¿Cómo de limpia está la lechuga?
La alimentación: un derecho básico
Dicen que quien se hace muchas preguntas acaba pareciendo estúpido; pero quien no se hace ninguna lo es sin remedio. Esta frase es aplicable al tema que nos ocupa. El ciudadano medio no tiene tiempo ni ganas de estar preguntándose si lo que come es realmente saludable: da por hecho que lo es. Sabe que si, al comprar una docena de huevos, o al consumir un pastelito, es víctima de una salmonelosis, la ley lo ampara y podrá exigir responsabilidades. ¿Pero se ha preguntado si los alimentos que consume son del todo seguros a largo plazo? ¿Si los aditivos o pesticidas que contienen, y que por otro lado son tan difíciles de eludir, acaso no estarán hipotecando su salud? El ciudadano “confiado” se sentirá satisfecho en su ignorancia; pero la alternativa del ciudadano “preocupado” no es mucho mejor: o bien será un infeliz, o bien tendrá que gastarse buena parte de sus ingresos en productos “orgánicos”.
Cuando cogemos un carro de la compra y nos dirigimos al supermercado, podemos adoptar dos posturas: la del consumidor pasivo a quien no le interesa lo que ponga en las etiquetas, y que compra lo primero que le venden si es que es más barato; o la del consumidor activo que mira con lupa la composición de los alimentos, o si el producto que compra tiene unas mínimas garantías de higiene y seguridad, aunque eso le suponga pagar más dinero.
No se trata de personalizar sobre la existencia de dos “consumidores-tipo”: el racional y el irracional, o bien el concienciado y el no concienciado. En este artículo parto de la base de que, al igual que no debería existir –desde mi punto de vista- un sistema de salud diferencial para ricos y para pobres, o una educación para ricos y otra para pobres, no es admisible que existan dos estándares de consumo de productos básicos: el de los ricos y el de los pobres. Ya sé que este ideal no es más que eso, un deseo bienintencionado. La realidad es como es, y las estadísticas continúan demostrando que los ricos viven más –y mejor- que los pobres; y que en la práctica la educación superior no es un bien al alcance de todos.
Pero por lo que se refiere a la calidad de vida, hay unos estándares mínimos que se deberían respetar, en beneficio de todos los ciudadanos por igual. No es admisible que para comer “bien”, y para comer “sano”, debamos pagar mucho más, porque pura y simplemente ello supone un agravio comparativo para los que no pueden permitirse ese lujo. Y hay que tener en cuenta que la alimentación forma parte de esa categoría de bienes llamados “inelásticos” (de primera necesidad), que suponen un esfuerzo económico relativamente mucho mayor para las familias más pobres.
La solución a los problemas de higiene y seguridad en los alimentos no viene dada por la creación de dos categorías de productos: “orgánicos” y “de consumo masivo”; porque estos bienes no son “lujos”, sino que forman parte del “mínimo vital” al que cada uno tiene derecho. Es por ello que en lugar de potenciar la “libertad de elección” entre ambos tipos de productos, en aplicación de la filosofía liberal, se ha de “regular” convenientemente la implantación de unos estándares, o requisitos mínimos, para garantizar la seguridad y la calidad de los alimentos que ingerimos. Es decir, todos los alimentos deberían ser “orgánicos” por igual, y si por ello hemos de pagar un poco más, siempre habrá fórmulas (de tipo fiscal o de rentas, por ejemplo) para compensarlo.
La legislación vigente garantiza una serie de estándares de calidad que, formalmente, todos los productores han de cumplir. Pero en la práctica –como demuestra el caso de ciertos alimentos provenientes del Sudeste de la Península Ibérica- éstos no se respetan con todo el celo debido. De este modo, en aras a un supuesto objetivo de “garantizar el abastecimiento” de la población, estamos sometiendo a nuestros cuerpos a un duro castigo que, con los años, tal vez nos pasará factura.
Todo el mundo tiene perfecto derecho a pagar más por disfrutar de una televisión privada de pago; pero el Estado ha de garantizar que todos podamos adquirir unos alimentos de calidad, sin tener por ello que pagar mucho más a cambio. La manera de evitar esta discriminación –el diferente esfuerzo relativo de ricos y pobres para poder acceder a una alimentación de calidad- es garantizar que todos, absolutamente todos los productos que llegan a nuestra mesa, sean verdaderamente sanos y naturales.
El caso del llamado “síndrome de la colza”
El mes de mayo de 1981 pasará a los anales de la infamia por –tal vez- la peor intoxicación que ha tenido lugar en la Historia de España. El niño Jaime Vaquero tuvo el dudoso honor de ser la primera víctima del llamado “síndrome tóxico de la colza”. Tras él se produjeron más de mil muertes, y 25.000 personas se vieron gravemente afectadas por este mal.
El año 2001, veinte años después, una investigación del periodista británico Bob Woffinden, publicada en The Guardian, echó por tierra la tesis oficial de que tal “síndrome tóxico” fue causado por una intoxicación alimentaria con origen en un aceite adulterado con anilinas. En su lugar, sacó a luz la postura del primer técnico que estudió este fenómeno: Antonio Muro, director en funciones del Hospital de la Paz de Madrid en aquellos momentos. Éste afirmaba, al igual que el doctor Ángel Peralta, que los síntomas se correspondían con un envenenamiento por plaguicidas organofosforados. No en vano, las dificultades respiratorias, los mareos, las náuseas, el edema pulmonar, los dolores musculares y las alteraciones neurológicas no son extrañas a este último tipo de intoxicaciones.
El doctor Muro atribuyó al envenenamiento a un ingrediente presente en las ensaladas, que posiblemente se continuaba vendiendo en los mercados. Dos días después de su informe al Ministerio de Sanidad éste es destituido, según se afirma “por razones de salud”. Sancho Rof, a la sazón ministro de Sanidad, ateniéndose a la versión oficial de la “neumonía atípica”, explica que ésta está causada por un bichito tan pequeño, “que si se cae de esta mesa se mata…” Ejemplo magistral de pedagogía al servicio de la (des)información pública.
El gobierno nombró una comisión de estudio en la que, significativamente, el doctor Muro no estaba incluido, a pesar de que él era en esos momentos la persona que más sabía sobre el tema. Mientras tanto, los casos se multiplicaban: los encontramos en Madrid y Andalucía, en su mayor parte. El 10 de junio Televisión Española, fiel a su función de “servicio público”, nos “informa” de que es el aceite industrial adulterado el causante de la enfermedad. Este extremo es confirmado por el Ministerio de Sanidad el día 21 del mismo mes.
Mientras tanto, el doctor Muro seguía –por su cuenta y riesgo- con sus investigaciones. En junio del mismo año, sus pistas le llevaron a los tomates de los invernaderos de Almería: estas hortalizas se habían comercializado sólo una o dos semanas después de haber sido rociadas con plaguicidas, sin respetar el plazo indicado. Luis Frontela, catedrático de medicina legal de la Universidad de Sevilla, comunicó por su parte que –a raíz de estudios realizados en laboratorio- creyó detectar el agente causante de la enfermedad: el plaguicida sistémico Nemacur, de la casa Bayer (prohibido en Alemania y en otros países, pero de uso en España en esos momentos), tal vez combinado con otros plaguicidas más. El Nemacur fue prohibido algunos años después, aunque no fuera oficialmente relacionado con el síndrome tóxico.
Como ya he adelantado, la versión oficial achacó el origen del mal al aceite mezclado con anilinas. Esta tesis fue aceptada –con reticencias- por la Organización Mundial de la Salud en 1992. Pero como afirma el periodista Bob Woffinden, buena parte de los afectados ni siquiera habían consumido dicho aceite. De todos modos, si pretendían acceder a la “lista de afectados”, única posibilidad de obtener compensaciones o ayudas del Estado, no les quedaba más remedio que “aceptar” que tomaron aceite adulterado. Curiosamente, la extraña “epidemia” empezó a remitir diez días antes del anuncio de Televisón Española, y un mes antes de la retirada del aceite de colza manipulado del mercado. Además, el aceite se había vendido también en regiones donde no se había producido ni un caso de “neumonía atípica”.
El “síndrome tóxico” se cobró no sólo “víctimas” del lado de los consumidores, sino también del de los investigadores interesados por el caso. Algunos de los que no se ajustaron a la versión oficial (como Antonio Muro o Enrique Martínez de Genique) fueron cesados o relevados de su cargo.
Tanto las autoridades de la UCD, como las del PSOE, en años posteriores, defendieron a capa y espada la versión del aceite adulterado. En 1989 los vendedores de este aceite fueron condenados, a pesar de que no se consideró probado que aquél fuera el agente tóxico.
(Las anilinas y las anidinas empleadas para desnaturalizar el aceite resultan mortales sólo en dosis mucho mayores, y de todos modos los síntomas de este tipo de intoxicación son muy diferentes a los que presentaban los enfermos del “síndrome tóxico”.)
¿Por qué este interés en ocultar la verdad? Sólo cabe una explicación: la tesis del “aceite manipulado” es la más conveniente, porque sólo afecta a un tipo de ciudadanos de bajo poder de consumo: es decir, pobres. Éstos compraban su aceite –ilegal y sin garantías, por supuesto- a proveedores “no ofiiciales”, y solían concentrarse en barrios humildes. Es decir, su perfil está lejos del “consumidor medio”, y tienen la característica de adquirir un producto “no registrado”, por el que la Administración no se siente responsable. Además, al concentrarse en un sector muy localizado de la población, este caso no provoca “alarma social”.
Pero hay otra razón igualmente poderosa: en vísperas de la integración en la Comunidad Económica Europea (posteriormente la Unión Europea) no convenía airear que los productos agrícolas españoles pudieran ser potencialmente “tóxicos”, o peligrosos para la salud. El caso es que, después del escándalo del “síndrome tóxico”, el abuso de los plaguicidas organofosforados ha continuado, y el epicentro de todas las críticas vuelve a estar en los invernaderos de Almería.
El mes de febrero del 2000 la revista alemana Der Spiegel reveló que la Confederación Alemana de Comerciantes de Fruta y Hortalizas, al analizar unas muestras de pimientos de Almería, encontró residuos por encima de lo permitido de tres plaguicidas. Aunque esto era lo habitual, esta vez se vieron sorprendidos por la especial gravedad de la citada infracción. En lugar de publicitar el caso, optaron por advertir del problema a la Cámara de Comercio Española en Frankfurt. Sin embargo, este hecho llegó a oídos de una parlamentaria de los Verdes en el Parlamento Europeo. El primer informe público de la Comisión que estudió el escándalo dictaminó que al menos una muestra contenía una concentración de un agente altamente tóxico ochocientas veces mayor de lo permitido. Centenares de muestras presentaban niveles alarmantes de concentración de sustancias tóxicas.
(La presencia de plaguicidas en los alimentos ha sido relacionada con una mayor incidencia de casos de cáncer, malformaciones, esterilidad, y alteraciones neurológicas, hormonales e inmunitarias.)
Más escándalos alimentarios
Éste es el escándalo más sonado en materia de seguridad de los alimentos en los últimos veinticinco años, pero no es el único. Refresquemos la memoria con algunos más:
- En 1996 salta a la luz en Inglaterra el llamado “mal de las vacas locas”; técnicamente: “encefalopatía espongiforme bovina”. En 1999 se extiende a Dinamarca, y en el 2000 al resto de Europa, incluida España. Este mismo año aparece también el “mal de los corderos locos”. Ya se han contabilizado más de un centenar de muertos entre seres humanos.
- En 1999 en Bélgica se destapa el caso de los “pollos locos”, que afectó también a vacas y cerdos alimentados con un pienso con alto nivel de dioxinas, un compuesto químico cancerígeno. Centenares de explotaciones avícolas, vacunas y porcinas empleaban este tipo de alimentación para sus animales.
- También en 1999 los refrescos de cola de una conocida marca, embotellados en Francia y en Bélgica, estaban contaminados posiblemente con fungicidas. El contenido del gas carbónico estaba en mal estado.
Esto por lo que se refiere a los “escándalos” que han sido objeto de atención pública en los últimos años. Pero como dije al principio de este artículo, de forma habitual estamos consumiendo una serie de productos altamente tóxicos (y por tanto peligrosos) sin ser conscientes de ello. Pondré unos cuantos ejemplos:
- En otro artículo me referiré al riesgo de consumir pescado de alta mar “rico” en metales pesados. Pero es que además el pescado de piscifactoría es alimentado, como las “vacas y los pollos locos”, con harinas animales que pueden contener restos de dioxinas y antibióticos (e incluso de sustancias químicas como los PCB), si no son de excelente calidad.
- Algunos de los alimentos “enriquecidos con calcio”, como las leches, lo obtienen de cualquier cosa menos de la leche: de harinas de huesos animales, de fuentes minerales (dolomita, conchas de ostras, etc.), etc. Tanto en un caso como en otro suelen contener cantidades significativas de plomo, material altamente tóxico que produce una grave enfermedad conocida como “saturnismo”.
- Los pollos son atiborrados de antibióticos, que pasan a las personas, generando resistencias que pueden ser potencialmente peligrosas para su salud.
- Las leches, mantequillas y yogures pueden contener restos de antibióticos y hormonas empleados para el engorde del ganado y para el incremento de la producción de leche.
- Se calcula que un tercio de la carne de vacuno que llega a nuestras mesas está tratada con “clombuterol” (cuya misión es el engorde artificial del ganado), hormonas (tetosterona, estradiol, zeranol, trembolona) y antibióticos. En los últimos años se han producido entre los consumidores centenares de casos de intoxicación por clombuterol, con los siguientes síntomas: temblores, palpitaciones, taquicardia y vértigo.
- Hasta que llega al consumidor, una fruta recibe una media de 20 a 25 tratamientos fitosanitarios. Una fracción de los pesticidas queda adherida a la piel de la fruta. Prácticamente la totalidad de verduras y hortalizas “no orgánicos” contienen restos de nitratos y abonos, así como de pesticidas y metales pesados. Tanto en un caso como en otro, es necesario lavarlas con abundante agua, y en el de agunas frutas, es preferible pelarlas.
- Las harinas pueden contener restos de pesticidas. La bollería y pastelería intensiva emplea grasas de origen animal o vegetal que contribuyen a que aumenten los niveles de ácidos grasos en la sangre, causantes de elevados niveles de colesterol.
- En abril del 2002 la Administración Nacional de la Alimentación sueca anunció, en una conferencia de prensa, el hallazgo de elevadas dosis de una sustancia llamada “acrilamida” en una amplia selección de alimentos preparados. Por lo visto, esta sustancia cancerígena es originada por el calentamiento a altas temperaturas (más de 120 ºC), a través de procesos como la fritura, el asado o el horneado, de alimentos como patatas fritas y derivados del cereal (galletas, tostadas, etc.)
Las cosas no son lo que parecen
Cuando vemos un fruto con picaduras de insectos o aves, un tomate algo “arrugado”, o una manzana con una piel irregular o no lo suficientemente lustrosa, solemos rechazar este producto, al parecernos de “peor calidad” que esos mismos alimentos impolutos, limpios de taras, brillantes y relucientes. El primero suele ser “orgánico”, es decir, natural y sin manipulaciones; el segundo ha sido criado en invernadero, o en condiciones de producción “convencionales”.
El primero es más “feo”, pero suele ser más nutritivo y está libre de residuos de plaguicidas; el segundo es más “bonito”, pero tiene menos propiedades nutritivas, y a veces está tan contaminado que ni lavándolo podemos liberarnos de las sustancias tóxicas que acumula. El primero ha sido abonado con estiércol procedente de explotaciones ganaderas ecológicas; al segundo le han sido aplicados abonos químicos que aportan los nutrientes (nitrógeno, potasio y fósforo, fundamentalmente) que necesita la planta. El primero ha sido plantado en una tierra donde se efectúa la llamada “rotación de cultivos”; el segundo en un suelo desinfectado con productos químicos altamente tóxicos (bromuro de metilo, por ejemplo).
El producto “orgánico” crece a un ritmo pausado, natural: el agricultor de tomates sólo consigue dos cosechas al año. El producto “convencional” crece mucho más rápidamente, y el agricultor obtiene entre tres y cuatro cosechas al año. La tomatera “ecológica” da unos tomates algo más pequeños en su parte superior, mientra que la tomatera “manipulada” mantiene el calibre de los tomates tardíos gracias a la aplicación de amoníaco. El agricultor ecológico acaba con las plagas con la escarda o el motocultor; el agricultor convencional aplica cualquiera de los 18 herbicidas de síntesis autorizados en España.
Por lo que se refiere a las plagas, el agricultor ecológico o bien espera a que los depredadores naturales acaben con ellas, o bien aplica fungicidas o insecticidas biológicos o minerales llamados de contacto, o de ingestión, y siempre en las zonas afectadas. En cambio, el agricultor convencional emplea plaguicidas sistémicos que, a través del agua de riego, llegan a todas las plantas por igual, estén sanas o infectadas. Y no siempre respeta la normativa por lo que se refiere a la recogida de los tomates hasta pasado un determinado número de días después de la aplicación del plaguicida, por temor a perder una parte de la cosecha.
(Cada año mueren miles de campesinos en el mundo a causa de la intoxicación por plaguicidas de síntesis. Si los plaguicidas son sistémicos, éstos penetran en la planta a través de la savia, por lo que resulta inútil deshacerse de ellos lavándolos o poniéndolos en remojo. Los residuos se esparcen por el aire, el suelo y las aguas subterráneas, contaminándolos. Pueden acumularse en nuestros tejidos. Algunos compuestos químicos, como el endosulfán, alteran el sistema endocrino y son potencialmente cancerígenos.)
Los defensores del sistema “orgánico” de cultivo, frente al sistema “intensivo” (o convencional), aseguran que un agricultor que aplique correctamente las prácticas agrícolas naturales (rotación de cultivos, fertilización a través del estiércol animal, biodiversidad, cultivos intercalados, etc.) puede obtener unos rendimientos por hectárea comparables al que use los métodos convencionales (se habla de un 94% de los resultados de la agricultura intensiva). Estas prácticas ahorran, asimismo, al medio ambiente y a nuestra propia salud, una serie de gases de efecto invernadero y productos tóxicos contaminantes que pueden tener graves repercusiones en el futuro.
Sin embargo, algunos expertos aseguran que esta visión “idílica” de la agricultura orgánica se contradice con la vida real, en la que miles de millones de bocas han de ser alimentadas día a día. Según la tesis oficial, este objetivo puede ser únicamente garantizado a través de la agricultura convencional. Ésta es potencialmente más contaminante, pero también tendría sus ventajas. Por ejemplo: la agricultura convencional puede permitirse el lujo de no poner tierras en barbecho, como es imperativo en la agricultura orgánica, lo que a la postre aumenta los rendimientos del suelo. Un experto ha afirmado que dejar de emplear los fertilizantes sintéticos reduciría a la mitad las cosechas de cereales. De este modo se incrementaría el hambre y el precio de los productos básicos.
Luces y sombras de los pesticidas
Llamamos pesticida a “toda sustancia química, natural o sintetizada, utilizada en agricultura para controlar los diversos organismos perjudiciales”. Entre ellos encontramos insecticidas, herbicidas, fungicidas, nematicidas (que destruyen gusanos parásitos de las partes subterráneas de los vegetales), etc.
Los pesticidas han sido empleados desde antiguo. Los griegos ya conocían las propiedades fungicidas del azufre; los romanos (según Plinio) recomendaban el arsénico para matar insectos; durante la Edad Media el acónito era empleado para eliminar roedores…
Existen básicamente cuatro tipos de pesticidas: de contacto, de ingestión, de inhalación (fumigantes) y sistémicos (que son absorbidos por las plantas a través de la savia). Su amplio uso se explica porque su aplicación reduce de forma dramática las pérdidas en la cosecha originadas por la incidencia de determinadas plagas: de malas hierbas, de insectos, de hongos, etc.
Se estima que entre 1885 y 1958, en Estados Unidos, las pérdidas en la cosecha de manzana eran habitualmente del 70%. Con la introducción de métodos de lucha química contra las plagas este porcentaje se ha reducido hasta un 2%. En Japón los rendimientos de las cosechas de arroz, gracias a la introducción de estos agentes químicos, se han incrementado desde 27 quintales por hectárea en 1941, a 60 quintales por hectárea en 1975.
Pero como ya hemos dicho de forma reiterada, “no hay progreso sin riesgo asociado”. ¿Cuál es el riesgo del uso de pesticidas en la agricultura intensiva de nuestros días?
En primer lugar, los pesticidas tienen un impacto considerable sobre la ecología. Uno de sus muchos efectos sobre el medio ambiente (además de polucionar las aguas, especialmente en las capas freáticas) es la destrucción sistemática de millones de bacterias, hongos, algas, protozoos, y pequeños invertebrados (como lombrices y artrópodos), organismos que desempeñan un importante papel en el mantenimiento de la fertilidad y en la estructura del suelo. De este modo el suelo se empobrece, se agota, y finalmente es víctima de la erosión. Millones de toneladas de mantillo son arrastradas anualmente por los ríos y los arroyos. Y recordemos que un suelo sin mantillo es un suelo infértil, muerto.
La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos calcula que una tercera parte del mantillo productivo de este país se ha perdido para siempre. Y lo que es peor: tratar de compensar este estrago con la aplicación de un número ingente de toneladas de abonos químicos, en aplicación del principio de “entropía negativa” explicado al principio de esta obra, no hará sino agravar el problema (suelen emitir gases de efecto invernadero).
En segundo lugar, lo que es igualmente grave, se calcula que un 60% de los herbicidas, un 90% de los fungicidas, y un 30% de los insecticidas son potencialmente cancerígenos. A pesar de ello, en aplicación del sacrosanto principio de la “maximización de la producción”, poco se ha hecho por aminorar el uso de estas sustancias químicas en los campos de cultivo.
(La OCU –Organización de Consumidores y Usuarios de España- alerta del alto contenido en nitratos de algunas verduras, como acelgas, repollos y espinacas, a causa del abuso de fertilizantes. Los nitratos son cancerígenos a largo plazo y a altas dosis. El País, 31 de julio del 2003.)
El ejemplo más visible del uso intensivo de pesticidas lo encontramos nuevamente en el modelo de agricultura “de invernadero” tan propio de la fachada sudoriental de la Península Ibérica, especialmente en Almería. Puestos en línea recta, los invernaderos de esta provincia llegarían hasta Berlín. Pero sus implicaciones para nuestra salud pueden ser tan alargadas como sus colosales dimensiones a nivel espacial y económico.
En esta zona, años y años de uso abusivo de todo tipo de productos tóxicos ha envenenado el suelo de forma irreparable; y no sólo eso: también la salud de los trabajadores de los invernaderos, y potencialmente la de todos aquellos que consumimos los alimentos producidos allí. Tal como afirma Helena Migueiz y Cristian Añó, en el artículo “El final de la gran cosecha” (revista Integral):
“El modelo productivo de la agricultura intensiva da muestras de haber cerrado una etapa. Ajustarse al concepto de calidad de las grandes distribuidoras multinacionales es la huida hacia delante del sector”.
La carne es débil
Hace algún tiempo la carne era un producto de lujo: su consumo era distintivo de las “clases pudientes”; es decir, adineradas. Los pobres a duras penas podían consumir sopa de ajo, y tal vez algunos despojos. Pero lo que son las cosas: las tornas han cambiado. Ahora son los pobres los que comen más carne (a veces, de forma desaforada), y los ricos se han orientado hacia una dieta más “vegetariana”, en la que prima el consumo de frutas, hortalizas y verduras.
Con la intensificación de la ganadería y de la pesca, su consumo se ha “democratizado”. Tanto que su precio es –en pesetas constantes- cada día más bajo, a pesar de que la demanda crece y crece. ¿Cómo se explica la aparente paradoja de que el precio de la carne disminuya, a pesar de que su consumo aumente? Muy fácil: ahora veremos a pocos terneros pastar en los verdes prados: más bien los encontraremos “estabulados” en enormes factorías de engorde de ganado llamadas eufemísticamente “granjas”.
En éstas, las vacas se alimentan con maíz, otros cereales, y legumbres (como soja, que posiblemente será transgénica), así como –de vez en cuando- con heno y hierba. No hace mucho (hasta 1996) en su dieta también entraban piensos de origen animal, que como veremos, son la causa de la enfermedad conocida como “encefalopatía bovina espongiforme”.
Conviven apiñadas en boxes individuales, y pueden estar atadas. Se les suele suministrar hormonas para el engorde rápido y antibióticos para paliar el deterioro producido por el hacinamiento, así como por las duras condiciones de su vida en la granja. No olvidemos que los sistemas de producción intensiva a los que están sometidos estos animales favorecen la aparición y diseminación de agentes infecciosos. El uso abusivo de los antibióticos explica asimismo la implantación de bacterias resistentes también entre los humanos.
El llamado “mal de las vacas locas”, así como su variante humana (enfermedad de Creutzfeldt-Jacob), es el resultado lógico de un modelo alimentario de características industriales, en el que se prima la rentabilidad a la seguridad, y en el que se rompen todas las barreras impuestas por la Naturaleza. Pervertir la alimentación herbívora de las vacas, y sustituirla por una alimentación carnívora (a través de piensos con proteínas animales) para conseguir que engorden más rápido es, en esencia, un hecho intrínsecamente demencial.
La “encefalopatía espongiforme bovina” es causada por una proteína llamada “prión”, que se encuentra en el cerebro de muchos mamíferos. A menudo ésta muta, adquiriendo una configuración distinta a la normal. Si el ganado bovino es alimentado con piensos de animales contaminados que contienen estos priones patógenos, esta enfermedad se va incubando (desde el intestino hasta el sistema nervioso central), causando un daño celular irreparable. Pero para ello una res ha de tener al menos 24 meses de edad.
La utilización de harinas y piensos cárnicos para la alimentación de las reses, así como el uso masivo de hormonas y antibióticos, son ejemplos claros del nivel de degradación al que ha llegado la producción masiva de carne para satisfacer una demanda creciente. Además de los riesgos propios de la ingesta de carne contaminada con priones infecciosos (en el caso de las vacas locas), o con dioxinas (en el caso de los pollos), nos encontramos con un grave problema de salud: obesidad, enfermedades vasculares, infartos, etc.
Algo parecido está sucediendo con el “cultivo” de peces de granja, conocido como “acuicultura”. Este negocio, que en principio es un buen sistema para proteger los caladeros de pesca de alta mar, no está exento sin embargo de riesgos y contradicciones. Como en el caso de las granjas de reses animales, los peces viven hacinados, son alimentados con piensos (de harinas y grasas de pescado, aunque también se emplean en ocasiones piensos cárnicos), se acelera su crecimiento con hormonas, y se controla su salud con antibióticos, compuestos químicos (entre los que encontramos insecticidas organofosforados y formaldehídos) y desinfectantes.
(Recientemente se ha determinado que los salmones de piscifactoría pueden llegar a concentrar PCBs –una sustancia química cancerígena- en una proporción que supera en 16 veces a la de los salmones salvajes, como consecuencia de la alimentación a través de piensos fabricados a partir de pescados molidos que han absorbido gran cantidad de esta sustancia tóxica en aguas contaminadas. El País, 1 de agosto del 2003.)
Manipulación de los alimentos
No pensemos que los riesgos para la salud humana derivados de una alimentación fuertemente manipulada acaban con la producción de los alimentos. Una vez que éstos entran en la cadena de procesado y distribución, continúan a unos niveles si cabe más acusados.
Imaginémonos que hiciéramos una fotocopia de una foto a todo color. Su primera copia aún puede conservar buena parte de las propiedades del original; pero la copia de la copia será sin duda un triste reflejo de la foto; y no digamos la copia de la copia de la copia, y la copia de la copia de la copia de la copia… Al final, llegará un momento en que de la imagen original sólo quedará un borrón informe.
Algo parecido sucede con los alimentos que ingerimos cada día. Como dije más arriba, hasta que llega al consumidor una fruta recibe una media de 20 a 25 tratamientos fitosanitarios. Además, muchas veces ocurre que entre el momento en que la fruta es recogida y el momento en que es comercializada transcurren varios meses. Ello sucede porque en ocasiones este producto proviene de un lugar lejano y “exótico” (el kiwi de Nueva Zelanda, o la manzana de California). Así pues, ¿cómo esperamos que lleguen a nosotros sus propiedades nutritivas intactas? Entre el sabor original de la manzana acabada de recoger del árbol, y el sabor que “degustamos” cuando la compramos en el mercado, puede haber una diferencia tan grande como entre la “copia de la copia de la copia de la copia” y la foto original.
Vayamos por partes. Una manzana roja y lustrosa a simple vista, o un plátano sin mácula, no son garantía de “frescura” (en todo caso, la “frescura” la encontraríamos en los que aseguran que esos alimentos son frescos). En su lugar, muy posiblemente esa fruta no tendrá ni sabor ni aroma, y además estará o demasiado madura, o demasiado verde. Como consecuencia de las manipulaciones que sufren después de su recolección, y del prolongado tiempo transcurrido desde ese momento, muchas veces los alimentos pierden sus propiedades naturales, de tal modo que las empresas procesadoras y comercializadoras se ven obligadas a agregar sucedáneos para mejorar su apariencia, a fin de que obtengan algo parecido al color, el sabor y el aroma originales.
Pero no nos engañemos: esos alimentos “ya no son como deberían ser” si no hubieran sufrido dichas manipulaciones. A continuación expondré algunas de las alteraciones que, muy posiblemente, recibirán los alimentos que ingerimos habitualmente:
- Habrán sido “conservados”, a través de procesos tales como la “refrigeración”, la “congelación” y el “envasado al vacío”.
- Habrán sido “esterilizados”. Para ello se habrá empleado la “pasteurización” (el calentamiento de la leche a una temperatura de 72º C durante 15 segundos para eliminar las bacterias y para que se conserve más tiempo) o la “esterilización” (en el sistema UHT se eleva la temperatura de 0 a 140 grados en menos de diez segundos, con lo que se eliminan los microbios y se desactivan las enzimas capaces de alterar los alimentos).
(El proceso conocido como “pasteurización” no está exento de riesgos: si bien elimina los elementos patógenos, también mata las enzimas naturales que ayudan a la digestión de la leche cruda, así como una gran proporción de bacterias productoras de ácido láctico, que evitan la putrefacción. Asimismo desnaturaliza las proteínas lácteas, destruye un 50% de la vitamina C y un 25% de la vitamina B de la leche, así como los anticuerpos que nos protegen de ciertas bacterias presentes en la leche de vaca. Por lo general, la “pasteurización” de la leche tiene un efecto negativo sobre nuestra flora intestinal, y tiende a provocar estreñimiento.)
- Habrán sido –posiblemente- “irradiados”, para prolongar durante más tiempo el almacenamiento, y para inhibir la germinación de las patatas, cebollas y ajos. Pero esta técnica, llamada eufemísticamente “pasteurización electrónica”, altera el sabor y puede reducir el contenido vitamínico de los alimentos. Además, el producto puede sufrir cambios en su estructura molecular. Aunque el alimento no se convierte en radioactivo, puede aumentar el número de carcinógenos presentes en la dieta, y aún no se conocen sus efectos en la salud a largo plazo (digamos, a 20 años vista).
(Un estudio realizado por el ejército americano en 1997 revela que la carne irradiada tiene niveles de benceno cancerígeno diez veces más elevados que la carne cocida. “The Ecologist para España y Latinoamérica”, número 14, pág. 26).
- Habrán sido “manipulados”, mediante la aplicación de fungicidas para evitar el crecimiento de hongos antes de un proceso de “conservación” normal (por ejemplo, en cámaras frigoríficas), o a través de la maduración artificial con etileno, que aunque no es tóxico reduce el sabor de la fruta (es el proceso conocido como “desverdización”).
- Habrán sido “desnaturalizados” con la aplicación de potenciadores del sabor, edulcorantes, etc. Un ejemplo típico de saborante lo tenemos en el “ácido glutámico” (E 620). Éste puede llegar a ser tóxico en cantidades excesivas, y ha dado nombre a un fenómeno conocido como el “síndrome del restaurante chino”, que tiene como síntomas la somnolencia, el dolor de cabeza y la rigidez en el cuello. Existen otras sustancias empleadas para el tratamiendo externo del producto (mejorar su color y aumentar el brillo). Son tóxicas, especialmente si logran atravesar las pieles de cítricos y plátanos.
En definitiva, los alimentos que adquirimos habitualmente en un establecimiento comercial no son más que un triste recuerdo de un original hace tiempo desaparecido de la circulación. Con los alimentos manipulados sucede como con aquella rosa a la que aplicamos un ambientador para que “huela bien”. Malos tiempos para los románticos (y también para los gourmets).
Los aditivos alimentarios
Un aditivo es definido como “toda sustancia que no es consumida como alimento o que normalmente no se utiliza como ingrediente característico de un alimento, que se adiciona intencionalmente a un alimento o a una bebida destinada a la alimentación humana con una finalidad tecnológica, organoléptica o nutricional, y por lo tanto que determina o puede determinar, directa o indirectamente, su incorporación o la de sus derivados en el alimento”.
En otras palabras: los aditivos son sustancias naturales o artificiales que se añaden a los alimentos en su proceso industrial, con la intención de que éstos parezcan más apetecibles en cuanto a su textura, color, sabor, etc.
Los aditivos no son una exclusiva del presente: los antiguos acecinaban, salaban o ahumaban los alimentos para permitir su conservación. Los griegos empleaban la sal mezclada con especias, aceite y vinagre. Los egipcios y los romanos utilizaban el SO2 (dióxido de azufre) para desinfectar su material de vinificación. Los romanos empleaban numerosas especias importadas de Oriente para mitigar el extraño sabor que las cazuelas (muchas veces de plomo) dejaban en la comida.
Pero nunca hasta hoy hemos abusado tanto de los aditivos, a veces por razones de higiene y seguridad, pero en otras ocasiones sin causa justificada. Aunque se supone que los aditivos tienen, por su propia funcionalidad, una utilidad reconocida, cabe distinguir dos conceptos: la “dosis tecnológica” y la “dosis admisible”. La primera es la dosis que, técnicamente hablando, permite obtener el efecto buscado. La segunda es la que, desde un punto de vista de salud pública, nuestro cuerpo puede absorber sin riesgo aparente para nuestro metabolismo. En términos técnicos esta última recibe el nombre de dosis diaria admitida (DDA).
Por poner un ejemplo, la DDA de la goma xantana es de 10 mg/kg, lo que equivale a 600 mg para un adulto de 60 kg. Para alcanzar esta dosis, sería necesario que el individuo sólo consumiera 100 g de postre cremoso y 100 g de caldo deshidratado, en caso de que estos alimentos emplearan la dosis máxima admitida. La DDA del colorante amarillo naranja (E 110) es de 2,5 mg/kg, o 150 mg para un adulto de 60 kg. Consumiendo 50 g de frutos confitados, 50 g de confitería, 100 g de postres, 100 g de galletas o 250 ml de bebidas se alcanza la mitad de la DDA de este aditivo.
Los aditivos alimentarios están muy generalizados porque se considera que no resultan inmediatamente perjudiciales para la salud. Pero aunque la mayor parte de estas sustancias son tan inocuas como superfluas, no está claro que su uso continuado no pueda tener consecuencias graves a largo plazo, especialmente si interaccionan con determinadas circunstancias ambientales. No olvidemos que, lo pretendamos o no, por nuestro cuerpo pasan cada año decenas de kilos de aditivos alimentarios: un estudio de la Universidad de Iowa desvela que un norteamericano medio consume la friolera de 52 kilos de aditivos cada año.
No todos son dañinos, pero muchos de ellos provocan alergias, enfermedades intestinales, problemas toxicológicos, alteración de diversas funciones del organismo, o son sospechosos de ser cancerígenos. A continuación presento un listado (extraído de la revista Integral) de aditivos alimentarios que deben evitarse, por ser potencialmente tóxicos en altas concentraciones:
COLORANTES
Se usan especialmente en dulces, limonadas, postres lácteos, helados, productos de fruta, margarinas, quesos, o conservas de pescado.
E 102 Tartracina
Este colorante amarillo, que sustituye al azafrán en las paellas, puede provocar alergias y ataques agudos de asma, especialmente si se ingieren al mismo tiempo analgésicos como la aspirina.
E 104 Amarillo de quinoleína
E 123 Amaranto
Están prohibidos en diversos países.
E 127 Eritrosina
Sustancia sintética de color rojo que en experimentación animal ha demostrado que afecta a la función nerviosa y tiroidea, y que puede producir alteraciones tumorales. Puede causar hiperactividad infantil.
E 161 Xantofilas
Es un producto carotenoide que el cuerpo no puede convertir en vitamina A. Puede causar daños hepáticos.
E 180 Pigmento rubí
Puede tener efectos secundarios en riñones, tiroides, bazo y en el sistema inmunitario.
CONSERVANTES
Se usan para productos de pescado, zumos de frutas, limonadas, pan de corte, panadería, ensaladas, margarinas, salsas de ensaladas, vinos, legumbres, verduras secas, azúcar y embutidos.
E 210 Ácido benzoico
E 211 Benzoato sódico
E 212 Benzoato potásico
E 213 Benzoato cálcico
Aunque el ácido benzoico es una parte natural de muchos alimentos, aun en dosis bajas puede provocar alergias, y su acumulación puede favorecer el desarrollo del cáncer.
E 214 Etil parahidroxibenzoato
E 215 Etil parahidroxibenzoato sódico
E 216 Propil parahidroxibenzoato
E 217 Propil parahidroxibenzoato sódico
E 218 Metil parahidroxibenzoato
E 219 Metil parahidroxibenzoato sódico
Pueden provocar alergias.
E 220 Dióxido de azufre
E 221 Sulfito de sodio
E 222 Sulfito ácido de sodio
E 223 Metabilsulfito de sodio
E 224 Metabilsulfito de potasio
E 226 Sulfito cálcico
E 227 Súlfito ácido de calcio
E 228 Sulfito ácido de potasio
Aunque como hemos visto este tipo de aditivos tienen una larga historia (se empleaba para “azufrar” el vino), en personas sensibles pueden provocar cefaleas, mareos o ataques de asma.
E 230 Bifenilo
E 231 Ortofenilfenol
E 232 Ortofenilfenato sódico
En combinación con otras sustancias se emplean para matar los hongos de los cítricos. En experimentación animal causaron cáncer de vejiga. El E 230 ha causado muertes en los lugares de fabricación.
E 233 Tiabendazol
Es empleado para proteger a los cítricos y a los plátanos de los hongos. Las dosis altas producen daños renales, hepáticos y en los órganos productores de células sanguíneas, así como alteraciones tumorales de la tiroides.
E 235 Natamicina
Antibiótico que puede provocar la aparición de bacterias resistentes.
E 239 Hexametilen tetramina
En los alimentos libera formaldehído, que reacciona con las proteínas.
E 249 Nitrito potásico
E 250 Nitrito sódico
E 251 Nitrato sódico
E 252 Nitrato potásico
En el cuerpo humano los nitratos se pueden convertir en nitritos. En el estómago y en el intestino estos últimos se pueden transformar en un producto cancerígeno: las nitrosaminas. Los nitritos pueden provocar cianosis (oxigenación insuficiente de la sangre) en los niños pequeños.
E 284 Ácido bórico
E 285 Tetraborato sódico
Es relativamente tóxico, conociéndose bastantes casos de intoxicación, sobre todo en niños. Se absorbe bien y se elimina mal, por lo que tiende a acumularse en el organismo. Esto hace que su uso esté prohibido en todo el mundo, con la excepción de su empleo para conservar el caviar. En España se han detectado con cierta frecuencia casos de uso fraudulento del ácido bórico en la conservación de mariscos, para evitar el oscurecimiento de las cabezas de gambas y langostinos.
ANTIOXIDANTES
Se usan en sopas en polvo, snacks, salsas en polvo, margarinas, chicles, aceites, repostería, bebidas, helados, mazapanes, etc.
E 310 Galato de propilo
E 311 Galato de octilo
E 312 Galato de dodecilo
El galato de propilo ha provocado cianosis (oxigenación insuficiente de la sangre) en bebés. Aunque está prohibido en alimentos infantiles, está permitido en dulces y cereales precocidos que son también consumidos por los niños. Son alérgenos, y pueden deprimir la actividad inmunitaria frente a las infecciones.
E 320 Butilhidroxianisol
E 321 Butilhidroxitolueno
Al calentarse se degradan en forma de metabolitos, que se sospecha que pueden producir cáncer o mutaciones genéticas. Pueden asimismo producir alteraciones en el sistema inmunitario, en el hemograma, en el hígado y en la tiroides. Pueden ser alergénicos. Ambas sustancias se acumulan en el tejido adiposo, y pueden atravesar la placenta para llegar al feto durante la gestación.
VITAMINAS
Provitamina A (betacaroteno)
Aunque en poca cantidad no resulta un riesgo, no es recomendable como complemento vitamínico sin receta médica.
Vitamina B6
En dosis altas puede provocar alteraciones en el movimiento, falta de sensibilidad en las extremidades y alteraciones psíquicas. Puede provocar malformaciones del feto a causa de su ingesta por embarazadas.
Niacina B3
Puede provocar intoxicaciones cuyos síntomas son: ictericia, graves daños hepáticos y erupciones en la piel con gran quemazón.
AROMATIZANTES Y POTENCIADORES DEL SABOR
Aparecen en casi todos los productos preparados.
E 510 Cloruro amónico
Puede tener graves efectos secundarios: alteraciones óseas, del hematograma, de las paratiroides y las suprarrenales. En embarazadas puede provocar pérdida de peso y apetito, vómitos e hiperventilación.
E 620 Ácido L glutámico
E 621 Glutamato monosódico
E 622 Glutamato monopotásico
E 623 Glutamato cálcico
E 624 Glutamato amónico
E 625 Glutamato magnésico
Suelen provocar el llamado “síndrome del restaurante chino”: presión en las sienes, dolor de cabeza y rigidez en la nuca. En experimentación en los animales se han comprobado problemas de fertilidad, ataques de hambre y obesidad.
EDULCORANTES Y SUSTITUTOS DEL AZÚCAR
E 951 Aspartamo
En personas sensibles su consumo puede provocar cefaleas, pérdida de memoria, alteraciones visuales, hiperactividad, hinchazón de párpados, manos y pies. Es considerado alérgeno.
E 952 Ciclamato
E 954 Sacarina
Son sospechosos de ser cancerígenos.
La obra “Toxicología y seguridad en los alimentos” (pág. 217) afirma, de los antioxidantes fenólicos E 320 (BHA) y E 321 (BHT):
“Los antioxidantes fenólicos son indiscutiblemente, como mínimo el BHT y el BHA, moléculas que causan numerosas reacciones en diversos materiales biológicos.
La información actualmente disponible ha llevado a los expertos toxicológicos de todo el mundo a intentar reevaluar su inocuidad”.
Esta advertencia da pie a preguntarse hasta qué punto podemos dar por buena la supuesta “inocuidad” de los alimentos preparados que consumimos habitualmente. A este respecto, Jorge Riechmann (pág. 62) plantea el siguiente interrogante:
“Un asunto controvertido desde hace tres decenios, en el terreno de la seguridad alimentaria, es el del edulcorante artificial aspartamo [E 951]. Pues bien, una revisión reciente de 166 estudios sobre sus efectos para la salud humana halló que el 100% de los financiados por la industria (74 estudios) declaraban su total inocuidad, mientras que el 92% de los estudios independientes detectaban algún tipo de reacción adversa. ¿Podemos permitirnos la ausencia de controles científicos independientes en el desarrollo de las modernas biotecnologías?”
En definitiva, cuando ponemos nuestra salud y nuestra seguridad en manos de los “expertos” a sueldo de las grandes compañías monopolísticas, o bien de sus valedores en las altas esferas de los gobiernos, podemos dar por seguro que “no estamos en buenas manos”.
En otras palabras, cuando colisionan los dos principios que entran en juego en la alimentación de hoy día, el de “rentabilidad” y el de “seguridad alimentaria”, la práctica ha demostrado que es el primero el que prevalece. El “principio de precaución” es un concepto que todavía no ha sido aplicado en este campo. Los grandes intereses económicos hacen y harán todo lo que esté en su mano para evitar que se ponga fin a la generalización de malas prácticas en la producción, procesamiento y comercialización de los alimentos. Nuestra salud está en el candelero. ¡Hagan juego señores!
¿Alimentación para ricos y para pobres?
La generalización de una agricultura supuestamente orgánica no es la solución a todos los desmanes a los que he hecho mención en este artículo. Bien al contrario, supone la apertura de un nuevo e interesante mercado en el que las grandes corporaciones pueden salir especialmente beneficiadas.
La agricultura orgánica es una estrategia lógica en el proceso de acentuación de las desigualdades sociales en el que estamos inmersos hoy día, con la creación de dos niveles de producción y consumo: el mercado convencional y el mercado de élite. Considero que es el deber del Estado, como dije al comienzo de este artículo, prevenir que algo así llegue a ocurrir, si queremos evitar que, a la postre, nos encontremos inmersos en una sociedad eugenésica al estilo de “Un mundo feliz”, en la que los ciudadanos “Alfa” y los “Épsilon” tienen dos modos (y expectativas) de vida completamente diferentes.
La garantía para que dicha situación no se llegue a producir es poner coto de una vez por todas al inmenso poder de las grandes multinacionales, asegurando una alimentación de calidad y saludable absolutamente para todos los ciudadanos. Si ello puede provocar un incremento más o menos significativo en los precios de los alimentos, para trasladar al consumidor los mayores costes que una alimentación más natural pueden suponer, tal eventualidad puede ser compensada con una política fiscal o de rentas que compense a los más pobres.