¡Gastad, gastad, malditos!

 

Robinsones en un planeta perdido

 

            Imagínese que, por esas circunstancias imprevisibles de la vida, un día usted –Dios no lo quiera- se encontrase inmerso en una situación desesperada, porque su yate hubiese zozobrado en las proximidades de una isla desierta en mitad de ninguna parte, porque su avioneta se hubiese estrellado en una zona boscosa del interior del Canadá, porque su motora hubiese errado el rumbo en uno de los innumerables subafluentes del río Amazonas, porque su guía hubiese sufrido un ataque de apoplejía en algún lugar remoto del corazón de África, o porque su amigo inuit hubiese sido devorado por un oso polar en algún entorno perdido a orillas del océano Ártico.

            Intente pensar qué uso podría hacer de los conocimientos que ha aprendido durante su etapa formativa y laboral para emplearlos en su propia supervivencia en un ambiente hostil. Ni la teoría cuántica, ni la nouvelle cuisine, ni el método musical dodecafónico son especialmente útiles en esas circunstancias. Tal vez sí podría obtener un cierto provecho de una serie de materias como la astronomía (facilitaría su orientación sobre el terreno), la botánica y la geología (le permitiría encontrar comida y bebida) o la etnología (le ayudaría a entrar en contacto con los nativos del lugar).

            Pero en circunstancias normales, es poco probable que nuestro acervo de conocimientos o destrezas sean de mucha utilidad en un entorno salvaje, alejado de la Civilización. A comienzos del siglo XVIII no era infrecuente que un occidental pudiera sobrevivir los rigores de la soledad y de la vida en “estado de Naturaleza”, porque ciertamente disponía de los medios y las aptitudes para comprender y dominar algunas artes y prácticas que hoy día, en la sociedad superespecializada en la que vivimos, han entrado en desuso: cómo hacer fuego con yesca y pedernal, cómo pescar con caña (sin carrete), cómo cazar, despellejar y asar un animal, cómo cobijarnos cuando llueve, cómo hilar y tejer con escasos medios, cómo adobar un pellejo para que nos sirva de manta o vestido…

            En 1709 se hizo célebre el caso de Alexander Selkirk, un pobre diablo británico que durante cinco años logró sobrevivir en una remota y desolada isla en mitad del Pacífico (el islote de Más a Tierra, en el archipiélago chileno de Juan Fernández). Su historia es mundialmente conocida gracias a la pluma del escritor Daniel Defoe, que diez años más tarde publicó la novela “Robinson Crusoe”. ¿Quién podría emular en estos momentos la gesta del tal Selkirk? Quien esto escribe aguantaría lo que le durase las reservas de comida, bebida y tejido adiposo (del que, justo es decirlo, está bien provisto).

            (Paradójicamente el perderse en una isla desierta no es considerado hoy día una desgracia, sino una bendición. Hay quien la adquiere de antemano. Eso sí, no sin asegurarse de que estará en buena compañía, de que no se olvida de sus lecturas preferidas, y de que ha revisado el parte meteorológico de ciclones y huracanes. Desgraciadamente, la demanda es tal, y la oferta es tan poca, que el precio de las “islas desiertas” está por las nubes.)

            En los tiempos que corren la autosuficiencia es considerada caduca y superada. El uso doméstico de las máquinas de coser, de los patrones de moda, o de las labores de punto han entrado en decadencia. La producción agrícola para el autoconsumo se ha convertido en una actividad de ocio, al modo de la jardinería. Incluso los que buscan en el campo los placeres de la vida rústica orientan su labor al mercado (la elaboración de quesos, la artesanía, el pastoreo…) Son pocos los que se atreven a desconectar de la Civilización, aunque vivan en un lugar remoto y apartado.

            El precio de todo ello es entrar en un estado de dependencia: de la “a” a la “z” todos los artículos o servicios que consumimos son producidos o generados por otros, generalmente extraños a nosotros. Si acaso, podemos felicitarnos de contribuir en una minúscula parte al progreso general y a la satisfacción de las necesidades de los consumidores. Somos un diminuto engranaje de la gran máquina social.

            La regla de oro de la vida productiva y laboral es “saber ofrecer lo que la sociedad demanda”. Hemos de encontrar nuestro hueco, nuestro nicho, nuestro rinconcito. Por pequeño que sea, siempre que lo hallemos, nos podemos dar por satisfechos. Hay demanda para todo: desde lo más sublime hasta lo más abyecto (sólo hay que darse una vuelta por Internet para comprobarlo). Pero tal como está la tecnología, lo más probable es que exista un desfase (un decalage, como dicen los técnicos) entre lo que somos capaces de ofrecer, y lo que el mercado es capaz de absorber.

            A veces es un problema de demanda (crisis de subconsumo). Otras veces es un problema de oferta (crisis de sobreproducción). Sea como sea, estamos en un mundo en que el “equilibrio de los mercados” es un fenómeno tan anormal y extraordinario como la conjunción de los planetas de nuestro sistema solar.

             La “sociedad del consumo” es nuestro ámbito, el entorno en el que nos movemos. Sin ella estaríamos tan perdidos como un esquimal en el desierto o un beduino en la banquisa ártica. Lo queramos o no, somos bombardeados cada día por multitud de mensajes y señales que nos abruman y nos influyen. No me refiero únicamente a los mensajes publicitarios, sino también a las noticias difundidas por los mass media, o a los chismorreos que circulan por las calles. Los “creadores de opinión”, los “creativos publicitarios” y los tecnólogos organizan y formatean nuestras mentes como lo hace un ordenador personal con un CD-ROM o un disco flexible.

            Pero la Tierra no es un gran supermercado que provee sin cuento para provecho de todos. Nuestro planeta se parece más bien a ese islote habitado durante un lustro por un náufrago desarrapado y barbudo. Es lo único que tenemos. Cuando la despojamos de sus recursos en beneficio de nuestra codicia, o de nuestra comodidad y capricho, nuestra actitud es la de aquel palurdo que lleva a pastar sus cabras al monte, o que corta los árboles y los arbustos del bosque, sin percatarse de que en breve tiempo ya no habrá monte que pastar ni bosque que explotar. Nuestro planeta es una pequeña isla en el inmenso océano del Universo. Y nosotros somos sus robinsones. ¡No la despojemos de vida! Nuestro futuro depende de ello.

 

El Paraíso en un centro comercial

 

            Según las estadísticas, el 33,2 por ciento de los adultos europeos son adictos al consumo (Milagros Juárez, pág. 28). El porcentaje entre los jóvenes es incluso mayor: supera el 45 por ciento. Ello se compagina con las crecientes dificultades para llegar a fin de mes: un 53,6 por ciento de las familias españolas no lo consiguen; sólo un 37,3 por ciento pueden ahorrar algo (Ibid., pág. 30).

            Este hecho puede tener dos lecturas: una económica, y otra ecológica. A nivel económico (más concretamente, microeconómico) supone la desestructuración y hasta la ruina de muchas familias; a nivel ecológico implica una condena a muerte –a plazo fijo o variable, tanto da- de nuestro planeta.

            La actitud consumista denota un modo de vida compulsivo, adictivo, patológico. El consumo irresponsable es un recurso como otros (la hiperactividad, la mentalidad “workalcohólica”, la adicción a las drogas, etc.) para rellenar el vacío interior, la insatisfacción y el aburrimiento que –en mayor o menor medida- todos los mortales padecemos. Según algunos, el consumo puede ser visto como una “medicina” para paliar un desequilibrio psicológico, que en ocasiones puede llegar a ser grave. Como la ludopatía, se puede convertir en una dependencia crónica, muy onerosa para el afectado y su familia.

            (¿Cuántas veces “vamos de compras” para aliviar un bajo estado de ánimo o un desengaño?)

            En otras ocasiones la disfunción no se expresa en el “cuánto” se compra, sino en el “qué” se compra. Hay quien dice que las diferencias sociales no están marcadas, en estos momentos, por el número de bienes, objetos o implementos que adquirimos, sino por la naturaleza de lo que se consume. Por ejemplo, hoy día, en España, casi todo el mundo puede comprar un vehículo; pero son muchos menos los que se pueden permitir el lujo de adquirir un descapotable. E incluso en materia de “lujos” hay categorías: todos más o menos nos agarramos a algún hobby para combatir nuestro aburrimiento existencial; pero unos hobbies son más caros que otros.

            Otra implicación “económica” del consumismo que quisiera destacar es el enorme desfase entre lo que pagamos al adquirir un bien o servicio, y lo pagado al productor en origen (especialmente si éste reside en algún país del llamado Tercer Mundo). Por poner un ejemplo, en estos momentos sólo un uno por ciento de lo que vale un café va a parar al bolsillo del recolector.

            (Entre el 2003 y el 2000 el valor del café en origen ha disminuido en un 70 por ciento.)

            Pero es la lectura “ecológica” en relación al consumo la que a mí personalmente más me preocupa. En la segunda mitad del siglo XX hemos convertido en desierto un 38 por ciento de la superficie cultivable; hemos destruido millones de kilómetros cuadrados de bosque y selva; estamos agotando irresponsablemente las reservas minerales y energéticos del planeta; estamos sobrecalentado y envenenando el entorno con nuestros humos y nuestra polución… En definitiva, estamos muy lejos de aplicar una política ambiental “sostenible”.

            Los bienes y servicios que consumimos no caen del cielo: hay que extraerlos y procesarlos a partir de los recursos limitados existentes en la Tierra. Tal como afirma Montse Peirón (“Consumo: ¿Uso o abuso?”, revista Integral): “Los bienes y servicios que consumimos requieren el uso de toda clase de recursos planetarios. En la actualidad, la forma en que se utilizan mayoritariamente los recursos no está orientada a su conservación”.

            Cuando consumimos un bien o servicio hemos de ser conscientes de las implicaciones de nuestro proceder. No sólo económicas (¿refleja el precio el valor –o coste- real del producto?) sino también ecológicas (¿compensa la satisfacción personal del consumidor el coste ecológico de su obtención?) y sociales (¿se ha remunerado al productor de la manera adecuada, o casi todo el beneficio se lo lleva el intermediario y el distribuidor?). No es lo mismo comprar un kilo de café elaborado por una conocida multinacional que un kilo de café procedente de una cooperativa de productores que distribuyen para una marca de “Comercio Justo”.

            En los siguientes apartados me interesaré por ciertos tipos de consumo –unos legales, otros ilegales- que, a diferencia del de otros productos, se caracterizan por su naturaleza adictiva, alienadora, y siempre autodestructiva.

 

Adictos a la adicción

 

            Vivimos en la sociedad de la prisa. Nuestros tiempos se caracterizan por el deseo de obtener la satisfacción de nuestros caprichos lo más pronto posible. Las adicciones y ciertas actitudes compulsivas, desde mi punto de vista, pretenden disipar nuestra ansiedad con la mayor regularidad, celeridad y certidumbre. Son el trasunto de la gran neurosis subyacente, que justificamos de la siguiente manera: el hábito o la adicción es nuestro alivio por el stress, la incertidumbre, la presión social o laboral, etc.

            Algunos canalizan esta presión y esta neurosis de forma positiva (dirigen sus energías sobrantes hacia actividades creativas, hacia la ayuda a los demás, o hacia la atención a su familia), pero otros son superados por las circunstancias y son arrastrados hacia el infierno de la adicción.

            ¿Por qué nos drogamos, por qué fumamos, por qué nos enganchamos a la televisión de forma compulsiva? No ciertamente porque disfrutemos con ello, o porque nos genere un placer o satisfacción especiales (existen “placeres” y satisfacciones mucho más remuneradores, duraderos, satisfactorios y, por supuesto, seguros). Como en el cuento del Pequeño Príncipe (de Antoine de Saint-Exupéry), somos como ese borracho que bebe para olvidar que siente vergüenza de beber.

            En definitiva, si nos drogamos, si fumamos, si nos enganchamos a la televisión es porque nos sentimos solos (pretendemos conseguir la complicidad o la compañía de los demás), porque nos sentimos inadaptados (la responsabilidad de la vida en sociedad es insoportable para nosotros) o porque nos sentimos vacíos (necesitamos hacer “algo” para darle emoción, sentido o variedad a nuestras anodinas vidas).

            No hay que darle más vueltas: todos sabemos por qué nos enganchamos a los vicios o a la televisión. Casi todos hemos pasado por ello. Sólo tenemos que echar un vistazo sobre nuestros recuerdos y sobre nuestras conciencias.

            En el momento presente sólo hay que hacer un clic de ratón para entrar en el infinito mundo del ciberespacio. Sólo hay que apretar un botón para zambullirnos en la vorágine de la televisión (especialmente si es por cable). Sólo hay que encender un cigarrillo o echar un trago para aliviar por unos instantes nuestra tensión. Sólo hay que ingerir una pequeña pastilla para dar rienda suelta a la euforia, la alegría o el descaro que tan prudentemente reprimimos en nuestra vida diaria. ¡Qué poco cuesta evadirse de la dura realidad! ¡Pero qué poco duran estas efímeras satisfacciones! Y sobre todo, ¡qué vacíos nos sentimos cuando éstas se acaban!         

            Carlos Castañeda, en su obra “Las enseñanzas de Don Juan”, nos describe sus sensaciones y sus experiencias con el peyote, un alucinógeno empleado por los indios Yaqui de Sonora (México). ¿Qué pretendía hallar este eminente escritor y antropólogo?: ¿La liberación de sus obsesiones? ¿La satisfacción de su curiosidad? ¿El alivio a sus deseos ocultos? No, ninguna de estas cosas. Tanto él como su maestro, Don Juan, iban en busca del conocimiento más profundo, del contacto con lo oculto, con los espíritus; tal vez con la divinidad. El recurso al peyote o a la ayahuasca, en América, son vías de exploración del subconsciente, remedios contra el sufrimiento psicológico, caminos hacia la iluminación interior. Sólo los sabios y los fuertes están preparados para enfrentarse al lado oscuro del conocimiento. Únicamente los chamanes, curanderos y sus elegidos pueden acceder a esta dimensión, a través de las drogas.

            ¿Qué sucede, en cambio, en el mundo moderno? No son los fuertes, sino los débiles de espíritu, los que se sirven de su adicción, o de su hábito, para ir en busca de unas sensaciones que, por otra parte, no son ni mucho menos tan “trascendentes” o “remuneradoras” como las experimentadas por los indígenas americanos. El “colocón” de un drogadicto no tiene nada que ver con la experiencia suprasensible -inducida a través de alucinógenos- de un chamán; la borrachera de imágenes y de sensaciones de un espectador de televisión no tiene nada que ver con la “iluminación interior” de un curandero indio.

            Nuestro mundo se sirve de la droga o del hábito para tapar los agujeros de nuestra razón o de nuestras conciencias. No podemos dejar que por ellos se escapen nuestras emociones (nuestros miedos) y nuestras dudas. La sociedad nos facilita un estado de “estupor” constante, a través de los medios de (des)información de masas o de un amplio catálogo de drogas (legales o ilegales), para hacernos olvidar nuestras propias miserias.

 

El negocio de las drogas

 

            ¿Qué entendemos por la palabra “adicción”? Generalmente la asociamos con las drogas duras, por lo general destructivas. Pero podemos experimentar adicción por numerosas sustancias y estímulos: no sólo por el tabaco, el alcohol, o los estupefacientes, sino también por la sal, el azúcar, la televisión o las comidas grasientas (como ya vimos en otro capítulo). Las bebidas alcohólicas pueden actuar tanto de alimento para el cuerpo y el espíritu (están probadas las propiedades benéficas del vino y de la cerveza en dosis bajas) como de veneno para el hígado y la inteligencia.

            Como dijimos más arriba, las drogas son un camino rápido a sensaciones de euforia (es lo que popularmente se llama “sentirse entonado”). Pero al contrario de lo que se suele pensar, dichas sensaciones no son extrañas a nuestro cuerpo. El cerebro humano elabora sustancias químicas que afectan a nuestro estado de ánimo: son las llamadas “drogas endógenas”, entre las que encontramos las “endorfinas”, los narcóticos del propio cerebro.

            Estas sustancias endógenas se parecen mucho en composición química -y producen efectos similares- a aquellas drogas capaces de variar nuestro estado de conciencia, como los opiáceos del tipo de la heroína y la morfina. En definitiva, con el uso de estupefacientes buscamos efectos y sensaciones que puede producir, por sí mismo, nuestro propio organismo. Algunos pueblos emplean danzas “extáticas” (desarrolladas a un ritmo frenético) para alcanzar lo que se suele llamar “estados alterados de conciencia”, los mismos a los que aspiramos cuando ingerimos sustancias alucinógenas.

            Las dependencias, o la adicción, son dañinas para el ser humano porque destruyen su voluntad y su capacidad de control. Limitan la libertad personal, minan la autoestima, y por lo general consumen gran cantidad de energía, tiempo y dinero de la persona afectada. Pero éste no es un fenómeno nuevo: el uso –o abuso- de las drogas se pierde en la noche de los tiempos.

            En la civilización greco-romana y entre los antiguos pueblos de Oriente ya era utilizado el alcohol, el opio y el hachís como estimulantes durante sus ceremonias religiosas, o como preparación para la lucha. Los datos más antiguos sobre el cultivo y el consumo del opio se remontan a la época sumeria (III milenio aC.) Los chinos conocían los efectos de la marihuana desde el reinado del legendario emperador Shen Nung (2737 aC.) Los nativos americanos empleaban desde antiguo las hojas de la cocaína y la mescalina (o peyote) para superar la fatiga.

            Todas estas drogas son consumidas en la actualidad con el fin de hacer uso de sus propiedades psicótropas: producen en el ser humano una serie de manifestaciones que modifican las sensaciones y percepciones, la actividad mental, la conducta, el estado de ánimo, o el juicio. Son una vía rápida y fácil para abstraerse del mundo, para obtener un estado agradable de fantasía, o para olvidarse del propio abatimiento o inadaptación.

            Entre ellas podemos destacar las siguientes:

 

            - La morfina, la heroína y otros derivados del opio (producto, por su parte, de la adormidera: Papaver somniferum). El opio fue considerado en la Antigüedad como una sustancia medicinal (como un remedio contra la malaria y la disentería), no como un estupefaciente.

            - La cocaína, alcaloide de la coca (Erythroxylum coca) y sus derivados (el crack, fundamentalmente). La coca es empleada por los indígenas americanos como sustancia euforizante y defatigante, especialmente durante sus duras marchas a través de la cordillera de los Andes.

            - La marihuana o hachís, producto de la planta Cannabis sativa. Desde antiguo ha sido usada tanto por sus propiedades euforizantes (de hachís deriva la palabra “asesino”) como medicinales (fue empleada para el tratamiento de la fatiga, del dolor de cabeza, del asma y del reumatismo). Actualmente existe un debate sobre la legalización del uso médico de esta sustancia.

            - El LSD (sintetizado a partir del cornezuelo del centeno) o la mescalina (derivado del peyote). Dado su carácter alucinógeno, provocan cambios en el pensamiento, en la percepción de objetos y en el estado de ánimo (sus efectos “psicodélicos” son los más conocidos).

            - Las anfetaminas (sintetizadas en 1927), utilizadas en sus inicios con finalidad terapéutica (trastornos de conducta de los niños, obesidad, fatiga, hipertensión arterial, etc.) A esta categoría habría que añadir el abuso de barbitúricos y analgésicos.

            - Las pastillas de éxtasis (MDMA en sus siglas inglesas), sustancia euforizante ampliamente consumida en la actualidad por los jóvenes en busca de juerga nocturna.

            - Y no podemos olvidar el alcohol, tal vez la droga más antigua que existe. Su consumo, como el del tabaco, es visto como un hábito respetable, pero en numerosos casos puede derivar en una pérdida de control que convierte al afectado en un bebedor toxicómano.

 

            Las motivaciones del consumo de droga son múltiples y variadas. Pueden haber tantas como adictos a estas sustancias. Pero desde mi punto de vista el principal desencadenante de esta disfunción social es nuestro modo de vida. El “progreso” ha dado lugar a una mejora en nuestras expectativas, de nuestro bienestar… Pero éste viene acompañado, como aspecto colateral, por la desmembración de la unidad familiar, el individualismo, la prisa, la presión social y laboral, el stress, la superficialidad y la soledad.

            En esta sociedad, tan alejada de las emociones “fuertes” de antaño (cuando no era extraño encontrarse en situaciones de peligro para la propia vida, o para la de nuestros seres queridos), los jóvenes pretenden –a veces- experimentar con sensaciones (la velocidad, el riesgo, la transgresión) que puedan otorgar a su vida un “plus” de excitación, de peligrosidad, de “morbo”.

            En otras ocasiones, el acercamiento a la droga es producto de una “curiosidad malsana”, de unas relaciones sociales que obligan a atravesar una serie de “ritos iniciáticos” para ser aceptado en el grupo.

            Sea como sea, no importa que la causa del acercamiento a la droga quepa atribuirla a la soledad, a la inadaptación, a la búsqueda del riesgo o a la simple curiosidad. Si hay drogadictos es porque hay un mercado de la droga. Las sustancias estupefacientes forman parte de nuestra vida porque nuestra hipócrita sociedad les ha abierto un hueco.

            El problema va en aumento. El consumo de “porros” entre los jóvenes escolarizados de 14 a 18 años ha aumentado en diez puntos desde 1994 (desde el 12,2 por ciento ese año hasta el 22 por ciento en la actualidad). El consumo de cocaína pasa del 2,2 al 3,1 por ciento de la población española (384.000 consumidores habituales de esta sustancia; 274.000 más que seis años atrás). Y lo más grave del caso es que los jóvenes que acostumbran a fumar “porros” también beben y fuman (El País, 24 de julio del 2003).

Sin embargo, la respuesta policial no podrá acabar con un problema que tiene unas profundas raíces sociales y psicológicas. Como afirma Salvador Cervera (pág. 115):

 

      “En una sociedad de bienestar, en la que parece como si tuviéramos que mantenernos continuamente en situaciones llenas de sentimientos agradables, cualquier tipo de circunstancia desagradable tiende a ser rechazada a costa, naturalmente, de no sentir. Éste es el motivo que induce al hombre a consumir ciertas drogas…”

 

            Las repercusiones personales y sociales del abuso de las drogas son ampliamente conocidas. En muchos casos el afectado se lanza conscientemente en una loca “huida hacia delante”, en busca de su propia autodestrucción. La búsqueda del placer inmediato, lo más intenso y prolongado posible, tiene un precio. ¿A qué nos recuerda este hecho?

 

El vicio de fumar: historia de un despropósito

 

            La Historia señala que Luis de Torres y Rodrigo fue el primer occidental que -en 1492- hizo referencia al tabaco (el también español Rodrigo de Jerez fue el primero en abandonar este hábito). Colón escribe en su diario, el 6 de noviembre del mismo año:

 

      “… Y hallamos a mucha gente que volvía a sus poblados, mujeres y hombres, con un tizón en la mano hecho de hierbas, con que tomaban sus sahumerios acostumbrados”.

 

            Desde entonces hasta la actualidad este producto ha escrito páginas notables (algunas ciertamente pintorescas) de la Historia de la Humanidad. Los indios del Caribe lo conocían por el nombre de cohivá (que asociamos a los famosos puros de Cuba). Hay quien piensa que “tabaco” deriva del territorio de Tabasco, en la actual México. El francés J. Nicot, que lo introdujo en la corte francesa, dio nombre a su más notorio ingrediente: la nicotina…

            Sevilla fue la primera ciudad europea donde se fumó en público. En un principio, el tabaco fue alabado por sus supuestas virtudes curativas: el médico sevillano Nicolás Monardes (nacido en 1493) consideraba que aliviaba la artritis, hacía desaparecer la jaqueca y el dolor de muelas, y curaba la halitosis. El doctor Diermerbroek (de Nimega) aconsejaba el tabaco para suprimir las miasmas que propagan la peste. Durante la epidemia de peste de 1664, en Amsterdam, los sepultureros fumaban tabaco en pipa para evitar ser contagiados (una pretensión vana, por supuesto). En el siglo XVII se denominaba al tabaco como “esa hierba que marea”. En Francia se aspiraba en polvillo (el célebre rapé). Era llamado la “planta de la reina”, porque gozó del favor y del predicamento de Catalina de Médici.

            Pero la corriente a favor del tabaco no tardó en desvanecerse: Jacobo I de Inglaterra decretó que era pecado fumar; el papa Urbano VIII (en 1624) amenazó con excomulgar a los usuarios de rapé; el zar Alexis de Rusia prohibió en 1648 el vicio de fumar so pena de desnarigar y desorejar al infractor. Pero eso no obstante, los cronistas del momento aseguran que se veía gran cantidad de gente desnarigada y desorejada con un cigarro en la boca: ¡tan implantado estaba el hábito que la gente enganchada prefería perder las orejas o la punta de la nariz antes que dejar de fumar!

            Estos son los antecedentes de un vicio que cada año mata a 4,9 millones de personas en todo el mundo (55.000 de ellas en España, el 16 por ciento del total de muertes en este país). Éste no es un fenómeno en regresión, sino emergente. Es decir: no se encuentra en su fase final, sino que –bien al contrario- el hábito de fumar gana adeptos. Las estadísticas señalan que, aunque se han producido pequeños descensos en la cantidad de fumadores en los países occidentales, a nivel mundial cada año se incrementa en un uno por ciento el número de adictos al tabaco: desde los 1,1 billones de la actualidad, a los 1,6 billones que se calcula que habrá hacia el 2025.

            La diferencia estriba en el fabuloso –y emergente- mercado de los países en desarrollo. Es bien sabido que la estrategia de las grandes multinacionales del tabaco se dirige hacia la potenciación del consumo en los países pobres, con lo que éste se convertirá en el futuro en un problema añadido para Estados ya muy afectados por pandemias como el SIDA o la malaria. No en vano, la Organización Mundial de la Salud estima que en 2020 morirán 10 millones de personas al año a resultas del tabaco (frente a los cerca de 5 millones actuales); el 70 por ciento de ellas en los países en desarrollo.

            Los peligros de fumar son de sobra conocidos: multiplica por 25 el riesgo de contraer cáncer de pulmón; por 3 el riesgo de sufrir un ataque al corazón; más de la mitad de los fumadores mueren prematuramente a resultas de su hábito… Así pues, ¿por qué tanta y tanta gente fuma, y por qué tan poca gente lo puede dejar?

            Por lo que se refiere a las razones por las cuales la gente entra en el hábito de fumar, éstas son tan complejas como las que determinan el abuso de otros narcóticos: el instinto gregario que nos obliga a imitar a los demás, los clichés culturales, la necesidad de engañar a nuestro estrés con algún acto compulsivo… Siguiendo a Marcel Sendrail, diremos que el tabaquismo entra dentro de esas enfermedades culturales que –como el cáncer- corroen nuestra sociedad occidental.

            Como en el caso del abuso de drogas prohibidas, el tabaquismo es indicio de un fracaso personal y colectivo. No son los fuertes de espíritu los que fuman, sino los débiles. Los fuertes no necesitan pisar hasta el fondo el acelerador de su vehículo o bañar en humo a los demás para demostrar su supuesta superioridad. Los fuertes no necesitan ostentar su riqueza, sus conocimientos, su fortaleza o su energía para proclamar su importancia. Los fuertes no necesitan diferenciarse de los demás para reclamar su atención. Los que así actúan no son fuertes, sino débiles.

            Observemos las campañas publicitarias orientadas a captar clientes entre los adolescentes (éstos están, junto al mercado emergente de los países en desarrollo, en el punto de mira de las tabacaleras). El fumador es el aventurero intrépido, cowboy o explorador a lo “Indiana Jones”; es el personaje atractivo para el otro sexo; es la persona con “glamour”.

            (Afortunadamente, una directiva europea obliga a prohibir la publicidad del tabaco en prensa, radio e Internet antes de julio del 2005. Ya está vigente su prohibición en televisión. También está previsto impedir el patrocinio o la esponsorización de actividades deportivas.)

            Es decir, las tabacaleras nos presentan como prototipo de fumador al “duro”, o bien al hombre o mujer de mundo que sabe estar en cualquier ambiente y tiene éxito en sus lances de amor. ¡Nada más lejos de la realidad cotidiana! Sin embargo, la estrategia funciona: más jóvenes (sobre todo mujeres) que nunca se están iniciando en la pesadilla del tabaco. Una pesadilla de la que les costará salir.

            Y ahora veamos la otra cara de la moneda: ¿por qué tan poca gente puede escapar del vicio? Según las estadísticas, dos tercios de los fumadores quieren dejar de fumar, pero entre los que hacen uso de su única voluntad (sin apoyo externo) sólo un 5 por ciento lo consiguen. ¿A qué es debido?

            Oficialmente se nos dice que el tabaco es una sustancia más adictiva que la heroína y la cocaína: la nicotina libera en nuestro cerebro dopamina, que produce una sensación placentera. Es este elemento el que crea el hábito del fumador, hasta el punto de convertirlo en un esclavo de su vicio (recordemos que en la Rusia de Alexis los fumadores empedernidos preferían que les cortaran la nariz y las orejas antes que dejar de fumar).

            Pero yo tengo otra hipótesis: muchos fumadores habituales no pueden dejarlo simplemente porque ¡son débiles! Como apunté antes, no son los fuertes, sino los débiles de espíritu, los que necesitan agarrarse a algo (en este caso el tabaco) para engañar a sus demonios interiores, o para ganar el reconocimiento social. Los fuertes no lo requieren. Y cuando se es débil para entrar en un hábito, se es débil para salir de él.

            El tabaco no mata porque la nicotina sea especialmente tóxica: de hecho, es un cancerígeno moderado. Son los productos que acompañan a la nicotina los más nocivos para la salud. Al quemar un cigarrillo estamos incinerando alrededor de 4.000 compuestos, al menos 60 de los cuales son cancerígenos. El humo del tabaco contiene monóxido de carbono, que reduce la capacidad de la sangre para transportar oxígeno (lo cual perjudica gravemente al corazón y a los pulmones).

            (Las variedades light son incluso más peligrosas que las convencionales.  Éstas obligan a los fumadores a fumar más o a aspirar más profundamente para ajustar el nivel de nicotina al que están acostumbrados por su adicción. De este modo se absorben todavía más sustancias tóxicas. Se sabe que el cáncer de pulmón se incrementa en el caso de los fumadores de cigarros bajos en alquitrán.)

            Las grandes tabacaleras han jugado durante demasiados años con la ignorancia y con la debilidad de sus clientes. Les han engañado haciéndoles creer que porque fumaban serían mejor considerados por la sociedad. Les han engañado al ocultarles que además de la nicotina mil y una substancias les exponían a una muerte lenta y dolorosa. Les han engañado porque han añadido al tabaco ingredientes –no declarados- que aumentaban el efecto adictivo de la nicotina.

            Y lo que es peor, las tabacaleras han falseado reiteradamente la realidad para hacer frente a la creciente contestación a su poder y a su impunidad. Xavier Duran, en el artículo “Health and the environment: from ambiguity to economic accountability” (Medi Ambient, número 31, diciembre del 2001), presenta el caso de un estudio patrocinado por Philip Morris, en el que un profesor de la Universidad Complutense de Madrid (para ser más concretos, Francisco Javier Braña) niega que existan datos que prueben que el impacto del humo del tabaco perjudica a los “fumadores pasivos”, o que los efectos dañinos del tabaco justifiquen las altas tasas que recaen sobre este producto.

            (De acuerdo al coordinador de dicho estudio, la tabacalera había otorgado -“por supuesto”- a los redactores una libertad total para expresar sus opiniones.)

            Como es bien sabido, las compañías tabacaleras han negado reiteradamente que sus productos tengan nada que ver con determinado tipo de enfermedades, con una disminución de las expectativas de vida de los fumadores, o con un incremento de los costes médicos. Pero recientemente han cambiado de estrategia.

En un informe aparecido en julio del 2001 otro informe esponsorizado por Philip Morris se permite el lujo de destacar los efectos positivos del tabaco sobre la economía de la República Checa: “Cada vez que muere un fumador el Estado Checo se ahorra 1.400 euros en promedio [derivados de ciertos gastos y servicios, como residencias de ancianos, pensiones, etc.]. Ello supone un ahorro total de 17,4 millones de euros durante el año 1998”.

            Este ejemplo supino de cinismo (por el que posteriorme Philip Morris hubo de disculparse) nos da idea del alto concepto que tienen las multinacionales por la vida y la dignidad humanas cuando se trata de incrementar los dividendos de sus accionistas, así como las plusvalías generadas por las stock options de sus abnegados directivos. Se dice que la exigencia por parte de algunos jueces norteamericanos de centenares de miles de millones de dólares en concepto de penalización por la obtención de beneficios ilegales puede hundir definitivamente a esta industria. ¡Ojalá! Aunque, justo es reconocerlo, ello no resolverá el inmenso problema que supone para centenares de millones de personas en todo el mundo estar enganchados al cigarrillo.

 

La televisión: una caja muy tonta en manos de gente muy lista

 

            Según las estadísticas, los niños hasta la edad de 12 años ven de promedio tres horas y media diarias de televisión; las personas de entre 25 y 44 años unas tres horas; las que tienen entre 44 y 64 años unas cuatro horas; y las mayores de 65 años cinco horas. Eso supone, si seguimos la trayectoria vital de un anciano de 81 años, trece años y medio de su vida ante el televisor. Lo que unido al tercio de nuestras vidas que por lo general empleamos en dormir, implica que por término medio dedicamos la mitad de nuestras vidas “a no hacer absolutamente nada”.

            Se calcula que cada norteamericano medio habrá visto cerca de dos millones de anuncios de televisión cuando cumpla los sesenta y cinco años (lo que equivale a 30.000 en un año, y 82 en un día). Por su parte, cada niño visiona cada año 22.000 anuncios (la mayor parte de comida basura y juguetes poco o nada didácticos), lo que supone una media de 60 en un día.

            Estamos en un mundo caracterizado por la cultura del exceso: de calorías, de sensaciones, de consumo, de información. Un bombardeo constante de información nos desborda, hasta el punto de que a veces nos puede llegar a bloquear (es el overflow del que hablan los británicos). Tal como afirma Neil Postman (pág. 95):

 

      “La información se ha convertido en una forma de basura, no sólo incapaz de responder a las preguntas humanas más fundamentales, sino apenas útil para proporcionar una orientación coherente para la solución de incluso los problemas triviales… Se ha cortado el vínculo entre la información y las necesidades humanas; es decir, la información aparece indiscriminadamente, dirigida a nadie en particular, en un volumen enorme, a velocidades muy altas y sin relación con ninguna teoría, sentido o necesidad”.

 

            El anunciante, el llamado “creativo publicitario”, hace uso de las técnicas del marketing y de la psicología de masas para convencernos, no de que su producto es bueno, sino de que su uso nos hará mejores: tales pantalones harán resaltar nuestro trasero; tal bebida alcohólica nos hará irresistible para el sexo contrario; tal coche nos dará confianza en nosotros mismos; tal comida congelada nos hará quedar bien en una cena de compromiso… Como afirma Neil Postman (pág. 220): “El negocio comercial se convierte en una especie de pseudoterapia; el consumidor, en un paciente tranquilizado por psicodramas”.

            El exceso de información no conlleva un estado de “enriquecimiento”, de “perfeccionamiento intelectual”, sino más bien de “distracción” y “simplificación” de nuestra psique. Somos incapaces de digerir y organizar el enorme flujo de datos que recibimos cada día; por ello tendemos a archivarlos de una manera “simplista”, a colocarles una etiqueta. Como dice Giovanni Sartori, vivimos en un estado permanente de confusión mental, acompañado por un éxtasis visual constante.

            (En los anuncios, en las secuencias de acción y en los videoclips suele presentarse una imagen nueva por segundo, o incluso más. Tal saturación de información provoca lo que los psicólogos llaman “reacción orientadora”, una atracción irresistible de la atención del espectador hacia la pantalla que podemos asimilar al “hipnotismo”.)

            Esa obsesión por la hipercomunicación no nos acerca a la realidad, sino bien al contrario: nos sume en el hermetismo, en el aislamiento, en el estupor, en nuestro propio vacío. Según Carlos Fresneda (“Apaga y vámonos”, revista Integral):

 

      “Esta incultura de quita y pon, esta sobredosis de noticias fugaces e inconexas, no sirven más que para alimentar el frenesí y formar un viscoso barrizal a la altura de nuestras entendederas”.

 

            Estoy completamente de acuerdo con este mismo autor cuando dice, citando a Theodore Roszak: “La mente piensa con ideas, no con información”. Las ideas son elaboradas por nuestro cerebro: nosotros somos sus autores. La información nos viene dada desde fuera, con el ritmo y la intensidad que conviene a la fuente que la suministra. Nosotros somos libres para darla por buena, o no, pero existen multitud de técnicas que nos inducen a aceptar de forma acrítica esa misma información: técnicas subliminales, encubiertas, que generalmente juegan con nuestro propio ego, con nuestra vanidad, con nuestra debilidad o con nuestra ignorancia. Es lo que en términos técnicos se llama “intoxicación subliminal televisiva”.

            Marshall McLuhan acuñó la frase “El medio es el mensaje”. Ésta ilustra la idea de que, en el mundo moderno, lo importante no es el caramelo, o l’eau de cologne, sino la parafernalia que envuelve al producto: mejor mientras más “original” y raro es su envase; mejor mientras más cursi o ñoño es su diseño; mejor mientras más ridículo y empalagoso es el mensaje publicitario que lo da a conocer entre los consumidores.

            La televisión se ha convertido en un producto de consumo pasivo. Para el espectador medio no supone una fuente de conocimientos, o un estímulo para su imaginación, sino un sedante, una tregua, un paréntesis en la dura cotidianeidad. Como afirman M.A. Erausquin et. al. (pág. 29): “Toda la célula familiar se convierte, en última instancia, en un grupo de consumidores de espectáculo servido a domicilio y buscadores de diversión-producto en lugar de diversión activa”.

            La televisión provoca en el espectador un estado de hipnosis y dependencia similar, en sus efectos, al producido por algunos estupefacientes y narcóticos. Según R. Kubey y M. Csikszentmihalyi (“Psicología de adicción a la televisión”, Investigación y Ciencia de abril del 2002) el adicto a la televisión, como el adicto a las drogas:

 

            - La consume más de lo que debiera, siendo consciente de ello.

            - Hace inútiles intentos para reducir su consumo.

            - Sacrifica importantes ocupaciones y actividades en beneficio de su adicción a la televisión.

            - Manifiesta síndrome de abstinencia cuando no puede acceder a ella.

 

            Como en el caso de las drogas, el efecto relajante (o estimulante) de la televisión dura mientras persiste su efecto –o influjo-. Cuando el telespectador apaga el aparato experimenta, por un lado, un sentimiento de culpa (siente pesar por no hacer algo más productivo), y por otro, un renacimiento de la angustia o del estrés que le induce a engancharse a la pequeña pantalla.

            La televisión como remedio, la televisión como terapia, la televisión como evasión puede ser una forma no demasiado dañina –a corto plazo- de “desengancharse del mundo”, de “matar el rato”, sin las desagradables consecuencias que se desprenden del uso irresponsable de las drogas “duras”. Tal es su relevancia en nuestra sociedad que, de acuerdo a M.A. Erausquin et. al. (pág. 21), en el Estado de Nueva York el televisor está incluido entre los bienes que no pueden ser embargados, al igual que las sillas, las mesas, las camas y los utensilios de cocina.

            Ello no obstante, su abuso puede dejar una marca indeleble, no tanto en el adulto (éste ya tiene claro su “trayectoria vital”) como en el niño. En el próximo apartado me referiré a la conflictiva relación entre la televisión y los niños.

 

Televisión y niños

 

            Neil Postman (pág. 29) nos ofrece un apretado bosquejo de las consecuencias del consumo excesivo de televisión entre los niños:

 

      “Los niños llegan a la escuela habiendo sido profundamente condicionados por las deformaciones de la televisión. Allí se topan con el mundo de la palabra impresa. Una especie de batalla psíquica tiene lugar y se producen muchas bajas: niños que no pueden aprender a leer o no quieren, niños que no pueden organizar su pensamiento en una estructura lógica ni siquiera en un párrafo sencillo, niños que no pueden prestar atención a las clases o a las explicaciones durante más de unos pocos minutos seguidos. Son fracasados, pero no porque sean estúpidos. Lo son porque se está desarrollando una guerra entre medios [el medio televisivo y el medio impreso], y ellos están en el lado equivocado… Al menos por el momento”.

 

            La televisión puede ser una herramienta didáctica, y también un grave problema. En la televisión británica existe una arraigada tradición de “programación educativa”, dirigida específicamente a los niños. Pero alrededor de ella se ha desarrollado asimismo un desmesurado mercado de bienes de consumo (muñequitos, vídeos, discos, juguetes, etc.) De este modo lo que podría ser un instrumento pedagógico se acaba convirtiendo en un gran supermercado de objetos inútiles (y muy caros, por cierto).

            ¿Quién no se acuerda de Epi y Blas, de la ranita Gustavo, del monstruo de las galletas y de la gallina Caponata? Todos estos entrañables personajes de la factoría de Barrio Sésamo son un referente obligado de la televisión educativa para niños. Su creadora, la norteamericana Joan Ganz Cooney, se propuso desde su comienzo en la cadena pública PBS (en 1969), con el apoyo del maestro de marionetas Jim Henson, emplear el enorme influjo de la televisión para acercar a los niños al mundo del conocimiento. Con Barrio Sésamo se pretendía integrar a las razas, incidir sobre los niños de los barrios marginados, entretener, divertir y enseñar. 

            (Lo de menos es que esta enseñanza se reduzca al consabido “arriba-abajo”, “uno-dos-tres-cuatro”, “beee-muuu-iiiiih” que, supuestamente, pretenden situar a los niños en su entorno, y organizar sus estructuras mentales.)

            Lo cierto es que no está demostrado que estas técnicas de telemarketing al servicio de la pedagogía hayan aumentado significativamente las aptitudes matemáticas o verbales de los pequeños televidentes. Bien al contrario, un espacio televisivo que fue concebido inicialmente como un programa educativo, se ha acabado convirtiendo en el epítome de la mercantilización de la programación para niños, mediatizada por atractivos efectos visuales que no ayudan al educador a inculcar en los niños el esfuerzo y la disciplina imprescindibles para adquirir los conocimientos necesarios para su desarrollo intelectual y vital.

            En 1997 más de 700 niños japoneses hubieron de ser llevados al hospital, de urgencias, porque sufrían “ataques epilépticos estimulados ópticamente”. ¿La causa? Una brutal sesión de brillantes ráfagas luminosas de un episodio de la serie Pokémon. Otras series infantiles, así como ciertos juegos de ordenador, los deja cansados, mareados y con náuseas.

            No nos engañemos, todas estas series, programas educativos o espacios de evasión no pretenden hacer a nuestros hijos más abiertos, integrados o despiertos, sino todo lo contrario. El que aquí personalmente escribe sabe de lo que está hablando: lo que importa a la hora de diseñar un programa infantil no es que distraiga y eduque a nuestros hijos, sino incrementar a toda costa el share del índice de audiencia, a costa de otras cadenas. Y en una competencia de este tipo la calidad (de la programación) está reñida con la cantidad (de telespectadores).

            La programación infantil es la puerta de entrada de los niños al consumismo y a los valores (mejor dicho, a la falta de valores) característicos de nuestra actual forma de vida. La televisión separa a las familias (no las une), porque mientras que está en marcha es difícil establecer una comunicación coherente. La televisión diluye la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos, al convertirse de hecho en un “canguro” electrónico, que los distrae y relaja mientras los padres están pendientes de otras ocupaciones. La televisión abstrae a los niños, restando tiempo a su interacción con otros niños, o a actividades más creativas como jugar, leer o simplemente, incordiar a los demás.

            Pero la televisión puede tener efectos incluso más perjudiciales para nuestros hijos. Hay quien dice que los evade de la realidad, o que –peor aún- les puede hacer confundir la realidad con la fantasía (término que hoy día ha sido sustituido por el de “realidad virtual”). La abundancia de pequeños aquejados por pesadillas, de niños que emplean –a edades desacostumbradas- una violencia verbal y física inauditas (sin duda, a imitación de sus héroes televisivos), o de menores con comportamientos similares a aquellos que han sufrido abusos sexuales o agresiones físicas (por haberlas vivido a través de la televisión), serían –según algunos- señales de alarma por los efectos de la televisión sobre nuestros hijos e hijas.

            Existe un debate acerca de si la televisión actúa a modo de “catarsis” o de “mímesis”. Algunos afirman que las series, cartoons o películas violentas provocan una descarga de agresividad y energía entre los pequeños, y que eso les relaja. Otros, por el contrario, opinan que las escenas violentas les inducen a repetirlas. Hay quien, por último, afinando más, distingue entre la violencia cartoon y la violencia standard, es decir, la que tiene propósitos cómicos, y las que está sólidamente engarzada en un guión.

            Sea como sea, como se suele decir: “El movimiento se demuestra andando”. Animo al lector a que reflexione sobre si nuestros hijos son en la actualidad más aplicados, respetuosos, tolerantes y pacíficos que –digamos- veinte años atrás. Si no es así, es de presumir que la influencia de la televisión pueda tener algo que ver. Si, en cambio, nuestros hijos son hoy día algo mejores que hace veinte años, tal vez nuestros aparatos de televisión sean unos “canguros” fantásticos…

 

Evasión o inopia

 

            En este capítulo hemos hecho un repaso a varios tipos de “soma”, que al igual que en el Mundo Feliz de Aldous Huxley, nos contentan, nos relajan y nos evaden de la realidad. De una manera u otra, tienen costes inducidos: económicos, ecológicos, psíquicos o físicos. Todos son usados en esta hipócrita sociedad para ayudarnos a descargar nuestra tensión latente, nuestra energía desbocada, nuestra violencia irreprimible, nuestra frustración inconfesable. Y para que unos pocos obtengan de ello unos pingües beneficios.

            Algunos tipos de soma son legales y están tolerados –e incluso prestigiados- por nuestra sociedad. Otros son ilegales y son reprimidos con dureza (especialmente entre sus consumidores y entre los pequeños traficantes). Y también los hay que son menos dañinos a nivel individual, pero más embotantes o estupidizantes a nivel global (me estoy refiriendo, por supuesto, a la “caja tonta”: la televisión).

            Nuestra sociedad nos da el mal y su remedio. ¡Loada sea nuestra sociedad! 

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