Buñuelos de viento

 

Efectos a largo plazo

 

            Una calculadora puede ser empleada para múltiples aplicaciones. Se puede usar para realizar la declaración de la renta, para hacer los cálculos en uno de los muchos “test” de personalidad tan comunes en las revistas “femeninas”, para decidir qué crédito hipotecario es el que más nos conviene, o bien para controlar el número de kilocalorías que ingerimos cada día.

            Lo que puede parecer una broma no lo es en absoluto. No son pocos los que, además de tener una libreta para los “gastos” del día, en términos monetarios, disponen de otra para anotar los “ingresos” del día, en términos nutricionales. En una sociedad en la que no podemos estar seguros de qué es lo que realmente comemos, no faltan quienes pretenden ejercer un cierto control sobre sus propias vidas.

            Como consumidores hemos de depositar necesariamente una confianza casi a ciegas ante nuestros proveedores. Entre ellos y nosotros existe un contrato con una vigencia a corto plazo: la que comprende la fecha de caducidad del alimento que ingerimos. Una vez que éste caduca, la empresa ya no se hace responsable, y nosotros lo aceptamos. ¿Pero qué hay de los “efectos a largo plazo” de los alimentos? ¿Acaso no nos deberían preocupar, al igual que sus “efectos a corto plazo”? Claro está que, “a largo plazo todos calvos”, y quién sabe cuál es el agente determinante que, con los años, nos ha podido producir un cáncer, o una enfermedad cardiovascular, o una diabetes.

            Pero como decía, no son pocos los que se toman muy en serio las cuestiones alimentarias; incluso demasiado en serio. Ya comienza a ser un problema los déficits nutricionales, provocados por dietas en extremo rigurosas, de ciudadanos que tratan de controlar en demasía lo que comen. Así, aplican la báscula electrónica y la calculadora para regular en detalle lo que entra y sale de sus cuerpos. Se puede afirmar sin reparos que los hipotéticos beneficios de semejante disciplina –por no llamarlo “comportamiento obsesivo”- a duras penas compensan los múltiples desequilibrios nutricionales y emocionales que tal actitud llevan aparejados.

            El saber popular es a veces creador de falsos mitos, pero en la mayor parte de las ocasiones da en la diana: “Poca cama, poco plato, y mucha suela de zapato” es un aforismo que podría resumir lo que dictamina el sentido común: dormir poco, comer lo suficiente, y hacer un ejercicio ligero es la clave de la salud y del equilibrio emocional.

            En cambio, tomarse demasiado en serio la propia salud puede llegar a ser tan contraproducente como pretender adelgazar con una dieta a base de hamburguesas. Es un hecho probado que el ejercicio excesivo “crea adicción”, y puede tener graves repercusiones sobre nuestro metabolismo. El caso de James Fixx, el “popularizador” del jogging a finales de los setenta, es paradigmático: murió prematuramente en 1984 de un ataque al corazón, a los 52 años, mientras practicaba este deporte.

            En términos fisiológicos, tal actitud puede provocar el llamado “colocón del corredor”, “que se produce aproximadamente media hora después de empezar a correr, y que crea una euforia irracional y entusiasta a medida que nos acercamos al colapso, simplemente porque desaparece el dolor” (R.M. Sapolsky, pág. 231).

            (Al hacer ejercicio, las betaendorfinas, una clase de sustancias endógenas con una estructura química similar a la de los opiáceos, salen en gran cantidad de la pituitaria y, aproximadamente a la media hora, alcanzan un nivel en la corriente sanguínea que produce analgesia. De este modo, James Fixx pudo tal vez morir de infarto sin ni siquiera enterarse. Eso sí que es morir con “las zapatillas de deporte puestas”.)

            Cuando se va en coche por las carreteras de los Estados Unidos, no es difícil encontrar el siguiente cartel: Food and Fuel. Literalmente: “comida y combustible”. Ésta es la visión simplificadora que nuestro actual modo de vida ha impuesto en buena parte de la población: comemos para “reponer energías”. La comida es el combustible de nuestro cuerpo, al igual que la gasolina es el combustible de nuestro coche. No pretendemos dar satisfacción a nuestro paladar, sino pura y simplemente recuperar nuestras fuerzas. Y si queremos comer bien, para eso nos vamos a un restaurante.

            Esta visión “mecanicista” de la realidad la extrapolamos a todas las actividades de nuestra vida. Como dice Jeremy Rifkin (pág. 44):

 

      “Hoy en día, la máquina está tan firmemente entronizada en nuestro interior que resulta difícil decir dónde acaba ella y empezamos nosotros. Hasta las palabras que brotan de nuestros labios no son ya nuestras palabras, sino las palabras de la máquina. ‘Calibramos’ nuestras relaciones con las demás personas para ver si estamos ‘sincronizados’ con ellas. Nuestras sensaciones se reducen a buenas o malas ‘vibraciones’. Le ‘apretamos las clavijas’ a alguien, evitamos la ‘fricción’ en el trabajo y preferimos ‘sintonizar’ a prestar atención. Consideramos que las personas ‘funcionan como un reloj’ o que ‘han perdido un tornillo’. Y en este último caso, esperamos que no tarden en ‘reajustarse’”.

 

      En un escenario como éste, no nos extrañará comprobar la existencia de unos hábitos alimenticios cuanto menos “pintorescos”. Gentes que se pasan la mitad del día obsesionados sobre qué y cuánto van a comer para no incumplir tal o cual dieta que se han autoimpuesto, frente a otras gentes para la que la comida es una mera inconveniencia a la que se le dedica la mínima atención posible. Gente que convierte su vida en un infierno porque le da más importancia al continente (a su figura) que al contenido (a su salud), frente a otra gente que vendería su alma por un “McBurguer”, sin importarle demasiado si tal cosa puede suponerle unos “michelines” de más.

            Nuestros problemas con nuestra dieta son un trasunto de nuestros problemas con nosotros mismos. Ya lo decía Hipócrates: “Somos lo que comemos”. Y yo añadiría: “Y también somos lo que no comemos, y lo que comemos en exceso, y lo comido por lo que comemos…”    

 

Cambios en los hábitos alimentarios

 

            Las cifras son elocuentes: España, supuesto “paraíso” de la dieta mediterránea, es el segundo país de Europa con mayor número de obesos. La situación es preocupante: un 40% de los españoles tiene sobrepeso, y un 15% son obesos. Y no es previsible que la situación mejore en el inmediato futuro: hasta un 30% de los menores de 16 años tienen sobrepeso, y un 12% padecen de obesidad, lo que augura que en su madurez –previsiblemente- entrarán en la categoría de obesos crónicos.

            La explicación de este fenómeno está clara: un porcentaje elevado de la población (hasta el 40% en Cataluña) ya ha abandonado la dieta mediterránea, que como sabemos está caracterizada por un alto consumo de frutas, verduras y productos lácteos. En su lugar consumimos más carne y grasas saturadas.

            Éste no es un tema baladí: la Organización Mundial de la Salud ha calificado a la obesidad como la epidemia del siglo XXI. No en vano, un 80 por ciento de los diabéticos, un 60 por ciento de los hipertensos y un 50 por ciento de las personas con colesterol alto son obesos.

Nuestra incorporación al club de los países ricos no nos ha sentado muy bien: hemos adquirido pocas de sus virtudes (la limpieza, la urbanidad, los valores cívicos, etc.) y sí en cambio somos unos alumnos aventajados en sus principales defectos (el consumismo, la “cultura de masas”, la sobrealimentación, etc.) Entre los niños y adolescentes de hoy día se ha generalizado una tendencia preocupante a la sedentarización (disminución del juego, y sustitución por el ocio pasivo: televisor, ordenador o videojuego). Además, se abusa de una dieta demasiado rica en azúcares y grasas, proveniente de embutidos, dulces y bollería, bebidas carbonatadas, batidos azucarados, etc.

            Vivimos en la sociedad “de la prisa”. En nuestro listado de prioridades, la alimentación ocupa uno de los últimos lugares. Podemos considerar que el tiempo en que nos alimentamos es aquel tiempo residual que nos queda tras haber realizado todas las actividades cotidianas: trabajar, divertirnos, compartir unos minutos con los niños, planchar la ropa, ponernos guapos, limpiar la casa, ir de compras, etc.

            La madre o la abuela que dedica la mitad del día a preparar los deliciosos platos a los que estábamos acostumbrados en nuestra niñez empieza a ser un recuerdo del pasado. Con la paulatina incorporación de la mujer al mercado laboral, hecho que en sí mismo constituye un importante avance social, la preocupación por la cocina casera se ha relajado. Ya no hay tiempo para potajes, verduras, caldos o guisados. Ahora no nos queda más remedio que arreglárnoslas con los alimentos congelados y precocinados que compramos en el hipermercado, para no rebasar los 15 minutos (con suerte) que le podemos dedicar al trámite de prepararnos la comida.

Hasta los principales “emblemas” de la cocina hispánica (el gazpacho, la tortilla de patatas y la paella) han sucumbido ante el empuje arrollador de la “comida rápida”. Ahora el gazpacho de bote, la tortilla de patatas congelada, la paella precocinada y hasta el caldo de pescado en envase “Tetra-Brik” nos hacen el avío, cuando ya estamos cansados de las pizzas y los pollos a l’ast del establecimiento de la esquina.

 

El fraude de los alimentos “enriquecidos”

 

El aporte calórico que necesitamos cada día (2.300 kcal para los hombres, y 2.200 para las mujeres) lo adquirimos en buena parte a base de alimentos preparados, con sus aditivos y sus engorrosos envoltorios, que además de ser sumamente difíciles de abrir, son extremadamente tóxicos (para nuestra salud, y para nuestro medio ambiente). ¿Acaso nos hemos puesto a pensar que la mayor parte de nuestros residuos urbanos provienen de envoltorios y envases, no de los productos que consumimos?

En el artículo anterior me referí a que buena parte del contenido nutricional de los alimentos se pierde en los vericuetos del proceso industrial de elaboración de los alimentos. Como consecuencia del creciente interés (o “moda”) por todo lo que sea biológico, ecológico u orgánico, la industria ha creado un nuevo y lucrativo mercado de alimentos pretendidamente “naturales”; sin serlo, por supuesto. ¿Cómo considerar natural un producto que sigue un proceso industrial de conservación, procesado y refinado?

Pues bien, el hecho es que –a mediados del 2003- España es el único país de la Unión Europea que permite que se vendan como “orgánicos” o “biológicos” alimentos que no son ni una cosa ni la otra, sino que en realidad son equiparables a cualquier otro producto de la industria alimentaria. Estos falsos “bio” incumplen de forma notoria el reglamento 2.092/91 del Consejo de producción agrícola de la Unión Europea. Según algunas asociaciones de agricultores, esta actitud –promovida por el gobierno de este país- es una forma de favorecer los intereses de la gran industria.

Otro significativo “signo de nuestros tiempos” es el amplio mercado de alimentos “enriquecidos” que ha comenzado a emerger desde hace unos años: productos ricos en calcio, fibra, vitaminas o ácidos grasos omega-3 invaden los estantes de los supermercados, prometiendo al consumidor mil y un beneficios en su salud. Pero no hemos de olvidar que:

 

- Estos alimentos no corrigen una alimentación desequilibrada, o unas determinadas carencias nutricionales, en dietas ricas en grasas saturadas y pobres en vitaminas y fibra, sino que en realidad pretenden dotar de contenido nutricional a productos que antes lo tenían, y lo perdieron por los procesos industriales.

- Una dieta pobre a la que se incorpora este tipo de alimentos “enriquecidos” no hace sino agravar el problema: una persona con una dieta desequilibrada, a la que incorpora una serie de alimentos “enriquecidos” que pretendidamente pretendan compensar aquellas deficiencias, no hará más que perpetuar sus malos hábitos. Por ejemplo, un niño que no consume frutas y verduras no mejorará su nutrición por mucho que se le atiborre de cereales ricos en fibra, y de refrescos vitamínicos o energéticos.

- La gente no sustituye una dieta por otra, sino que añade nuevos elementos a su dieta. La incorporación de alimentos “enriquecidos” se superpone a la alimentación habitual de una persona: ésta toma yogur normal, y además un “bio” (para regenerarse por dentro). Por lo tanto, los alimentos enriquecidos pueden empeorar –no aliviar- el problema de la obesidad.

 

La industria no pretende mejorar nuestros hábitos de vida, ni se preocupa por nuestra salud. Lo único que le preocupa son sus beneficios. El ejemplo lo tenemos en la gran diferencia entre las expectativas creadas con este tipo de “placebos” alimentarios, y los dividendos que las grandes compañías pretenden obtener. Tal como afirma Pilar Comín, en su artículo “Los nuevos alimentos” (revista Integral): “El aumento sobre el precio de los productos tradicionales no es proporcional al valor añadido”. Por ejemplo, por lo que se refiere a la leche enriquecida: la diferencia media de precio respecto a la leche convencional es de 60 ptas. por litro (es decir, un 65% de aumento por litro) mientras que el sobrecoste de su producción es de un 20% por litro.

Además los supuestos beneficios nutricionales de estos alimentos enriquecidos están por demostrar. Por ejemplo, algunos yogures enriquecidos (los cuales se afirma que aportan calcio, vitaminas y minerales) tienen en realidad menos calcio, menos fósforo y la misma cantidad de vitamina B1 que el yogur natural convencional. El precio es, sin embargo, un 80% superior a este último. Algunos complejos vitamínicos, considerados hasta hace poco beneficiosos, y en el peor de los casos inocuos, se están demostrando especialmente peligrosos, al menos en ciertos casos (pueden provocar osteoporosis, crisis epilépticas, efectos gastrointestinales, o el riesgo de infartos).

En ocasiones los alimentos no son alterados para mejorar sus propiedades nutritivas. El llamado “yogur pasteurizado después de la fermentación”, según la conocida marca alimentaria que lo comercializa, tiene como pretensiones fundamentales retrasar su fecha de caducidad, y asimismo permitir su conservación a temperatura ambiente. Pero, como era de esperar, se pierde algo a cambio: al recibir un tratamiento térmico (la pasteurización) se mata a los microorganismos responsables de la fermentación (considerados beneficiosos para nuestra digestión).

Frente a la soberanía de las grandes compañías, es hora de que el Estado exija transparencia y respeto a las mínimas normas del “juego limpio”. Como en el caso de los transgénicos, las grandes corporaciones, a través del engaño, la presión política y la manipulación de valores universales (como el creciente interés por la ecología y la vida sana), pretenden obtener el máximo provecho de la la confianza que el ciudadano medio ha depositado en ellas.

 

La alimentación como problema

 

            Este mundo está loco. Cuando una parte importante de la población mundial, en el mundo pobre, tiene graves problemas de malnutrición, y otra parte significativa de la gente, en el mundo rico, padece importantes trastornos provocados por la sobrealimentación, resulta que en los países más desarrollados entre un 3 y un 4% de la población joven simplemente “no quiere comer”. No por un rechazo expreso a determinados alimentos, sino por exigencia de un particular modo de entender la vida.

            La anorexia y la bulimia son dos graves problemas alimentarios, dos caras de una misma moneda, que ilustran hasta qué punto la búsqueda personal del autocontrol puede llegar a ser autodestructiva. La negación de los nutrientes que necesita el cuerpo puede ser considerada, por parte de la persona con trastornos alimentarios, como una autoafirmación de su propio yo ante su entorno y su familia.

Esta actitud ante la vida, en una búsqueda ciega de lo que distingue frente a lo que aúna, no es ajena a fenómenos de “culto al cuerpo” que, como el sobreesfuerzo deportivo, la creciente obsesión por la imagen corporal, la preocupación por los caprichos de la moda, los modelos publicitarios, etc., están tan vigentes hoy en día en el mal llamado “mundo desarrollado”.

Puede parecer una paradoja que unas personas que “renuncian a su bienestar” mediante una restricción voluntaria en la ingesta de alimentos, para sentirse mejor aceptadas en una sociedad en la que una impecable imagen exterior es un signo de excelencia, se planteen con su actitud, al mismo tiempo, un desafío a la sociedad. Pero hemos de situar el problema dentro de su contexto. La conducta anoréxica (y por extensión, también la bulímica) es una respuesta de autoafirmación que, especialmente en la etapa de pubertad, desencadena el o la joven frente a su entorno más inmediato. La “integración” en unos determinados valores sociales predominantes (expresados por el “culto al cuerpo” antes referido) no está reñida con el rechazo a un entorno social concreto: la familia, el centro educativo, etc.

El ideal de perfección y de autocontrol a través de una actitud personal autodestructiva, es uno de los “signos de nuestros tiempos” ciertamente más extravagantes. El uso de una determinada conducta alimentaria para conseguir determinados fines espurios es indicativo de hasta qué punto vivimos en una sociedad en la que la alimentación se ha convertido, no en una satisfacción, sino en un gran problema.

La anorexia y la bulimia son, en puridad, distintos trastornos de un parecido cuadro clínico. En el primer caso (la anorexia) el enfermo se niega a comer porque teme engordar y “estropear su figura”. En el segundo caso (la bulimia) la persona afectada combina períodos de voracidad desmedida (especialmente de alimentos dulces e hipercalóricos) con episodios de “purga”, a base de vómitos autoinducidos, laxantes y diuréticos.

Ambos tipos de disfunciones alimentarias son considerados trastornos mentales, motivados por una serie de factores biológicos, sociales y psicológicos. Ambas conductas son reforzadas por el creciente interés por el culto al cuerpo, la delgadez, el ejercicio y las imágenes estereotipadas de la moda. Pero no nos engañemos: detrás de todo ello se esconde una serie de preocupaciones y carencias que son el verdadero desencadenante de estas conductas anómalas. La anorexia y la bulimia no son más que síntomas de trastornos emocionales que la mayor parte de los jóvenes canalizan de forma más positiva.

Los trastornos alimentarios son, por decirlo así, una reacción patológica del afectado ante las exigencias de madurez, responsabilidad y crecimiento personal que imponemos a los jóvenes, en abierto contraste con el “modelo Barbie” que machaconamente les inculcamos en sus pautas de consumo y en sus referentes culturales. Si los anuncios de la televisión están poblados de modelos publicitarios inverosímilmente estilizados, si los estilos de vida dan más importancia a la imagen exterior que a valores más positivos (la sabiduría, la creatividad, la solidaridad), si la sociedad de consumo promueve el desarrollo de actitudes sociales imitativas, este tipo de disfunciones alimentarias son fenómenos sociales inevitables.

(¿Cuántas veces nos lamentamos de que las actitudes imitativas inducen a algún niño a tirarse por la ventana tratando de volar como Supermán? ¿Cómo extrañarse entonces de que alguna adolescente en estado de confusión mental se mate literalmente de hambre para tener la figura de tal o cual celebridad del mundo de la moda o de la televisión?)

El anoréxico pretende construir sus propias reglas, su propia disciplina, sus propias exigencias, con una serie de comportamientos obsesivos en los que el alimento pasa a ser la moneda de cambio: es su “sacrificio” por el ideal de perfección y belleza que se ha autoimpuesto. Y este sacrificio supone un fuerte control, una rigurosa disciplina, una voluntad de hierro. Pero tiene un precio: una sensación de frustración, de aislamiento, de vergüenza, de adicción (a su objetivo de no comer y de bajar de peso), por no hablar de las gravísimas secuelas físicas, personales y psicológicas que puede acarrear tal actitud.

Todos aspiramos a recrear –de vez en cuando- el Peter Pan de nuestro interior. A todo el mundo le gustaría vivir en el País de Nunca Jamás de sus sueños. El anoréxico pretende reconciliarse con su propio Peter Pan (o con su propia Campanilla) para así poder aspirar al sueño del género humano desde que tiene capacidad para imaginar: no envejecer, la eterna juventud.

(El “síndrome de Peter Pan”, célebre por la novela “El Tambor de Hojalata”, de Günter Grass, no es un hecho extraordinario. Es perfectamente posible que un niño se niegue a crecer, originando situaciones de estrés psicológico intenso que a la postre pueden provocar enanismo. La voluntad de no engordar puede equipararse, en cierto modo, al síndrome de Peter Pan, si bien desplazado a otra etapa de la vida: a la pubertad, o incluso a la madurez.)

Invito al lector a que se plantee la siguiente pregunta: ¿No es eso lo que promete el 90% de los productos anunciados en televisión: belleza, juventud, fuerza, estilo, seducción? El anoréxico no hace más que cumplir a rajatabla lo que la sociedad le sugiere que haga: ser más delgado para ser más “sexy”, para así estar mejor considerado, y tener más éxito.

El anoréxico es un enfermo en sí mismo, pero también una víctima de un modo de vida (el nuestro) desquiciado, intolerante e hipócrita. Es desquiciado porque enaltece lo vulgar, superficial y vano; es intolerante porque premia las actitudes que se ajustan a este patrón de conducta, y relega las demás; y es hipócrita porque es la misma sociedad la que provoca este tipo de trastornos alimentarios, en aplicación de una serie de valores que ensalzan el culto al cuerpo, el espíritu competitivo, y un mal entendido sentido de la elegancia, el estilo, o la clase.

Nos rasgamos las vestiduras cuando nos enteramos de casos realmente escabrosos de autodestrucción personal de ciertas adolescentes, a causa de fenómenos como la anorexia o la bulimia. Pero las pasarelas de moda siguen exhibiendo modelos femeninos y masculinos que si no son “técnicamente hablando” anoréxicos, poco les falta para serlo. ¡Eso sí!: Business is business.

 

Comida rápida, o la apoteosis del vómito

 

      McBurguer es un restaurante familiar donde se puede comer bien y barato, en un ambiente limpio, en el que la gente se siente a gusto y experimenta lo que es la sensación, la experiencia McBurguer…”

 

      Ésta podría ser la carta de presentación del típico restaurante de comida rápida. En él todo está limpio y brillante; los colores son cálidos y la decoración atractiva; el mobiliario está dispuesto para que todo se halle a la altura de los niños. El restaurante de comida rápida encandila tanto a los “gourmets” sin complejos como a las familias más exigentes (mejor si son numerosas). Es el paraíso de las celebraciones infantiles, el refugio de los corazones solitarios, el nido de los tortolitos enamorados, el solaz de los ejecutivos agresivos, el reposo de los obreros fatigados…

            Pero tras esa cara amable se esconde una realidad algo más siniestra. La “comida rápida” que se expende en este tipo de establecimientos podría estar detrás de buena parte del inmenso problema que supone que más del 60% de la población adulta norteamericana sufra de obesidad o sobrepeso. Las razones de todo ello no son difíciles de explicar: una hamburguesa al uso, de 145 gramos, contiene 75 gramos de grasa (lo que equivale a una dieta calórica de 1000 calorías). Si a ello le añadimos, en un “happy meal” de lo más típico, una ración de patatas fritas, una bebida grande de soda, y un postre de caramelo, con ello sumamos un total de 120 gramos de grasa y 2400 kilocalorías.

Es decir, en una simple comida podemos ingerir toda la energía necesaria para satisfacer las necesidades diarias de una persona adulta de sexo masculino. La concentración calórica de este tipo de alimentos es ciertamente reseñable: un batido de leche contiene un 22% de azúcar, lo que equivale a 45 gramos, o a 16 terrones (Gunter Wallraff, pág. 35). Y a esto le hemos de añadir otras consideraciones: con frecuencia el sabor del fast food proviene de sustancias aromáticas artificiales, para que las bebidas se mantengan inalterables la mayor cantidad posible de tiempo, se las provee de aditivos conservantes, etc.

            Pero no pensemos que la hamburguesa es un producto de la “sociedad de consumo”. En la momia de un alto dignatario egipcio se encontró un pastel de carne envuelto por dos tortas de pan. Ahí tenemos una hamburguesa ¡con cuatro mil años de antigüedad! Los tártaros eran famosos por sus filetes de carne picada mezclada con especias (llamados actualmente “filetes rusos”). Sin embargo la hamburguesa recibió su nombre, como es bien sabido, del “filete de los pobres” que desde el siglo XIV se elaboraba en la norteña ciudad alemana de Hamburgo.

En el siglo XIX la hamburguesa fue reivindicada por el doctor inglés J.H. Salisbury, puesto que –según él- la carne triturada facilitaba enormemente la digestión. Hasta tal punto llegó su afición por este alimento, que recomendó consumir diariamente, por término medio, “tres grandes hamburguesas del tamaño de la boina de un marinero francés” (menos mal que no se le ocurrió pensar en las “txapelas” de los marineros vascos). En 1880 la hamburguesa cruzó el Atlántico y llegó a América: la portaban consigo los emigrantes alemanes. En 1904 se sirvió, tal como es hoy en día (acompañada de un panecillo de molde), en la Exposición Mundial de Saint Louis.

Pero la “edad heroica de la hamburguesa” nace con la fundación del primer establecimiento McDonald’s.  En 1955 el expianista de jazz R.A. Kroc abrió una franquicia de comida rápida en la ciudad de Chicago. Utilizando un sistema de “producción en serie” para la elaboración de sus hamburguesas, patatas fritas y batidos, difundió por todos los Estados Unidos, y después por todo el mundo, el método de elaboración “industrial” de comida rápida puesto en marcha por los hermanos Richard y Maurice McDonald en un restaurante de carretera de San Bernardino (California). Kroc construyó si imperio con una uniformidad casi militar de presentación y estilo del producto. Su filosofía queda clara en la siguiente frase: “Lo que yo espero es dinero, igual que cuando alguien acciona el interruptor de la luz lo que espera es luz” (Günter Wallraff, pág. 36).

Ante tan nobles antecedentes, poco se le puede objetar a este humilde alimento. Si no fuera… Porque está comenzando a ser considerado como el agente principal que ha llevado a un 60% de la población adulta norteamericana a usar pantalones de talla superior a la 40 ¡Poco podría imaginarse el archipatriota Ray Kroc que su querida hamburguesa estaba produciendo en su amado país una degeneración tan acelerada de la raza!

Ya se ha interpuesto la primera denuncia contra las cadenas de comida rápida por razones de salud pública. El ciudadano norteamericano Cesar Barber denunció, en julio del 2002, a las firmas McDonald’s, Burger King, Kentucky Fried Chicken y Wendy’s, aduciendo que su comida le había provocado una diabetes y dos ataques al corazón, y que no había sido advertido de que estos productos estaban dañando su salud. Se calcula que la obesidad mata anualmente, en Estados Unidos, a unas 300.000 personas.

Esta primera demanda judicial ha provocado una rápida reacción de los restaurantes de comida rápida y de algunas compañías alimentarias: McDonald’s aseguró que iba a cambiar el aceite con el que fríe las patatas por otro menos dañino para la salud (a mediados del 2003 aún no lo ha hecho); la multinacional Kraft ha anunciado que disminuirá la grasa y el azúcar de sus alimentos y reducirá el tamaño de sus porciones…

Más de uno soltaría la carcajada, ante el convencimiento de que es inviable acusar de nada a estas compañías cuando es el consumidor el único responsable de su apetito desmedido y de su falta de control. Pero el hecho es que los investigadores han encontrado razones “de peso” que respaldan esta denuncia. La primera y más decisiva es que ¡la comida rápida es potencialmente adictiva!, de igual modo que el tabaco, el alcohol o los estupefacientes.

Algunos científicos aseguran que el consumo habitual de comidas y bebidas de alto contenido calórico puede producir cambios en el cerebro y en el cuerpo que desencadenarían fenómenos de auténtica adicción (“Burgers on the Brain”, New Scientist, 11 de febrero del 2003). De este modo, las compañías de comida rápida serían parcialmente responsables de la obesidad y de los problemas de salud de algunos de sus clientes, por no advertir del alto contenido calórico de sus productos.

¿De qué modo una persona puede experimentar un cuadro de adicción a la comida rápida? Los investigadores creen que unos pocos atracones de “happy meals” son suficientes para desencadenar una serie de cambios fisiológicos inducidos, los cuales pueden alterar las señales hormonales que normalmente avisan de cuándo estamos saciados, controlando nuestra ingesta de alimentos, y ayudando a mantener un peso corporal estable. Por ejemplo, los obesos suelen adquirir resistencia a la leptina, cuyo contenido en la sangre indica el nivel de reservas de grasa de nuestro cuerpo.

Sin embargo, está demostrado que no es necesario estar obeso para incurrir en esta serie de cambios hormonales (si bien la obesidad es una circunstancia agravante). Experimentos de laboratorio hacen pensar que la repetida exposición a comidas grasientas o azucaradas, de alto contenido calórico, puede reconfigurar el sistema hormonal del cuerpo de tal modo que cree una dependencia hacia este tipo de alimentación. Ello provoca un “círculo vicioso” del que es difícil escapar: la ingestión de grasa nos predispone para un consumo aún mayor de grasa. El ciclo de la obesidad se cierne ante nosotros.

Es más, también se ha descubierto que el abuso de las grasas y de los azúcares provoca cambios en el cerebro similares a los desencadenados por sustancias estupefacientes. Ello es así porque los alimentos de alto contenido calórico liberan endorfinas y encefalinas, unos opioides naturales del cerebro, lo que genera una sensación similar a la producida por los derivados del opio, como la morfina y la heroína. Y está demostrado experimentalmente que es perfectamente posible adquirir dependencia de los opioides naturales del cerebro cuando, por ejemplo, consumimos una y otra vez alimentos de alto nivel calórico, como hamburguesas o postres saturados en azúcares.

Los niños son un segmento de la población especialmente sensible. La exposición temprana a este tipo de comida rápida les predispone a la obesidad infantil. Y no sólo eso: se piensa que el abuso de “comida rápida” entre los niños puede ocasionarles agresividad, insomnio o pesadillas.

(Ello estaría provocado por el deterioro del sistema nervioso, a consecuencia de la catabolización de las reservas de tiamina en el cuerpo, lo que lleva consigo una carencia de vitamina B-1.)

Así pues, en este paraíso consumista de sonrisas de plástico nada es “gratis”. Todo tiene un precio. Ciertamente alto en términos de dinero, pero aún más alto en concepto de salud. El abuso de la comida rápida, así como la obsesión por la propia imagen, son los dos extremos de una misma cuerda. Estires de un lado o del otro el resultado es el mismo: un gran costalazo, no exento de magulladuras.

 

Una nueva (in)cultura alimentaria

 

            Si hay una palabra que defina bien a las claras nuestro comportamiento alimentario, hoy día, es sin duda “confusión”. Consumimos alimentos “rebajados” (es decir, pobres en nutrientes naturales) a causa de su manipulación industrial, y por ello pagamos a veces el doble para compensarlo con unos “alimentos enriquecidos” o con unos “complejos vitamínicos” de más que dudosa utilidad. Nos negamos a comer lo adecuado con la intención de estar más guapos o delgados, y al mismo tiempo pretendemos ser grandes deportistas o estudiantes brillantes; todo al mismo tiempo. O bien comemos sin medida ni control alimentos hipercalóricos para darnos cuenta, cuando ya es demasiado tarde, de que ello nos está lanzando al abismo de la diabetes, la hipertensión, las enfermedades coronarias o el cáncer.

            En otro artículo hice referencia a un dato en extremo paradójico: las sociedades cazadoras y recolectoras, con un alto porcentaje de consumo de alimentos cárnicos, están sin embargo muy detrás de nosotros en colesterol. Por ejemplo, los inuit del Ártico, pese a obtener un 96% de sus requerimientos calóricos de alimentos de procedencia animal (frente al 23% de las sociedades industriales), tienen sin embargo cantidades mucho menores de colesterol en la sangre (141 miligramos por decilitro, frente a los 204 de los EE.UU.)

            ¿A qué se debe esta circunstancia? Muy sencillo: los habitantes del mundo desarrollado hemos adquirido una dieta muy calórica, mientras que minimizamos la cantidad de energía que gastamos en nuestra actividad diaria. Volviendo al balance de gastos e ingresos al que hice referencia al comienzo de este artículo, éste actúa a modo de embudo: la boca ancha es el ingreso de calorías; la boca estrecha es el gasto de calorías. Lo que queda entre medio va a parar a nuestras carnes. Así pues, hemos convertido nuestra sociedad en el paraíso de los “sátiros”, las “madonas” y las “gracias” pintados por Rubens en sus exuberantes cuadros.

            (Recordemos que los personajes de Rubens se caracterizaban por su abundancia de carnes, y por la voluptuosidad de su figura.)

            Pero no nos equivoquemos: este hecho no se reduce a una cuestión de estética. Detrás de él hay importantes consideraciones de salud pública, de calidad de vida, y de problemas ambientales por resolver.

            (El ganado criado para alimentación humana produce 40 toneladas de excrementos por segundo, 130 veces más de las que genera la especie humana. En Estados Unidos se producen 20 toneladas de estiércol al año por cada unidad familiar. Los purines de los cerdos envenenan nuestros ríos y nuestras aguas subterráneas. El metano y el nitrógeno de las heces de las vacas provocan efecto invernadero y empobrecen los suelos.)

Nosotros, los “privilegiados” del Primer Mundo, no nos podemos sentir demasiado afortunados. Nuestro sistema metabólico (diseñado para el uso y disfrute de una vida cazadora-recolectora) tiene que conciliar una dieta esquimal (rica en grasas saturadas) con un modo de vida principesco (en el que la litera de mano ha sido sustituida por el turismo, el 4x4 o el monovolumen). Nuestra “gota” contemporánea, aquel mal que aquejaba a los príncipes ociosos de siglos pasados, ha cambiado de carácter, pero sigue martirizándonos.

La desmesura, el descontrol alimentario, las dietas espartanas… Todo ello nos está convirtiendo en una sociedad de artríticos renqueantes, de obesos exuberantes, de esqueletos andantes… Vivimos en una sociedad que, si por algo se caracteriza, no es precisamente por el “canon” griego de belleza. En terminología de Nietzche: ¡muera lo apolíneo, viva lo dionisíaco!

 

 

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