evolución social. (No confundamos el «mínimo histórico» que propugnamos con ciertos «derechos adquiridos» producto de ciertas prácticas sectoriales o gregarias.)

         Es del todo imposible que podamos profundizar en la complejidad de este concepto (existe mucha literatura especializada sobre el particular); por ello sólo hemos enunciado sus líneas básicas y hemos expuesto nuestros principios, que se resumen en la idea «humanizar las condiciones de trabajo en la empresa». Pensamos que, a través de la negociación y sin posturas dogmáticas y preconcebidas (partiendo de este mínimo histórico del que hemos hablado) se puede llegar a un compromiso entre la eficiencia económica y la solidaridad y la calidad de vida dentro de la empresa.

         (Ha de quedar claro, sin embargo, que la desconflictivización de las relaciones productivas pasa esencialmente por la evolución de dos caminos normativos: uno que garantice la libertad de las relaciones contractuales y otro que desarme a los poderes gregarios —Estado, patronal y sindicatos— de todos los privilegios y de toda la parafernalia guerrera que han ostentado hasta hoy día, cediendo el protagonismo y el poder político, económico y social a la sociedad civil.)

         Pero hoy en día, en una fase de transición hacia un nuevo modelo de relaciones laborales menos conflictivizado (a la luz de los principios inspiradores que reflejamos en este libro) ciertos aspectos, como las condiciones de entrada y salida de la empresa, la movilidad geográfica, y otros relacionados con la vida laboral, no se pueden negociar a dos bandas: necesariamente el Estado todavía habrá de intervenir garantizando los derechos elementales de la parte más débil: el parado, o el trabajador a precario. En otros aspectos el Estado, redefiniendo su papel, habrá de intervenir en circunstancias tales como el tratamiento y prevención del paro, cuando un trabajador —asalariado o empresario— se quede sin trabajo, ofreciéndole una oportunidad digna de «trabajo social remunerado» (véase la sección segunda, así como las conclusiones finales). (El factor «vivienda» es asimismo clave para garantizar las condiciones adecuadas para un modelo social más «flexible»: la existencia de viviendas dignas y asequibles, garantizadas desde el sector público, junto con la provisión de un stock estable de inmuebles industriales y comerciales, son factores que pueden ejercer de lenitivo contra ciertas rigideces en el campo económico y laboral. Existen otros condicionantes de la flexibilidad, que se inscriben en la esfera de las expectativas de vida y de la seguridad vital de los sectores en juego dentro del marco de la empresa, que convenientemente regulados pueden facilitar la convivencia y la adaptación empresarial; pero lógicamente nos es imposible ser exhaustivos en esta materia.)

5.3.9. El factor inversión

                El papel social del empresario consiste esencialmente en invertir, no a modo de la imagen estilizada que divulgan los mass-media, que lo caracterizan como un individuo que no se sabe a ciencia cierta a qué se dedica y que, sin embargo, exhibe un tren de vida fastuoso. Una visión interesada por deformar la realidad ha tendido a confundir el estereotipo del «magnate» con el de empresario. No obstante, ser empresario es algo muy serio y duro. Por avatares políticos se ha identificado al empresario con una etapa histórica pretérita, que supuestamente habría sido concebida a su imagen y semejanza.

                Esta visión «carpetovetónica» afortunadamente está pasando a la historia. El concepto «empresario» ha de ser neutro: no tiene por qué adoptar una coloratura política determinada. Por ello es poco inteligente oponer el empresario al trabajador o considerarlo un «parásito social» que vive a su costa (puede que sea más pertinente oponer sus intereses a los del trabajador, así como a los de los otros empresarios, ya que, para bien o para mal, vivimos en una sociedad competitiva de mercado; en todo caso para que exista un sistema viable se ha de regular convenientemente el conflicto, aspirando a un máximo de neutralidad, en clave de libertad y de alcance universal e intergeneracional). Ser empresario no es fácil y es por ello (porque muchos lo han tenido demasiado fácil) que escasean los buenos empresarios:

                «La tarea de invertir recae en los empresarios, con amor al riesgo (no asegurable) y en búsqueda de beneficios, compitiendo entre ellos. Ser empresario en estas circunstancias no es un privilegio, sino una responsabilidad de envergadura, que será bien atendida si el beneficio no es erróneamente criticado como signo de explotación del trabajador, sino correctamente reconocido como indicador de que la inversión ha constituido un éxito» (161).

                (La lectura de esta cita, sin embargo, que se inscribe en el actual paradigma empresarial, y se corresponde con la visión tradicional del «líder» de empresa, lleva a pensar en un modelo de empresario «héroe» que se escapa de los valores humanos y sociales de la función empresarial.)

                Hay básicamente tres motivaciones para invertir: oportunidades de la demanda, el coste relativo de los factores de producción y la tasa de beneficio esperada. El modelo empresarial vigente en España, desgraciada­mente, está imbuido de una cultura de enriquecimiento fácil en boga hasta hace bien poco (y explícitamente impulsada por ciertos elementos del aparato del Estado). Buena parte del empresariado español dispone de una cultura empresarial conservadora, restrictiva y pacata: entiende el atractivo de la demanda no desde un punto de vista innovador (abrir nuevos mercados), sino oportunista (introducirse en sectores maduros); entiende el coste relativo de los factores de producción no desde un punto de vista estratégico, sino táctico (es decir, minimizando los costes laborales, o diseñando políticas a corto plazo, de carácter productivista); entiende el beneficio como el «máximo lucro inmediato», sin atender a la reinversión productiva (desde este punto de vista, se puede equiparar a la pura especulación).

                El perfil del empresario español tiene, en los años noventa, numerosos puntos débiles: es mezquino, codicioso y con visión a corto plazo. A la vista está que España ha ido perdiendo poco a poco su tejido empresarial productivo, malvendido a las compañías extranjeras, o barrido por otros empresarios más dinámicos, rapaces, y menos escrupulosos. La elección de la función de producción, y su repercusión sobre el empleo, son otros aspectos añadidos a los de la inversión en sí; pero aquí el problema fundamental es de raíz, no tanto de detalle (está claro que estos otros aspectos son también muy importantes).

                Hemos ido repasando uno a uno la mayor parte de los aspectos relacionados con la variable inversión: coste de los factores de producción, productividad, tecnología, flexibilidad, financiación, competencia, economías de escala, etc. Pero nos falta el elemento esencial: el empresario. Nuevamente volvemos a caer en la cuenta de que en España «sobran empresas y faltan empresarios», así como también «cultura empresarial». Si este problema estuviese resuelto el paro y el déficit comercial serían meros recuerdos del pasado. La «cultura del pelotazo», de la chapuza y de la gran timba especulativa ha sido el fundamento de un tejido productivo oportunista y dependiente, que eclosionó estruendosamente en la década de los ochenta (como en prácticamente en la mayor parte del mundo occidental).

                Del mismo modo que durante el siglo XIX y principios del XX (cuando el capital extranjero construyó o explotó buena parte de la red ferroviaria, la minería, la red eléctrica y de agua potable, e incluso de los transportes públicos urbanos), España se ha visto invadida por oleadas constantes de capital extranjero, que ha puesto en peligro su autonomía económica, o le ha hecho perder el control de sectores enteros de su estructura económica; y asimismo ha perturbado su política monetaria, su sector financiero (lo que ha perjudicado a la financiación de las actividades productivas), su autonomía tecnológica (en función de las restricciones impuestas por las empresas suministradoras de tecnología), etc. Por otro lado este nuevo capital es volátil, caliente y especulativo: igual que viene se va. Mal le irá a un país si ha de depender de dicho tipo de capital, o de cualquier capital que se implante con intenciones claras de revalorización especulativa.

                Así pues, en cualquier economía que aspire a ser sólida, es necesario un desarrollo interno, autosostenido, de la inversión pública y privada. Es necesaria la implantación de una «cultura de la inversión» que sustituya la «cultura del pelotazo» (o «cómo hacerse rico en el menor plazo posible», como diría un antiguo ministro de gobierno responsable del área económica). Donde exista inversión productiva existirán empresarios; donde existan beneficios existirán empresarios que lo continuarán siendo, y trabajadores que continuarán trabajando (sin que ello se haya de interpretar como una entronización del beneficio como objetivo único, tal como dimos a entender en el capítulo segundo de esta sección); donde exista cultura empresarial existirá un mejor clima social. Si lo que se pretende es evitar oponer la solidaridad a la eficiencia éste es el mejor escenario posible. (Recuérdese, a la vista de los capítulos segundo y tercero de esta sección, la confusión existente entre los conceptos «empresario» y «capitalista», que nosotros tratamos de resolver dando una interpretación más restringida: legal y profesionalmente habrían de ser disociados, aunque eventualmente puedan coincidir en una misma persona física.)

5.4. El sector manufacturero

         Hasta este momento hemos diseccionado los diferentes condicionantes de la competitividad para la economía global (haciendo alguna excursión por el sector industrial). A partir de ahora —a efectos ilustrativos— estudiaremos la competitividad del sector que más nos interesa, el manufacturero, desde un punto de vista integral. Hay tres indicadores diferentes para establecer el grado de competitividad: los costes comparativos, los precios de producción y las exportaciones. A los dos primeros se les supone una relación causal (entre costes y precios), así como entre ellos y el potencial de cobertura de los mercados (saldo neto de la balanza comercial: relación entre importaciones y exportaciones).

         El indicador más ajustado a los hechos son las exportaciones (y para el mercado interno, las importaciones). No obstante, parece que los datos no dan tanto crédito a las hipótesis que afirman que son los costes los que determinan —principalmente— la competitividad. Veamos la tabla 12. Si utilizamos la variable exportaciones como indicador de competitividad, comprobamos que el sector más exportador, el automóvil, es de los que tienen unos menores costes relativos, pero no se puede decir lo mismo de los sectores de construcción mecánica y textil, confección, calzado y piel. Así pues, no está claro que los precios determinen las exportaciones, sino que han de existir otros factores (calidad, diseño, sistemas de marketing, versatilidad, suministro) que —al menos en el caso español— las expliquen (ello es evidente en los sectores textil y de confección, que teniendo costes laborales altos son, sin embargo, de los más exportadores, siendo asimismo de los más laboral-intensivos).

         Por otro lado, si observamos la tabla 13, el peso de los costes laborales en el total de los costes globales es notablemente inferior del que cabría suponer dada la insistencia en explicar una baja competitividad por un exceso de costes laborales. En ella observamos que los costes de personal, globalmente, suponen un 20,5% de la producción total, ante un 16,2% del excedente bruto de explotación (162). Es decir, los costes laborales (que, junto con el excedente bruto, determinan el valor añadido que la empresa incorpora a los consumos intermedios) determinan una parte reducida de los costes totales de una empresa, que, recordemos, también incorporan las rentas del trabajo y los excedentes empresariales de las fases productivas anteriores.

         Los costes de personal están muy por encima de la media en los sectores más exportadores (excepto en el de la automoción), lo que da idea de hasta qué punto las estructuras productivas españolas se han centrado en explotar sectores laboral-intensivos de demanda débil. Esta serie de constataciones relativiza la insistencia en apelar a la rebaja de los costes laborales para aumentar la competitividad de las empresas (reiteramos que el principal indicador de la competitividad son las exportaciones).

         (Está claro que estamos estudiando este tema a nivel agregado. Por otro lado no podemos olvidar que los costes laborales son uno más de los factores de competitividad, y que condicionan otra variable no menos importante: el nivel de empleo. Por ello, por solidaridad, el objetivo del empleo siempre ha de preceder al de las remuneraciones salariales o del capital. En definitiva, aquí no se apela a un descontrol en los costes laborales, sino a situarlos en su lugar correcto. Nuevamente insistimos en que hay otras variables que cada vez más orientan una buena parte de las demandas de consumo.)

                El gran problema en España (en la coyuntura referida) es que su estructura industrial se caracteriza por ser poco intensiva en tecnología, y por ello se aleja de los ramos con mayor perspectiva de crecimiento de la demanda. Se producen productos según métodos productivos obsoletos, de carácter predominantemente estandarizado y poco diferenciados. Sus costes laborales son de momento más bajos que los de la media europea, pero están por encima (en algunos sectores exportadores claves) de su nivel relativo, atendiendo a su productividad, bastante más baja que la europea (al cifrarla en un 72% respecto a ésta, según hemos visto en la tabla 7). En cambio no se han buscado nuevos nichos de mercado: la producción española en las industrias ligeras —mayoritarias— está poco diferenciada, no existe imagen de marca, ni se asocia a calidad o diseño. Se compite abrumadoramente sólo por coste.

                (El empresario español al menos hasta mediados de los noventa contempla un horizonte muy doméstico, y se preocupa poco por exportar. Si lo hace es por imperativos de la demanda interna, no porque efectúe estrategias conscientes encaminadas a ello: no obstante, es corriente que en períodos de crisis interna las exportaciones aumenten sobremanera, ejerciendo de motor de la recuperación; nos resistimos a creer que ello sea consecuencia de la cadena de devaluaciones producidas a principios de los noventa, sino más bien pensamos que resulta del imperativo o la necesidad de muchos empresarios de abrir sus mercados para compensar el recorte del mercado interno.)

                Casi un 50% del valor añadido y del empleo industrial español se concentran en sectores sensibles al impacto del mercado interior europeo. Según un informe de la Comisión de la CEE (de 1991) este impacto puede resultar negativo para sectores industriales que representan, sobre el conjunto de la industria española, el 21,5% del valor añadido y el 19,5% del empleo industrial. Buena parte de los sectores más competitivos de la industria española respecto al mercado único europeo tienen débiles crecimientos de la demanda (automóvil, construcción mecánica, textil, calzado y confección, y siderurgia). Es decir, podrán crecer menos en empleo y en valor añadido, al tiempo que han de experimentar una fuerte competencia no sólo europea sino también extracomunita­ria, en especial de los Nuevos Países Industriales. En cambio, los sectores de demanda fuerte (industria electrónica y ordenadores, aeronáutica, ciertos ramos de la química) sufren de un bajo nivel tecnológico y escasas economías de escala y alcance* (163).

                Otro informe de la Comunidad Europea, correspondiente al mismo período, titulado El impacto sectorial del mercado interior sobre la industria, publicado en 1990, afirma que en España los sectores que demuestran tener una posición más competitiva son los de menor contenido tecnológico (calzado, textil, cerámico, elaborados alimentarios, vehículos automóviles y diversos equipamientos de transporte). En cambio, los más vulnerables parecen ser la industria mecánica, algunos ramos de la industria química y otras actividades más tradicionales, como bebidas y vidrio. En estas circunstancias es posible entrever un agravamiento de sus condiciones competitivas y de su balance comercial, tanto respecto a sus socios comunitarios como a terceros países. Como se puede comprobar, sus sectores más competitivos (sectores débiles) son en general los menos capital-intensivos:

                «La relativa debilidad del potencial innovador de la industria española, acentuada todavía por sus limitaciones en otros aspectos, no cifrables, más favorecedores de la posición de la empresa sobre un mercado imperfecto (marketing, servicio post-venta, etc.), parece explicar en buena parte la mediocridad de los resultados de estos sectores (la mayor parte de ellos instalándose en la categoría de "vulnerables")» (164).

                (Recordemos que si en 1988 España tenía, para la industria, unos costes laborales mensuales, en paridad de poder de compra, en torno al 65% de la media comunitaria, en 1991 se situaban —en costes por hora—, también en PPC, en torno al 90% de la misma, excluidos Italia y Luxemburgo. Por otro lado, todos los cálculos de la productividad industrial española la sitúan entre un 65% y un 75% de la media comunitaria. Por último, si en 1986 los gastos totales dedicados a I+D en España suponían un 0,7% del PIB, en 1991 no llegaban al 1,1%.)

                Por lo tanto, la Unión Europea, dado el retardo tecnológico español —prácticamente insalvable—, así como sus desventajas comparativas, augura a este país posibilidades de competitividad (ligadas a mantener bajo el coste de la mano de obra) únicamente en los sectores de alto contenido de valor-trabajo: cerámica, zapatos, textil, juguetes y artículos deportivos, vino, algunos sectores alimentarios, construcción naval y automóviles (en este último sector, dependiendo de la política global de las multinacionales). Otros sectores (químico, industria mecánica y material eléctrico y equipo) necesitan esfuerzos considerables para modernizar sus estructuras productivas, aunque con ciertas perspectivas de competitividad. Pero los sectores con mayor orientación tecnológica (aeronáutica, informática y ofimática, telecomunicaciones, etc.) tienen un horizonte mucho más problemático.

                Las políticas industriales que se han implementado en este país han seguido una tónica restrictiva, dirigida a «sanear» el aparato productivo, aumentando su competitividad en base a hacer desaparecer las empresas menos productivas. Estas políticas pretendían conseguir aquel objetivo deprimiendo y reduciendo la escala de la economía productiva, en cuyo caso se acaba agravando el problema del volumen del sector industrial. El aumento de la productividad se realiza de manera aparente, a base de menor empleo, no activa, invirtiendo en nuevo y más moderno capital productivo (o en investigación básica y aplicada). De esta manera se trata de reducir costes sin aumentar el valor de la producción.

                En la figura 21 observamos cómo, mientras que la tasa de actividad agregada aumenta entre 1970 y 1992 un 3,1%, tras una profunda brecha que tuvo como punto de inflexión el año 1981, el sector industrial pasa de un 24,3% del total de la población ocupada a un 22,5% en 1992 (en cambio, el sector servicios salta de un 40,5% a un 61%). En la figura 22 comprobamos cómo, asimismo, la importancia sectorial de la industria en relación a la producción total (en pesetas constantes de 1986) se estanca prácticamente en torno al 27% del PIB.

                El sector industrial ha efectuado ajustes en sus efectivos laborales, y al mismo tiempo ha mantenido unas magnitudes de productividad y de precios industriales (deflactor del PIB para el sector industria) mucho más favorables que los del sector servicios, que como veremos es el principal responsable (al menos hasta mediados de los noventa) de la presión inflacionista en España. En la figura 23 hemos representado la evolución de tres magnitudes del sector industrial: empleo, productividad y deflactor del PIB. Observamos que el empleo tiene un fuerte carácter cíclico, mientras que la productividad lo tiene anticíclico (mantiene una relación inversa con el empleo); los precios industriales, que hasta 1986 habían tenido un comportamiento rígido, aunque a la baja, en los años 1986-87 experimentan una repentina caída, hasta situarse por debajo o en torno a la cifra oficial de precios al consumo (en todo caso, por debajo del 5% anual).

         Es decir, el sector industrial español, a partir de su entrada en el Mercado Común, se ha ajustado de forma inmediata a las condiciones abiertas del mercado europeo. Mientras tanto, el sector servicios, como vemos en la figura 24, si bien ha disminuido sus niveles de precios en relación a la primera mitad de los años ochenta, estos han seguido situándose muy por encima del nivel de los precios industriales, oscilando entre el 7 y el 10%. Éste es uno de los principales desequilibrios de la economía española, que se pretende contener para neutralizar de forma significativa las espirales inflacionistas.

         Este problema es doblemente grave y complejo si consideramos que los servicios son un input importante entre los consumos intermedios de una empresa. En la tabla 14 comprobamos que la partida «servicios» (que en la Encuesta Industrial incluye tanto servicios industriales como otros gastos contratados externamente: alquiler de maquinaria, publicidad, estudios de mercado, asistencia jurídica y contable, comunicaciones, transportes, comisionistas y servicios comerciales, gastos bancarios excepto intereses, etc.) puede suponer, según los sectores, hasta un 12% del volumen de la cifra de negocios. En concreto, los sectores con una mayor componente de gasto en servicios intermedios son los de productos no metálicos, papel, caucho y plásticos, químico, alimentación, madera, construcción mecánica, metal, siderurgia, ingeniería eléctrica, y textil, piel y confección.

         Gran parte de los servicios están internalizados en la empresa, y precisamente la mejora de su gestión y eficiencia (el desarrollo de innovaciones, la racionalización de las tareas administrativas y de gestión, la producción y circulación de la información) son el desencadenante de economías de escala y de un mejor aprovechamiento de los factores de producción. No obstante, simultáneamente, se ha producido una paulatina externalización (que acompaña a la creciente descentralización productiva) de servicios hacia empresas contratadas externamente.

         La «terciarización» de los consumos intermedios permite explicar el excepcional crecimiento de la utilización de este heterogéneo conjunto de actividades, donde se incluyen desde los servicios de asesoría tecnológica (de alto contenido tecnológico y valor añadido) hasta otros como la limpieza o la mensajería, de baja cualificación. En total, los servicios intermedios suponen una media aritmética (no ponderada en función del volumen de cada ramo productivo) de un 7,8% de la producción total, y de un 12,9% de los consumos intermedios.

         Los servicios intermedios son mayores donde son más necesarios los gastos de distribución (generalmente, en ramos de bajo contenido tecnológico o de producción masiva: productos no metálicos, papel, caucho y plásticos, química, alimentación, madera, construcción mecánica, textil, etc.), o donde se precisan otro tipo de servicios a la producción (alquiler inmobiliario, servicios de créditos y seguros, servicios de reparaciones y manteni­miento, asistencia técnica, etc.) Esta tendencia a la terciarización y externalización de las demandas industriales responde a cambios en la organización industrial, a pesar de que todavía existe una fuerte tendencia en sectores tradicionales a la autoprestación de ciertos servicios, fenómeno —residuo de antiguas estrategias de integración vertical— que dificulta la especialización y flexibilidad de la producción industrial.

         A pesar de todo, la expansión del sector terciario sigue apoyándose en el consumo final y, entre los consumos intermedios, en el propio sector terciario. Es decir, se produce un fortalecimiento de los vínculos intersectoriales que arrastra a los servicios industriales en la espiral inflacionista del sector servicios. Dada la importancia creciente de los consumos externos de servicios en la industria, ello supone un coste añadido para la empresa (al que supone haber de ajustar los costes salariales al valor corriente del IPC, que es determinado, en su mayor parte, por la rigidez de los precios de los servicios).

         (Junto con esta constatación, se da la circunstancia de que la energía que consumen las empresas españolas —otro consumo intermedio que, a pesar de que sea más reducido, supone un nada despreciable 3% del volumen de negocio— es más cara que la europea, y que gran parte de sus ramos más competitivos tienen una abundante necesidad de consumo energético.)

         Como colofón a este análisis, centrado en el ejemplo español de finales del siglo XX, querríamos insistir en la necesidad de contemplar a la empresa como a una entidad integrada, que no se reduce a un solo componente (como muchos economistas insisten en asegurar, cuando se ocupan fundamentalmente de los costes salariales). En el escenario de referencia se adivina la necesidad de efectuar una política activa de reajuste estructural, que contemple no sólo los aspectos salariales y laborales, sino también una serie de factores que aparecen marginados: el factor tecnológico, la distinción y la calidad, la iniciativa exportadora, así como el precio de los consumos básicos, entre los cuales encontramos la energía y los servicios intermedios (y a otro nivel, los recursos financieros).

5.5. La pequeña y mediana empresa

         En el punto anterior hemos considerado la industria manufacturera en general. En éste restringiremos más nuestro análisis y nos ocuparemos de una parcela del hecho económico olvidada —excepto cuando se trata de cobrar impuestos— por los poderes públicos. Existe la tendencia a reducir el ámbito de lo productivo a la gran empresa y, por ello, inconsciente­mente, la población se escandaliza cuando se producen conflictos laborales o quiebras en la gran empresa, pero nadie se lamenta cuando desaparecen (día tras día) miles y miles de pequeñas y medianas empresas, muchas de ellas de carácter productivo —es decir, no oportunistas o especulativas—, al margen de otras empresas que duran lo que dura la bonanza económica.

         (En el capítulo primero de esta sección observamos que la pequeña y mediana empresa constituye un eslabón y puente indispensable entre la economía minifundista y la economía de gran escala, situada en la parte más desarrollada del plancton social, que es la esencia vital —su base— de todo tejido productivo sano.)

         La importancia que la PYME (pequeña y mediana empresa) tiene en el tejido productivo de una economía como la española (y en general, en todas las economías desarrolladas), se hace evidente desde el momento en que, según diversas fuentes, supone el 98% de las unidades productivas, el 80% del empleo, y unas tres cuartas partes del PIB. Volvemos a repetir que existen múltiples definiciones diferentes de la PYME, que sesgarán en un sentido u otro su contabilización, pero sea como sea su importancia en el sistema productivo es esencial. Por tanto, los problemas que la afecten no sólo afectarán al pequeño y mediano empresario sino al conjunto de la economía.

         En la PYME la toma de decisiones y las funciones de gestión se concentran en una sola persona o en un pequeño grupo de personas, frecuentemente ligadas familiarmente. Ello plantea una buena parte de los rasgos específicos de este tipo de estructuras: los referidos a la información, a la estrategia, a la formación y a la cualificación empresarial. Por otro lado, como vimos en un punto anterior, si bien la «soledad» de este empresario —y su riesgo— es mayor, disfruta de ciertas compensaciones que en ciertos casos son determinantes: el sentimiento de propiedad, de posesión de algo propio, unido íntimamente a la convicción y el deseo de independencia, que es una de las motivaciones más ampliamente reconocidas por los que emprenden actividades empresariales.

         Pero, como es evidente, esta motivación tiene un precio, en forma de una fuerte responsabilidad personal: cuando se habla de la PYME lo que está en juego, en último término, es el patrimonio —y el esfuerzo acumulado— del propio empresario (en otros tipos de empresas los riesgos financieros adoptan formas más impersonales y desapasionadas). Es decir, cuando hablamos de la PYME no podemos olvidar el componente de iniciativa, motivación y riesgo del empresario, que en cierta medida dan un matiz singular a este tipo de empresa, y la hace diferente a las relaciones formales y estandarizadas de la gran empresa (este matiz explicaría, en último término, la pervivencia de relaciones patriarcalistas en la PYME, así como condiciones laborales mucho más restrictivas: menos salario que en la gran empresa, más intensidad del trabajo, etc., sin con ello, ni mucho menos, pretender justificar actitudes y comportamientos ciertamente explotadores: economía sumergida, precarización...)

         Durante la década de los sesenta se consideró a la PYME como una forma de organización empresarial residual, pues la modernización de la economía parecía exigir procesos tecnológicos complejos y grandes unidades de producción. Pero en los años setenta se comenzó a recuperar la imagen de la PYME como fuente de riqueza y generadora de empleo. Comenzó a evidenciarse que, a pesar de los graves problemas de todo tipo que encuentra, dispone de una serie de ventajas comparativas que la singularizan ante la gran empresa. Ante las de la gran empresa (economías de escala, facilidad de acceso a los mercados de capital, capacidad exportadora, gestora o innovadora) juega con otras ventajas que podríamos reducir a dos categorías: coste y diferenciación.

         La primera reside en fabricar y vender el producto a menor coste que sus competidores y la segunda en satisfacer las necesidad de los compradores de forma exclusiva o singulariza­da. Así pues, los mejores resultados de las empresas que consiguen ventajas en coste proceden de su capacidad de fabricar y comercializar cada unidad de producto a menor coste, y los de las empresas diferenciadas se derivan del poder cuasimonopólico que ejercen sobre el segmento de consumidores a los cuales satisfacen necesidades de forma exclusiva, lo cual se traduce generalmente en precios más elevados.

         La PYME puede competir en coste y diferenciación por la mayor flexibilidad de su aparato productivo, por su mayor propensión a fabricar sobre pedido, por su servicio más personalizado al cliente, que le permite adaptar su gama de productos o servicios a las necesidades de sus segmentos del mercado, ganando en cierta manera en exclusividad sobre el cliente (recordemos que, en cambio, la gran empresa se caracteriza por su mayor grado de rigidez, por la existencia de unos costes de marcha en vacío que en las épocas de crisis son especialmente onerosos sobre los costes totales, por la imposibilidad de tener amplias gamas —es decir, por la estandarización de sus productos—, y por el trato impersonal con el cliente). No obstante, estas características son difícilmente mesurables, y además varían substancialmente de un sector productivo a otro.

         (Los principales determinantes del coste son de un carácter restrictivo para el factor trabajo: el reducido coeficiente capital/trabajo, así como el menor poder negociador de los trabajadores, que explican en parte un coste laboral unitario a menudo más bajo que el de las grandes empresas. Pero si bien la remuneración percibida es menor que la de las grandes empresas, lo cual permitiría indicar una ventaja en costes, la productividad aparente del trabajo es superior en las grandes empresas. De aquí que ambos efectos se compensen y que primen más otros determinantes que, volvemos a repetir, tienen más relación con la diferenciación que con el precio.)

         Otro de los factores diferenciadores respecto a la gran empresa son sus resultados empresariales. Si bien la productividad empresarial crece con la dimensión (por un mayor grado de intensidad del capital, una mejor cualificación de los trabajadores o por su predominio en sectores tecnológicamente más avanzados) la rentabilidad guarda relación inversa con este factor de forma que, en 1990, el valor medio del margen para el conjunto de empresas con 100 y menos trabajadores fue un 13,7%, frente a un 11,7% de las empresas con mayor dimensión (165). Este resultado se deriva estrechamente de la estructura específica del proceso productivo de la PYME, que, por un lado, incorpora —total o parcialmente— la renta del trabajo del empresario, y, por otro, se caracteriza por un consumo inferior de productos intermedios, lo cual, a su vez, se manifiesta en una mayor integración vertical y en una mayor participación del valor añadido en el valor total de la producción (reiteramos lo dicho sobre el consumo de bienes intermedios, especialmente en relación a los servicios productivos).

         Por otro lado la PYME puede aguantar mejor —hablamos en un sentido agregado— los períodos de crisis si compite en función de criterios de diferenciación y personalización de la producción o el servicio, no en función del precio. La mayor diferenciación de los productos de las PYME, que tiene al mismo tiempo un reflejo en mayores precios (por definición los productos más «artesanales», es decir, con mayor incorporación de valor-trabajo, incorporan más valor añadido que los productos más estandarizados, con un fuerte consumo de inputs intermedios), no sólo compensa la desventaja negativa en costes que soportan, sino que la superan. Consecuentemente, los precios más altos que —generalmente, aunque no forzosamente— fijan las PYME han de responder al más acusado grado de diferenciación que estas empresas dan a sus productos, lo cual, naturalmente, hace que las cantidades vendidas no sean tan sensibles a los precios de venta (elasticidad-precio) como a la categoría de su nicho de mercado (elasticidad-renta). Como es lógico, ello no sucede en todos los sectores, sino en los más laboral-intensivos.

         Como sabemos, la PYME también encuentra graves dificultades para el desarrollo de su actividad. Una de ellas, como vimos en un punto anterior, es su difícil acceso al mercado financiero a unos tipos de interés razonables, lo que dificulta gravemente la inversión tecnológica y productiva. La financiación ajena, cuando existe, representa unos costes importantes (según el estudio PRODEMSA sobre la PYME, de un 3,7% de la cifra de negocio en 1991, cifra que se aproxima a la que aporta la Central de Balances del Banco de España del mismo año).

         Otra de sus principales dificultades es la fuerte incidencia de la morosidad y las insolvencias, hechos ante los cuales las PYME afectadas tienen pocos medios de defensa. Por ello se ven constreñidas a realizar fuertes provisiones por insolvencias, especialmente en períodos de crisis. Estos y otros problemas provocan una fuerte vulnerabilidad en las empresas que no saben crear y consolidar un nicho en el mercado, y así sucede que los niveles de mortandad de estas empresas son elevados (dos tercios de las PYME industriales tienen menos de 15 años, mientras que para las grandes empresas esta proporción desciende al 20%), y la rotación y precariedad en las plantillas es elevadísima.

         Un problema suplementario, de carácter más técnico, es el que se deriva de la complejidad administrativa que imponen las cargas y los trámites procedentes de las Administraciones Públicas, no sólo aquellas que implican gastos directos, sino también las que son una traslación —gratuita— por parte de las AA.PP. de gravámenes, de obligaciones o trabajos que habrían de ser atendidos por ellas mismas, y que no obstante son endosadas a las propias empresas: autodeclaraciones fiscales, retención de impuestos, cargas, trámites de la Seguridad Social, autorizaciones y licencias, contestación de encuestas estadísticas, retardos a las solicitudes de las empresas, el silencio administrativo —especialmente el negativo—, etc. Ante ello numerosos empresarios claman por una mayor simplificación de las cargas administrativas que les han sido impuestas desde la Administración (166).

         Las dos políticas básicas de apoyo a la PYME se orientan hacia dos frentes: la mejora de la capacidad de financiación de las empresas (especialmente por lo que se refiere al «capital-riesgo») y el fomento de la cooperación entre las PYME, principalmente en aquellos ámbitos donde no cuentan con ventajas comparativas, como por ejemplo en actividades de exportación y de desarrollo de nuevas tecnologías. (En la sección segunda, referente a la renta, explicamos por qué no consideramos pertinente otro tipo de ayudas o bonificaciones a la actividad productiva de las empresas, si bien pensamos que han de cambiar ciertos tratamientos fiscales de la PYME, como es el caso de los beneficios no distribuidos.)

         La primera de estas políticas (la potenciación del capital-riesgo) pasa por fomentar las Sociedades de Capital-Riesgo. Las modalidades de las participaciones, que pueden ser muy diversas (acciones ordinarias, acciones privilegiadas, obligaciones convertibles, créditos participativos, etc.) han de adaptarse a las especiales características de los sectores donde se aplique esta forma de financiación. Las Sociedades de Garantía Recíproca pueden ejercer un importante papel como avalistas, para que la PYME pueda obtener créditos en condiciones similares, por lo que se refiere a los costes financieros, a las que obtienen las grandes compañías. (También podrían otorgar, por si mismas, créditos en mejores condiciones: a menor interés y con plazos más largos de amortización.) Por último, es necesario destacar las Sociedades de Acción Colectiva, que agrupan pequeños y medianos empresarios, unificando sus esfuerzos para desarrollar un proyecto común, sin perder su individualidad y su capacidad de decisión.

         El desarrollo de la autoocupación, junto con la creación de «viveros de empresas» para iniciativas endógenas, son los receptores naturales de gran parte de estas medidas. Tampoco hemos de olvidar la promoción de mercados bursátiles secundarios, así como la adopción de medidas, por parte de las instituciones financieras, como pueden ser la creación de caución mutua, o el reparto de riesgos entre los bancos que distribuyen préstamos a las iniciativas de capital-riesgo.

         Como hemos visto en un párrafo anterior, la integración empresarial en sociedades de acción colectiva (a la manera de la empresa reticular italiana) es una estrategia interesante de cara a conseguir sinergias que favorezcan la cooperación interempresarial, especialmente por lo que se refiere a la apertura a los mercados exteriores, la innovación tecnológica o la contratación financiera. En otro plano, estas colaboraciones pueden facilitar, mediante la subcontratación, el acceso a los mercados públicos. (Para no alargarnos más no hablaremos de otras variedades de colaboración: colaboración Universidad-empresa, cooperación para el desarrollo del Tercer Mundo, cooperación internacional —creación de Joint-Ventures—, etc.)

         (El recetario de medidas tendentes a favorecer el dasarrollo de la PYME que se exponen en los párrafos anteriores forman parte de los paliativos, de índole más voluntarista que práctica, diseñados para silenciar los problemas de fondo que padece este sector relegado de las estructuras productivas; problemas que, en su dimensión más amplia, creemos que no encontrarán respuesta en el modelo actual de capitalismo desarrollado.)

 

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